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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Cuando falla la gravedad (2 page)

BOOK: Cuando falla la gravedad
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—Sí —respondí—. ¿El señor Bogatyrev?

—Encantado de conocerle.

—Lo mismo digo. Tendrá que pagar una consumición o la chica de la barra empezará a calentar su gran olla de hierro.

Chiri nos ofreció aquella mirada caníbal.

—Lo siento —se excusó Bogatyrev—, no bebo alcohol.

—Está bien —respondí, y me dirigí a Chiri —: Ponle uno de éstos—pedí, levantando mi copa.

—Pero... —se quejó Bogatyrev.

—De acuerdo —dije —. Es para mí, yo la pagaré. Era cortesía por mi parte. Me la beberé también.

Bogatyrev asintió, sin expresión. Inescrutable, ¿saben? Se supone que los orientales se llevan la palma, aunque estos tipos de la Rusia Reconstruida tampoco lo hacen mal. Lo practican. Chiri preparó la bebida y se la pagué. Entonces, seguí al hombrecillo hasta una mesa del fondo. Bogatyrev no miraba ni a izquierda ni a derecha, ni prestó un instante de su atención a las mujeres semidesnudas. He conocido a varios como éste.

A Chiri le gustaba tener el club en penumbra. Las chicas tienden a mejorar con la oscuridad. Parecen menos voraces, menos depredadoras. Las sombras suaves las visten de misterio. Al menos, eso es lo que un turista debía pensar. Chiri apagaba las luces cualesquiera que fuesen las transacciones que tuvieran lugar en las garitas o en las mesas. Las potentes luces del escenario apenas atravesaban la penumbra. Se podía ver los rostros de los clientes de la barra, mientras observaban, soñaban o alucinaban. El resto del club permanecía en la oscuridad, e indiferencia-do. Me gustaba ese estilo.

Terminé mi primera bebida y retiré el vaso a un lado. Rodeé el segundo con la mano.

—¿Qué puedo hacer por usted, señor Bogatyrev?—¿Por qué me ha pedido que nos encontremos aquí? Me encogí de hombros.

—Este mes no tengo oficina —dije—, y estas personas son mis amigos. Yo velo por ellos y ellos velan por mí. Es un esfuerzo recíproco.

—¿Cree que necesita esa protección?

Estaba poniéndome a prueba, y he de decir que todavía no la había superado. No del todo. Se mostraba muy educado. También lo practican.

—No, no es eso.

—¿No tiene un arma? Sonreí.

—Yo no llevo armas, señor Bogatyrev. Por lo general, no. Nunca me he encontrado en situación de necesitarlas. Si el otro tipo tiene una, hago lo que me dice; si no la tiene, le obligo a hacer lo que yo digo.

—Pero, tal vez, si tuviera un arma y la mostrase primero, evitaría riesgos innecesarios.

—Y ahorraría un tiempo valioso. Mire, tengo mucho tiempo, señor Bogatyrev, y es «mi» pellejo lo que arriesgo. Todos necesitamos una descarga de adrenalina de vez en cuando. Aquí, en el Budayén, nos regimos por una especie de código de honor. Ellos saben que voy desarmado, yo sé que también ellos. Nadie que rompa las reglas vuelve a repetirlo. Somos como una gran familia feliz.

No sabía cuánto se estaba tragando Bogatyrev, tampoco me importaba. Yo exageraba un poco, y, mientras, trataba de hacerme una idea del carácter del tipo.

Su expresión se volvió un poco amarga. Creo que comenzaba a pensar en olvidar el asunto. Hay muchos guardaespaldas privados en las listas de los mensajes comerciales por cable. Tipos grandes y fuertes, armados hasta los dientes, para tranquilizar a personas como Bogatyrev. Agentes con brillantes armas bajo sus chaquetas, lujosos y cómodos trajes en vecindarios más atractivos, secretarias y terminales de ordenador conectados a todas las bases de datos del mundo conocido y fotografías enmarcadas de ellos estrechando la mano de gente que crees reconocer. Ése no era yo. Lo siento.

