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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras

Cuando la guerra empiece (18 page)

BOOK: Cuando la guerra empiece
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Una vez barajamos las opciones, Robyn sugirió algo más.

—Si tenemos un coche esperándonos en algún lugar hasta el que les cueste seguirnos o donde no puedan valerse de sus armas, podremos cambiar de vehículo… Y dirigirnos bien a casa de Ellie o bien a otro lugar del pueblo donde pasar la noche.

Intenté pensar en algún sitio donde pudiésemos llevar a cabo el cambiazo. Algún lugar especial… algún lugar diferente… Cerré los ojos durante un momento, y para despertarme tuve que enderezarme de un salto y sacudir el cuerpo.

—¿El cementerio? —sugerí cargada de esperanza—. Quizá sean supersticiosos.

No creo que ninguno entendiera de qué estaba hablando. Homer miró su reloj.

—Tenemos que tomar una decisión ya —anunció.

—Está bien —dijo Robyn—. ¿Qué te parece esto? Ellie ha mencionado el cementerio. ¿Conocéis Three Pigs Lane? Queda justo después. Es un sendero largo y estrecho que lleva hacia Meldon Marsh Road. Ahí es donde creo que deberíamos hacerlo.

Diez minutos más tarde, el plan quedó zanjado. A mí me pareció bueno. No era perfecto, pero serviría.

Capítulo 11

Eran las 3:05. Tenía escalofríos; no temblores, sino escalofríos.

Aunque cada vez me costaba más diferenciar lo uno de lo otro.

De igual modo se me hacía difícil decir cuando terminaba un escalofrió y empezaba el siguiente.

Frío, miedo, agitación. Todas esas emociones contribuían enormemente a ese estado. Pero la que me dominaba era el miedo. Aquello me hizo pensar en algo, una cita de algún sitio. Sí, de la Biblia: «y la mayor de ellas es el amor». Mi miedo nacía del amor. Del amor hacia mis amigos. No quería fallarles. Si lo hacía, morirían.

Miré de nuevo el reloj. Las 3.08. Habíamos sincronizado nuestros relojes como en las películas. Apreté un poco más la correa a la altura de la barbilla. Debía de tener una pinta estúpida, pero las únicas cosas de utilidad que encontramos en el depósito municipal, sin contar las llaves de contacto, fueron aquellos cascos. Me puse uno y arrojé seis más al interior de la cabina. Dudo que detuvieran una bala, pero tal vez marcaran la diferencia entre la muerte y el daño cerebral permanente. El escalofrío se transformó en temblor. Eran las 3.10. Giré la llave de contacto.

El camión rugió y dio sacudidas. Di marcha atrás con sumo cuidado e intenté borrar de mi imaginación la imagen de los soldados aguardando detrás de cada árbol, detrás de cada vehículo. «Nunca retrocedas una pulgada más de lo necesario». Era la voz de mi padre. Aquella máxima también la aplicaba cuando debía ir hacia delante. Y no me refiero solo a conducir. Sonreí, pisé el embrague de nuevo y metí la segunda. Solté el embrague demasiado deprisa y se me caló. De repente, el frío y la soledad se vieron remplazados por la asfixia y el sudor. Aquel era uno de los puntos débiles de nuestro plan: no tenía tiempo para acostumbrarme al vehículo, para practicar un poco.

En cuanto salí por la puerta y me adentré en Sherlock Road, encendí las luces. Aquel fue otro de los detalles que suscitaron más divergencias. Seguía sin dar la razón a Homer y Robyn, pero en eso habíamos quedado, y así lo hice. Homer había dicho:

—Eso los confundirá. Pensarán que se trata de uno de los suyos. Quizá nos dé unos pocos segundos.

Y yo había rebatido:

—Los atraeré. El ruido lo oirán a una manzana o dos a la redonda, pero la luz la verán a un kilómetro.

Estuvimos dándole muchas vueltas a aquello.

