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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Cuando éramos honrados mercenarios (13 page)

BOOK: Cuando éramos honrados mercenarios
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El Semanal, 05 Junio 2006

Parejas bonaerenses

El gesto de ternura es natural, sereno. Una mano acariciando la del otro casi con descuido. No furtiva, sino discreta. Los miro con atención y agrado. Es bueno que la gente se quiera, me digo. Son dos treintañeros correctísimos, el aire educado. Uno de ellos –el que acaricia la mano del otro–, muy bien parecido. Visten ropa deportiva pero buena, con un puntito de clase. El cabello lo llevan muy corto. Sobre la mesa, junto a los cafés y las medias lunas, hay un libro cuyo título no alcanzo a distinguir y una guía turística de la ciudad. Hablan bajo, en francés, y observan a la gente que pasea por la Recoleta, entre el café La Biela y la terraza. Es la segunda pareja de homosexuales que veo esta mañana, y la duodécima, o así, en los cinco días que llevo en Buenos Aires. Los he visto paseando por San Telmo, sentados en una taberna de la Boca, siguiendo admirados y atentos, en un local nocturno de Florida, las evoluciones de los tanguistas sobre el escenario. Gente mesurada, observo. Sin estridencias. Y eso me gusta. Una mariquita escandalosa incomoda tanto como un macho brutal y cervecero dando voces en la barra de un bar. Cosa de gustos. Se lo hago notar a Fernando Estévez, mi editor local y mi amigo desde hace diez años. Os estáis homosexualizando mucho por aquí, chaval, le digo. Aunque en plan bien. Cada año veo más parejas así. Gente agradable y guapa. O quizá guapa de puro agradable.

Fernando, que es heterosexual y bellísima persona, me mira inquieto, sin comprender. Por fin observa a la pareja, me ve sonreír, y sonríe a su vez, bonachón. Es lindo verlos así, tranquilos, ¿no?, dice. Le respondo que sí, que es lindo y tranquilizador. Además, de ese modo se despejan un poco las calles de Venecia, añado. Que ya están muy concurridas. Así que celebro que también aquí se apechugue con el asunto. Entonces Fernando me cuenta lo que sabe, poniéndome al día. En los últimos tiempos, Buenos Aires, esta ciudad bella y asombrosa –eso sí, a doce malditas horas de avión de Madrid–, se ha convertido en destino grato para parejas homosexuales con poder adquisitivo razonable. La guía GayBA 2006 señala centenar y medio de lugares amistosos, incluidos restaurantes, bares, salas de baile, milongas y una emisora de radio. También acaba de salir Guapo, una revista con ambiciones –en Argentina, la palabra guapo todavía define al bien plantado, animoso y valiente–, y aunque aquí no hay un barrio gay concreto como en Nueva York, París o Madrid, está prevista la construcción de un hotel de cinco estrellas especializado –el grupo es español, por cierto– en San Telmo, barrio popular lleno de tradición y vinculadísimo al tango: baile que, por historia y por estética, fue siempre uno de los grandes mitos del público homosexual. Además, ésta es una ciudad de precios adecuados para los visitantes, con oferta cultural abrumadora –librerías, bibliotecas, exposiciones, música, museos– y una vida nocturna llena de posibilidades y entretenimiento. Sin contar el hecho incuestionable de que en ningún lugar de América se ven tantos hombres y mujeres atractivos por metro cuadrado, y de que los argentinos son buena gente, parlanchines, amables y hospitalarios, excepto –ni siquiera los porteños son perfectos– cuando hablan de fútbol o de política. Por eso el número de turistas homosexuales en Buenos Aires se ha triplicado, dicen, en los últimos años; y ahora supone el veinte por ciento del turismo total. En su mayor parte son norteamericanos y europeos. ¿Y las mujeres?, pregunto. ¿Qué hay de ellas? Fernando encoge los hombros. También vienen mucho, responde; pero ésas arrastran más complejos que los hombres. Procuran pasar inadvertidas, quizá porque todavía les cuesta mostrar su homosexualidad. El machismo social, o el temor a éste, hacen que a dos señoras se les haga más cuesta arriba pedir, en un hotel, una cama de matrimonio. ¿Comprendes? Aunque todo se andará.

