Read Cuando falla la gravedad Online

Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Cuando falla la gravedad (7 page)

BOOK: Cuando falla la gravedad
8.19Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Me sonrió de esa manera que tanto me gusta.

—Kwa herí, Marîd. —Assalam alaykum.

Me interné en la cálida y lluviosa noche, aspirando una profunda bocanada de la dulce fragancia de algún árbol en flor.

El tende me había levantado el ánimo y me había tragado un trifet y una soneína. Estaría bien cuando pusiera mis pies en el nido de ratas de esa falsa geisha de Tamiko. Ya había recorrido todo el camino desde la «Calle» hasta la Trece cuando descubrí que no iba a llegar. Suelo andar mucho más que eso. Decidí que no era la edad lo que me retrasaba, sino los malos tratos que mi cuerpo había recibido esa mañana. Sí, seguro que era eso.

Las dos y veinte, las tres de la madrugada y de la ventana de Tamiko salía música de koto. Llamé a su puerta hasta que la mano empezó a dolerme.

Por el sonido de la música o por su estado de drogadicción no podía oírme. Traté de forzar la puerta y comprobé que estaba abierta. Subí la escalera despacio y con sigilo. Casi todos los que me rodean en el Budayén tienen alguna modificación, módulos de personalidad y potenciadores conectados en el interior de sus cerebros, que les proporcionan habilidades, talento y entradas de información, o, como en el caso del moddy de Dulce Pilar, una personalidad nueva por completo. Sólo yo me movía entre ellos sin alteración, confiando en el valor, la cautela y el sentido común. Superaba a los buscavidas, enfrentándome con mi ingenio natural a su consciencia reforzada por ordenador.

En ese mismo momento, mi ingenio natural me avisaba de que algo iba mal. Tami no se habría dejado la puerta abierta, a no ser que Nikki hubiera olvidado su llave...

Al final de la escalera, la vi en la misma postura, más o menos, en que la había visto el día anterior. El rostro de Tamiko estaba pintado con el mismo blanco austero y los mismos horribles trazos negros. Desnuda, la palidez de su cuerpo artificial, mejorado por la cirugía, resaltaba sobre el suelo de madera. Su piel tenía una lánguida, enfermiza blancura, excepto en las marcas oscuras de quemaduras y moretones alrededor de sus muñecas y su garganta. Un gran corte, de oreja a oreja, había formado un enorme charco de sangre, en el que su maquillaje blanco se había corrido un poco. Esta «Viuda Negra» nunca más picaría a nadie.

Me senté a su lado sobre los almohadones y la observé mientras intentaba entender lo ocurrido. Puede que Tami se hubiera ligado al tipo equivocado y éste hubiese sacado su arma antes de que ella destapase la suya. Las marcas de quemaduras y los moretones indicaban tortura... , una larga, lenta y dolorosa tortura. Tami había pagado con creces lo que me había hecho a mí. Qadaa oo qadar. un juicio de Dios y del destino.

Estaba a punto de llamar a la oficina del teniente Okking cuando el teléfono de mi cinturón sonó. Estaba tan absorto en mis pensamientos, contemplando el cadáver de Tami, que el timbre me sobresaltó. Sentarse en una habitación con el cadáver de una mujer contemplándote es bastante aterrador. Contesté al teléfono.

—¿Sí? —dije.

—¿Marîd? Tienes que...

Luego oí colgar el teléfono. No estaba seguro de a quién pertenecía la voz, pero me pareció reconocerla. Parecía la de Nikki.

Me quedé sentado un poco más, preguntándome si Nikki trataba de pedirme algo o alertarme. Me quedé petrificado, incapaz de cualquier movimiento. Las drogas me hacían efecto, pero esa vez apenas las notaba. Respiré a fondo dos veces y dije el código de Okking por teléfono. Esa noche no habría Dulce Pilar.

4

Había aprendido algo interesante.

Eso no me compensó la mierda de día que había pasado, pero era un hecho para archivar en mi estimado cerebro: a los tenientes de policía rara vez les entusiasman los homicidios sobre los que les informas menos de media hora antes de que su servicio acabe.

