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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Cuando falla la gravedad (9 page)

BOOK: Cuando falla la gravedad
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—Kwa heríniya kuonana —repuso ella, y luego—: Muy bien, ¿cuál de vosotras, perezosas putas de culo gordo, se supone que debe estar bailando en el escenario? ¿Kandy? Bien, quítate la jodida ropa y ¡a trabajar!

Chiri parecía contenta. Todo iba bien en el mundo.

—Podemos pasar por casa de Jo-Mama —dijo Yasmin—. Hace semanas que no la veo.

Jo-Mama era una mujer enorme, de casi dos metros, entre ciento cincuenta y doscientos kilos, cuyo cabello cambiaba según cierto ciclo esotérico: rubio, pelirrojo, moreno, negro; después, el marrón oscuro empezaba a crecer y cuando ya lo tenía lo bastante largo, se transformaba en rubio otra vez, como por arte de magia. Era una mujer gruesa y fuerte y nadie ocasionaba problemas en su barra, que se abastecía de marinos mercantes griegos. Jo-Mama no tenía ningún reparo en emplear su pistola o su perforador Solingen y crear una paz general, aunque hubiera de mancharlo todo de sangre. Estoy seguro de que Jo-Mama podría enfrentarse a dos Chirigas a la vez y. al mismo tiempo, preparar tranquilamente un Bloody Mary para un cliente. A Jo-Mama, o le gustabas mucho, o te odiaba a muerte. De hecho, deseabas gustarle. Nos detuvimos, nos saludó a gritos con su característica manera de hablar, rápida y distraída.

—¡Marîd! ¡Yasmin!

Nos dijo algo en griego, olvidando que ninguno de nosotros lo entendía. Hablo menos griego que inglés. Todo lo que sé lo he aprendido fijándome en el club de Jo-Mama: sé pedir ouzo y retsina (unas bebidas), decir kalimera (hola) y puedo llamarle a alguien malaka, que parece ser su insulto favorito (por lo que sé, significa «masturbarse»).

Como pude, le di un abrazo a Jo-Mama. Está tan llena que, probablemente, Yasmin y yo, juntos, no podríamos rodear su cintura. Nos incluyó en la historia que contaba a otro cliente en ese momento.

—... así que Fuad regresa corriendo y me dice: «¡Esa negra puta me la ha jugado!». Ahora, ambos sabemos que nada da tanto miedo a Fuad como ser esquilmado por una negra puta.

Jo-Mama me miró, con expresión interrogadora, y yo asentí. Fuad era ese chico increíblemente flaco que sentía fascinación por las negras putas, cuanto más malas y peligrosas fueran, mejor. Fuad no gustaba a nadie, pero él solía salir a la caza de alguna, y estaba tan desesperado por agradar que salía durante toda la noche, hasta que encontraba a la chica de la que resultaba estar enamorado esa semana.

—Así que le pregunté cómo se las había arreglado esta vez para dejarse engañar, porque pensé que, a esas alturas, él conocía ya todos los trucos. Quiero decir, Dios, ni siquiera Fuad es tan estúpido como Fuad, ya sabéis a lo que me refiero. Dijo: «Es una camarera del Big AFs Old Chicago. Pedí una bebida y cuando me trajo el cambio, había humedecido la bandeja con una esponja y la sostenía en alto, donde yo podía verla. Tuve que alargar el brazo para coger el cambio, y el último billete se quedó pegado a la parte húmeda de la bandeja». Así que le tiré de las orejas. «Fuad, Fuad —le dije —, ése es el truco más viejo del libro. Debes haberlo visto un millón de veces. Recuerdo cuando Zainab te lo hizo el año pasado. » Y el estúpido esqueleto asiente con la cabeza, y el gran bulto de su nuez sube y baja, sube y baja, y me contesta: «Sí, pero las otras veces eran billetes de un kiam. ¡Nadie me lo había hecho con uno de diez!». ¡Como si eso lo cambiara todo!

