Cuentos de Canterbury (55 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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—¿Quién, señor? ¿Mi dueño? ¡Ya lo creo que sí! Sabe más de lo necesario sobre diversiones y juegos. Creedme, señor, si le conocieseis tan bien como yo, os quedaríais sorprendidos de su destreza y capacidad en toda clase de asuntos. Se ha encargado de muchos grandes proyectos que resultarían muy dificiles para cualquiera de los presentes de llevar a cabo, a menos que él os enseñase cómo hacerlo. Aunque tiene un aspecto corriente cabalgando así junto a ustedes, descubriréis que vale la pena conocerle. Llegaría incluso a apostar todo lo que poseo a que pagaríais una suma considerable por haberle conocido. Os haré una advertencia: se trata de un hombre distinguido, de un hombre verdaderamente notable.

—Bueno —dijo nuestro anfitrión—. Entonces decidnos si se trata o no de un clérigo. Decidnos quién es.

—No, es mucho más que un clérigo, ciertamente —respondió el criado—. Os contaré algo de su profesión en pocas palabras. Permitidme que os diga que mi dueño conoce artes secretas (pero no todos aprenderéis sus secretos de mí). Yo le ayudo un poco en su trabajo; podría volver patas arriba todo el terreno por el que cabalgamos hasta la ciudad de Canterbury y pavimentarlo todo de oro y plata.

Cuando el criado manifestó eso, nuestro anfitrión exclamó:

—¡Dios nos bendiga! Me parece bastante maravilloso que vuestro dueño sea tan ingenioso y sepa tanto al respecto y se preocupe tan poco de su aspecto. Lleva una capa que no vale un pito. ¡Maldita sea! Está sucia y andrajosa. ¿Cómo es que vuestro dueño va tan desastrado si tiene poder económico para comprar mejor paño? Suponiendo, claro está, que sea cierto lo que decís. Explicádmelo, por favor.

—¿Por qué me preguntáis a mí? —dijo el criado—. ¡Que Dios me perdone! Nunca mejorará (aunque jamás admitiré haber dicho esto, por lo que, por favor, guardáoslo para vos). En mi opinión, es demasiado inteligente y me quedo corto. Suficiente ya es igual que un banquete, como suele decirse; demasiado es un error. Este es el motivo por el que le creo tonto e idiota. Cuando un hombre tiene demasiado cerebro, ocurre que lo utiliza mal. Esto es lo que le pasa a mi amo. Es para mí una maldición, si Dios no lo arregla. Esto es todo lo que puedo deciros.

—No os importe, buen criado —añadió nuestro anfitrión—; pero como conocéis los talentos de vuestro dueño, permitidme que os presione para que me digáis qué es lo que hace, y a qué es tan mañoso e ingenioso. ¿Dónde vive, si es que puede preguntarse?

—En las afueras de una ciudad —respondió él—, escondiéndose por rincones y callejuelas en los que se reúnen corrientemente ladrones y asaltadores, viviendo constantemente ocultos y temerosos como todos los que no se atreven a mostrar el rostro; así es como vivimos, si es que hay que decir la verdad.

—¿Puedo preguntaros algo más? —prosiguió nuestro anfitrión—. Decidme, ¿por qué vuestro rostro está tan descolorido?

—¡Por San Pedro! —exclamó el criado—. He sido desafortunado, he aquí el por qué. Estoy tan acostumbrado a soplar el fuego, que, supongo, eso me ha cambiado el color. No me paso el tiempo mirándome en los espejos, sino trabajando hasta matarme y aprendiendo a transmutar metal en oro. Nos llegamos a marear mirando fijamente el fuego; pero, a pesar de todo, no conseguimos lo que esperamos y nunca alcanzamos nuestro objetivo. Engañamos a bastante gente y les pedimos prestado, digamos una libra o dos, o diez, o doce, o incluso sumas mayores de oro, y les hacemos creer que, por lo menos, podemos doblar su dinero. Pero todo son mentiras, aunque tenemos fundadas esperanzas de que puede hacerse y seguimos tratando de conseguirlo. Sin embargo, la ciencia de la alquimia está tan lejos de nosotros, que no podemos ponemos al corriente, digamos lo que digamos; se nos escapa tan deprisa… que al final acabaremos mendigando.

