Cuando falla la gravedad (14 page)

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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Cuando falla la gravedad
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«Medio-Hajj» llevaba el moddy que le convertía en un hombre de acción, así que se retorció el bigote y ofreció una ruda sonrisa a Fuad.

—Vamos — dijo —, enséñame a esa Joie.

—Gracias —exclamó el flaco Fuad, mientras hacía reverencias alrededor de Saied—, muchas gracias. No tengo ni un maldito fíq, se ha quedado con todo el dinero que había ahorrado para las próximas...

—Ahórrate las palabras —dijo Jacques.

Nos levantamos y seguimos a Saied y Fuad hasta el Red Light. Sacudí la cabeza. No quería verme mezclado en eso, pero debía seguir. Odio comer solo, así que me dije: «Ten paciencia; después, todos iremos al Café de la Feé Blanche a comer. Todos menos este maldito». Mientras tanto, tragué dos trifets, sólo para que me dieran suerte.

El Red Light era un tugurio peligroso; cuando entrabas allí, ya sabías a lo que te exponías, de modo que o te enrollabas o te la jugaban; era difícil hallar a alguien que te brindase un poco de simpatía. En primer lugar, la policía pensaba que eras un loco por entrar y se reían en tus narices si les ibas con alguna queja. A Fátima y a Nassir sólo les importaba lo que podían obtener de cada botella de licor que vendían y cuántos cócteles de champán se sacaban sus chicas, y no se molestaban en seguir la pista a lo que ellas hacían por su cuenta. Practicaban la libre empresa, en su forma más pura y manifiesta.

Yo me mostraba reacio a poner el pie en el Red Light debido a que no quería encontrarme ni con Fátima ni con Nassir, por eso fui el último de nuestro pequeño grupo en sentarme. Lo hicimos en una mesa, lejos de la barra. Estaba tan oscuro como el local de Chiri. Había un olor fuerte y agrio a cerveza derramada. Una chica de rostro enjuto bailaba en el escenario. Tenía un cuerpo pequeño y hermoso, hasta que te fijabas en lo que había sobre su cuello. Lo que hacía en escena estaba pensado para que apartases la atención de sus defectos y la dirigieras hacia lo que ella vendía. Recordé su nombre, Fanya. La llamaban Fanya «espectáculo de suelo», porque su idea del baile era más horizontal que vertical, como era lo normal.

La noche era todavía joven, así que pedimos cervezas, pero el viril Saied «Medio-Hajj», haciendo caso de su moddy de macho, pidió un Wild Turkey para acompañar su cerveza. Nadie le preguntó al desnutrido Fuad si quería tomar algo.

—Es aquella de allí —dijo en un susurro, y nos señaló a una chica bajita y fea que trabajaba vestida con un traje de negocios a la europea.

—No es una chica, Fuad, es un travesti —le informó Mahmud.

—¿Crees que no sé diferenciar entre un hombre y una mujer? —respondió Fuad acalorado.

Nadie quiso emitir su opinión. Por lo que a mí respecta, estaba demasiado oscuro para asegurar nada. Lo sabría más tarde, cuando la viera mejor.

Saied ni siquiera esperó su bebida. Se levantó y trató de acercarse a Joie. Ya sabéis: «Nada puede alterarme porque, en lo más hondo, soy Atila el Huno y vosotros, maricas, es mejor que vigiléis vuestro culo». Entabló conversación con Joie. Yo no oía ni una palabra, y tampoco me interesaba. Fuad siguió a «Medio-Hajj» como una ovejita, cacareaba con su voz chillona, con enérgicos gestos de asentimiento a Saied y furiosas negativas a la nueva puta.

—No sé nada de los treinta kiam de éste, tronco —dijo ella.

—Ella los cogió, mira su bolso —chilló el desafortunado.

—Tengo más que eso, hijo de puta —gritó Joie —. ¿Cómo vas a probar que son tuyos?

Los ánimos se caldeaban. «Medio-Hajj» tuvo el buen sentido de enviar a Fuad a nuestra mesa, pero Joie siguió al larguirucho fellah. entre empujones e insultos. Fuad se hallaba al borde de las lágrimas. Saied intentó separar a Joie y ella se volvió hacia él.