Al alcanzar Barker Street, me dispuse a tomar la curva. Era muy difícil maniobrar aquella gigantesca máquina tan pesada como perezosa. Empecé a girar unos cien metros antes de llegar a la esquina, pero aun así no fue suficiente. Tomé demasiado espacio y a punto estuve de chocar contra el canalón que quedaba en el extremo opuesto de Barker Street. Para cuando conseguí enderezar el camión y colocarme en el carril derecho, ya estaba llegando al punto de encuentro con Robyn y Lee.

Y allí estaban. Lee, pálido, apoyado en un poste de teléfono, me miraba como si yo fuese una aparición. ¿O era él el fantasma? Llevaba un enorme vendaje blanco alrededor de la pantorrilla, y su pierna descansaba sobre un cubo de basura. Y Robyn, justo a su lado, no me miraba a mí sino que lanzaba miradas furtivas en todas direcciones.

Ya había bajado la pala todo lo que pude mientras pasaba delante de ellos. Intenté bajarla un poco más y frené. Debería haber hecho lo contrario, frenar primero y bajar la pala después, porque esta rascó el suelo creando una estela de chispas y arando el asfalto unos veinte metros. Entonces, el camión se sacudió y se me caló de nuevo. En realidad, no habría sido necesario bajar la pala más, porque a Lee no le habría costado meterse dentro con un pequeño salto. Sin embargo, yo quise mostrar mi dominio y destreza. Y ahora, por pasarme de lista, tenía que arrancar de nuevo, dar marcha atrás y, mientras Lee avanzaba a dolorosos saltos, subir un poco la pala y bajarla otra vez.

Robyn lo ayudó a subir. No había perdido la calma en ningún momento. Yo observé por el parabrisas, demasiado absorta en su silenciosa lucha para mirar a ningún otro lugar. Oí un silbido y supe que algo iba mal. Alcé la mirada, sobresaltada. Lee acababa de incorporarse en la pala y estaba tendido. Robyn, que también había oído el silbido, no se molestó en comprobar de donde venía sino que se deslizó hasta la puerta del acompañante. Avisté a unos cuantos soldados al final de la calle, señalando y mirándonos. Algunos ya se apoyaban sobre una rodilla y empuñaban sus fusiles. Puede que los faros del camión nos hubiesen dado unos segundos más, porque aún no habían disparado. Aunque ya habíamos trazado una ruta, decidí que ya no tenía que acatar aquella decisión tomada por unanimidad: las circunstancias habían cambiado. Levanté la pala y, acto seguido, agarré la palanca de cambios. El camión chirrió cuando metí la marcha atrás. «No sueltes el embrague demasiado aprisa», me rogué a mí misma. «Vamos, no te cales», le rogué al camión. Empezamos a retroceder.

—Ponte un casco —grité a Robyn.

Ella se echó a reír, pero se puso el casco. Nos alcanzaron las primeras balas. Retumbaban en la chapa del camión con tal fuerza que tuve la impresión de que un gigante armado con una maza nos estaba atacando. Algunas rebotaban antes de perderse en la oscuridad, cual violentos mosquitos ciegos. Recé para que esas balas perdidas no alcanzaran a ningún inocente. El parabrisas se desplomó en una cascada de cristales. «Nunca retrocedas una pulgada más de lo necesario». Por si no te has dado cuenta, papá, hemos adoptado el sistema métrico. Las pulgadas desaparecieron con los barcos de vapor y la televisión en blanco y negro. De todos modos, a veces tienes que retroceder para seguir avanzando. Si quieres llegar a algún lado. El camión, sin embargo, reculaba con demasiada rapidez. Yo quería tomar la curva en marcha atrás porque no tenía tiempo para parar, cambiar la marcha y tomarla en el debido sentido. Empecé a girar el volante a toda velocidad, esperando que Lee se agarrara con todas sus fuerzas. Al menos, mi desastroso modo de conducir aquella máquina se lo estaba poniendo difícil a los soldados: éramos un blanco errático. Chocamos contra algo e instintivamente me hundí en el asiento cuando algo cayó sobre el techo del camión. Era un árbol. Di un volantazo y las ruedas del lado izquierdo se levantaron del suelo. Robyn perdió los nervios y soltó un grito.

—Lo siento —se disculpó entonces.

