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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras

Cuando la guerra empiece (13 page)

BOOK: Cuando la guerra empiece
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—Deben de pensar que estamos en navidad.

—Dudo que les importe la Navidad. Lo que sí os digo es que la escena fue bastante cómica. Justo frente a nosotros, en el escaparate de Tozers', había un gran cartel que decía: «Se emprenderán acciones legales contra los ladrones». Pues van a tener mucho trabajo, porque la tienda ha sido saqueada.

»En fin, el caso es que decidimos bajar por el callejón que hay junto a Tozers'. Estaba oscuro, lo que nos vino de perlas. Tiene gracia lo rápido que se convierte uno en una criatura de la noche. Deambulamos por el callejón, cruzamos el aparcamiento y nos adentramos en Glover Street. Y entonces, Fi, que tiene un oído súper desarrollado, creyó oír voces, así que nos escondimos en los aseos públicos. En el de los hombres, por supuesto: no estaba dispuesto a correr el riesgo de que me atraparan en el de mujeres. De hecho, no fue un movimiento muy inteligente. Por lo visto, vosotros disteis con la solución adecuada bastante rápido, pero a nosotros no nos vendrían mal algunas clases. El caso es que si alguien nos hubiese visto entrar allí, o sí nos hubiesen cogido dentro, nos habrían hecho picadillo. Era una auténtica trampa mortal. Y alguien se acercaba, yo también distinguí las voces. Ya que estaba allí, pensé que podría aprovechar para cambiar el agua al canario, pero cuando estás tan asustado. Bueno, no sé vosotras, chicas, pero nosotros podemos quedarnos ahí plantados media hora y no echar gota.

—Venga Homer. Al grano. Quiero irme pronto a dormir.

—De acuerdo, de acuerdo. Entonces decidimos esperarnos. Fueran quienes fueran, no parecían tener mucha prisa.

—Homer mató el tiempo haciendo pintadas en las paredes —interrumpió Fi.

—Sí, es cierto —admitió Homer con descaro—. Pensé que era la primera vez en mi vida que podía hacerlo sin temer las consecuencias. Cuando todo esto acabe, tendrán cosas más importantes que hacer que preocuparse por los mensajes que he dejado en los aseos. Y, oye, que sepáis que fueron mensajes patrióticos.

—Pues no sé qué puede haber de patriótico en «Los griegos son la caña» —volvió a interrumpir Fi.

—Pero también escribí otras cosas.

—Homer, eres idiota —refunfuñó Kevin—. Nunca te tomas nada en serio.

Sin embargo, yo recordaba la mano de Homer sobre las mías cuando evoqué los gritos de los tres soldados alcanzados por la metralla de mi bomba casera. Y también recordaba sus reconfortantes palabras. Le sonreí y le guiñé un ojo. Sabía lo que pretendía con todo aquello.

—En fin, esos tipos seguían acercándose. Y cuando digo «tipos», no excluyo a nadie. Como en vuestra patrulla, que había hombres y mujeres. Unos seis o siete en total. Nuestra mayor preocupación era que decidieran utilizar los aseos. Mi idea era que nos encerrásemos en uno de los retretes, así habría quedado visible la señal «Ocupado», y seguro que lo habrían respetado. Pero a Fi no le entusiasmó demasiado la idea, y al final optamos por colarnos por debajo de la puerta del cuarto de limpieza. Tiene que ser uno de los pocos lugares que se han salvado del saqueo. No había apenas espacio y el hedor era terrible, pero nos sentimos más seguros. Aunque, como ya he dicho antes, cometidos una estupidez: aquel lugar era una trampa mortal. Y cómo no, dos minutos más tarde, se oyó el ruido de unas botas que irrumpían en los aseos. Eran tres, pensamos. Dos de ellos utilizaron el urinario, y el tercero se dirigió hacia el trono. Menos mal que nos escondimos, porque no habría querido que Fi presenciase la escena. El tipo se instaló en el retrete justo al lado de nosotros y, joder, si minutos antes olía mal, ahora apestaba. Creo que intentan ahorrar munición gaseándonos directamente. Y no digo nada de los efectos de sonido.