—Tu segundo cadáver en menos de una semana —observó Okking cuando apareció en el apartamento de la calle Trece—. No vamos a pagarte comisión, si es lo que andas buscando. En general, tratamos de disuadir a la gente de este tipo de acciones, si podemos.

Miré el rostro con expresión de cansancio y enrojecido de Okking y supuse que en mitad de la noche eso pasaba por una irónica broma de policía. No sabía de dónde procedía Okking, tal vez de algún país europeo, arruinado y en bancarrota, o de una de las federaciones del Norte de América; pero tenía un verdadero don para congeniar con las innumerables facciones belicosas que residían en su jurisdicción. Su árabe era el peor que yo había oído jamás —solíamos mantener conversaciones exacerbadas en francés—; sin embargo, era capaz de manejar a las diversas sectas musulmanas, a los religiosos devotos y a los no practicantes, a los árabes y a los no árabes, a los ricos y a los pobres, a los honrados y a los no tan honrados, con el mismo toque elegante de humanidad e imparcialidad. Creedme, odio a los policías. Mucha gente en el Budayén les odia o desconfía de ellos o, simplemente, no les gustan. Yo les odio. Cuando yo era muy joven, mi madre se vio obligada a prostituirse para alimentarnos y criarnos. Recuerdo con dolorosa nitidez los juegos a los que los policías la sometían. Eso ocurrió en Argelia, hace mucho tiempo; pero, para mí, un policía es un policía. Excepto el teniente Okking.

La expresión del forense, estoica por lo general, reveló un ligero gesto de asco al ver a Tamiko. Hacía unas cuatro horas que había muerto, informó. Dio una descripción general del asesino a partir de las huellas dactilares del cuello de Tami y otras pistas. El asesino tenía dedos gruesos y cortos; los míos son largos y delgados, además de que disponía de una coartada: la prescripción del hospital con la hora de mi visita estampada y la receta escrita.

—Bien, amigo —dijo Okking, jovial a su manera cáustica—, creo que no es peligroso devolverte a las calles.

—¿Qué opina? —le pregunté, señalando el cadáver.

Okking se encogió de hombros.

—Parece obra de un maníaco. Ya sabes que las putas suelen acabar como ésta. Forma parte de sus gastos generales, como el maquillaje y la tetraciclina. Las otras putas lo dan por perdido e intentan no pensar en ello. Harían mejor en meditar sobre ello, porque quien lo haya hecho puede repetirlo, ésa es mi experiencia. Tendremos dos o tres o cinco o diez muertos antes de que le echemos el guante. Cuéntales a tus amigas lo que has visto. Cuéntaselo tú, a ti te escucharán. Corre la voz. Diles a los seis u ocho sexos que tenemos entre estas murallas que no acepten citas con hombres de metro setenta, corpulentos, con dedos cortos y gruesos, y propensión al sadismo máximo mientras se acuesta con ellas.

Ah, sí, el forense descubrió que el asesino había dado la vuelta al mundo mientras golpeaba a Tami, marcaba su cuerpo desnudo con un hierro y la estrangulaba. Había encontrado rastros de semen en sus tres orificios.

Hice lo que pude para correr la voz. Todos compartían mi secreta opinión: sería mejor que quien hubiera matado a Tami vigilase su propio culo. Quien jode a las «Viudas Negras» suele salir jodido y hecho una mierda. Devi y Selima buscarían a todo aquel que se ajustara a la descripción general, con la esperanza de encontrar al tipo adecuado. Yo tenía la sensación de que no le inocularían la toxina a la primera oportunidad. Había aprendido en mí mismo cuánto les divertía lo que ellas consideraban un estímulo erótico.