No podía creer que hubiese encontrado el momento para decir eso. Afortunadamente, la máquina no se volcó si no que acabó aterrizando sobre sus ruedas, y nosotros pudimos seguir nuestro camino, arrasando con todas las vallas y los arbustos que se nos ponían por delante. Utilizaba principalmente los retrovisores laterales; el volquete me entorpecía la vista desde la ventanilla trasera y el espejo retrovisor. Una bala más nos alcanzó; pasó tan cerca de mí que noté su soplo al surcar el aire antes que destrozara la ventanilla lateral. Dando bandazos, volvimos a incorporarnos a la carretera y quedamos fuera del alcance de la patrulla. Por el retrovisor izquierdo vi de refilón un pequeño vehículo que llevaba las largas puestas. Era un jeep, creo. Era imposible esquivarlo, y no lo hicimos. Chocamos violentamente contra él y pasamos por encima. Tanto Robyn como yo nos golpeamos la cabeza con el techo. Al menos, el uso del casco quedo justificado. Sonreí con malicia ante la ocurrencia.

Arrollar el jeep fue como subir un montículo a todas velocidad. Di un brusco volantazo y el camión dio un giro de ciento ochenta grados. Al menos, ahora íbamos en la dirección correcta. Delante de nosotros, quedaba el coche que acabábamos de golpear. Avisté algunos cuerpos en su interior. Lo que quedaba del vehículo parecía haber sido aplastado por una gigantesca roca. Dos o tres soldados se apartaban arrastrándose por el suelo como cochinillas. Pisé el acelerador y cargamos hacia adelante. Logramos sortear el jeep que, de paso, recibió un golpe, primero con la pala y después con la esquina izquierda de la cabina. Sentí pena por Lee: había olvidado levantar la pala. Bajamos a toda velocidad por Sherlock Road. No se veía nada. Intenté poner las largas, pero no sucedió nada: al parecer, solo disponíamos de las luces del estacionamiento. Entonces, Robyn dijo:

—Tienes sangre por toda la cara.

Me di cuenta de que aquello también explicaba por qué no podía ver bien. Hasta entonces había pensado que era sudor.

—Ponte el cinturón de seguridad —dije.

Ella se echó a reír de nuevo, pero hizo lo que le pedía.

—¿Crees que Lee estará bien?

—Rezo por ello.

En ese preciso momento, llegó la imagen más reconfortante que jamás habría esperado ver. Una delgada mano apareció por encima de la pala, hizo el signo de la victoria o de la paz —con aquella luz no llegué a verlo bien—, antes de desaparecer de nuevo. En esa ocasión, las dos nos echamos a reír.

—¿Estás bien? —preguntó Robyn preocupada—. ¿Tu cara?

—Creo que sí, estoy bien. Ni siquiera sé de dónde viene la sangre. No me duele, pero sí pica.

El viento arremetía contra nuestros rostros conforme yo aceleraba. Pasamos otra manzana, la que quedaba después del instituto, antes de que Robyn mirara por su ventanilla y anunciara:

—Ahí vienen.

Yo miré por el retrovisor lateral y vi los focos. Al parecer, había dos vehículos.

—¿Cuánto nos queda?

—Unos dos kilómetros. Quizá tres.

—Empieza a rezar otra vez.

—¿Acaso crees que he parado en algún momento?

Tenía el acelerador pisado tan a fondo, que el pie me dolía. Pero los soldados se cercaban tan deprisa que tuve la sensación de que estábamos parados. Al alcanzar el cruce siguiente, solo iban cincuenta metros por detrás de nosotros.

—Están disparando —dijo Robyn—. Puedo ver los destellos.

Nos saltamos una señal de
stop
a noventa y cinco por hora. Uno de los coches quedaba ahora pegado detrás del camión; sus focos se reflejaban en el retrovisor lateral. De repente, el espejo voló. Y aunque no le quité la vista de encima, no lo vi desaparecer. Pero era evidente que ya no estaba.

No fue la señal de
stop
la que me dio la idea; ya había pensado en esa táctica. Pero cuanto la vi asomar, supe que era un buen presagio. Decidí seguir su consejo. Solo esperaba que Lee saliera ileso de aquello.