Evité a Bogatyrev la molestia de continuar con su prueba.

—Se estará preguntando por qué el teniente Okking me ha recomendado a mí, en lugar de a alguien de los gremios de la ciudad.

Bogatyrev ni siquiera parpadeó.

—Sí —admitió.

—El teniente Okking es parte de la familia —dije—. Él hace los negocios a mi manera y yo los hago a la suya. Mire, si acude a uno de esos agentes cromados, le harán lo que usted necesita, pero su tarifa le costará cinco veces más que la mía; le llevará más tiempo, se lo garantizo, y esos tipos rápidos tienen tendencia a formar gran estruendo con su equipo caro y armas que llaman la atención. Yo realizo el trabajo con mucho más silencio. Es menos probable que sus intereses, sean los que fueren, terminen decorados con fuego de láser.

—Ya veo. Ahora que el tema del pago ha sido mencionado, ¿puedo preguntarle cuál es su tarifa?

—Depende de lo que me encargue. Yo no hago cierto tipo de trabajos. Llámelo excusa. Pero aunque no acepte el caso, puedo indicarle a alguien competente que lo haga. ¿Por qué no empieza desde el principio?

—Quiero que encuentre a mi hijo.

Aguardé, pero Bogatyrev parecía no tener nada más que decir.

—Muy bien —dije.

—Necesitará una foto suya —afirmó más que preguntó.

—Por supuesto. Y toda la información que pueda ofrecerme: cuánto hace que desapareció, cuándo le vio por última vez, qué se dijeron, cree que se escapó o que fue obligado... Ésta es una gran ciudad, señor Bogatyrev, y resulta sumamente fácil hacer un agujero y ocultarse en él si se quiere. He de saber dónde empezar a buscar.

—¿Su tarifa?

—¿Quiere regatear?

Empezaba a fastidiarme.

Siempre he tenido problemas con estos nuevos rusos. Nací en el año 1550, el 2172 del calendario infiel. Unos treinta o cuarenta años antes de mi nacimiento, el comunismo y la democracia murieron en su lecho de agotamiento de recursos, de hambre y pobreza feroces. La Unión Soviética y los Estados Unidos de América se fraccionaron en docenas de pequeñas monarquías y Estados policiales. El resto de los países del mundo pronto siguieron su ejemplo. Moravia era ahora independiente, como Toscana, y la Commonwealth de la Reserva de Occidente: todos aislados y aterrorizados. No sabía de qué Estado de la Rusia Reconstruida procedía Bogatyrev. Aunque era probable que diese lo mismo.

Me observó hasta que me di cuenta de que no diría nada más si no fijaba un precio.

—Quiero mil kiam al día más gastos —dije —. Págueme tres días por adelantado. Le daré una factura detallada cuando encuentre a su hijo, inshallah.

O sea, si es la voluntad de Alá. Había dicho una cifra diez veces superior a mi tarifa habitual. Supuse que regatearía.

—Me parece bien. —Abrió un maletín de plástico y sacó un paquete pequeño —. Aquí tiene unas cintas holográficas y un informe detallado de mi hijo: sus aficiones, vicios, aptitudes; es decir, su perfil psicológico completo, todo lo que usted pueda necesitar.

Le lancé una mirada furtiva a través de la mesa. Era extraño que tuviera ese paquete para mí. Las cintas del ruso hubieran bastado, lo que me dejaba atónito era el resto, el perfil psicológico. A menos que Bogatyrev fuera obsesivamente metódico, y un paranoico además, no entendía el porqué de reunir todo aquel material para mí. Entonces, tuve un presentimiento.

—¿Cuánto tiempo hace que desapareció su hijo? —pregunté.

—Tres años.