—Cuando llegue mi gente, te van a dar por el culo —gritó ella.

«Medio-Hajj» le ofreció una de sus despreciativas y heroicas sonrisas.

—Lo veremos cuando lleguen —dijo con calma—. Mientras tanto, le devolveremos su dinero a mi amigo, y no quiero oír que vuelves a desplumarle, ni a él ni a ninguno de mis amigos, o recibirás tantos cortes en el rostro que tendrás que ligarte a los tíos con una bolsa en la cabeza.

En ese momento, mientras Saied sostenía a Joie por las muñecas y Fuad, de pie en e! otro lado, gritaba al oído, entró el macarra de Joie.

—Ya está armada —murmuré.

Joie le llamó y le contó lo que sucedía.

—¡Estos soplapollas intentan quedarse mi dinero! —gritó.

El macarra, un árabe tuerto llamado Tewfik, a quien todos llamaban Courvoisier Sonny, no necesitó oír ni una palabra de nadie. Abofeteó a Fuad casi sin mirarle. Agarró la muñeca derecha de Saied y le obligó a soltar a Joie. Luego golpeó en el hombro a «Medio-Hajj», que cayó hacia atrás, tambaleándose.

—Si molestas a mi chica puedes salir malparado, hermano —dijo con una voz falsamente suave.

Saied regresó a nuestra mesa.

—Es un travesti —dijo—. Un hombre con un vestido.

Él y Sonny estaban de pie un poco más arriba de donde me encontraba, y deseé que siguiesen sus negociaciones fuera. El altercado pareció no atraer la atención de Fátima ni de Nassir. Mientras tanto, Fanya había terminado su turno en escena y una transexual americana negra, alta y larguirucha, empezó a bailar.

—Tu horrible y ladrona puta sifilítica le ha quitado treinta kiam a mi amigo —dijo Saied con la misma voz fina que Sonny.

—¿Vas a dejar que me insulte, Sonny? —preguntó Joie—, ¿delante de todas estas putas?

—Alabado sea Alá —dijo Mahmud con tristeza—, se ha convertido en un asunto de honor. Era mucho más sencillo cuando se trataba de un simple latrocinio.

—No permito que nadie te insulte, nena —repuso Sonny, ahuecando un poco su fina voz, y dirigiéndose a Saied—: Cierra tu jodida boca.

—Oblígame —dijo Saied, sonriendo.

Mahmud, Jacques y yo cogimos nuestras cervezas y nos levantamos un poco de nuestros asientos. Demasiado tarde. Sonny tenía un cuchillo en el cinto de su galabiyya y lo buscó. Saied fue más rápido en sacar el suyo. Oí el grito de Joie para avisar a Sonny. Vi los ojos de éste cerrarse mientras caía de espaldas. Saied golpeó la mandíbula de Sonny con el puño izquierdo, pero éste se amagó. Saied avanzó un paso, bloqueó el brazo derecho de Sonny, se inclinó un poco y le clavó el cuchillo en el costado.

Oí a Sonny emitir un débil sonido, un tranquilo, gorjeante, gemido de sorpresa. La sangre brotó en todas direcciones, más sangre de la que parece posible que tenga una persona. Sonny se tambaleó, dio un paso a su izquierda; luego, dos hacia adelante y acabó por desplomarse sobre la mesa. Gruñó, se convulsionó, se revolvió unas cuantas veces y resbalo de la mesa al suelo. Todos le mirábamos. Joie no hizo ningún otro ruido. Saied no se había movido, todavía seguía en la misma postura que cuando su cuchillo había atravesado el corazón de Sonny. Se irguió despacio, dejó caer la mano que sostenía el cuchillo a lo largo del cuerpo. Respiraba pesada y sonoramente. Se dio la vuelta y cogió su cerveza, los ojos vidriosos y sin expresión. Estaba empapado en sangre. Tenía el cabello, el rostro, la ropa, las manos y los brazos cubiertos de la sangre de Sonny. Había sangre sobre la mesa; sobre nosotros. Yo estaba casi bañado en ella. Me costó un rato, pero entonces me di cuenta de toda la sangre que me manchaba y me horroricé. Me levanté e intenté quitarme del cuerpo la empapada camisa. Joie empezó a gritar sin parar, hasta que la abofeteé unas cuantas veces y se calló. Por último, Fátima hizo salir a Nassir de la trastienda y él llamó a la policía. El resto nos sentamos en otra mesa. La música cesó, las chicas se fueron a los vestuarios, los clientes se escabulleron del bar antes de que la policía llegase. Mahmud pidió a Fátima una jarra de cerveza para nosotros.