Mientras Fernando Estévez me cuenta todo eso, sigo observando a los dos hombres sentados en la mesa cercana. Al fin, cuando uno de ellos me mira, le sostengo la mirada porque no parezca rechazo descortés, y al cabo de un instante la aparto, para que tampoco piense –cada cual tiene sus opciones– que tocamos la misma tecla. Y me gustaría poder decirle de algún modo que, pese a todo, está bien. Que me alegra infinito que él y su compañero estén hoy aquí, juntos, serenos y afortunados. Haciendo, en la parte que les toca, más hermosa esta mañana de sol en la querida Buenos Aires.

El Semanal, 12 Junio 2006

La boquita del senador

Si algo me fascina de los políticos españoles es su capacidad de rizar el rizo con tal de no bajarse de los carteles. Y la verdad es que algunos domingos me dan esta página hecha. Hoy se la debo al senador del PNV Javier Maqueda, quien opina, literalmente, que «el que no se sienta nacionalista ni quiera de lo suyo no tiene derecho a vivir». Sí. Eso fue lo que el senador –que viene del latín senatus, senado, consejo de ancianos sabios y venerables– largó hace unos días, durante un acto al que estaba invitado en Mallorca; donde, por cierto, se le jaleó la ocurrencia con aplausos. Faltaría más. En España los aplausos van de oficio. Es, salvando las distancias mínimas, como en los programas bazofia de la tele, donde eructa cualquier pedorra, y el cuerpo de marujas de guardia rompe aguas en aplausos entusiastas, que para eso están allí. Para aplaudir lo que le echen y decir te queremos, bonita.

Con lo del senador, sin embargo, albergo un par de dudas. Lo de nacionalista es un concepto complejo, pues abarca demasiadas cosas. Todos somos nacionalistas de algo: la lengua, la memoria, la cultura, la infancia. El fútbol. Pero creo que el senador Maqueda hablaba de otro nacionalismo: el que se envuelve en la bandera local, el exclusivo y excluyente, el de nosotros y ellos. El patológico. El que manipula instintos y sentimientos para conseguir perversa rentabilidad política. Y por ahí, no. En ese sentido, algunos no nos sentimos nacionalistas en absoluto. A mí, sin ir más lejos, no se me saltan las lágrimas cuando oigo una minera en La Unión, ni cuando veo saltar un salmonete en la punta de Cabo Palos, ni cuando le cantan –lo siento paisanos, pero ya no– la salve a la Virgen el Lunes Santo por la noche. He visto demasiadas veces cómo lo noble, lo legítimo, termina en manos de gente como el senador Maqueda. Si alguna vez aflojo, será por otras cosas. Por mi infancia perdida, tal vez, y por las sombras entrañables que la acompañan. No porque me emocione el cantón nacional de Cartagena o su independencia de la mardita y opresora Mursia. Por ejemplo.

Aclarado, pues, que me incluyo en las palabras del senador Maqueda, quisiera que un experto en nacionalismos y en derecho a la vida, como él, aclare un par de cosas. Imaginemos que decido establecerme en Bilbao para pasear por el Guggenheim cada mañana; o en Barcelona, por ir de noche a la calle Tallers y calzarme un martini seco en Boadas; o en Cádiz, puntal indiscutible de la nación andaluza, para ponerme de urta a la sal en El Faro, un día sí y otro no, hasta las trancas. Supongamos, como digo, que opto por alguna de esas alternativas, sin sentir, respecto a Bilbao, Barcelona o Cádiz, más cosquilleo nacionalista que el que proviene de la atenta lectura de los libros de Historia, el aprecio por su gente, y la certeza de compartir una memoria colectiva en la compleja y mestiza plaza pública –llamada Hispania por los mismos que inventaron la institución de la que trinca el senador Maqueda– donde, unas veces por suerte y otras por desgracia, el azar puso a mis antepasados. Entre los que lamento, por cierto, no figuren unos cuantos jacobinos, guillotinadores, con un «todos los ciudadanos son iguales ante la ley» bajo el brazo y con las cabezas de Carlos IV y Fernando VII metidas en un cesto. A lo mejor no estaríamos hablando de estas gilipolleces.

