Cuentos de Canterbury (67 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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Por este pecado Dios pierde la Iglesia y el alma que rescató con su preciosísima sangre; los culpables son aquellos que entregan las siete iglesias a quienes no son dignos. Pues colocan en ella a ladrones que roban las almas de Jesucristo y arruinan su patrimonio. A causa de semejantes e indignos sacerdotes y párrocos los hombres ignorantes guardan menos respeto a los sacramentos de la Santa Madre Iglesia. Y tales dadores de iglesias expulsan de ellas a los hijos de Jesucristo y colocan en su lugar a los del diablo. Venden las almas —los corderos bajo su custodia— al lobo para que las devore. Y, por consiguiente, jamás participarán en el parto de los corderos, es decir, de la bienaventuranza del Cielo.

Ahora vienen los juegos de azar con sus secuelas, como tableros y rifas, de lo cual se derivan las trampas, falsos juramentos, pendencias y querellas, blasfemias y reniegos de Dios, odio al prójimo, dilapidación de bienes, pérdida de tiempo y, en algunos casos, asesinato. Evidentemente, los jugadores, al practicar su oficio, no pueden dejar de cometer pecado grave.

De la avaricia también proceden las mentiras, el hurto, el testimonio y juramento falsos. Y debéis saber que todos esos pecados graves van frontalmente contra los Mandamientos de Dios, tal como he dicho. El falso testimonio puede ser de palabra y de obra. En el de palabra, tu falso testimonio despoja a tu prójimo de su buen nombre; o le privas de sus bienes o de su herencia cuando tú, a causa de la cólera o por soborno, o por envidia, levantas falso testimonio contra él, o le acusas o excusas mediante él, o también si te excusas mediante él, o también si te excusas a ti mismo con falsedad. ¡Cuidad vosotros, notarios y juristas! Ciertamente, Susana
[621]
, al igual que muchísimas otras personas, estuvo en grandísima aflicción y pena por culpa de un falso testimonio.

También el pecado de robo va expresamente contra el mandato divino de dos modos: material o espiritualmente. Es material si arrebata, contra su voluntad, los bienes del prójimo, bien sea mediante la fuerza o con engaño, con o sin mesura. El ejecutado con falsedad es robo; como, por ejemplo, el tomar en préstamo de los bienes ajenos con el propósito de jamás devolverlos, y cosas por el estilo. El sacrilegio —es decir, el hurto de cosas santas o consagradas a Cristo— es un robo espiritual. Es de dos maneras: una por razón del lugar santo, iglesia o cementerio: todo ignominioso pecado cometido en tales lugares o cualquier violencia que se ejecute allí puede considerarse sacrilegio. También lo cometen los que sustraen arteramente los derechos que pertenecen a la Santa Madre Iglesia. Y de un modo general y llano: robar de un santo lugar un objeto sagrado o una cosa profana, o un objeto sagrado de un sitio profano, es sacrilegio.

Remedio contra la avaricia.

Debéis saber a continuación que el remedio contra la avaricia consiste en la compasión y piedad interpretadas en sentido lato. Uno puede preguntarse: «¿Por qué la misericordia y la piedad son remedio de la avaricia?» Ciertamente, el avaro no muestra piedad ni compasión hacia el necesitado, pues se complace en la custodia de sus tesoros en vez de auxiliar y socorrer a su igual en Cristo. Por este motivo hablaré primero de la misericordia.

La misericordia, como afirma el filósofo, es una virtud por la cual el espíritu del hombre se estimula con el dolor del afligido. Después de esta misericordia viene la piedad en la ejecución de caritativas obras de misericordia. De hecho, estas cosas encaminan al hombre hacia la misericordia de Jesucristo, el cual se entregó a sí mismo por nuestras culpas, y murió por apiadarse de nosotros y nos perdonó nuestros pecados originales. Así nos libró de las penas del infierno y redujo por la penitencia las del purgatorio, concediéndonos gracia para obrar el bien y obtener, finalmente, la gloria del Cielo.

Las obras de misericordia son: prestar, entregar, perdonar, y liberar, tener un corazón compasivo, compadecerse de las desgracias del prójimo, y también castigar en caso necesario.

La prudente largueza es otro remedio contra la avaricia. Pero verdaderamente aquí también cabe considerar la gracia de Nuestro Señor Jesucristo y de sus bienes temporales, así como también de los perdurables que Él nos otorgó. Igualmente se ha de tener presente que hemos de morir sin saber cuándo, dónde o cómo; y también que uno debe abandonar todo lo que posee exceptuando solamente lo que ha empleado en obrar bien.

Pero como algunos son exagerados, se debe evitar la loca prodigalidad denominada despilfarro. Ciertamente, el pródigo insensato dilapida su fortuna en vez de regalarla. De hecho, el que da algo por vanagloria a los trabajadores y a la gente para que propaguen su fama por doquier, comete pecado y no es caritativo. Se puede comparar a un caballo que procura más bien abrevar en aguas turbias o sucias que en un claro manantial. Y como esos tales dan donde no deben, se les aplica la maldición de Cristo contra los condenados en el día del juicio.

