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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras

Cuando la guerra empiece (15 page)

BOOK: Cuando la guerra empiece
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—¿Y bien? —preguntó Homer.

—No hay soldados a la vista —dije—. Pero
Flip
está ahí afuera, dando vueltas. Deben de haberla visto desde el helicóptero.

—Podría bastar para levantar sus sospechas —sentenció Homer—. Estarán preparados para detectar cualquier cosa que esté fuera de lugar. —Soltó un taco—. Tenemos mucho que aprender, suponiendo que salgamos sanos y salvos de esta. ¿Cuántos hombres hay en la cabina del helicóptero?

Yo tenía varias respuestas: «Es difícil de decir», «Tal vez tres», «No los he visto», «Tres o cuatro, puede que haya más sentados en la parte trasera».

—Si aterrizan, lo más probable es que se dispersen. —Homer pensaba en voz alta—. Un calibre 22 no nos servirá de mucho. El Toyota sigue en el cobertizo de esquileo. No puedo creer que hayamos sido tan estúpidos. Es inútil intentar llegar hasta él. Regresad a vuestras respectivas habitaciones y observad lo que están haciendo. Intentad contar cuántos son. Pero no les deis ni la más mínima oportunidad de que os vean.

Regresé corriendo a la terraza interior, pero no había rastro del helicóptero. Sin embargo, su horrible y estrepitoso sonido parecía llenar mi cabeza, la casa entera. Estaba presente en cada una de las habitaciones. Volví corriendo al despacho.

—Está en el lado oeste —informó Kevin—. No aterriza, permanece en vuelo estático.

—Mirad, chicos —dijo Homer—. Si aterriza, creo que solo tenemos dos opciones. Podemos escabullirnos en la dirección opuesta a la que haya aterrizado, y utilizar los árboles para intentar huir al monte. Las bicicletas no nos servirán, y es imposible llegar hasta el Toyota. Así que iríamos a pie, contando únicamente con nuestro cerebro y nuestra forma física. La segunda opción sería rendirnos.

Hubo un silencio escalofriante y desolador. En realidad, solo teníamos una opción, y Homer lo sabía.

—No quiero ser una heroína muerta —dije—. Pensadlo bien. Creo que deberíamos rendirnos.

—Estoy de acuerdo —se apresuró a contestar Homer, como si quisiese adelantarse a cualquier opinión contraria.

El único que probablemente pusiera pegas era Kevin. Los cuatro lo miramos. Él vaciló. Entonces, tragó saliva y asintió:

—De acuerdo.

—Volvamos al salón —dijo Homer—. Veamos si sigue ahí.

Atravesamos corriendo el pasillo y Kevin se coló en la habitación y se deslizó hasta la ventana.

—Sigue ahí —confirmó—. No está haciendo nada en particular. Solo observando. No, espera, se mueve, desciende un poco.

Fi soltó un grito. Yo la miré. Había estado muy callada toda la tarde. Daba la impresión de que estaba a punto de desfallecer. La agarré de la mano y ella la apretó con tanta fuerza que pensé que era yo la que se desplomaría. Kevin continuó con su informe.

—Están mirando en mi dirección —dijo—. No puedo creer que no me hayan visto.

—No te muevas —le advirtió Homer—. El movimiento es lo que nos delata.

—Ya lo sé —protestó Kevin—. ¿Qué crees, que voy a ponerme a bailar claqué?

Durante dos minutos permanecimos quietos, como maniquíes en un escaparate. La habitación parecía ponerse más y más oscura. Cuando Kevin retomó la palabra lo hizo en un susurro, como si hubiese soldados en el pasillo.

—Se mueve. No sé. Un poco hacia un lado, hacia arriba. Quizá se coloquen al otro lado de la casa para echar un vistazo.

—Este será el movimiento decisivo, hagan una cosa u otra —dijo Homer—. No tardarán demasiado en tomar una decisión.

