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Authors: Geoffrey Chaucer

Cuentos de Canterbury (58 page)

BOOK: Cuentos de Canterbury
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—Muy bien, señor —replicó él—. Ahora, escuchadme.

El cuento del intendente
[501]

Cuando Febo habitaba aquí abajo en la Tierra (como nos cuentan los libros antiguos), no era solamente el más brioso joven caballero del mundo, sino también el mejor arquero, pues un día exterminó a la serpiente
Pitón
mientras estaba durmiendo al sol. También podréis leer relatos de muchas otras extraordinarias hazañas que realizó con su arco. Sabía tocar cualquier instrumento musical, y, cuando se ponía a cantar, los claros registros de su voz eran auténtica música. Es seguro que Anfión, el rey de Tebas, que construyó las murallas de aquella ciudad en medio de cánticos, nunca cantó ni la mitad de bien que él. Además, era el hombre más apuesto de la Tierra.

Pero ¿para qué describir sus rasgos? Simplemente no había hombre viviente con mejor porte y aspecto. Y, por si era poco, estaba dotado de nobleza, honor y excelencia a más no poder.

Febo, este joven sin igual en generosidad y capacidad caballeresca, solía llevar un arco en la mano, tanto por deporte como por símbolo de su victoria sobre
Pitón
. O, al menos, así lo refiere la Historia.

Ahora bien, Febo tenía en su casa un cuervo enjaulado que hacía mucho tiempo llevaba educando y al que había enseñado a hablar, de la misma forma que se enseña a los arrendajos.

Este cuervo era blanco como un cisne albino y sabía imitar la voz de cualquier persona que estuviera contando un cuento. Además, no había ruiseñor en todo el mundo que cantase ni la millonésima parte de bien y con semejante alegría.

Febo tenía también en la casa a una esposa a la que amaba más que a su propia vida. Procuraba complacerla y honrarla noche y día, salvo en una cosa. A decir verdad, él era celoso y demasiado propenso a no perderla de vista, pues le daba mucha rabia que pudiesen tomarle el pelo ——como le sucede a todo el mundo en su mismo caso—, aunque, ¿de qué sirve todo eso? Nunca puede hacerse nada para remediarlo. Una buena esposa —que sea pura de palabra y obra— no debería estar nunca balo vigilancia; igualmente cierto, trabajo en vano es montar guardia para vigilar a una prostituta; simplemente, no sirve para nada. Creo que perder tiempo del trabajo para vigilar a la propia esposa resulta una completa estupidez. Los viejos estudiosos lo llevan dicho frecuentemente en sus libros.

Pero volvamos al tema. Este excelente Febo hacía todo lo posible para hacerla feliz, suponiendo que su agradable modo de ser, su hombría y su conducta serían suficiente garantía para que nadie le desbancase a los ojos de ella. Pero sabe Dios que hay una cosa que nadie puede conseguir: alterar un instinto que haya sido implantado por la Naturaleza en una criatura.

Coged cualquier pájaro: colocadlo en una jaula, mantenedlo lo más limpio posible y poned todo el corazón y el cerebro en alimentarlo con las más deliciosas e imaginables comidas y bebidas. Con todo, el pájaro, aunque lo tengáis en la más alegre de las jaulas doradas, preferirá mil veces volar hacia el frío y cruel bosque y comer gusanos y otras porquerías por el estilo; nunca cesará en su intento de escapar de su jaula; siempre estará ansiando la libertad.

Tomad un gato: alimentadlo bien con leche y carne tierna, y dadle cama de seda, pero en cuanto vea a un ratón corriendo por el suelo junto a la pared, abandonará la leche, la carne y lo demás, todos los lujos de aquella casa: tal es el apetito que siente por los ratones. Como veis, el instinto siempre vence y el apetito hace que la prudencia desaparezca.

