Para gozar de este incompleto deleite, se acercó tanto a los manjares, que vino a ponerse entre la mesa y la silla del príncipe. Entonces sintió, no ya una, sino dos manos invisibles que le caían sobre los hombros oprimiéndola. La voz misteriosa le dijo:
—Siéntate y come.
En efecto, se halló sentada en la misma silla del príncipe; y, ya autorizada por la voz, se puso a comer con un apetito extraordinario, que la novedad y lo exquisito de la comida hacían mayor aún, y comiendo se quedó profundamente dormida.
Cuando despertó era muy de día. Abrió los ojos, y se encontró en medio del campo, tendida al pie del árbol donde había querido comerse la naranja. Allí estaba la ropa que había traído del río, y hasta la naranja corredora estaba allí también.
—¿Si habrá sido todo un sueño? —dijo para sí la lavanderilla—. Quisiera volver al palacio del príncipe de la China para cerciorarme de que aquellas magnificencias son reales y no soñadas.
Diciendo esto, tiró al suelo la naranja para ver si le mostraba nuevamente el camino; pero la naranja rodaba un poco y luego se detenía en cualquier hoyo o tropiezo, o cuando el impulso con que se movía dejaba de ser eficaz. En suma, la naranja hacía lo que hacen de ordinario, en idénticas circunstancias, todas las naranjas naturales. Su conducta no tenía nada de extraño ni de maravilloso.
Despechada entonces la muchacha, partió la naranja y vio que por dentro era como las demás. Se la comió, y le supo a lo mismo que cuantas naranjas había comido antes.
Ya apenas dudó de que había soñado.
—Ningún objeto tengo —añadió— con que convencerme a mí propia de la realidad de lo que he visto: mas iré a ver a la princesa y se lo contaré todo, por lo que pueda importarle.
Mientras acontecían, en sueño o en realidad, los poco ordinarios sucesos que quedan referidos, la
princesa Venturosa
, fatigada de tanto llorar, estaba durmiendo tranquilamente; y aunque eran ya las ocho de la mañana, hora en que todo el mundo solía estar levantado y aun almorzado en aquella época, la princesita, sin dar acuerdo de su persona, seguía en la cama.
Muy interesante juzgó, sin duda, su doncella favorita las nuevas que le traía, cuando se atrevió a despertarla. Entró en su alcoba, abrió la ventana y exclamó con alborozo:
—Señora, señora, despertad y alegraos, que ya hay quien os traiga nuevas del pájaro verde.
La princesa se despertó, se restregó los ojos, se incorporó y dijo:
—¿Han vuelto los siete sabios que fueron al país sabeo?
—Nada de eso —contestó la doncella—; quien trae las nuevas es una de las lavanderillas que lavan los lacrimosos pañuelos de vuestra alteza.
—Pues hazla entrar al momento.
Entró la lavanderilla, que estaba ya detrás de una puerta aguardando este permiso, y empezó a referir con gran puntualidad y despejo cuanto le había pasado.
Al oír la aparición del pájaro verde, la princesa se llenó de júbilo, y al escuchar su salida del agua convertido en hermoso príncipe, se puso encendida como la grana, una celestial y amorosa sonrisa vagó sobre sus labios y sus ojos se cerraron blandamente como para reconcentrarse ella en sí misma y ver al príncipe con los ojos del alma. Por último, al saber la mucha estima, veneración y afecto que el príncipe le tenía, y el amor y cuidado con que guardaba las tres prendas robadas en la preciosa cajita de sus entretenimientos, la princesita, a pesar de su modestia, no pudo contenerse, abrazó y besó a la lavanderilla y a la doncella e hizo otros extremos no menos disculpables, inocentes y delicados.
—Ahora sí —decía— que puedo llamarme propiamente la
princesa Venturosa
. Este capricho de poseer el pájaro verde no era capricho, era amor. Era y es un amor que, por oculto y no acostumbrado camino, ha penetrado en mi corazón. No he visto al príncipe, y creo que es hermoso. No le he hablado, y presumo que es discreto. No sé de los sucesos de su vida, sino que está encantado y que me tiene encantada, y doy por cierto que es valiente, generoso y leal.
—Señora —dijo la lavanderilla—, yo puedo asegurar a vuestra alteza que el príncipe, si mi visión no es un sueño vano, parece un pino de oro, y tiene una cara tan bondadosa y dulce que da gloria verla. El secretario no es mal mozo tampoco; pero al que yo, no sé por qué, le he tomado afición, es al escudero.
—Tú te casarás con el escudero —replicó la princesa—. Mi doncella, si gusta, se casará con el secretario, y ambas seréis mandarinas y damas de mi corte. Tu sueño no ha sido sueño, sino realidad. El corazón me lo dice. Lo que importa ahora es desencantar a los tres pájaros mancebos.
—¿Y cómo podremos desencantarlos? —dijo la doncella favorita.
—Yo misma —contestó la princesa— iré al palacio en que viven, y allí veremos. Tú me guiarás, lavanderilla.
Ésta, que no había terminado su narración, la terminó entonces, e hizo ver que no podía servir de guía.
La princesa la escuchó con mucha atención, estuvo meditando un rato, y dijo luego a la doncella:
—Ve a mi biblioteca y tráeme el libro de
Los reyes contemporáneos
y el
Almanaque astronómico
.