Le miré, sorprendido. No pensaba preguntarle por qué había esperado tanto. Era seguro que ya había visitado a los profesionales de la ciudad, sin que hubiera recibido ayuda de ellos.

Cogí el paquete.

—Tres años hacen que un rastro se enfríe un poco, señor Bogatyrev —dije.

—Le agradecería mucho que le dedicase toda su atención al asunto. Soy consciente de las dificultades y estoy dispuesto a pagarle hasta que usted lo consiga, o decida que no hay esperanzas de éxito.

Sonreí.

—Siempre hay esperanza, señor Bogatyrev.

—A veces no. Déjeme decirle uno de sus proverbios árabes: «La suerte está una hora contigo, y diez contra ti».

Sacó un grueso fajo de billetes de su bolsillo y separó tres de ellos. Se guardó el dinero antes de que los tiburones del club de Chiri pudieran olerlo, y me ofreció los tres billetes.

—Sus tres días por adelantado.

Alguien gritó.

Cogí el dinero y me volví para ver qué sucedía. Dos de las chicas de Chiri se habían arrojado al suelo. Me levanté de la silla. Vi a James Bond con una vieja pistola en la mano. Intenté distinguir si se trataba de una verdadera Beretta antigua o una Walther PPK. Hubo un solo disparo, pero, en el pequeño cabaret, resonó con tanta fuerza como la detonación de un mortero de artillería. Corrí por el estrecho pasillo que separaba las garitas de las mesas, aunque, al cabo de unos pocos pasos, me di cuenta de que nunca le alcanzaría. James Bond había abandonado el club. Detrás de él, las chicas y los clientes chillaban y se empujaban tratando de ponerse a salvo. No conseguí pasar a través del pánico. Esa noche, el maldito moddy había llevado su fantasía al límite al disparar una pistola en una sala abarrotada. Era probable que reviviera esa escena en su memoria durante años. Podía sentirse satisfecho con eso, porque si se dejaba ver de nuevo por la «Calle», le darían tal paliza que deberían modificarle y ajustarle otra vez hasta que volviese a parecer un ser humano.

El club recobró la normalidad poco a poco. Se hablaría mucho de esa noche. Las chicas necesitaron beber bastante para calmar sus nervios, y mucho consuelo. Lloraron en los hombros de los mamones, y los mamones les compraron cantidad de bebidas.

Chiri llamó mi atención.

—Bwana Marîd —dijo con suavidad—, guarda el dinero en tu bolsillo y vuelve a la mesa.

Me di cuenta de que estaba haciendo ondear los tres mil kiam por allí como un puñado de pequeñas banderas. Metí los billetes en un bolsillo de mis pantalones téjanos y regresé con Bogatyrev. No se había movido ni un ápice durante el alboroto. Hacía falta algo más que un loco con una pistola cargada para alterar a esos tipos con nervios de acero. Volví a sentarme.

—Siento la interrupción —dije.

Cogí mi vaso y miré a Bogatyrev. No me respondió. Una mancha oscura se extendía con lentitud por su camisa de seda blanca de campesino ruso. Le estuve observando largo rato mientras apuraba mi copa. Supe que los siguientes días iban a ser una pesadilla. Por último, me levanté y me dirigí a la barra. Chiri ya estaba junto a mí, con el teléfono en la mano. Se lo cogí sin decirle una palabra y murmuré el código del teniente Okking.

2

A la mañana siguiente, muy temprano, el teléfono empezó a sonar. Me desperté legañoso y con el estómago revuelto. Oí el timbre del teléfono con la esperanza de que cesara. Pero no lo hizo. Me di la vuelta y traté de ignorarlo. Pero sonó, y sonó... diez, veinte, treinta veces. Me levanté despacio, pasé por encima del cuerpo durmiente de Yasmin, y busqué el aparato entre el montón de ropa.

—¿Sí? —gruñí, cuando al fin lo encontré. No me sentía demasiado amigable.

—Yo me levanto aún más pronto que tú, Audran —dijo el teniente Okking—. Ya estoy en mi despacho.