Una loba tiene también un vil modo de ser: cuando está en celo elegirá al lobo más fiero y de peor fama que encuentre. Pero todos los ejemplos que he facilitado se refieren a los hombres que son infieles, de ningún modo a las mujeres, pues los hombres jamás carecen de un apetito lascivo de gozar con criaturas inferiores antes que con sus esposas; por bonitas, fieles y dulces que éstas sean. Tan codiciosa de novedad es esta maldita carne nuestra, que no disfrutamos durante mucho tiempo de cualquier cosa que represente virtud.

A pesar de todos los grandes méritos de Febo, éste, que no sospechaba nada, fue engañado. Ella llevaba otro hombre a remolque, un hombre de poca importancia, que, en comparación, no valía nada. ¡Tanto peor! Esto sucede con frecuencia, y acaba con mucho trastorno y aflicción.

Así, pues, ocurría que, en cuanto Febo se ausentaba, su mujer enviaba enseguida a buscar al hombre del que estaba encaprichada. ¿Hombre de capricho? Es un modo bastante rudo de decirlo, pero os pido perdón.

Dijo el sabio Platón, como podréis leer en sus obras, que es indispensable que la palabra corresponda a la acción. Es decir, si uno tiene que expresar algo adecuadamente, la palabra debe acompañar a la acción. Yo soy un hombre sin pelos en la lengua, y lo que digo es. Entre una dama de alto copete que es infiel con su cuerpo y una mujer vulgar —dado que ambas se portan mal— no hay más diferencia que ésa: la dama, al ser de rango más elevado, se dirá de ella que es una «amiga», mientras que la otra, al ser una mujer pobre, será llamada «amante» o «querida». Dios sabe, mi querido amigo, que tan baja está una como la otra.

De modo parecido afirmo que no existe diferencia entre un tirano usurpador y un forajido o salteador de caminos. Esta definición se aplicó a Alejandro Magno, porque siendo un tirano y teniendo un ejército y, por consiguiente, mayor poder para hacer masacres y mandar quemar hasta los cimientos casas y hogares y dejarlo todo arrasado—, se le llama general, mientras que a un forajido, como son pocos los que le siguen y no puede causar mucho daño o acarrear la misma ruina a todo un país, se le llama ladrón de caminos o bandolero.

Como no tengo cultura libresca, no puedo citar a un enjambre de autoridades, pero proseguiré contando el cuento que empecé.

La esposa de Febo envió a buscar a su amante y ambos satisfacieron inmediatamente sus fugaces apetitos carnales. El cuervo blanco que estaba allí colgado dentro de su jaula les vio en plena faena, pero no dijo palabra; pero cuando el dueño de la casa regresó a su hogar, el cuervo cantó:

—¡Cor-nu-do! ¡Cor-nu-do! ¡Cor-nu-do!

—¿Qué cantas, pájaro? —exclamó Febo—. ¿Qué clase de canción es ésta? Solías cantar muy bien y con sones tan alegres que mi corazón se complacía en escucharte, pero ¿cuál es el significado de esta canción? ¡Vamos, di!

—Por Dios que resulta muy adecuada —contestó el cuervo—. Febo, a pesar de toda tu belleza, valía y crianza, de toda tu música, canciones y vigilancia, te la ha pegado con uno sin importancia —a tu lado, no vale ni lo que un renacuajo—, como que vivo y respiro. Pues le he visto joder a tu esposa en tu propia cama.

¿Qué más queréis? Sin hacer remilgos, el cuervo le contó entonces la gran deshonra y desaire que su mujer le había ocasionado por su lascivia, dándole buena prueba de ello y repitiéndole lo que había visto con sus propios ojos. Febo se volvió; tuvo la sensación de que su desgraciado corazón iba a partírsele en dos. Luego tensó su arco, introdujo una flecha en él y, furioso, mató a su mujer.

Así es como terminó.