Sigue la gula.

Tras la avaricia sigue la gula, que también va expresamente contra los mandamientos de Dios. La gula consiste en el apetito inmoderado de comer y beber, o bien en satisfacer ese mismo desmesurado apetito. Como bien lo patentiza, el pecado de Adán y Eva corrompió a todo el Universo.

Considerad también lo que San Pablo
[622]
afirma de la gula:

«Hay muchos, como os decía repetidas veces y aún ahora lo digo con lágrimas, que se portan como enemigos de la cruz de Cristo. El paradero de los cuales es la perdición, cuyo Dios es el vientre, y que hacen gala de lo que es su desdoro, aferrados a las cosas terrenas.»

El adicto a este pecado de glotonería es incapaz de resistir pecado alguno. Se hallará sometido a la servidumbre de todos los vicios: se esconde y descansa entre los tesoros del diablo.

Este pecado es de varias clases. La primera es la embriaguez, verdadera sepultura de la razón humana. Por consiguiente, cuando un hombre se embriaga, pierde la razón, y esto constituye pecado mortal. Pero ciertamente, cuando uno no está acostumbrado a bebidas fuertes, y acaso desconoce la fuerza, o tiene mareos en la cabeza, o ha trabajado, todo lo cual le ha llevado a beber en exceso, aunque de repente quede embriagado, no comete pecado mortal, sino venial.

La segunda clase de glotonería radica en que la mente se vuelve confusa, porque la embriaguez le despoja de su discreción intelectual.

La tercera clase de glotonería consiste en devorar la comida con modales desaforados. La cuarta surge cuando se perturban los humores corporales debidos a haber ingerido alimentos en cantidad excesiva. La quinta es indolencia por el exceso en el beber, razón por la cual a veces uno olvida, antes de la mañana, lo que hizo la víspera o incluso la noche anterior.

Desde otro punto de vista, según San Gregorio
[623]
hay otras especies de glotonería. La pnmera consiste en ingerir alimentos antes de hora. La segunda, procurarse alimentos o bebidas excesivamente refinados. La tercera, tomarlos sin moderación. La cuarta, poner gran esmero y cuidado en cocinar y aderezar la comida. La quinta, comer con excesiva avidez. Con estos cinco dedos, la mano del diablo arrastra a la gente al pecado.

Remedio contra el pecado de gula.

Contra la gula, como afirma Galeno
[624]
existe el remedio de la abstinencia, pero eso no lo considero meritorio si se practica sólo con vistas a la salud corporal.

San Agustín quiere que se practique la abstinencia por virtud y con paciencia. La abstinencia, dice, vale poco si uno la practica con una recta finalidad, y si no se la vigoriza con paciencia y caridad; y si no se lleva a cabo por amor de Dios y con la esperanza de alcanzar la bienaventuranza celestial.

Las compañeras de la abstinencia son: la templanza, la vergüenza, la moderación, la sobriedad y la frugalidad. La templanza, que escoge el término medio en todo; la vergüenza, que evita toda acción deshonesta; la suficiencia, que no busca refinados alimentos o bebidas ni se preocupa de aderezar la comida con exceso; la moderación, que refrena racionalmente el desordenado deseo de comer; la sobriedad, que hace lo propio con el beber; la frugalidad, que modera el placer de estar muellemente sentado durante largo tiempo ante los manjares. Debido a la frugalidad, algunos se colocan,
motu proprio
, en el último lugar de la mesa.

Sigue la lujuria.

Después de la gula viene la lujuria, pues estos dos pecados son parientes tan próximos, que son prácticamente inseparables. Sabe Dios que semejante práctica resulta muy desagradable a los ojos de Dios, pues El afirma: «No seas lascivo»
[625]
. Y, por consiguiente, en el Antiguo Testamento este pecado era castigado con grandes penas. Si una esclava era sorprendida en este pecado, había de morir apaleada. Y si fuera mujer noble, sería lapidada. Y si la hija de un obispo, colocada en la hoguera por mandato divino.

Además, por el pecado de lujuria Dios anegó el Universo con el diluvio. Y, acto seguido, los rayos abrasaron cinco ciudades, sumiéndolas en los infiemos.

Hablaremos ahora de ese hediondo pecado de la lujuria que se denomina adulterio entre casados, a saber, si uno, o ambos, están casados. San Juan
[626]
declara que los adúlteros estarán en el infierno en un ardiente estanque de fuego y azufre; de fuego, a causa de su lujuria; de azufre, por el hedor de su impureza. Ciertamente, el quebrantamiento de este sacramento es cosa horrible. Dios mismo lo instituyó en el Paraíso
[627]
y Jesucristo lo confirmó, como lo atestigua San Mateo en su Evangelio: «El hombre abandonará padre y madre, y tomará esposa, y ambos serán una sola carne»
[628]
. Este sacramento simboliza la unión de Cristo con su Iglesia.