Fi se aferró a mi mano incluso con más fuerza, algo que no hubiese creído posible. Era peor que cargar con un montón de bolsas de plástico llenas a rebosar de comida para perros. Kevin siguió hablando como si no hubiese oído a Homer.

—Sigue desviándose hacia un lado. Sube un poco más. No, retrocede ligeramente. Vamos, lárgate guapa. Sí, para atrás y acelerando. Eso es. Vamos nena, vete a tomar viento. ¡Sí! ¡Sí! Vuela, vuela a casa. —Se volvió hacia nosotros, despreocupado, encogido de hombros—. ¿Veis? Lo único que he tenido que hacer es valerme de mi encanto.

Corrie cogió el primer objeto a su alcance y se lo lanzó. El sonido de los rotores empezó a sonar como una motosierra distante. El objetivo era una estatuilla de la Virgen que, por suerte para Corrie, Kevin atrapó al vuelo. Fi rompió a llorar. Homer lanzó una temblorosa sonrisa antes de retomar el control de la situación.

—Hay que ponerse las pilas —dijo—. Hemos tenido suerte. A partir de ahora, no podremos permitirnos cometer tantos errores. —Nos apremió a atravesar el salón y dirigirnos hacia la puerta—. Tendremos esta pequeña asamblea ahí afuera, donde podamos vigilar la carretera —dijo—. Ahora bien, os diré lo que pienso. Si veis algún cabo suelto, decídmelo. Si no, haremos lo que yo diga y ya está, ¿de acuerdo? No tenemos tiempo para enzarzarnos en debates interminables.

»Muy bien. En primer lugar: las perras.
Flip
y la otra, como quiera que se llame, se quedan en mi casa.

—Millie
—maticé yo.

—Sí —dijo Homer—.
Millie
. Chicos, tenemos que abandonarlas. Dejad todo el pienso que queráis, pero es todo lo que podemos hacer. En segundo lugar: las vacas. He echado un vistazo a la tuya, Corrie. No solo tiene mastitis, sino además gangrena. Tendremos que sacrificarla. Un disparo será menos cruel que dejarla ahí sufriendo.

Miré a Corrie, que intentaba contener las lágrimas.

—Tercero: el Toyota —prosiguió Homer—. De momento, no nos lo podemos llevar. Lo habrán visto desde arriba, se darán cuenta si de repente desaparece. Las tres personas encargadas de llenar los vehículos tendrán que cargar todo lo que puedan en las bicicletas, pedalear hasta la casa de Kevin y allí coger un coche para luego recoger el Land Rover.

Miró a Kevin para comprobar si era posible. Él asintió.

—El Ford sigue ahí.

—Bien. Esperaba que pudiésemos coger toda la verdura posible del huerto de la madre de Corrie. Pero no creo que tengamos tiempo, a no ser que lo hagamos de noche. Por ahora, creo que deberíamos escondernos en el monte hasta que caiga la noche. Coged las bicicletas y cualquier otra cosa que sea de vital importancia, pero larguémonos. Puede que manden tropas al pueblo. Estoy seguro de que no vendrán cuando todo esté a oscuras, pero hasta entonces existe riesgo.

»Y por último, lo de esta noche. —Hablaba muy rápido, pero no se nos escapaba nada—. Creo que Ellie y yo deberíamos ir al pueblo. Necesitamos a un conductor aquí, y Kevin y Ellie son nuestros mejores conductores. Y no sería justo hacer un grupo solo de chicos y otro de chicas. Si vosotros tres conseguís llegar a casa de Ellie para el amanecer, nos reuniremos allí. Si no estamos allí mañana, dadnos hasta la medianoche y después marchaos hasta el Infierno. Dejad un coche escondido en casa de Ellie y camuflad el otro en alguna parte, en la cima, cerca de la Costura del Sastre. Luego, bajad al campamento. Iremos allí por nuestros propios medios en cuanto nos sea posible.

Conforme hablaba, Homer escrutaba nervioso la carretera. Se puso de pie.