Mientras el criado estaba diciendo todo esto con su parloteo, el canónigo se acercó a él y oyó todo lo que decía. Este canónigo siempre sospechaba de la gente habladora. Pues, como dice Catón, los que tienen culpa creen que todo el mundo habla de ellos. Este fue el motivo por el que se acercó más al criado para oír sus comentarios.

Entonces gritó al criado y le dijo:

—Contén tu lengua. No digas ni una palabra más. Si no te callas, haré que te arrepientas. Me estás difamando ante estas personas y, lo que es más, les estás revelando lo que debe permanecer oculto.

—Está bien —añadió el anfitrión—. Seguid contando. No me importa el qué. Y no hagáis el menor caso de sus amenazas.

—¡Pues claro que no le haré caso! —replicó el criado.

Y cuando el canónigo vio que no había nada a hacer y que su criado estaba dispuesto a contar todos sus secretos, contrariado y humillado, se volvió y salió huyendo.

—¡Ah! —exclamó el criado——. Pues nos divertiremos con eso. Ahora, viendo que se ha ido, os contaré todo lo que sé… ¡que el diablo le ahogue! Desde ahora, os prometo que no tendré nada más que ver con él, tanto si me ofrece libras como peniques. ¡Que penas y oprobios caigan sobre su cabeza! Fue el primero en arrastrarme a este juego (que no ha sido para mí ningún juego, os lo aseguro). Pensad lo que penséis, estos son mis sentimientos. Sin embargo, a pesar de toda la infelicidad, aflicciones, trabajos y desgracias que el asunto me trajo, nunca me decidía a separarme del mismo. ¡Ojalá Dios quisiese que tuviera cerebro para contaros todo lo que se relaciona con esta ciencia! Con todo, os diré algo sobre eso. Como sea que mi amo se ha marchado, no me callaré nada. Contaré todo lo que sé.

El cuento del criado del canónigo

Llevo viviendo siete años con este canónigo y no he adquirido casi nada de su ciencia. Por ella, he perdido todo lo que tenía, como —Dios lo sabe— muchos otros además de mí. Hubo un tiempo en que solía ser alegre y animoso y tenía buenos trajes y adornos; ahora, un viejo calcetín me sirve de gorro. Mi rostro era fresco y lozano; ahora, es plomizo y marchito. Meteos en la alquimia y veréis con cuánta amargura os arrepentiréis. Mis ojos todavía lagrimean por la forma con que se me ha tomado el pelo. ¡Ved lo que se consigue con la alquimia!

Esta ciencia resbaladiza me ha dejado con lo puesto. Me he quedado sin recursos. Y, además, para colmo, la verdad es que estoy tan endeudado por el oro que he tomado prestado que, mientras viva, no alcanzaré a pagarlo. Ojalá sea yo una seria advertencia para todos. Cualquiera que se meta en ella, ya va listo si persiste. Esto es lo que opino. Pues todo lo que conseguirá será un cerebro embotado y el bolsillo vacío. Y cuando todos sus bienes se hayan arriesgado y perdido por su locura e insensatez, excitará a otros, que también perderán lo suyo, como lo perdió él. Los sinvergüenzas encuentran que es una diversión y un consuelo el tener compañeros en la desgracia, o, por lo menos, así me lo enseñó un estudioso. Pero no importa: os contaré lo que hacemos.