El día siguiente Yasmin libraba; la llamé sobre las dos de la tarde. No había estado en casa en toda la noche; aunque aquello no era de mi incumbencia, me sentía molesto y me sorprendió descubrir que me sentía algo celoso. Quedamos para comer a las cinco en nuestro café favorito. Puedes sentarte en una mesa de la terraza y mirar el tráfico de la «Calle». A sólo dos manzanas de la puerta, la «Calle» no parece tan lúgubre. El restaurante era un buen lugar para descansar. Por teléfono, no le comenté a Yasmin los problemas del día anterior. Me habría tenido hablando toda la tarde, y ella necesitaba tres horas para llegar puntual a la cita.

Y así fue, tomé dos copas mientras la esperaba. Llegó a las seis menos cuarto. Cuarenta y cinco minutos tarde era casi un récord para ella; de hecho, yo no la esperaba hasta la seis. Deseaba llevarle dos bebidas de ventaja. Sólo había dormido cuatro horas, con horribles pesadillas todo ese tiempo. Quería tomar algún licor, una buena comida y que Yasmin me cogiese de la mano mientras le contaba mis aventuras.

—¡Marhaba! —gritó, alegre, mientras se aproximaba entre las mesas y las sillas de hierro.

Hice una seña a Ahmed, nuestro camarero, que tomó nota de la bebida de Yasmin y nos dejó el menú. La miré mientras estudiaba la carta. Llevaba un veraniego vestido de algodón fino, de estilo europeo, amarillo con mariposas blancas. Su negro cabello estaba cepillado, suave y lustroso. Una media luna de plata colgaba de una cadena alrededor de su moreno cuello. Estaba adorable. Yo odiaba molestarla con mis noticias. Decidí retrasarlas tanto como pudiera.

—¿Cómo te ha ido? —dijo, mirándome con una sonrisa.

—Tamiko está muerta —solté.

Yo estaba loco. Debía de existir otra forma de empezar la historia con un golpe menos horrible.

Me miró, aturdida. Murmuró una supersticiosa frase en árabe para ahuyentar al mal.

Aspiré una bocanada de aire. Empecé por el amanecer, la mañana del día anterior y el ardiente despertar de las «hermanas». Seguí por el día y acabé con la despedida de Okking y mi cansado y solitario regreso a casa.

Vi que una lágrima se deslizaba despacio por una de sus mejillas, delicadamente sonrojadas. Durante varios segundos fue incapaz de hablar. No supuse que pudiera afectarle tanto. Me reprendí por mi estupidez.

—Me hubiese gustado estar contigo anoche —dijo por último, sin darse cuenta de lo fuerte que me apretaba la mano—. Tenía una cita, Marîd, un tipo del club. Lleva viniendo a verme algunas semanas y anoche, por fin, me ofreció doscientos kiam por irme con él. Es un buen tipo, supongo, pero...

Levanté la mano. No necesitaba oírlo. No era asunto mío cómo pagaba el alquiler. A mí también me hubiera gustado contar con ella la noche anterior, que estuviera conmigo cuando las pesadillas.

—Ya ha pasado todo, espero —dije —. Déjame gastar el resto de mis cincuenta kiam en esta comida y luego vayamos a dar un largo paseo.

—¿De verdad crees que ya ha pasado todo? Me mordí el labio.

—Excepto para Nikki. Creo que yo sabía lo que la llamada significaba. No podía comprender que me hubiera dejado plantado de ese modo, haciéndome pagar los tres mil de Abdulay. En el Budayén nunca estás seguro de la lealtad de tus amigos, pero yo había sacado a Nikki de dos o tres líos. Creí que se podía contar con ella.

Los ojos de Yasmin se abrieron aún más, y sonrió. Yo no entendía por qué estaba de tan buen humor. Yo tenía todavía el rostro partido y lleno de hematomas, y las costillas me dolían como mil demonios. El día anterior no había sido nada gracioso.

—Nikki fue a verme ayer por la mañana —dijo Yasmin.

—¿Cómo?

Entonces recordé que Chiriga había visto a Nikki sobre las diez y que ésta se había ido para reunirse con Yasmin. Yo no había relacionado esa visita a Chiri con la posterior desaparición de Nikki.

—Parecía muy nerviosa —continuó Yasmin—. Me dijo que dejaba el trabajo y se mudaba al apartamento de Tami. No me explicó la razón. También me dijo que había intentado ponerse en comunicación contigo una y otra vez, pero sin conseguirlo.