—Ese helicóptero me ha dejado mosca. Salgamos ahora mismo, y busquemos las provisiones de esta noche. Me reuniré con vosotros en el cobertizo de esquileo. Tendremos que llevarnos todas las bicicletas. Las necesitamos.

Cogió el fusil y miró a Corrie, enarcando sus pobladas cejas negras. Ella vaciló un momento y, entonces, murmuró:

—Hazlo tú.

Ella vino con nosotros mientras Homer se iba solo hacia los árboles que quedaban al final del cercado de la casa, donde la vaca aguardaba quieta. El disparo retumbó pocos minutos más tarde, cuando nosotros corríamos hacia los cuartos de los esquiladores. Corrie se enjugó los ojos con la mano izquierda. La otra se aferraba a la mano de Kevin. Yo le di una palmadita en la espalda, aunque me pareció un gesto inadecuado. Sabía cómo se sentía. Se le coge mucho cariño a una vaca lechera. Ya había visto a papá rematando de un tiro a perros de trabajo demasiado viejos; a canguros atrapados en vallas, demasiado débiles como para ponerse de pie; a ovejas invendibles en el mercado. Sabía que
Millie
tenía los días contados. Pero nunca habíamos disparado a una vaca lechera.

—Espero que mis padres aprueben que hagamos esto —lloriqueó Corrie.

—Lo que no habrían aprobado es que rompieras esa estatuilla —dije en un intento por animarla.

—Suerte que juego en primera base —añadió Kevin.

Al cabo de dos minutos, en los cuartos de los esquiladores, se nos unió Homer. Justo a tiempo. Unos noventa segundos más tarde, un caza negro, rápido y letal, apareció al oeste, volando muy bajo. Sonaba como esos tornos de los dentistas, pero amplificado mil veces. Lo observamos desde las ventanitas de un cuarto de esquilador, demasiado fascinados y asustados, como para movernos. Había algo siniestro en él, algo diabólico. Pasaba por la zona con un propósito en concreto, despiadado. Por las leves sacudidas que se advirtieron una vez pasó la carretera, se habría dicho que aminoró la velocidad. Bajo cada ala, salieron disparados dos pequeños dardos, dos horribles cosas negras que fueron creciendo conforme se precipitaban hacia nosotros. Se acercaban, terriblemente rápido. Corrie soltó un grito que jamás olvidaré, como el de un pájaro herido. Un cohete golpeó la casa, no hizo falta un segundo. Como a cámara lenta, la construcción se vino abajo. Parecía pender del aire, como un modelo de lego a punto de ser montado. Entonces, una gigantesca flor naranja empezó a abrirse en el interior de la casa. Creció muy deprisa hasta que ya no quedaba espacio y tuvo que abrirse camino a través de las paredes para seguir floreciendo. De súbito, todo estalló. Ladrillos, madera, hierro galvanizado, cristal, muebles; los afilados pétalos naranjas volaron en todas direcciones. La casa quedó hecha añicos esparcidos por todo el cercado, colgando de los árboles, pegados a las vallas, tirados por el suelo. No quedó más que una mancha negra en la zona donde antes se había levantado la casa: no había llamas, solo humo que se alzaba lentamente desde los cimientos. Como el trueno, la detonación se extendió por los prados, resonando a lo lejos en las colinas. Los escombros aterrizaron en el tejado de los cuartos de los esquiladores cual granizo. No podía creer que aquella lluvia se prolongara tanto. Y después, una vez empezó a atenuarse esa ruidosa tromba de fragmentos pesados, cayeron sin parar ligeros copos de nieve: trozos de papel, de material, fragmentos de fibra que se diseminaban tranquila y delicadamente por todo el paisaje.

El segundo proyectil impactó contra la ladera que se alzaba tras la casa. No estoy segura de si iba dirigido o no hacia los cuartos de los esquiladores. No nos alcanzó por un pelo. Se estrelló contra la colina con tanta fuerza que el macizo entero pareció estremecerse; hubo un momento de silencio antes de la explosión y, poco después, se descolgó toda una sección del montículo.