Y ahora, las preguntas. ¿Cómo se articularía, a juicio del senador Maqueda, mi falta de derecho a vivir? ¿Mediante la prohibición, tal vez, de establecerme donde vivan nacionalistas? ¿Quemándome la ferretería si decidiera hacerme ferretero? ¿Pegándome un tiro en la nuca?… Como ven, las posibilidades que abre la afirmación senatorial son curiosas. Y pueden aderezarse, además, con matices interesantes. ¿Echar la pota –por ejemplo– cada vez que oigo a un cateto cantamañanas manipular la Historia y mi inteligencia haciendo comparaciones con Irlanda o con Montenegro, es un tic franquista? ¿Saber como sé, porque viajo y leo libros, que no hay nada más conservador, inculto y reaccionario que un nacionalista radical, me hace acreedor al epíteto de fascista?… Y ya puestos a preguntar, ¿se ocuparía, llegado el caso, el senador Maqueda de explicarme personalmente mi derecho a vivir? ¿Él y cuántos más? ¿Vendrían de día, o vendrían de noche? ¿Vendrían juntos a explicármelo, o vendrían de uno en uno?… Porque me parece que el senador Maqueda está mal informado. No todos somos Ana Frank.

El Semanal, 19 Junio 2006

Un héroe de nuestro tiempo

Ahí sigue, el tío. Aún no se ha vuelto un mercenario de la tiza, de esos que entran en el aula como quien ficha donde ni le va ni le viene. Tal vez porque todavía es joven, o porque es optimista, o porque tuvo un profesor que alentó su amor por las letras y la Historia, cree que siempre hay justos que merecen salvarse aunque llueva pedrisco rojo sobre Sodoma. Por eso, cada día, pese a todo, sigue vistiéndose para ir a sus clases de Geografía e Historia en el instituto con la misma decisión con la que sus admirados héroes, los que descubrió en los libros entre versos de la Ilíada, se ponían la broncínea loriga y el tremolante casco, antes de pelear por una mujer o por una ciudad bajo las murallas de Troya. Dicho en tres palabras: todavía tiene fe.

Aún no ha llegado a despreciarlos: sabe que la mayor parte son buenos chicos, con ganas de agradar y de jugar. Tienen unas faltas de ortografía y una pobreza de expresión oral y escrita estremecedoras, y también una escalofriante falta de educación familiar. Sin embargo, merecen que se luche por ellos. Está seguro de eso, aunque algunos sean bárbaros rematados, aunque los padres hayan perdido todo respeto a los profesores, a sus hijos y a sí mismos. «Voy a tener que plantearme quitarle de su habitación la play-station y la tele», le comentaba una madre hace pocas semanas. Dispuesta, al fin, tras decirle por enésima vez que lo de su hijo estaba en un callejón sin salida, a plantearse el asunto. La buena señora. Preocupada por su niño, claro. Desasosegada, incluso. Faltaría más. La ejemplar ciudadana.

Pero, como digo, no los desprecia. Lo conmueven todavía sus expresiones cada vez que les explica algo y comprenden, y se dan con el codo unos a otros, y piden a los alborotadores que dejen al profesor acabar lo que está contando. Lo hacen estremecerse de júbilo las miradas de inteligencia que cambian entre ellos cuando algo, un hecho, un personaje, llama de veras su atención. Entonces se vuelven lo que son todavía: maravillosamente apasionados, generosos, ávidos de saber y de transmitir lo que saben a los demás.

