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Authors: Geoffrey Chaucer

Cuentos de Canterbury (68 page)

BOOK: Cuentos de Canterbury
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Este pecado constituye también un hurto, pues éste consiste generalmente en despojar a alguien de algo en contra de su voluntad. Sin duda, éste es el hurto más vil que darse pueda: cuando una mujer roba su propio cuerpo a su marido y lo entrega a un lujurioso, lo profana, y roba su alma a Cristo y la entrega al diablo. Es éste un hurto más infame que irrumpir en una iglesia y robar el copón, pues estos adúlteros quebrantan espiritualmente el templo de Dios y hurtan el vaso de la Grada, esto es, el cuerpo y el alma, y, como afirma San Pablo, Dios los destruirá
[634]
.

Ciertamente, cuando la mujer de su señor le incitó a pecar, José se espantó de tal robo en extremo, y le dijo a ella: «Mirad, señora, cómo mi Señor ha puesto bajo mis cuidados todas sus posesiones: ninguna de ellas se escapa de mi control, excepto su mujer. ¿Acaso puedo yo incurrir en semejante maldad y pecar de modo tan hombre contra Dios y contra mi señor? No lo permita Dios.» ¡Por desgracia, esta entereza es muy rara en la actualidad!

El tercer perjuicio es la impureza ocasionada por quebrantar el mandato divino y mancillar al fundador del matrimonio, es decir, a Jesucristo. Pues, de hecho, al ser el sacramento del matrimonio tan digno y tan noble, su quebrantamiento tanto más aumenta la gravedad del pecado. Dios instituyó el matrimonio en el Paraíso, durante el estado de gracia original, para multiplicar el género humano al servicio de Dios.

Por consiguiente, las infracciones son más graves. De su quebrantamiento surgen a menudo falsos herederos que copan injustamente las herencias de los demás. Y, por ende, Cristo los apartará del reino de los cielos, la herencia de los que obran bien. También, con frecuencia, a causa de esta violación, las gentes se casan o pecan con sus propios deudos, sin saberlo, y especialmente aquellos libidinosos que frecuentan los burdeles de estas inmundas mujeres que deben ser comparados a unos retretes públicos donde los hombres evacuan sus excrementos.

¿Qué diré de los alcahuetes que viven del horrendo pecado de la prostitución, y obligan a las mujeres a entregar un porcentaje determinado de su relación carnal? ¿Qué diré de los que prostituyen a su propia mujer e hijos? Indiscutiblemente tales pecados son horrendos.

Comprended también que el adulterio se colocó adecuadamente entre el robo y el homicidio, pues es el mayor robo que darse pueda, tanto a nivel corporal como espiritual. Se asemeja al homicidio, pues escinde y rompe en dos lo que fue una sola carne; y, por ello, según la antigua ley divina, sus quebrantadores eran condenados a muerte. Pero, sin embargo, según la ley de Cristo, que es una ley de piedad, Él dijo a la mujer sorprendida en adulterio —y que debería haber sido lapidada hasta la muerte de acuerdo con la vigente ley de los judíos—: «Vete y no quieras pecar más», o «no peques más»
[635]
.

Sin duda, el castigo de adulterio es el tormento infernal, a menos que uno se regenere por la penitencia.

Sin embargo, existen más clases de este maldito pecado. Por ejemplo, cuando uno de los culpables —o ambos— es religioso, o ha recibido órdenes, y es subdiácono, diácono, sacerdote o miembro de una Orden Hospitalaria. Cuanto más elevada sea su jerarquía, mayor será su pecado. Lo que más agrava su culpabilidad es el quebrantamiento de su voto de castidad después de haber sido ordenado. Incluso más el haber recibido las órdenes sagradas es el principal de todos los tesoros divinos, y signo especial y emblema de castidad, para mostrar que los que profesan la castidad llevan la más preciada de las vidas. Los ordenados están especialmente consagrados a Dios y forman parte de su séquito; por tal motivo, cuando cometen pecado mortal, traicionan a Dios, y a su pueblo de un modo especial, pues viven del y para el pueblo, y mientras su traición persiste, sus oraciones de nada sirven al pueblo.

Los sacerdotes son ángeles por la dignidad de su ministerio pero, como bien afirma San Pablo, «Satanás transforma a algunos en ángeles de luz». A decir verdad, el sacerdote empedernido en el pecado mortal puede compararse a un ángel de las tinieblas transformado en un ángel de la luz: se asemeja a un ángel de luz, aunque en realidad lo sea de las tinieblas. Tales sacerdotes son hijos de Elí
[636]
; según se lee en el
Libro de los Reyes
, aquéllos eran hijos de Belial
[637]
, es decir, del diablo. Pues Belial significa «sin yugo», y así se comportan estas personas. Se consideran que están libres y sin yugo, como un buey desuncido que elige la vaca que más le gusta de la ciudad.