¿Qué más puedo añadir? En pleno remordimiento rompió sus instrumentos musicales: arpa, laúd, guitarra y salterio; luego quebró su arco y las flechas y dijo al pájaro:

—¡Traidor! Tu lengua de escorpión me ha traído la ruina. ¿Por qué nací? ¿Por qué no estoy muerto? ¡Oh querida esposa! ¡Oh joya de goce, que me eras tan constante y fiel! Ahora yaces muerta y tu rostro está pálido y macilento, siendo, como eres, totalmente inocente. ¡Sí, lo juro! Una mano temeraria e imprudente te ha causado un daño muy vil. ¡Oh mente ofuscada! ¡Oh rabia insensata que, sin pensar, sacrificas al inocente! ¡Oh desconfianza, llena de sospechas infundadas! ¿Dónde está tu sabiduría? ¿Dónde tu ingenio? ¡Oh, haz que los hombres desconfien de la precipitación! ¡No creáis nada sin tener pruebas absolutas! ¡No levantéis la mano demasiado pronto, antes de saber lo que hacéis! ¡Sopesad las cosas calmosa y cuidadosamente antes de desatar vuestra ira por la mera sospecha! ¡Ay! Millares han perecido y han sido convertidos en polvo por la insensata ira. ¡Ay de mí! Me moriré de pena.

En cuanto al cuervo, le dijo:

—¡Traidor! ¡Villano! Pronto te haré pagar por tu falsa historia. Una vez cantaste como un ruiseñor; ahora, falaz ladrón, te quedarás sin tu canción y sin ninguna de esas plumas blancas, y jamás podrás hablar más mientras vivas. Este es el castigo de un traidor: tú y tus hijos serán negros para siempre y nunca produciréis sonidos dulces, sino que graznaréis antes de que llegue la tempestad y la lluvia, como señal de que mi esposa fue muerta por culpa tuya.

Y al instante se precipitó sobre el cuervo y le arrancó todo su blanco plumaje. Entonces lo hizo negro, le despojó de su facultad de cantar y hablar y lo puso en la puerta, mandándole al diablo, a quien se lo recomendó. Por dicha razón, hoy en día, todos los cuervos son negros.

Os ruego, caballeros, que toméis nota de la parábola y os fijéis en lo que digo. Nunca jamás en la vida digáis a un hombre que otro ha dado placer a su esposa, pues vendrá a odiaros a muerte. Los estudiosos cultos dicen que el gran Salomón nos enseña a tener cuidado con nuestra lengua. Pero, como he dicho, carezco de cultura libresca.

Empero, esto es lo que mi madre me enseñó:

«Hijo mío, por amor de Dios, acuérdate del cuervo. Vigila tu lengua y conserva a tus amigos, hijo mío. Una lengua viperina es peor que un diablo, pues, hijo mío, contra un diablo podemos protegernos mediante la señal de la cruz. Hijo mío, Dios puso murallas a la lengua, situándola entre los labios y los dientes para que un hombre pueda pensar antes de hablar. Las personas cultas nos han enseñado, hijo mío, con qué frecuencia muchas han perecido por hablar demasiado; pues, a grandes rasgos, nadie sufre daños por hablar demasiado poco o con deliberación. Hijo mío, contén tu lengua en todo momento, excepto cuando trates de hablar con Dios en el culto y en la oración. La primera virtud, si es que quieres aprenderla, hijo mío, es la de dominar tu lengua y mantener una gran vigilancia sobre ella. Esto es lo que aprenden los niños. Hijo mío, mucho daño surge de la locuacidad mal aconsejada, en donde una palabra o dos hubieran bastado. Esto es lo que me dijeron y enseñaron. ¿Sabes cómo funciona una lengua temeraria? Del mismo modo que una espada divide un brazo por la mitad, de igual modo una lengua destruye una amistad. Un charlatán resulta abominable a Dios. Lee al sabio y honorable Salomón, lee los salmos de David, lee a Séneca. Nunca hables, hijo mío, cuando puedas pasar asintiendo con la cabeza. Simula que eres sordo si oyes a un charlatán que habla de un asunto peligroso. Los flamencos dicen (y te puede resultar útil) que cuanto menos se habla, más fácil es de arreglar. Hijo mío, si no has hablado mal, no debes nunca temer una traición. Y te digo esto: el que habla mal no puede nunca recobrar sus palabras. Lo que está dicho, dicho está, y la palabra, le guste o no —aunque se arrepienta de ello—, sigue rodando. El que dice algo de lo que se pueda arrepentir está en poder del otro. Hijo mio, ten cuidado. No seas jamás fuente de cotilleo, sea falso o cierto, sino que estés donde estés, tanto entre los poderosos como entre los humildes, vigila tu lengua y acuérdate del cuervo.»