Homer nos obsequió con una pequeña parodia sonora. La perrita,
Flip
, que estaba sentada en el regazo de Kevin, alzó las orejas y ladró. Incluso Fi se echó a reír.

—¡Menos mal que
Flip
no nos acompañaba! —comentó Homer antes de proseguir con la historia—. No conseguimos averiguar gran cosa, excepto que comen un montón de huevos y queso. Hablaron mucho, pero en ningún idioma que pueda identificar. Que no son muchos. Griegos no son, de eso estoy seguro. Fi es la que sabe de idiomas. ¿Cuántos estudias, Fi? Unos seis, ¿no? Y aun así no fue capaz de determinar de dónde eran.

Entendí que con aquella noche que habían pasado juntos, Homer se sentía más en confianza con Fi. Había dado con el estilo y tono para tratar con ella. Y, por lo visto, a ella no le disgustaba. Se reía con sus chistes y se le iluminaba la cara cuando lo miraba. Estaba desprendiéndose de la frialdad que la caracterizaba.

—Bueno —continuó Homer—. Por fin terminaron lo que fuese que estuvieran haciendo, y los oímos marcharse. Esperamos cinco minutos y volvimos a deslizarnos bajo la puerta del cuartucho. Y al asomarnos a la puerta, tuvimos tiempo de verlos mientras desaparecían por Glover Street. Era un grupo variopinto. Ocho soldados en total, tres de ellos mujeres, creo. De los hombres, dos parecían bastante mayores, y otros dos bastante jóvenes, de nuestra edad o incluso menores. Iban ataviados con uniformes viejos y bastos.

—Supongo —dijo Corrie— que para invadir un país de este tamaño, tuvieron que movilizar a cualquiera que tuviese dos brazos y dos piernas.

—Nosotros no teníamos ningún tractor cortacésped al alcance de la mano —prosiguió Homer—, así que nos escabullimos de puntillas en la dirección opuesta. No ocurrió gran cosa hasta que llegamos a casa de Fi.

—Sí que hubo algo —discrepó Fi—. ¿No te acuerdas de las sombras?

—Ah, sí —contestó Homer—. Cuéntalo tú. Yo no las vi.

—A unas dos manzanas de mi casa —empezó Fi—, hay una cafetería, y tras ellas, un parquecito. La cafetería ha sido saqueada, como el resto de las tiendas. Avanzamos con sigilo por el parque y entonces creí advertir dos sombras que salían de la cafetería. De personas, claro. Tampoco eran sombras exactamente; es solo una manera de hablar, porque estaba tan oscuro que era el aspecto que tenían. Al principio pensé que podía tratarse de soldados: agarré a Homer y nos escondimos tras un árbol. Cuando volví a mirar, ya desaparecían por Sherlock Road, pero, a juzgar por su modo de actuar, deduje que no eran soldados. Les grité para llamar su atención. Ellos se detuvieron y echaron un vistazo a su alrededor. Intercambiaron unas cuantas palabras y echaron a correr. Eso es todo.

—Yo no los vi —explicó Homer—. Casi me da un ataque cuando Fi se puso a chillar. Pensé que había inhalado demasiado desinfectante en el cuarto de la limpieza. Pero si te paras a pensar, es lógico que aún haya gente suelta vagando por ahí. Es imposible que hayan apresado a todo el mundo en tan poco tiempo.

»A lo que iba. Subimos la colina hasta la casa de Fi. Estaba cerrada a cal y canto, pero ella sabía dónde había una llave de repuesto. Y ahora yo también. Quién sabe, tal vez algún día la necesite. Fi me empujó al interior, con algunas instrucciones, el primer interruptor quedaba a unos cien metros de la puerta, al otro lado del enorme recibidor. Así que ella se quedó sentada en los escalones de fuera mientras yo avanzaba por aquella habitación negra como boca de lobo. Os lo juro, fue bastante acojonante. Ya sabéis que tengo poderes paranormales… Pude sentir una presencia ahí dentro. Sabía que no estaba solo. A mitad de camino, de repente, oí un grito sobrenatural que venía desde arriba. Justo después, me atacaron. Unas garras demoníacas me rajaron, y una voz fantasmal me susurraba al oído. Fue así como averiguamos que el gato de Fi, escondido en las vigas del techo, estaba vivito y coleando. La familia de Fi estaba restaurando el techo de la casa.