—Claro que no, cuando Nikki intentaba hablarme por teléfono, me encontraba inconsciente en el suelo.

—Me dio este sobre, y me dijo que me asegurase de que lo recibías —prosiguió Yasmin.

—¿Por qué no se lo dejó a Chiri?

Eso me habría ahorrado mucho sufrimiento físico y mental.

—¿No te acuerdas? Hace un año, o quizá más, Nikki trabajó en el club de Chiri. Ésta se dio cuenta de que estafaba a los clientes y que robaba de los frascos de propinas de las otras chicas.

Asentí, acababa de recordar que Nikki y Chiri no se llevaban demasiado bien.

—¿Así que Nikki fue a ver a Chiri con el único propósito de conseguir tu dirección?

—Le hice muchas preguntas, pero no las respondió. Sólo decía: «Asegúrate de que Marîd reciba esto», una y otra vez.

Deseé que fuera una carta, una disculpa, con una dirección donde yo pudiera encontrarla. Quería que me devolviese mi dinero. Yasmin me dio el sobre y lo abrí. Dentro estaban mis tres mil kiam y una nota escrita en francés. Nikki decía:

Querido Marîd:

Me hubiera gustado darte el dinero personalmente. Te he telefoneado muchas veces, sin obtener respuesta. Le dejo esta carta a Yasmin, pero si nunca llega a tus manos ¿cómo lo sabrás? Entonces, me odiarás siempre. Cuando nos encontremos de nuevo, no lo entenderé. Mis sentimientos son tan confusos...

Voy a vivir con un viejo amigo de mi familia. Es un rico hombre de negocios alemán, que siempre me regalaba algo cuando nos visitaba. Eso ocurría cuando yo era un muchachito tímido e introvertido. Ahora que soy... bueno, que soy lo que soy, el hombre de negocios alemán ha descubierto que tiene más inclinación aún a hacerme regalos. Siempre he sentido afecto por él, Marîd. aunque no pueda amarle. Pero estar con él será mucho más agradable que quedarme con Tamiko.

El nombre del caballero es Herr Lutz Seipolt. Vive en una casa magnífica, al otro lado de la ciudad, tendrás que decirle al conductor que te lleve (lo he copiado para ti) a Bayt el—Simsaar el-Almaani Seipolt. Eso te llevará hasta la villa.

Recuerdos a Yasmin y a todos. Visitaré el Budayén cuando pueda, pero creo que disfrutaré haciendo el papel de señora de una hacienda como ésa, durante un tiempo al menos. Estoy segura de que tú, sobre todo, Marîd, lo entenderás: los negocios son los negocios, mush hayk (¡Apuesto a que pensabas que nunca aprendería una sola palabra de árabe!) Con mucho amor,

Nikki

Cuando acabé de leer la carta, suspiré y se la di a Yasmin. Había olvidado que ella no entendía ni una palabra de francés, de modo que se la traduje.

—Espero que sea feliz —comentó mientras yo doblaba la carta.

—¿Custodiada por un viejo bratwurst alemán? ¿Nikki? La conoces. Necesita acción tanto como yo. o como tú. Volverá. Creo que ahora toca la hora del querido papá en el espectáculo de la princesa Nikki.

Yasmin sonrió.

—Volverá, estoy de acuerdo, pero a su tiempo. Y le hará pagar a ese viejo bratwurst cada minuto.

Los dos sonreímos. El camarero llegó con la bebida de Yasmin y pedimos la comida.

BOOK: Cuando falla la gravedad
8.19Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Batavia's Graveyard by Mike Dash
El séptimo hijo by Orson Scott Card
The Last Wilderness by Erin Hunter
This Sweet Sickness by Patricia Highsmith
Shift: A Novel by Tim Kring and Dale Peck
Darklight by Lesley Livingston
Ashlyn Chronicles 1: 2287 A.D. by Glenn van Dyke, Renee van Dyke
Cemetery Silk by E. Joan Sims