Cuando falla la gravedad (13 page)

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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Cuando falla la gravedad
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Necesitaba más información; pero no sabía de dónde obtenerla. Me encontré andando con resolución hacia ninguna parte. Me preguntaba adonde ir. Al apartamento de Devi, por supuesto. Los hombres de Okking estarían peinándolo todavía en busca de pistas. Habría barreras y un cordón que advertiría ESCENA DEL CRIMEN. Habría...

Nada. Ni barreras, ni cordón, ni policía. Una luz en la ventana. Me dirigí hacia las persianas verdes que se empleaban para cubrir la puerta. Estaban abiertas de modo que la habitación principal de Devi era claramente visible desde la acera. Un árabe de mediana edad estaba arrodillado, pintando una pared. Nos saludamos, me preguntó si deseaba alquilarlo. Estaría arreglado en dos días. Eso fue todo lo que se conmemoró a Devi. Ése fue todo el esfuerzo que Okking había hecho para encontrar a su asesino. Devi, igual que Tami, no mereció mucho tiempo de las autoridades. No habían sido buenas ciudadanas; no se habían ganado el derecho a la justicia.

Paseé la mirada de un lado a otro de la manzana. Todos los edificios de la acera de Devi eran iguales: casas bajas, encaladas, de tejado plano, con persianas verdes que cubrían puertas y ventanas. No vi sitio alguno donde James Bond hubiera podido esconderse para abordar a Devi. Sólo pudo hacerlo dentro del mismo apartamento y esperar a que ella regresara de trabajar, o aguardar en algún lugar cercano. Crucé la vieja calle empedrada. En la acera de enfrente algunas casas tenían porches bajos con barandillas de hierro. Me senté justo enfrente de la casa de Devi, en el peldaño más alto, y miré a mi alrededor. En el suelo, junto a mí, a la derecha de la escalera, vi unas cuantas colillas de cigarrillos. Alguien se había sentado en ese porche, fumando. Quizá la persona que vivía en esa casa, o quizá no. Me agaché y observé las colillas. En el filtro tenían tres bandas doradas.

En las novelas, James Bond fumaba cigarrillos hechos especialmente para él, de una mezcla de tabacos que se diferenciaba de las demás por las tres bandas doradas. El asesino se tomó el trabajo en serio. Empleó una pistola de pequeño calibre, tal vez una Walter PPK, igual que James Bond. Éste guardaba sus cigarrillos en una pitillera de acero con capacidad para cincuenta. Me preguntaba si también el asesino tendría una.

Guardé las colillas en mi bolsa. Okking quería una prueba, ya la tenía. Eso no significaba que él estuviera de acuerdo. Levanté la vista al cielo. Se hacía tarde, y esta noche no habría luna. El fino gajo de la luna nueva aparecería al día siguiente por la noche, portando consigo el inicio del mes santo del Ramadán.

El frenético Budayén se volvería más histérico aun cuando la noche siguiente cayera. Todo estaría mortalmente tranquilo durante el día. Mortalmente tranquilo. Esbocé una tímida sonrisa mientras me encaminaba hacia el bar de Frenchy Benoit. Ya había visto bastante muerte, la idea de paz y tranquilidad me pareció muy tentadora.

¡Qué loco estaba!

7

En el mes del Ramadán, en el que fue revelado el Corán, una guía para la humanidad, pruebas claras de orientación y el criterio sobre el bien y el mal. Que quien esté presente ayune este mes, y que quien esté enfermo, o de viaje, ayune el mismo número de días. Alá deseó el reposo para vosotros. No deseó ninguna severidad y deseó que completaseis el período y que venerarais a Alá por haberos guiado y, si pudiera ser, que fueseis agradecidos.