Jo-Mama empezó a reír, del mismo modo que un volcán comienza a rugir antes de estallar; y cuando rió de veras, la barra se movió y los vasos y las botellas tintinearon mientras nosotros notamos las vibraciones en nuestros taburetes a través de la barra. La risa de Jo-Mama podía ocasionar más daños que alguien lanzando sillas.

—¿Qué deseáis, Marîd? ¿Ouzo y retsina para la joven dama? ¿O una cerveza? Estrujaos el cerebro, no dispongo de toda la noche, tengo un puñado de griegos de Skorpios. Su barco transporta cajas llenas de potentes explosivos para la revolución de Holanda. Les queda un buen trecho de navegación, y se muestran tan nerviosos como una carpa en una convención de gatos; están dejándome seca de bebida. ¿Qué demonios queréis tomar? ¡Maldición! Sacaros una respuesta es como sacarle una propina a un chino.

Se detuvo el tiempo suficiente para que yo pudiera decir unas pocas palabras. Pedí un gin con bingara y lima y Yasmin un Jack Daniels con Coca-cola. Jo-Mama empezó otra historia, yo la observaba como un halcón porque algunas veces empieza historias que cautivan y hacen que te olvides del cambio. A mí nunca me ocurre eso.

—Dame el cambio en billetes de uno, Mama —dije, interrumpiendo su historia y recordándoselo, por si mi cambio se le había ido de la memoria.

Me lanzó una mirada divertida, me devolvió el cambio y le di todo un kiam de propina. Se lo metió en el sostén. Tenía espacio en él para todo el dinero que había visto en mi vida. Terminamos nuestras bebidas después de dos o tres historias más, le dimos un beso de despedida y vagamos «Calle» arriba. Nos paramos en Frenchy y en algunos otros lugares y, cuando llegó la hora de irse a casa, ya estábamos convenientemente colocados.

No intercambiamos ni una palabra, ni siquiera nos detuvimos a encender la luz o ir al baño. Nos desnudamos y nos acostamos muy juntos. Deslicé mis dedos sobre el dorso de sus muslos, le encanta. Ella me rascaba la espalda y el pecho, que es lo que a mí me gusta. Yo tocaba ligeramente su piel con las yemas de los dedos, apenas rozándola, desde su axila, por su brazo, hasta su mano, y luego le acariciaba la palma y los dedos. Recorrí otra vez su brazo hacia abajo, por su costado, y pasé por sus excitantes nalgas. Empecé a rozar sus pliegues más íntimos de igual modo. Oí que emitía suaves sonidos, no se dio cuenta de que sus manos habían quedado debajo de su cuerpo, ella se tocó los senos. Alargué los brazos y la agarré por las muñecas, inmovilizando sus brazos sobre la cama. Abrió los ojos, sorprendida. Emití un suave gruñido, coloqué su pierna derecha alrededor de mi cuerpo, con un poco de rudeza, y le separé la izquierda con la mía. Ella se estremeció con un gemido. Trataba de tocarme pero yo no le soltaba las muñecas, la tenía inmovilizada. Sentí un fuerte, casi cruel sentimiento de control, aunque manifestado del modo más cuidadoso y tierno. Parece una contradicción. Si no habéis sentido lo mismo alguna vez, no puedo explicároslo. Yasmin se entregaba a mí sin palabras, por completo, cuando la tomaba, y con el deseo de que lo hiciera. Le gustaba un poco de violencia de vez en cuando. La fuerza moderada que me permitía, sólo la excitaba más. Entonces entré en ella, y exhalamos juntos un suspiro de placer. Nos movimos despacio, levantó las piernas, abiertas, puso sus rodillas en mis caderas y se apretó contra mí, tanto como pudo, mientras yo la penetraba, tan íntimamente como me era posible. Nos estrechamos así, despacio, y prolongamos cada dulce caricia, cada choque sorpresa de fuerza durante un buen rato. Yasmin y yo nos abrazamos mientras los latidos de nuestros corazones y nuestra respiración se aceleraban. Nos unirnos hasta que nuestros cuerpos se calmaron, y permanecimos abrazados, satisfechos, vivificados por esa nueva declaración de necesidad mutua, de confianza mutua y, sobre todo, de amor mutuo. Supongo que nos separamos y dormimos algún rato, pero a la mañana siguiente, cuando me desperté, nuestras piernas seguían entrelazadas, y la cabeza de Yasmin reposaba sobre mi hombro.