—Dios, Homer, no tienes remedio —bostezó Kevin—. Acaba ya.

—Bueno, os ahorraré los detalles más deprimentes. Como ya os he dicho, cuando llegamos a la casa de Robyn, no entramos a nadie. Eso sí, todo estaba en perfecto estado. Estoy seguro de que están bien, de que nuestras familias están bien. Según parece, los tienen retenidos en el recinto ferial, y una vez que esa gente empiece a organizarse, puede que los suelten. Por lo menos, no les faltará comida. Para empezar, tienen la tarta decorada de mi madre, que está para chuparse los dedos.

Hubo un momento de silencio que Corrie rompió.

—¿Tuvisteis algún problema de regreso a casa de Robyn? —preguntó.

Homer adoptó una expresión seria, pero su voz se suavizó.

—¿Conocéis a los Andersen?

—¿El señor Andersen, que entrena al equipo de rugby?

—El mismo. ¿Sabes cuál es su casa? Bueno, pues a la vuelta tomamos un camino diferente para evitar el centro, y pasamos frente a la casa de los Andersen. O lo que queda de ella. Mi madre siempre dice que tengo la habitación hecha un desastre, que se diría que ha estallado una bomba dentro. Pues bien, ahora entiendo mejor a qué se refiere: creo que la casa de los Andersen sí que fue alcanzada por una bomba. Y otras dos casas más entre la suya y la vía férrea. Esa zona del pueblo ha quedado bastante devastada.

Se quedó allí sentado, sin apartar la vista de la mesa, como si aún pudiese ver las casas reducidas a escombros. Entonces, alzó la cabeza y los hombros, y continuó hablando:

—Eso es lo que hay. Llegamos a casa de Robyn a las tres menos cuarto. Esperábamos cruzarnos con Lee y Robyn de camino, pero no había rastro de ellos. La espera en casa de Robyn nos pareció una eternidad. Nos aterrorizó la idea de que ninguno de vosotros regresase, de que os hubiesen atrapado. Entonces, oímos los disparos en el recinto ferial. A punto estuve de mearme encima. Luego, oímos más disparos y esa explosión, en Racecourse Road. Dios mío, era como si las llamas del infierno apuntaran hacía el cielo. Tuvo que rebasar el cinco en la escala de Richter. Fue espectacular. Está claro que se os dan bien los fuegos artificiales. Pero ya podéis imaginar que presenciar tal cosa sin tener idea de a qué viene no fue muy agradable. No me gustaría que volviese a ocurrir.

Luego bostezó y dijo:

—Creo que deberíamos dormir un poco. De nada nos serviría quedarnos aquí sentados, intentando averiguar qué ha sido de Lee y Robyn. Solo conseguiríamos deprimirnos más. Y ya pensaremos qué táctica adoptar más tarde. Lo que necesitamos ahora es reponer fuerzas. Solo por hoy, si nos turnamos para vigilar, estaremos bien aquí. Dudo que esa gente tenga los recursos necesarios como para peinar todo el distrito en un solo día.

—Me parece bien —dije—. Pero deberíamos disponer de una vía de escape en el caso de que aparezcan. La lección que Fi y tú aprendisteis en el cuarto de limpieza también podemos aplicarla aquí.

—Esas bolitas amarillas —dijo Fi, arrugando la nariz—. Debía de haber miles. ¿Por qué siempre hay tantas bolitas amarillas en los aseos de los hombres?

—¿Cómo sabes lo que siempre hay o deja de haber en los aseos de los hombres? —preguntó Homer.