Éste es el versículo ciento ochenta y uno de la azora Al-Baqarah, la Vaca, la segunda azora del noble Corán. El mensajero de Dios, que la bendición de Alá y la paz esté con él, dio las directrices para la observancia del mes santo del Ramadán, el noveno mes lunar del calendario musulmán. Esta observancia es considerada como uno de los cinco pilares del Islam. Durante este mes, los musulmanes tienen prohibido comer, beber y fumar desde que el sol sale hasta que se pone. La policía y los líderes religiosos velan para que quienes, como yo, son negligentes, en el mejor de los casos, con sus deberes espirituales, los cumplan. Los cabarets y los bares permanecen cerrados durante el día, y también los cafés y los restaurantes. Está prohibido tomar más de un vaso de agua, incluso después de una polvareda. Cuando la noche cae y es propicio servir la comida, los musulmanes de la ciudad se divierten. Incluso los que evitan el Budayén el resto del año, vienen y se relajan en un café.

En el mundo musulmán, durante este mes, la noche reemplaza al día por completo, de no ser por las cinco llamadas diarias a la oración. Éstas deben ser atendidas como es habitual, de modo que los musulmanes respetuosos se levantan al alba y rezan, pero no quebrantan su ayuno. Por la tarde, el patrón les permite irse a casa unas horas para dormir, para recuperar el sueño que pierden al levantarse a horas tan tempranas de la mañana, para alimentarse y disfrutar de lo que no pueden durante el día.

En muchos aspectos, el Islam es una fe hermosa y elegante, pero es propio de las religiones premiar la adecuada atención al rito en lugar de la propia conveniencia. El Ramadán puede presentar muchos inconvenientes a los pecadores y granujas del Budayén.

No obstante, al mismo tiempo, hace que las cosas sean más sencillas. Simplemente, retraso mis planes algunas horas, y no me molesto en absoluto. Los cabarets alteran su horario del mismo modo. Podría ser peor si yo tuviera otros asuntos que atender durante el día, por ejemplo, encararme a La Meca y rezar cada poco rato.

El primer miércoles del Ramadán, después de acostumbrarme al cambio de horario, me senté en un pequeño café llamado Café Solace, en la calle Doce. Era casi medianoche, y jugaba a las cartas con otros tres jóvenes, bebía café fuerte sin azúcar y comía pedacitos de baqlawah. Eso era precisamente lo que Yasmin envidiaba. Ella estaba en el club de Frenchy, meneando su lindo trasero y encandilando a los extranjeros para que la invitaran a cócteles de champán. Yo comía pastas dulces y jugaba. No veía nada malo en relajarme cuando podía, aun cuando a Yasmin todavía le quedasen diez largas y agotadoras horas. Parecía ser el orden natural de las cosas.

Los otros tres de mi mesa formaban una fauna variada. Mahmud era un transexual, más bajo que yo, pero más ancho desde los hombros hasta las caderas. Fue mujer hasta cinco o seis años antes, incluso trabajó un tiempo para Jo-Mama, y ahora vivía con una mujer de verdad que trajinaba en el mismo bar. Fue una coincidencia interesante.

Jacques era un marroquí cristiano, heterosexual, que se sentía y actuaba como si tuviera privilegios especiales porque era tres cuartos europeo, con lo que me llevaba todo un abuelo de ventaja. Nadie hacía mucho caso a Jacques y, cuando se planeaban celebraciones y fiestas, se enteraba demasiado tarde. Sin embargo, se le admitía en los juegos de cartas porque alguien tenía que perder, y bien podía ser un quisquilloso cristiano.