Así acontece con ellos y las mujeres. Pues al igual que un toro suelto basta para dañar a toda una ciudad, así acontece con un sacerdote malvado y corrupto en toda una parroquia o región. Como afirma la Escritura, estos sacerdotes no cumplen con su ministerio sacerdotal ante su rebaño y no conocen a Dios. No se satisfacen, como expresa el
Libro
, con la carne hervida que se les había ofrecido, sino que arrebatan por la fuerza carne asada. Cierto es que, como a estos pervertidos no les basta la carne asada y guisada con los que las gentes les sustentan con tanto respeto, quieren arrebatar, además, la carne cruda de las hijas y esposas de los feligreses.

Sabed que semejantes mujeres, al prostituirse, causan gravísimo daño a Cristo y a su Santa Iglesia y a todas las almas y santos, ya que los privan de los que deberían celebrar el culto de Cristo y de la Santa Iglesia y rogar por las almas de los fieles. Y, por consiguiente, esos sacerdotes, al igual que sus amantes que capitulan ante su lascivia, incurren en la condena de la judicatura eclesiástica mientras no se enmienden.

La tercera especie de fornicación se da entre esposo y esposa cuando los esposos al unirse sólo van en busca del placer camal, tal como señala San Jerónimo
[638]
, sin considerar otra cosa que esa unión. Se figuran que el matrimonio todo lo legitima. El diablo ejerce gran influencia sobre esa gente, tal como el ángel Rafael comunicó a Tobías
[639]
, pues al unirse carnalmente apartan a Jesucristo de su corazón y se entregan a toda suerte de impurezas.

La cuarta especie es la unión carnal entre consanguíneos o parientes por matrimonio, o bien entre con quienes sus padres o parientes incurrieron en el pecado de lujuria. Este pecado los rebaja al nivel de los perros, que no tienen en cuenta el parentesco en sus ayuntamientos. Este parentesco es de dos clases: espiritual y fisico. Con los padrinos o con sus hijos se tiene un parentesco espiritual; pues así como el padre carnal es quien engendra a un hijo, asimismo el padrino es el padre espiritual. Por lo cual, una mujer no puede unirse con su padrino o sus hijos, como tampoco puede hacerlo con sus hermanos carnales.

La quinta especie es ese abominable pecado sobre el que uno casi no debería hablar ni escribir, a pesar de que la Sagrada Escritura lo relata con claridad. Los hombres y mujeres incurren en este pecado con intenciones y modos diversos. Pero aunque menciona, ciertamente, este horrible pecado, la Sagrada Escritura queda tan impoluta como el sol que ilumina el estiércol.

Al soñar también se incurre en otro pecado de lujuria. Este pecado se da con frecuencia en aquellos que son célibes y también en las personas corruptas: es el pecado denominado polución, que tiene cuatro procedencias: por debilidad corporal, a causa del exceso de humores orgánicos; por enfermedad que, como explica la Medicina, motiva una retención floja; por exceso en el comer y beber, y por las imágenes impuras que la mente humana alberga al acostarse y le hacen pecar. En consecuencia, uno debe ser precavido y discreto para no incurrir en culpa grave.

De los remedios contra la lujuria.

La castidad y la continencia, que moderan los desordenados apetitos que se derivan de los deseos carnales, son los mejores remedios contra la lujuria. Y quien más refrene las malvadas instigaciones de este ardoroso pecado, tanto más mérito tendrá. Esto puede lograrse de dos modos, a saber: mediante la castidad matrimonial y castidad en la viudez.

Porque el matrimonio consiste en la legitima unión de un hombre y de una mujer que, en virtud del sacramento, reciben un vínculo indisoluble de por vida, es decir, mientras los dos viven. Como el
Libro
[640]
dice, es éste un grandísimo sacramento. Dios, tal como he mencionado, lo instituyó en el Paraíso
[641]
, y Él quiso nacer de un matrimonio. Y para santificarlo asistió a una boda
[642]
, cambiando allí el agua en vino: éste fue el primer milagro que Cristo hizo ante sus discípulos.

Uno de los genuinos efectos del matrimonio radica en purificar de la fornicación y henchir la Santa Madre Iglesia de legítima prole, ya que tal es la finalidad del matrimonio, y ésta toma en pecado venial la unión entre los casados y unifica sus almas, al igual que sus cuerpos. Este es el verdadero matrimonio instituido por Dios antes del pecado original, cuando la ley natural prevalecía en el Paraíso. Y se ordenó que un hombre tuviera sólo una mujer, y una mujer un solo hombre, tal como afirma San Agustín, por muchas razones.

En primer lugar, el matrimonio simboliza la unión de Cristo con su Santa Iglesia
[643]
. En segundo lugar, que el hombre es cabeza de la mujer (en cualquier caso así debería ser por derecho divino). Pues si una mujer tuviera más de un hombre, entonces tendría más de una cabeza, y eso sería algo horrible a los ojos de Dios; además, tampoco una mujer podría agradar a tantos a la vez. Asimismo la paz y el sosiego no reinarían cuando cada uno reclamara su propiedad. Además, ninguno reconocería a sus propios hijos, ni sabría a quién legar la herencia; y la mujer, al estar unida a tantos hombres, recibiría menos amor.