SECCIÓN DÉCIMA
Prólogo del párroco
[502]

Para cuando el intendente hubo terminado el cuento, el sol estaba tan bajo que, según pude estimar, su elevación no era mayor de veintinueve grados
[503]
. Por mis cálculos, debían de ser las cuatro, ya que en aquel momento mi sombra era, más o menos, de once pies, mientras que mi estatura es de seis. Además, la exaltación de la luna
[504]
—quiero decir Libra— estaba todavía en ascensión mientras nos acercábamos a las afueras de un pueblo. Aquí, como de costumbre, nuestro anfitrión se hizo cargo de nuestro feliz grupo y se dirigió a nosotros con estas palabras:

—Señores todos, necesitamos ahora solamente un cuento más. Mis reglas e instrucciones han sido llevadas a cabo, y creo que hemos escuchado uno de cada rango y estado de los que forman nuestro grupo; mi plan ha sido casi cumplido del todo. ¡Que Dios dé buena suerte al que cuente el último y más alegre cuento de todos!

—Señor cura —continuó—, ¿sois un vicario o quizá un párroco? ¡Vamos, sacadlo ahora! Sea lo que sea, no estropeéis nuestro juego, pues todos, salvo vos, han contado su cuento. Aflojaos el cinturón y dejadnos ver lo que lleváis en la bolsa. Ahora en serio: a juzgar por vuestra apariencia, parecéis capaz de enhebrar el hilo con un tema de importancia. ¡Por los huesos de un gallo! Contadnos una fábula, ¡corcho!

—No conseguiréis fábulas de mí —replicó el párroco——. Pues, en su
Epístola a Timoteo
[505]
, Pablo riñe a los que se apartan de la verdad y cuentan fábulas y tonterías así. ¿Por qué mi mano debe sembrar la broza cuando lo que deseo es poder sembrar el grano de trigo? Por tanto, digo que, si queréis oír algún asunto moral y edificante y estáis dispuestos a prestarme atención, entonces tendré sumo gusto, con la bendición de Cristo, en daros el placer legítimo que pueda.

»Pero soy un sureño, no lo olvidéis; no soy partidario de esta aliteración rum—ram—raf
[506]
, ni creo que la rima sea mucho mejor, Dios lo sabe. Por tanto, si no os importa, no usaré estos artificios, sino que os contaré un cuento satisfactorio en prosa para terminar con el juego y ponerle fin. Que Jesús, en su gracia, se digne enviarme el ingenio necesario para que pueda mostraros, en este esfuerzo mío, el camino de ese perfecto y glorioso peregrinaje conocido como la Jerusalén Celestial
[507]
. Si estáis de acuerdo, empezaré mi cuento inmediatamente, por lo que decidme qué opináis. No puedo ser más justo.

»Sin embargo, someto esta homilía que sigue a la corrección de los eruditos, pues no estoy versado en textos. Podéis estar seguros de que solamente sintetizo su significado general. Por tanto, os declaro que espero ser corregido.

A esto pronto asentimos todos. Es decir, a darle la oportunidad de una audiencia y, por consiguiente, terminar con algo virtuoso y edificante, que parecía ser lo correcto. Por lo que le pedimos a nuestro anfitrión que le dijese que todos le rogábamos que relatase su cuento.

El anfitrión era nuestro portavoz.

—Señor cura —le dijo—. ¡Os deseo la mejor suerte! Dadnos vuestra homilía, pero apresuraros, pues el sol se está poniendo. Dadnos vuestra cosecha, pero no os toméis demasiado tiempo. ¡Que Dios os dé su gracia para que os salga un buen trabajo! Decid lo que queráis, que os escucharemos satisfechos.

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