Y no solamente Dios prohibió la comisión del adulterio, sino que también mandó que no se desease a la mujer del prójimo. En este mandamiento, observa San Agustín, se prohíben todos los deseos lascivos de cometer acciones lujuriosas. Mirad lo que dice San Mateo en su
Evangelio
: «Quienquiera que mira a una mujer con deseo lujurioso, ha cometido adulterio en su corazón»
[629]
. De ahí podéis colegir que no sólo se prohíbe el acto pecaminoso, sino también el deseo de cometerlo.

Este maldito pecado daña gravemente a los que lo cometen. Y en primer lugar, al alma, a la que impele a pecar y acarrea la pena de muerte eterna. También causa grave perjuicio al cuerpo, pues lo agota, consume y arruina, y sacrifica su sangre al demonio infernal: dilapida su hacienda y su ser. Y si es ciertamente ignominioso que un hombre dilapide su hacienda con mujeres, con todo, más ignominioso resulta que por tal inmundicia las mujeres dilapiden su hacienda y su cuerpo con los hombres. Como afirma el profeta, este pecado priva de su buen nombre y reputación al hombre y a la mujer, resulta muy agradable al diablo, pues por él conquista a la mayoría de las personas de este mundo. Y así como un mercader se dedica con agrado a las transacciones más rentables, igualmente el demonio se deleita en esta basura.

Este pecado constituye la otra mano del diablo, que con sus cinco dedos los induce hacia esta hediondez.

El primer dedo lo constituyen las locas y desenfadadas miradas de un hombre y una mujer que, como el basilisco, matan con el veneno de sus ojos: a la codicia de los ojos sigue la del corazón.

El segundo dedo lo forman los tocamientos pecaminosos; y por ello afirma Salomón
[630]
que quien toca y manosea a una mujer le acontece como a quien palpa a un escorpión venenoso que pica y mata rápidamente con su veneno, o como a quien toca pez caliente con los dedos: le quedan destrozados
[631]

Las palabras impuras son el tercer dedo que actúan como el fuego: abrasan el corazón instantáneamente.

El cuarto dedo es el besar. Ciertamente loco de remate sería quien besara la boca de un horno o crisol. Más locos aún son los que dan besos lujuriosos, pues esa boca es la del infierno. Y especialmente estos viejos libidinosos, empeñados en besar para probar aunque no puedan hacer. Ciertamente se parecen a los perros que cuando se pasan junto a un rosal u otra planta levantan la pata y, aunque no tengan ganas, simulan orinar.

Muchos hombres piensan que el ejecutar impudicias con su esposa no es pecaminoso: sin duda, esta opinión es falsa. Dios, sabe que uno puede herirse con su propia daga y emborracharse con vino de su mismo tonel. En verdad, el que ama a su esposa o hijo, o a cualquier otra cosa mundana más que a Dios, convierte a aquéllos en ídolos y se torna idólatra. Uno debería amar a su esposa con discreción, paciencia y moderación, como si fuera su hermana.

El quinto dedo de la diabólica mano es la hedionda acción de la lujuria. Sin duda, el diablo colocó los cinco dedos de la gula en el vientre del hombre; con los cinco dedos de la lujuria lo levantó en vilo para arrojarlo en las calderas infernales. Allí el hombre encontrará gusanos y llamas inextinguibles, lágrimas y lamentos, hambre y sed agudas, y diablos horribles que pisotearán a los condenados sin descanso, para siempre.

Hay diversas especies de lujuria, como la fornicación que se da entre hombre y mujer no desposados, que es materia de pecado mortal y va contra natura: lo que se opone y destruye a la Naturaleza va contra ella. La razón humana también le dice a uno que esto es pecado mortal, pues Dios la prohibió. Y San Pablo adjudica a los lascivos una recompensa privativa de sólo los que incurren en pecado mortal
[632]
.

Otro pecado de lujuria consiste en arrebatar la virginidad de una doncella. Hacer tal cosa es despojarla del más elevado estado de la presente vida, privándola del precioso fruto que la Escritura denomina «el céntuplo». No encuentro otra forma de traducir la expresión latina
centesimus fructus
[633]

El que tal obra ocasiona daños y perjuicios que rebasan todo cálculo; igual sucede cuando el ganado rompe una cerca o produce irreparables daños en los sembrados. Porque tanto puede recuperarse la virginidad como volver a crecer un brazo escindido del tronco. Bien sé que, si hace penitencia, la mujer podrá alcanzar el perdón, pero jamás recuperar la virginidad.

Y aunque he mencionado hasta cierto punto el adulterio, resultará beneficioso mostrar otros peligros inherentes, a fin de evitar este denigrante pecado. La palabra «adulterio» significa en latín aproximarse a la cama ajena donde los que anteriormente formaron una sola carne entregan su cuerpo a otros. Como el sabio afirma, de este pecado se derivan muchos perjuicios. En primer lugar, quebrantamiento de la fe, donde reside la clave del Cristianismo. Un Cristianismo con una fe rota y perdida se toma vacío y yermo.

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