—Imagino que dormiremos en los cuartos de los esquiladores, ¿no? —dijo Corrie—. Quien se quede de guardia puede vigilar desde la casita del árbol. Si tenemos un vehículo detrás de los cuartos de los esquiladores, podremos atravesar el prado y adentrarnos en el monte antes de que nadie pueda alcanzarnos.

—¿Y no verán ni oirán el vehículo? —inquirió Homer.

Corrie consideró su pregunta.

—Tal vez. No deberían, si nuestro guardia de turno los divisa con tiempo y todos nos movemos con rapidez.

—Bueno, llevemos también las bicicletas hasta allí. Así dispondremos de una opción más silenciosa, por si acaso. Y limpiemos la cocina para que nadie sepa que hemos estado aquí.

Homer me sorprendía más y más conforme pasaban las horas. Me costaba creer que aquel chico tan avispado, que durante quince minutos nos había hecho reír, hablar y sentirnos bien otra vez, no despertara la confianza de nadie en la escuela, ni siquiera para pedirle que repartiese unos libros.

Capítulo 9

Fi me despertó alrededor de las once. Eso fue lo que acordamos, pero era mucho más fácil decirlo que hacerlo. Me sentía pesada, atontada, lenta. El simple hecho de trepar al árbol supuso todo un calvario. Permanecí junto al tronco mirando hacia arriba durante cinco minutos antes de encontrarme con fuerzas para subir.

A algunas personas les cuesta poco despejarse, y a otras, algo más. Yo me despierto hecha polvo. Pero sé por experiencia que, si me siento durante media hora, voy recobrando las fuerzas poco a poco. Así que me quedé sentada en la casita del árbol, en estado letárgico, observando la lejana carretera, esperando pacientemente que mi cuerpo empezara a responderme de nuevo.

Una vez que me acostumbré a estar allí, no estuvo tan mal. Me di cuenta, para mi asombro, de que solo habían pasado veinte horas desde que emergimos del monte para encontrarnos con ese nuevo mundo. La vida puede cambiar de la noche a la mañana. En muchos sentidos, tendríamos que estar acostumbrados al cambio. Habíamos visto muchos con nuestros propios ojos. Esta casita del árbol, por ejemplo. Bajo la sombra de su techo. Corrie y yo habíamos pasado un montón de horas preparando la merienda para nuestras muñecas y organizando su vida social, jugando a los profesores, espiando a los esquiladores o fingiendo que éramos prisioneras retenidas allí. Todos nuestros juegos eran simulacros del mundo adulto, de sus rituales y viviendas, aunque no nos dábamos cuenta, claro está. Y entonces llegó el día que dejamos de jugar. Hacía un par de meses que habíamos abandonado nuestros juegos habituales, y unos días que las vacaciones habían empezado. Pero saqué las muñecas para intentarlo de nuevo: todo se había evaporado. Se había acabado la magia. Ni siquiera podía recordar cómo lo habíamos hecho, pero intenté recrear la atmósfera, los argumentos, el modo en el que nuestras muñecas se habían movido, habían pensado y hablado. Y, sin embargo, fue como leer un libro sin sentido. Me asombró lo rápido que todo había desaparecido; me entristeció lo mucho que había perdido; me asustó el cambio que había experimentado y no saber cómo llenaría las horas que me quedaban por delante.

De repente, oí un sonido desde abajo. Cuando miré vi el pelo rojo de Corrie, que empezaba a trepar al árbol. Me aparté hacia la izquierda para dejarle algo de sitio y, unos segundos más tarde, se acomodó a mi lado.

—No podía dormir —explicó—. Demasiadas cosas en las que pensar.

—Yo sí he dormido, aunque no sé cómo lo he logrado.

—¿Has tenido pesadillas?

—No lo sé. Nunca me acuerdo de mis sueños.

—No como el tal Theo del colegio, o como quiera que se llame. Cada mañana, nos contaba los sueños que había tenido con todo lujo de detalles. Vaya aburrimiento.

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