Todo estaba arreglado, vuelto a la normalidad. Tenía el amor de Yasmin, dinero en el bolsillo para unos cuantos meses y acción siempre que la desease. Sonreí con dulzura y, poco a poco, me sumergí en sueños tranquilos.

5

Era uno de esos raros momentos de felicidad compartida, de satisfacción total. Esperábamos que lo ya maravilloso no hiciera más que mejorar con el paso del tiempo. Esos momentos son los más raros y frágiles del mundo. Debes apresar el día; no olvidar todas las vilezas y porquerías que has soportado para conseguir esta paz. Debes acordarte de disfrutar cada minuto, cada hora, porque, aunque creas que va a durar siempre, el mundo tiene otros planes. Quieres agradecer cada segundo precioso, pero, simplemente, no puedes hacerlo. Vivir la vida al máximo no es propio de la naturaleza humana. ¿No habéis notado que cantidades de dolor y alegría iguales parecen tener la misma duración? El dolor se prolonga hasta que te preguntas si la vida volverá a ser soportable de nuevo. Sin embargo, el placer, una vez alcanza su culminación, se agosta con más rapidez que una gardenia pisoteada, y tu memoria busca la dulce fragancia en vano.

Yasmin y yo hicimos el amor al despertarnos, esta vez de costado, con su espalda vuelta hacia mí. Al terminar, nos estrechamos en un abrazo; pero sólo por breves instantes porque Yasmin quería vivir la vida al máximo otra vez. Le recordé que tampoco eso es propio de la naturaleza humana, al menos por lo que a mí respecta. Yo quería disfrutar un poco más la fragancia de la gardenia, todavía fresca en mi mente. Yasmin deseaba otra gardenia. Le pedí que esperara un par de minutos.

—Sí — dijo—, mañana, con los albaricoques.

Era el equivalente levantino a «Cuando las gallinas críen pelo».

Me hubiera gustado abrazarla hasta que pidiera compasión, pero mi carne estaba débil todavía.

—Ésta es la parte que llaman el crepúsculo —dije—. La gente sensual y voluptuosa como yo la valora tanto como el propio abrazo.

—Jódete, tío —exclamó—, estás envejeciendo.

Sabía que no lo decía en serio, sólo se burlaba de mí, o lo intentaba, al menos. En realidad, mi débil carne empezaba a revitalizarse de nuevo y ya estaba casi a punto de proclamar mi duradera juventud cuando llamaron a la puerta.

—Oh, oh, aquí está tu sorpresa —dije.

Para ser un solitario, estaba teniendo un montón de visitas últimamente.

—Me pregunto quién será. Ya no debes dinero a nadie. Me enfundé los téjanos.

—Entonces, es alguien que viene a pedir dinero prestado —dije. Y me dirigí hacia la mirilla de la puerta.

—¿A ti? Tú no darías un fíq de cobre a un mendigo que conociera el secreto del universo.

Mientras iba hacia la puerta, miré a Yasmin.

—El universo no tiene secretos —repuse, cínico—, sólo mentiras y engaños.

Mi indulgente humor se desvaneció en décimas de segundo cuando di una ojeada a través de la mirilla.

¡Hija de puta! —exclamé entre dientes. Volví a la cama —. Yasmin —dije con dulzura—, dame tu bolso.

—¿Por qué? ¿Quién es?

Buscó su bolso y me lo pasó. Sabía que siempre llevaba una pistola como protección. Yo nunca voy armado. Me paseaba solo y sin armas entre los criminales del Budayén, porque yo era especial, libre, orgulloso y estúpido. Me hacía esas ilusiones, y vivía en una especie de falacia romántica. No era más excéntrico que la mayoría de los locos de atar. Así el arma y regresé junto a la puerta. Yasmin me observaba, nerviosa y en silencio.