El avión viró bruscamente e hizo un recorrido por encima del arroyo del prado. Imagino que para disfrutar del espectáculo. Entonces, giró una vez más y aceleró de camino a su repugnante guardia.

Corrie estaba en el suelo, hipando y agitándose con violencia como un pez al extremo del sedal. Tenía los ojos completamente en blanco. No había manera de calmarla. Nos asustamos. Homer salió corriendo en busca de un cubo de agua. Le salpicamos la cara. Aquello pareció despertarla un poco. Yo cogí el cubo y se lo derramé entero por encima de la cabeza. Dejó de hipar y se quedó allí sollozando, con la cabeza entre las rodillas, las manos alrededor de los tobillos, empapada en agua. La secamos y la abrazamos, pero pasaron horas hasta que finalmente se calmó y fue capaz de mirarnos en la cara. Tuvimos que quedarnos allí a esperar, rezando para que los aviones no regresaran, para que no enviasen convoyes de soldados. Corrie no podía moverse, y nosotros no lo haríamos sin ella.

Capítulo 10

Al caer la tarde, Corrie pareció recobrar un poco la razón. Entendía lo que le decíamos y contestaba con susurros, aunque su voz estaba desprovista de vitalidad. Y cuando la levantamos y la llevamos a caminar, se movía como una anciana. La arropamos con mantas cogidas de las camas de los esquiladores. Estaba claro que no conseguiríamos montarla en la bicicleta. Así que, en cuanto anocheció, Homer y Kevin cogieron el Toyota y se marcharon a casa de este último para recuperar el Ford. Homer aún consideraba importante dejar el Toyota en casa de Corrie, para que nadie supiera que lo habíamos estado utilizando. Esperaba que los soldados nos dieran por muertos en la explosión que asoló la casa.

—Al fin y al cabo, puede que ni siquiera estuviesen seguros de que había alguien allí —argumentó—. Tal vez advirtieron un movimiento en la casa, o puede que
Flip
levantase sus sospechas.

Homer tenía una destreza particular para meterse en la piel de los soldados, pensar como ellos y ver las cosas desde su perspectiva. Supongo que a eso lo llaman imaginación.

Fui a buscar a
Flip
, pero no había rastro de ella. De haber sobrevivido a la explosión, lo más probable es que aún siguiese corriendo. Quizá ya estuviese cerca de Stratton. Aun así, prometí a Kevin que la buscaría mientras él iba por el Ford.

Los chicos regresaron alrededor de las diez. No nos sentimos tranquilas en su ausencia; ahora dependíamos demasiado los unos de los otros. Pero, por fin, los coches asomaron dando bandazos camino arriba, sorteando los escombros. Era obvio que Homer conducía el Toyota. Era un pésimo conductor.

En cuanto llegaron tuvimos otra pelea. Homer insistía en que debíamos retomar el plan original, incluyendo la separación en grupos. Corrie ya se encontraba bastante mal durante las horas en que los chicos estuvieron fuera y, ahora, al oír que Homer y yo debíamos ir a Wirrawee, en pleno territorio comanche según ella, se echó a llorar y se aferró a mí. Le rogó a Homer que no siguiera adelante con sus planes, pero él no estaba dispuesto a dar marcha atrás.

—No podemos meternos bajo la cama y quedarnos ahí hasta que todo esto acabe —le dijo—. Hoy hemos cometido muchísimos errores, y estamos pagando un precio demasiado alto. Pero aprenderemos. Y tenemos que encontrar a Robyn y a Lee. Quieres que vuelvan, ¿verdad que sí?

Aquel fue el único argumento que pareció convencer un poco a Corrie. Mientras reflexionaba acerca de ello, Kevin la hizo subir al Ford. Acto seguido, Fi y él se acomodaron uno a cada lado de ella; nosotros mascullamos un apresurado adiós y nos montamos en las bicicletas con destino a Wirrawee.

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