Parecemos muy sabios en el laboratorio —nuestra jerga es muy rara y técnica—, en donde practicamos esta recóndita ciencia nuestra. Yo soplo el fuego hasta que el corazón no puede más. ¿Por qué tengo que daros todas las proporciones de los ingredientes? Por ejemplo, cinco o seis onzas de plata, o alguna cantidad parecida. O entretenerme dándoos sus nombres: oro, pimentel, huesos quemados, limaduras de hierro molidas hasta convertirlas en polvo fino, y describir cómo se ponen dentro de una cazuela de loza (se pone sal y pimienta antes de colocar los polvos que ya he mencionado), cubriéndola herméticamente con una placa de vidrio, junto con muchas otras cosas; de la forma con que el vidrio y la cazuela se cierran herméticamente con arcilla para que no se pueda escapar el aire; de cómo se regula el fuego, de vivo a moderado; de los esfuerzos y trastornos que pasamos vaporizando nuestros ingredientes, amalgamando y calcinando la plata viva, llamada también mercurio crudo.

A pesar de aplicar todo nuestro ingenio, nunca conseguimos resultado positivo alguno. Nada sirve de nada, ni el oropimentel, ni el mercurio sublimado, ni el protóxido de plomo molido en un mortero de pórfido, tantas onzas de cada uno: todos nuestros esfuerzos resultan vanos. Ni los gases que se desprenden, ni los sólidos que se quedan pegados en el fondo de la cazuela tienen la menor utilización para el trabajo que hacemos. Todo nuestro afán y sus correspondientes horas perdidas son inútiles. Y todo nuestro capital queda también volatilizado. ¡Así se lo lleve el diablo!

Hay tantas cosas referentes a esta ciencia nuestra, que por no tener instrucción, no las podré repetir ordenadamente. Sin embargo, las iré enumerando tal y como me vengan a la memoria, aunque no sepa situarlas en la categoría adecuada: arcilla armenia, verdete, bórax, varios recipientes de vidrio y loza: orinales, retortas, redomas, crisoles, vaporizadores, retomas de calabaza, alambiques y materiales diversos que no valen ni un pimiento. No hace falta relacionarlo todo: agua rubificada, hiel de toro, arsénico, sal, amoniaco, azufre… Y si quisierais perder el tiempo podría recitar toda una serie de hierbas: agrimonia, valeriana, lunaria, etc…, y otras muchas que no es preciso mencionar.

Nuestras lámparas ardían noche y día tratando de conseguir resultados; nuestros hornos para calcificar, o para albificación del agua, cal viva, yeso blanco del hueso; diversos polvos, ceniza, excremento, orina, arcilla, receptáculos encerados, salitre, vitriolo; las distintas formas de arder de la madera y del carbón vegetal; potasa, álcali, sal preparada, tostados, coagulados, arcilla mezclada con pelo de caballo o pelo humano, aceite tártaro, alumbre de roca, levadura, mosto, tártaro en bruto, rejalgar. Y, asimismo, la incorporación de otras sustancias absorbentes: nuestra plata citronizada y sustancias en fermentación o selladas herméticamente; nuestro moldes, nuestras probetas y todo el resto.

Os lo repetiré tal y como me lo enseñaron: los cuatro espíritus y los siete cuerpos, por su orden. Así se los he oído nombrar a mi dueño.

El primer espíritu se llama plata viva (o azogue); el segundo, oropimentel; el tercero, sal amoniaco, y el cuarto, azufre. Aquí tenemos ahora a los siete cuerpos: el oro, que corresponde al Sol; la plata, a la Luna; el hierro, a Marte; la plata viva, a Mercurio; el plomo, a Saturno; el estaño, a Júpiter, y el cobre, a Venus. ¡Como que soy hijo de mi padre!

Nadie que se meta en esta condenada ciencia obtendrá lo suficiente para ir tirando: perderá cada penique que se gaste en ella. De esto no albergo ni la más pequeña duda. ¿Alguien quiere ponerse en ridículo? Que estudie alquimia. Si tenéis dinero, también podréis ser alquimista. ¿Creéis quizá que es demasiado fácil de aprender? No, no, cien veces no. Tanto si sois monjes, frailes, sacerdotes, canónigos, no importa el qué, y os paséis sentados días y noches con vuestros libros estudiando esta ciencia tenebrosa y maravillosa, Dios sabe que será en vano, y —¡por Dios!— peor que en vano.