En ocasiones, claro, se le cae el alma a los pies. El «a ver qué hacemos todo el día con él en casa», como única reacción de unos padres ante la expulsión de su hijo por vandalismo. Por suerte, a él nunca se le ha encarado un chico, ni amenazado con darle un par de hostias, ni se las han dado, el alumno o los padres, como a otros compañeros. Tampoco ha leído todavía el texto de la nueva ley de Educación, pero tiene la certeza de que los alumnos que no abran un libro seguirán siendo tratados exactamente igual que los que se esfuercen, a fin de que las ministras correspondientes, o quien se tercie, puedan afirmar imperturbables que lo del informe Pisa no tiene importancia, y que pese a los alarmistas y a los agoreros, los escolares españoles saben hacer perfectamente la O con un canuto. Mucho mejor, incluso, que los desgraciados de Portugal y Grecia, que están todavía peor. Etcétera.

Y sin embargo, cuando siente la tentación de presentarse en el ministerio o en la consejería correspondiente con una escopeta y una caja de postas –«Hola, buenas, aquí les traigo una reforma educativa del calibre doce»–, se consuela pensando en lo que sí consigue. Y entonces recuerda la expresión de sus alumnos cuando les explica cómo Howard Carter entró, emocionado, con una vela en la cámara funeraria de la tumba de Tutankhamon; o cómo unos valientes monjes robaron a los chinos el secreto de la seda; o cómo vendieron caras sus vidas los trescientos espartanos de las Térmópilas, fieles a su patria y a sus leyes; o cómo un impresor alemán y un juego de letras móviles cambiaron la historia de la Humanidad; o cómo unos baturros testarudos, con una bota de vino y una guitarra, tuvieron en jaque a las puertas de su ciudad, peleando casa por casa, al más grande e inmortal ejército que se paseó por el suelo de Europa. Y así, después de contarles todo eso, de hacer que lo relacionen con las películas que han visto, la música que escuchan y la televisión que ven, considera una victoria cada vez que los oye discutir entre ellos, desarrollar ideas, situaciones que él, con paciente habilidad, como un cazador antiguo que arme su trampa con astucia infinita, ha ido disponiendo a su paso. Entonces se siente bien, orgulloso de su trabajo y de sus alumnos, y se mira en el espejo por la noche, al lavarse los dientes, pensando que tal vez merezca la pena.

El Semanal, 26 Junio 2006

Los torpedos del almirante

El almirante José Ignacio González-Aller, Sisiño para los amigos, es un marino atípico porque tiene un fuerte ramalazo –en el buen sentido de la palabra– de militar ilustrado como los de antes: aquellos que a veces se sentaban en las academias científicas, o de la lengua y la Historia. Quiero decir que es un marino leído. Me recuerda a algunos antiguos colegas suyos, capaces de hacer compatible el amor a la patria con leer libros. De vez en cuando, y quizá por eso mismo, se pronunciaban por aquí y por allá, no para poner a la gente a marcar el paso –ése era un registro diferente, el de los espadones iletrados y malas bestias–, sino para hacer a sus conciudadanos más cultos y libres, obligando a reyes infames a jurar y respetar constituciones. Por lo general, esos mílites optimistas vieron pagados su cultura y su patriotismo con el exilio en Francia o Inglaterra, donde hubo espacio y tiempo para reflexionar, entre nieblas, sobre la ingrata índole de esta madrastra, más que madre, llamada España. De ellos hay uno que al almirante y a mí nos parece entrañable, pues encarna como pocos la tragedia nacional: Cayetano Valdés, comandante del navío Pelayo en la batalla de San Vicente y del Neptuno en la de Trafalgar, quien, reinando ese puerco con patillas que fue nuestro rey don Fernando VII, conoció la prisión en España y el exilio en Londres por mantenerse fiel a la constitución de 1812.

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