—Todos dormimos mejor cuando sabemos que te encuentras en el trabajo —dije.

Todavía estaba irritado por lo que me había hecho la noche anterior. Después del interrogatorio de rutina, tuve que devolver el paquete que el ruso me había entregado antes de morir... , sin haber tenido ocasión de inspeccionarlo.

—Recuérdame que me ría dos veces la próxima vez, ahora tengo demasiado trabajo —dijo Okking—. Oye, estoy en deuda contigo por tu cooperación.

Con una mano sostuve el teléfono en mi oreja y con la otra busqué la caja de píldoras. La abrí como pude y saqué un par de pequeños triángulos azules que me despertaban al instante. Los tragué en seco y esperé a oír el resto de la información que Okking dejaba en suspenso.

—¿Y bien? —dije.

—Tu amigo Bogatyrev debió acudir a nosotros. No nos ha costado mucho cotejar sus cintas con nuestros archivos. Su desaparecido hijo murió en un accidente hace casi tres años. Nunca identificamos el cadáver.

Transcurrieron unos segundos de silencio mientras yo pensaba en ello.

—De haberlo hecho, el pobre bastardo no se hubiera reunido conmigo anoche y no habría terminado con ese agujero rojo y el desgarrón en su camisa.

—La vida es así, ¿no resulta gracioso?

—Sí. Recuerda que me ría dos veces la próxima vez. Dime lo que sabéis de él.

¿De quién? ¿De Bogatyrev o de su hijo?

Me da igual, de cualquiera. Todo lo que sé es que un hombrecillo quería que yo le hiciese un trabajo: que encontrara a su hijo. Me despierto esta mañana, y resulta que tanto él como el chico están muertos.

Debió acudir a nosotros —repitió Okking.

—En su tierra tienen la manía de no ir a la policía. Por su propia voluntad, quiero decir.

Okking lo meditó, mientras decidía si le parecía bien o no. Al final, lo soltó.

—Ahí va tu paga —dijo, haciéndose el simpático—: Bogatyrev era una especie de intermediario político del rey Vyacheslav de Bielorrusia y el de Ucrania. El hijo de Bogatyrev se había convertido en un estorbo para la legación bielorrusa. Todas las pequeñas Rusias se matan a trabajar para ganar credibilidad y el muchacho Bogatyrev salía de un escándalo para meterse en otro. Su padre debió dejarle en casa y los dos estarían vivos aún.

—Es posible. ¿Cómo murió el chico?

Okking hizo una pausa. Es probable que hubiera llamado al archivo por su pantalla para asegurarse.

—Todo lo que dice es que murió en un accidente de tráfico. Giró en lugar prohibido y fue embestido por un camión. El otro conductor no fue acusado. El chico no llevaba identificación. Conducía un vehículo robado. Su cuerpo estuvo en el depósito de cadáveres durante un año, pero nadie le reclamó. Después...

—Después, fue vendido como desperdicios.

—Supongo que te sientes implicado en este caso, Marîd, pero no lo estás. Encontrar a ese maníaco de James Bond es competencia de la policía.

—Sí, lo sé.

Hice una mueca; sentí gusto a sarro en la boca. —Te mantendré al corriente —dijo Okking—. Quizá tenga algún trabajo para ti.

Si agarro primero al moddy, le empaqueto y te lo envío a tu oficina.

Seguro, chaval.

Cuando Okking colgó el teléfono, se oyó un agudo clic.

Somos una gran familia feliz.

«Sí, tienes razón», dije para mí.

Recosté la cabeza en la almohada, aunque sabía que no volvería a coger el sueño. Miraba la pintura resquebrajada del techo, con la esperanza de que otra semana transcurriera sin que se desplomara sobre mí.

—¿Quién era? ¿Okking? —murmuró Yasmin.

Todavía estaba de espaldas, acurrucada y con las manos entre sus rodillas.

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