Saied, el «Medio-Hajj», era alto, bien formado, rico y homosexual. Jamás se le veía en compañía de una mujer, ya fuese auténtica, renovada o reconvertida. Le llamaban «Medio-Hajj» porque era tan cabeza de chorlito que no podía acabar un proyecto sin que, a medias de él, se distrajese con otros dos o tres. Hajj es el título que uno recibe cuando realiza el santo peregrinaje a La Meca, que es uno de los otros pilares del Islam. Saied había emprendido el viaje varios años atrás, recorrió ochocientos kilómetros y se volvió porque tenía una idea magnífica para hacer dinero, idea que había olvidado cuando llegó a casa. Saied era algo mayor que yo, con su bigote cuidadosamente recortado, del que se sentía muy orgulloso. No sé por qué. Yo nunca había pensado en un bigote como algo meritorio, a no ser que la vida te lo hubiera concedido, como a Mahmud. Es decir, como a las mujeres. Todos mis compañeros tenían el cerebro lleno de alambres. Saied llevaba un moddy y dos daddies. El moddy era un módulo general de personalidad, no de una persona en particular, sino de una clase particular. Ese día actuaba con firmeza, en silencio y tenía mala suerte, ni siquiera los potenciadores podían echarle una mano jugando a cartas. Él y Jacques nos estaban haciendo más ricos aún a mí y a Mahmud.

Esos tres patanes eran mis mejores amigos. Pasábamos muchas tardes juntos (o anocheceres, durante el Ramadán). Yo contaba con dos fuentes principales de información en el Budayén: ellos tres y las chicas de los clubs. La información que obtenía de una persona, a menudo, contradecía la versión que otra me ofrecía, así que hacía tiempo que me había acostumbrado a oír tantas historias como pudiese para luego cotejarlas todas. En alguna de ellas estaba la verdad, el problema era encontrarla.

Yo había ganado la mayor parte del dinero de la mesa, y Mahmud el resto. Jacques estaba a punto de arrojar sus cartas y abandonar el juego. Yo quería comer algo más y «Medio-Hajj», también. Los cuatro nos hallábamos a punto de salir del Solace y buscar un sitio para comer, cuando Fuad llegó corriendo. Era el flacucho y patilargo hijo de camello llamado (entre otras cosas) Fuad al-Manhus, o Fuad, el desafortunado crónico. Supe que no comería nada durante un buen rato. La mirada de al-Manhus me decía que estaba a punto de comenzar una pequeña aventura.

—Alabado sea Alá por haberos encontrado aquí —dijo, lanzándonos rápidas miradas.

—Que Alá te acompañe, hermano —repuso Jacques con acritud—. Creo haberle visto siguiendo ese camino, hacia la puerta Norte.

Fuad le ignoró.

—Necesito ayuda —dijo.

Parecía más desesperado de lo normal. De vez en cuando tenía pequeñas aventuras, pero esa vez parecía preocupado de verdad.

—¿Qué pasa, Fuad? —pregunté. Me miró agradecido, como un niño.

—Una negra puta me ha birlado treinta kiam —dijo, escupiendo en el suelo.

Miré a «Medio-Hajj», que pedía fuerzas al cielo. Observé a Mahmud. que se reía. Jacques parecía exasperado.

—Las putas te la juegan con bastante regularidad, ¿no, Fuad? —preguntó Mahmud.

—Eso es lo que tú crees —respondió aquél en su defensa. —¿Qué ha sucedido esta vez? —preguntó Jacques—. ¿Dónde? ¿Alguien que conozcamos? —Una nueva.

Siempre es una nueva —murmuré. —Trabaja en el Red Light.

Pensé que tenías prohibido entrar allí —dijo Mahmud.

—Lo tenía —trataba de explicar Fuad —, todavía no puedo gastar mi dinero allí. Fátima no me deja, pero trabajo para ella como portero, por eso estoy todo el rato allí. Ya no vivo en la tienda de Hassan; me dejaba dormir en su almacén, pero Fátima me deja dormir debajo de la barra.

—No te da una copa en su establecimiento —dijo Jacques—, pero te deja sacar la basura.

—Y barrer y limpiar los espejos.

Mahmud asintió convencido.

—Siempre he dicho que Fátima tiene un gran corazón —dijo—. Todos lo habéis oído.

—Y ¿qué pasó? —pregunté.

Odio escuchar a Fuad darle vueltas y vueltas al mismo tema durante media hora.