El sargento Hajjar se tomó su tiempo. Cuando por fin llegó, me sorprendió comprobar que había acudido solo.

—¿Qué es esto? —preguntó, señalando el cadáver de Sonny con la punta de su bota.

—Un tío muerto —respondió Jacques.

—Muertos, todos son iguales —fue el comentario de Hajjar. Se dio cuenta de que todo estaba salpicado de sangre—. Un tipo grande, ¿eh?

—Sonny —le informó Mahmud.

—Ah, ese cabrón.

—Murió por treinta asquerosos kiam —dijo Saied, moviendo su cabeza sin acabar de creerlo.

Hajjar paseó su mirada por el bar, pensativo, luego me miró directamente.

—Audran —dijo, ahogando un bostezo—, ven conmigo.

Se dio la vuelta para salir del bar.

—¿Yo? —grité—. ¡No tengo nada que ver con esto!

— ¿Con qué? —preguntó Hajjar, sorprendido.

—Con el navajazo.

—Al infierno el navajazo. Vas a venir conmigo.

Me metió en el coche patrulla. No le importaba nada ese asesinato. Si hubiese sido alguna puta de turista rica, la policía se hubiera roto los cuernos en busca de huellas dactilares, midiendo ángulos e interrogando veinte o treinta veces a todos. Pero si alguien rajaba a ese gorila tuerto o a Tami o a Devi, los policías se aburrían tanto como un buey en una colina. Hajjar no iba a interrogar a nadie ni a sacar fotos de nada. Esa vez no merecía la pena. Para los oficiales, Sonny había recibido su merecido. Según la filosofía de Chiriga: «Las resacas son unas cabronas». A la policía no le importaba si todo el Budayén se diezmaba, un degenerado sin importancia menos cada vez.

Hajjar me encerró en el asiento posterior, y se colocó al volante.

—¿Esto es un arresto? —pregunté.

—Cállate, Audran.

—¿Me estás arrestando, hijo de puta?

—No.

Eso me contuvo un poco.

—Entonces, ¿por qué me has sacado del bar? Ya te he dicho que no tengo nada que ver con el asesinato.

Hajjar me miró por encima del hombro.

— ¿Quieres olvidar a ese tipo de una vez? Esto no tiene nada que ver.

—¿Adonde me llevas?

Hajjar se volvió para mirarme, y me sonrió con sadismo.

—«Papa» quiere hablar contigo.

Sentí frío.

—¿«Papa»?

Había visto a Friedlander Bey alguna vez. Lo sabía todo de él; pero nunca había sido conducido a su presencia.

—Y por lo que he oído, Audran, está que echa chispas. Te iría mejor si yo te detuviera por asesinato.

—¿Chispas? ¿A mí? ¿Por qué?

Hajjar se limitó a encogerse de hombros.

—No lo sé. Sólo me han dicho que vaya a buscarte. Que te lo explique el propio «Papa».

En ese preciso instante de creciente temor y peligro, los trifets decidieron actuar y aceleraron los latidos de mi corazón todavía más. Había empezado siendo una bonita noche: con algún dinero, la idea de una buena cena y con Yasmin, que iba a pasar otra noche conmigo. Sin embargo, estaba en el asiento posterior de un patrullero de la policía, con la camisa y los téjanos empapados de la sangre de Sonny, mientras el rostro y los brazos empezaban a picarme por la sangre que se coagulaba en ellos, y me dirigía a una cita con Friedlander Bey, el dueño de todo y de todos. Yo estaba seguro de que había algún tipo de razón, pero no podía imaginarme cuál. Siempre he tenido mucho cuidado con no herir los sentimientos de «Papa». Hajjar no me diría más. Se limitaba a sonreír como un lobo y a decir que no le gustaría estar en mi pellejo. Tampoco a mí, pero allí era donde había estado últimamente.