Sigue ahora el comportamiento que un hombre debe tener con respecto a su mujer, particularmente en lo referente a dos extremos, a saber: la tolerancia y reverencia, como Cristo indicó al crear a la primera mujer. No la formó de la cabeza de Adán, a fin de que no exigiera gran autoridad. Es cosa bien sabida: allí donde las mujeres ostentan mucho poder, pronto se origina gran confusión. No es preciso suministrar ejemplos: la experiencia diana nos debe bastar.

Tampoco, en efecto, creó Dios a la mujer del pie de Adán, a fin de que no fuese considerada excesivamente baja, cosa que ella no toleraría con paciencia. Dios la creó de una costilla de Adán para que ella fuera la compañera del hombre. Éste debe guardar para con su mujer fidelidad, sinceridad y amor, porque San Pablo dice: «Un hombre debe amar a su mujer como Cristo amó a su Santa Iglesia: la amó tanto, que murió por ella»
[644]
. Esto mismo debe hacer el hombre por su mujer, en caso necesario.

Consideremos, acto seguido, cómo la mujer, tal como declara San Pedro
[645]
, debe vivir sometida a su esposo. Ante todo debe servirle con obediencia. Y también, como ordena la ley, una mujer casada, mientras permanezca en tal estado, carece de facultad para prestar juramento o testimonio sin permiso de su esposo, su señor; y así, a lo menos, tienen que ser las cosas según la razón. También debe servirle con todo honor y vestir de modo decoroso.

Bien sé que la esposa debe intentar agradar a su esposo, aunque no con atavíos recargados. San Jerónimo afirma que las esposas que se engalanan con sedas y púrpura lujosa no pueden vestir esto en Cristo. ¿Cuál es asimismo la opinión de San Juan
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en este asunto? San Gregorio también comenta que quien viste costosos atuendos lo hace sólo por vanidad, para ser honrado a los ojos de los demás.

Gran insensatez demuestra la mujer que luce hermosos ropajes, pero es interiormente indigna. Una esposa debe, al contrario, exteriorizar recato en las miradas, rostro y risas, y discreción en sus palabras y obras. Y sobre todas las cosas materiales debería amar a su esposo de todo corazón y guardarle fidelidad corporal. Esos mismos deberes incumben al marido con respecto a su mujer. Ya que todo su cuerpo pertenece a su marido, así acontece con el corazón; en caso contrario, el matrimonio no es perfecto.

La unión sexual entre esposo y esposa se produce por tres razones. La primera, con el fin de procrear prole para el servicio de Dios, pues ésta es la finalidad primordial del matrimonio; la segunda, para rendirse mutuamente al débito conyugal, pues ninguno de los dos tiene poder sobre su propio cuerpo; la tercera, a fin de evitar la lascivia y las bajezas.

Casarse de una cuarta manera es pecado mortal.

La primera es loable; asimismo sucede con la segunda, pues, como se declara en la ley, aquella que paga a su esposo el débito conyugal, aunque encuentre placer y se deje llevar por los deseos lascivos de su corazón, tiene el mérito de la castidad. La tercera clase es pecado venial y, ciertamente, a duras penas se puede estar exento de él a causa de nuestra corrupción y delectación.

Por la cuarta manera entendemos la unión por pasión amorosa y por ninguna de las antedichas causas, sino sólo para satisfacer el ardiente placer; con mucha frecuencia es, sin duda, pecado mortal. Y, a pesar de ello, algunos intentan hacerlo más veces de lo que su apetito requiere.

El segundo modo de castidad lo practican las viudas castas que evitan los abrazos de los hombres y ansían los de Jesucristo. Son éstas las otrora esposas que han perdido a su esposo, y también las mujeres entregadas a la lujuria que se han regenerado por la penitencia. Y, a decir verdad, constituiría harto mérito para ella el que una mujer guardara la castidad con el consentimiento de su esposo. Estas mujeres que se mantienen castas deben ser limpias de corazón al igual que de cuerpo y pensamiento, y con mesura en el porte y en el vestir, asi como en el comer y en el beber, en el hablar y en el obrar. Son el vaso o el cofre de la bienhadada Magdalena, que difundió el perfume por toda la Santa Iglesia.

La tercera manera de ser casto consiste en la virginidad e implica la santidad de corazón y limpieza corporal; en tal caso la mujer se convierte en esposa de Jesucristo y lleva una vida angélica: es la gloria de este mundo y se parangona con los mártires; posee lo que la lengua no puede expresar o la imaginación concebir. Jesucristo fue virgen, y nació de una virgen.

Otro remedio contra la lujuria consiste en apartarse de las cosas que son ocasión de pecado, como las comodidades, y el comer y beber en exceso; pues, de hecho, cuando el caldero hierve, el mejor remedio es retirarlo del fuego. También el sueño prolongado y profundo alimenta la lujuria con facilidad.

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