En cuanto a enseñarla a un hombre sin cultura… ¡Bah! No habléis de ello: no puede hacerse. Pero tanto si habéis estudiado libros como si no, al final, lo mismo da. Por mi salvación, si estudiáis alquimia, cuando terminéis, estaréis exactamente donde estabais al principio: es decir, no habréis llegado a ninguna parte.

Pero —ahora que me acuerdo— olvidé relacionar los ácidos, las limaduras de metal, los modos de reblandecer y de endurecer sustancias, los óleos, abluciones y metales fusibles (la lista completa excedería a cualquier libro existente). Sería conveniente que me diese un descanso y dejar de recitar todos estos nombres, pues juro que he repetido los suficientes para hacer alzar del infierno al más ceñudo de los diablos. ¡Ah, no! ¡Que se vaya a la porra!

Todos nosotros buscamos la Piedra Filosofal o Elixir, como también se la llama. Si al menos la hubiéramos conseguido, estaríamos salvados. Pero declaro —como hay Dios en el cielo— que, a pesar de toda nuestra maña y todo nuestro ingenio, y de haberlo hecho, no quiso salirnos. Nos hizo desperdiciar todo lo que poseíamos, un pensamiento que casi nos volvería locos si no fuese por la constante esperanza que alimentaba nuestros corazones, incluso en los momentos más amargos, de que la Piedra Filosofal conseguiría finalmente salvarnos. Tales suposiciones son duras y dolorosas, os lo advierto muy seriamente.

Constituye una investigación sin fin. El confiar en el tiempo futuro hace que los hombres se separen de todo lo que tienen. Sin embargo, de esta ciencia nunca tienen bastante. Parece conllevar un fatal encantamiento. Pues aunque no tuviesen más que una sábana para envolverse por las noches o una vieja capa para cubrir sus espaldas durante el día, se las venderían para gastarse el dinero en la alquimia. No pueden detenerse hasta que ya no queda nada. Además, dondequiera que vayan se les puede reconocer por el olor a azufre que desprenden. Despiden vaho como las cabras. Creedme, su hedor es tan caliente y tan cameril, que se les huele a una milla de distancia. Por consiguiente, si lo deseáis, podéis descubrir que se trata de gentes así, tanto por su mal olor como por sus harapos deshilachados. Y si les llamáis aparte y les preguntáis por qué van tan mal vestidos, os susurrarán al oído que si les descubriesen, serían condenados a muerte por su alquimia. Así es cómo despluman al inocente.

Basta de esto. Continuaré mi relato.

Antes de que la cazuela sea puesta al fuego, mi maestro y nadie mas que él— calienta una cierta cantidad de metales —ahora que se ha ido puedo hablar—, pues dice de él mismo que es un experto; al menos sé que se ha ganado dicha reputación. Sin embargo, siempre se está metiendo en lios. ¿Me preguntáis cómo? Generalmente suele suceder que la cazuela estalla, y así, ¡adiós a todo!

Estos metales son tan combustibles que nuestras paredes podían resistirlos únicamente si estuvieran construidas de piedra y mortero; pues sucede que atraviesan directamente los muros y parte del material se filtra por el suelo. De esta forma hemos perdido algunas libras, ya que parte queda esparcida por el suelo y el resto sale disparado hacia el techo.

Aunque el diablo nunca se nos aparece, apuesto cualquier cosa a que el viejo enredón está allá haciéndonos compañía. Es dificil que en el infierno, donde ése es amo y señor, haya más cólera, rabia y rencor. Pues cuando nuestra cazuela salta en pedazos por los aires, como he dicho, entonces todos empiezan a reñir y a sentirse fastidiados.

—Esto es por la forma en que se hizo el fuego —dice uno. Otro afirma:

—No, los que enredaron la cosa fueron los fuelles (y entonces me asusto, pues ésa es mi tarea).

—Los materiales —exclama un tercero— no tenían la proporción adecuada. No sabéis de qué estáis hablando.

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