—Es la voluntad de Alá —murmuré, nervioso.

«Señor, me acerco a Ti. »

8

Friedlander Bey vivía en una casa grande, blanca, guarnecida de torres, a la que casi podría dársele el nombre de palacio. Era una gran finca en medio de la ciudad, a sólo dos manzanas del barrio cristiano. No creo que intramuros nadie tuviera una propiedad tan extensa. La casa de «Papa» hacía que la de Seipolt pareciera una tienda badawi. Pero el sargento no me llevaba a casa de «Papa», íbamos en dirección contraria. Se lo dije al bastardo de Hajjar.

—Déjame conducir —repuso con voz hosca.

Me llamó «el-Magreb». Magreb puede significar puesta de sol. pero también hace referencia a la vasta y vaga franja que se extiende desde el norte de África hacia el oeste, lugar de origen de los idiotas incivilizados, argelinos, marroquíes y otras criaturas semihumanas. Muchos de mis amigos me llaman «el-Magreb» o «magrebí» como apodo o como epíteto. Hajjar lo empleaba como un claro insulto.

—La casa está a tres kilómetros en dirección contraria —dije.

—¿Crees que no lo sé? Jesús, cómo me gustaría tenerte esposado a un poste durante quince minutos.

—Por la bondad de Alá, ¿a qué verdes tierras me llevas?

Hajjar no iba a responder a más preguntas, así que me rendí y vi pasar la ciudad ante mí. Viajar con Hajjar era muy parecido a hacerlo con Bill, no te enteras de mucho y no estás seguro de adonde vas o cómo llegarás.

El policía se metió en un camino particular asfaltado, por detrás de un motel de ladrillo, en los suburbios orientales de la ciudad. El edificio estaba pintado de verde claro y tenía un letrero escrito a mano que decía: MOTEL. NO HAY HABITACIONES. Pensé que un motel con un letrero permanente de NO HAY HABITACIONES era algo poco frecuente. Hajjar salió del coche y abrió la portezuela trasera. Salí y me desperecé, los trifets me habían acelerado. La combinación de drogas y mi nerviosismo, unidos al dolor de cabeza, al estómago revuelto y a la inquietud, estaban a punto de provocarme un colapso nervioso.

Seguí a Hajjar a la habitación diecinueve del motel. Golpeó una especie de contraseña en la puerta. Un corpulento árabe, parecido a un gran bloque de granito, abrió. No esperaba que fuese capaz de pensar ni de hablar y cuando lo hizo, me dejó atónito. Saludó con la cabeza a Hajjar, que no se dio cuenta. El sargento volvió a su coche. La «roca» me miró un momento, preguntándose, quizá, de dónde había salido. Entonces cayó en la cuenta de que debía haber llegado con Hajjar y que me esperaban en la maldita habitación del motel.

—Entra —dijo.

Su voz pareció la de un bloque de granito parlante.

Me encogí de hombros y fui tras él. Otros dos hombres se encontraban en la habitación, había otra «roca» en el rincón más alejado y Friedlander Bey, sentado a una mesa plegable, dispuesta entre la gran cama y el escritorio. Todos los muebles eran europeos.

«Papa» se levantó al verme llegar. Medía metro cincuenta y pico, pero pesaba casi doscientos kilos. Llevaba una sencilla camisa blanca de algodón, pantalones grises, tirantes y ninguna joya. Tenía algunos mechones de cabello gris justo detrás de su cabeza, y apacibles ojos pardos. Friedlander Bey no parecía el hombre más poderoso de la ciudad. Levantó la mano derecha hasta su rostro, apenas rozando su frente.

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