Abrí la puerta. Era Selima. Le apoyé el cañón del arma entre los dos ojos...

—Qué alegría verte —dije —, entra. Hay algo que deseaba preguntarte.

—No vas a necesitar el arma. Marîd —aseguró Selima.

No hice caso. Pareció molesta al ver a Yasmin y, en vano, buscó algún lugar donde sentarse. Observé que estaba terriblemente incómoda y muy preocupada por algo.

—De modo que querías dar los últimos coletazos antes de que alguien os liquide como a Tami —dije, cruel.

Selima se enfureció, se volvió y me abofeteó. Me lo había ganado.

—Siéntate en la cama, Selima. Yasmin te hará sitio. En cuanto al arma, debí tenerla a mano cuando tú y tus amigas irrumpisteis aquí esa mañana con semejante estruendo. ¿O es que ya se te ha olvidado?

—Marîd —dijo, humedeciéndose sus brillantes labios rojos—, siento lo que pasó. Fue un error.

—Ah, bueno, eso lo arregla todo.

Miré a Yasmin taparse con la sábana y apartarse de Selima tan lejos como pudo, apoyando la espalda en el rincón, con las rodillas dobladas. Los inmensos senos de Selima eran el distintivo de las «hermanas Viudas Negras»; por lo demás, apenas tenía modificaciones. Resultaba más bonita que la mayoría de los transexuales. Tamiko se había convertido en una caricatura de la modesta y recatada geisha. Devi había acentuado su herencia del este de la India, y completado con una marca de casta en su frente, a la que no tenía derecho, y cuando no trabajaba, vestía un sari de seda de vivos colores, bordado en oro. Por el contrario, Selima llevaba el velo y la capa con capucha, una sutil fragancia y tenía los modales de una mujer musulmana de clase media de la ciudad. No estoy seguro, pero creo que era religiosa. No puedo imaginar cómo compaginaba sus robos y su violencia habitual con las enseñanzas del Profeta, quizá las oraciones y la paz la ayudasen. No soy el único loco iluso del Budayén.

—Por favor, Marîd, deja que te explique...

Nunca había visto a Selima, ni a ninguna de sus «hermanas», en un estado tan próximo al pánico.

—¿Sabes que Nikki se ha ido de casa de Tami?

Asentí.

—No creo que se fuera por su gusto. Pienso que alguien la obligó.

—Eso no es lo que tengo entendido. Me escribió una carta en la que se refería a un tipo alemán, y me hablaba de lo maravillosa que iba a ser su vida, el pez había mordido el anzuelo e iba a pasárselo bien con él, y con todo lo que tenía.

—Todos hemos recibido la misma carta. Marîd, ¿no has notado nada sospechoso en ella? Es posible que no conozcas la caligrafía de Nikki tan bien como yo. Puede que no prestaras atención a las palabras que emplea en ella. Algunos indicios en la carta nos hacen pensar que trataba de decir algo entre líneas. Creo que alguien hizo que escribiera esas cartas para que nadie se extrañara de su desaparición. Nikki es diestra y las cartas están escritas con la mano izquierda. La letra era desastrosa, nada parecida a la suya habitual. Escribió nuestras notas en francés, aunque sabe perfectamente que ninguna de nosotras entiende ese idioma. Ella habla inglés, y tanto Devi como Tami lo leen, es el idioma que hablaban entre ellas. Nunca nos mencionó a ese viejo alemán amigo de su familia. Ese hombre pudo haber existido cuando era más joven, pero el modo en que se llamaba a sí misma «joven e introvertido muchachito»... , bueno, eso no hace más que acentuar el mal palpito que la carta nos ha causado. Nikki contaba muchas historias de su vida antes de someterse al cambio. Era reservada en algunos aspectos —de dónde era en realidad, y detalles por el estilo—; pero siempre se reía de lo terrible que había sido. Quería parecerse a nosotras y por eso sacaba esos relatos biográficos de sus travesuras a relucir. No era ni tímida ni introvertida. Marîd, esa carta apesta desde el comienzo hasta el final.

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