—¡Sujétate con todas tus fuerzas! —grité a Robyn.

Entonces, pisé a fondo el freno. Utilicé tanto el freno de pie como el freno de mano. El camión patinó, se desvió hacia un lado y a punto estuvo de volcar. Aún seguía patinando cuando oí el satisfactorio sonido del coche que nos daba caza embistiéndose contra la parte posterior derecha del camión. Vi como se lo tragaba la oscuridad mientras salía despedido descontroladamente. Luego dio unas cuantas vueltas de campana. El camión se detuvo sin dejar de balancearse con violencia. El motor se me caló de nuevo y, durante un minuto, fuimos el blanco perfecto. Apremiada, giré la llave de contacto con tanta fuerza que el metal se dobló. El segundo coche estaba frenando y casi se había detenido a unos cien metros de distancia. Arranqué. Empujé la palanca de cambio. Más destellos emergieron del vehículo de nuestros perseguidores y, de súbito, oí los impactos debajo de mí. Nos incorporamos de nuevo a la carretera y pisé el acelerador, pero el camión parecía bambolearse, avanzando lentamente y a trompicones.

—¿Qué ocurre? —preguntó Robyn. Se la veía asustada, cosa rara en ella.

—Han disparado a las ruedas.

El retrovisor de Robyn seguía intacto, de modo que eché una ojeada. El segundo coche se había puesto en marcha de nuevo y se acercaba rápido. Robyn miraba por la ventanilla trasera.

—¿Qué hay ahí detrás?

—No lo sé. No he mirado.

—Pues hay algo. ¿Cómo se acciona el volquete? —Con esa palanca azul, creo.

Robyn la agarró y tiró de ella. El segundo coche intentaba adelantarnos. Yo no dejaba de virar para impedírselo, un proceso que me facilitaban las ruedas pinchadas. De repente, algo empezó a verterse desde la parte trasera emitiendo un ruido tenue. Sigo sin saber de qué se trataba, gravilla, lodo o algo así. Por el retrovisor de Robyn, vi que el coche frenaba de forma tan brusca que casi se levantó de morro. Un minuto más tarde, llegábamos a Three Pigs Lane.

Di un giro para dejar el camión perpendicular a la carretera, y poder así cortar el paso, tal y como lo habíamos acordado. Por un momento, no pude ver a Homer por ningún lado. Tuve náuseas. Lo único que quería era caer de rodillas al suelo y vomitar. Robyn, sin embargo, mostró una inquebrantable fe. Salió de la cabina y echó a correr hacia la pala y ayudó a Lee a ponerse en pie. Entonces, vi a Homer, que retrocedía a una velocidad temeraria, sin luces, hacia nosotros. Me bajé de un salto y eché a correr hacia él mientras daba un aparatoso frenazo en la cuneta, a escasos metros delante de mí. Todo el mundo parecía ir marcha atrás aquella noche, y con poca pericia, además. Oí una nueva detonación, y otra bala pasó silbando a mi lado y se perdió en la noche. Homer se apeó del vehículo. Era un coche familiar BMW, y enseguida abrió la puerta trasera y ayudó a Lee a subir. Robyn corrió hacia la puerta del acompañante, la abrió e hizo lo propio con la puerta trasera para ahorrar tiempo a Homer. Una bala impactó en el coche, perforando esa misma puerta. Por lo visto, era un solo tirador, que disparaba con una pistola. Era muy posible que hubiera una única persona en el segundo coche. Homer había dejado abierta la puerta del conductor y el motor encendido. Subí al coche a toda prisa desde la cuneta. Eché un vistazo a mí alrededor, Lee estaba dentro, Robyn también y Homer subiendo. Por los pelos. Como venía de conducir el camión, accioné el embrague y la palanca con demasiada brusquedad. Salimos a trompicones de la cuneta. Se oyó un grito de dolor desde la parte trasera del BMW. Pisé el embrague y lo intenté de nuevo, esta vez con más suavidad. Entonces, una bala destrozó la ventanilla lateral y el parabrisas. Había pasado rozándome.

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