—Fue en el Red Light —dijo—. Fátima me había dicho que entrase otro par de botellas de Johnny Walker y había ido a decirle a Nassir que me diera las botellas para llevárselas a Fátima y que las pusiera debajo de la barra. Luego le pregunté: «¿Qué quieres que haga ahora?», y ella me dijo: «¿Por qué no te vas a beber lejía?», y yo le dije: «Me voy a sentar un rato», y ella me dijo: «Muy bien, siéntate en la barra y mira un rato», y la chica vino y se sentó junto a mí...

—Una negra —dijo Saied «Medio Hajj».

—¡Aja!

«Medio Hajj» me miró.

—Tengo una sensibilidad especial para estos casos —comentó entonces.

Yo me reí.

Fuad continuó:

—¡Aja! Esa negra era bonita de verdad. Nunca la había visto; me contó que había empezado a trabajar para Fátima esa noche; yo le dije que era un bar un poco bullicioso y que, a veces, hay que vigilar por la gente que va, y me contestó que me estaba muy agradecida por el consejo, y que la gente de la ciudad es muy fría y no se preocupa por nadie más que por ellos mismos, y que estaba bien encontrarse un tipo tan agradable como yo. Me dio un beso en la mejilla y me dejó que le pasara el brazo a su alrededor, y entonces empezó...

—A meterte mano —le interrumpió Jacques.

Fuad se ruborizó, furioso.

—Quería saber si le invitaba a una copa pero le dije que sólo tenía dinero para mi manutención de las dos semanas próximas. Me preguntó cuánto tenía, pero yo no estaba seguro. Dijo que apostaba a que tenía bastante dinero para invitarla a una copa. «Mira —contesté—, si tengo más de treinta, te invito; si tengo menos, no puedo. » Ella respondió que le parecía bien. Saqué mi dinero y ¿sabéis qué? Tenía treinta exactos, y no habíamos comentado nada de si tenía exactamente treinta. Ella me dijo que estaba bien, que no la invitase. Pensé que era muy gentil por su parte. Y siguió besándome y abrazándome y tocándome, y pensé que en verdad yo le gustaba mucho. Y ¿sabéis qué?

—Te sacó el dinero —exclamó Mahmud—. Quería que lo contases sólo para ver dónde lo guardabas.

—No me di cuenta hasta más tarde, cuando quise comer algo. Se lo había quedado todo, como si lo hubiera cogido de mi bolsillo.

—Ya te la han jugado antes —dije—. Sabías lo que iba a hacer. Creo que eso te gusta, que lo buscas.

—Eso no es cierto —replicó Fuad, obstinado—. De verdad, pensé que yo le gustaba mucho y a mí ella, y pensé que podría pedirle que saliéramos cuando acabase de trabajar. Entonces me di cuenta de que mi dinero había volado y supe que había sido ella. Sé cuánto suman dos y dos, no soy tan estúpido.

Todos asentimos sin pronunciar palabra.

—Se lo dije a Fátima pero ella no hizo nada, de modo que fui a Joie (así es como se hace llamar, aunque ella me dijo que ése no era su verdadero nombre), y se puso como una loca, diciendo que no había robado nada en su vida. Yo sabía que lo había hecho, y ella se enfureció más y más. Entonces sacó una navaja de su bolso, y Fátima le ordenó que la guardase, que yo no merecía la pena; pero Joie estaba como loca y se me acercó con la navaja; en ese momento salí de allí y os busqué por todas partes.

Jacques cerró los ojos, fatigado, y se los frotó.

—¿Quieres que recuperemos tus treinta kiam? ¿Por qué demonios íbamos a hacerlo? Eres un imbécil. ¿Nos pides que busquemos a una furcia loca, que esgrime una navaja, sólo porque tú no puedes atender tus propios asuntos?

—No trates de razonar con él, Jacques, es como hablarle a una pared —comentó Mahmud.

La frase original en árabe dice: «Tú hablas hacia el este, él responde hacia el oeste», lo cual es una descripción muy adecuada de lo que sucedía con Fuad al-Manhus.

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