Venidos que fueron estos volúmenes, hojeó la princesa el de
Los reyes
, y leyó en alta voz los siguientes renglones:
«El mismo día en que murió el emperador chinesco, su único hijo, que debía heredarle, desapareció de la corte y de todo el Imperio. Sus súbditos, creyéndole muerto, han tenido que someterse al Kan de Tartaria».
—¿Qué deducís de eso, señora? —dijo la doncella.
—¿Qué he de deducir —respondió la
princesa Venturosa
—, sino que el Kan de Tartaria es quien tiene encantado a mi príncipe para usurparle la corona? He ahí por qué aborrezco yo tanto al príncipe tártaro. Ahora me lo explico todo.
—Pero no basta explicárselo; menester es remediarlo —dijo la lavandera.
—De ello trato —añadió la princesa—, y para ello conviene que al instante se manden hombres armados, que inspiren la mayor confianza, a todos los caminos y encrucijadas por donde puedan venir los correos que envió el príncipe tártaro al rey su padre, para consultarle sobre el caso del pájaro verde. Las cartas que trajeren les serán arrebatadas y se me entregarán. Si los mensajeros se resisten, serán muertos; si ceden, serán aprisionados e incomunicados, a fin de que nadie sepa lo que acontece. Ni el rey mi padre ha de saberlo. Todo lo dispondremos entre las tres con el mayor sigilo. Aquí tenéis dinero bastante para comprar el silencio, la fidelidad y la energía de los hombres que han de ejecutar mi proyecto.
Y, efectivamente, la princesa, que ya se había levantado y estaba de bata y en babuchas, sacó de un escaparate dos grandes bolsas llenas de oro y se las dio a sus confidentas.
Éstas partieron sin tardanza a poner en ejecución lo convenido, y la
princesa Venturosa
se quedó estudiando profundamente el
Almanaque astronómico
.
Cinco días habían pasado desde el momento en que tuvo lugar la escena anterior. La princesa no había llorado en todo ese tiempo, causando no poco asombro y placer al rey su padre. La princesa había estado hasta jovial y bromista, dando leves esperanzas a los príncipes pretendientes de que al fin se decidiría por uno de ellos, porque los pretendientes se las prometen siempre felices.
Nadie había sospechado la causa de tan repentina mudanza y de tan inesperado alivio en la princesa.
Sólo el príncipe tártaro, que era diabólicamente sagaz, recelaba, aunque de una manera muy vaga, que la princesa había recibido alguna noticia del pájaro verde. Tenía, además, el príncipe tártaro el misterioso presentimiento de una gran desgracia, y había adivinado por el arte mágica, que su padre le enseñara, que en el pájaro verde debía mirar un enemigo. Calculando, además, como sabedor del camino y del tiempo que en él debe emplearse, que aquel día debían llegar los mensajeros que envió a su padre, y ansioso de saber lo que respondía éste a la consulta que le hizo, montó a caballo al amanecer, y con cuarenta de los suyos, todos bien armados, salió en busca de los mensajeros referidos.
Mas aunque el príncipe tártaro salió con gran secreto la
princesa Venturosa
, que tenía espías, y estaba, como vulgarmente se dice, con la barba sobre el hombro, supo al instante su partida y llamó a consejo a la lavanderilla y a la doncella.
Luego que las tuvo presentes, les dijo muy angustiada:
—Mi situación es terrible. Tres veces he ido inútilmente a tirar la naranja debajo del árbol desde donde la tiró la lavanderilla; pero la naranja no ha querido guiarme al alcázar de mi amante. Ni le he visto ni he podido averiguar el modo de desencantarle. Sólo he averiguado, por el
Almanaque astronómico
, que la noche en que la lavanderilla le vio era el equinoccio de primavera. Acaso no sea posible volver a verle hasta el próximo equinoccio de la misma estación, y ya para entonces el príncipe tártaro me le habrá muerto. El príncipe le matará en cuanto reciba la carta de su padre, y ya ha salido a buscarla con cuarenta de los suyos.
—No os aflijáis, hermosa princesa —dijo la doncella favorita—; tres partidas de cien hombres están esperando a los mensajeros en diferentes puntos para arrebatarles la carta y traérosla. Los trescientos son briosos, llevan armas de finísimo temple y no se dejarán vencer por el príncipe tártaro, a pesar de sus artes mágicas.
—Sin embargo, yo soy de opinión —añadió la lavandera— de que se envíen más hombres contra el príncipe tártaro. Aunque éste, a la verdad, sólo lleva cuarenta consigo, todos ellos, según se dice, tienen corazas y flechas encantadas, que a cada uno le hacen valer por diez.
El prudente consejo de la lavandera fue adoptado en seguida. La princesa hizo venir secretamente a su estancia al más bizarro y entendido general de su padre. Le contó todo lo que pasaba, le confió sus penas y le pidió su apoyo. Éste se le otorgó, y reuniendo apresuradamente un numeroso escuadrón de soldados, salió de la capital decidido a morir en la demanda o traer a la princesa la carta del Kan de Tartaria y al hijo del Kan, vivo o muerto.
Después de la partida del general, la princesa juzgó conveniente informar al
rey Venturoso
de cuanto había acontecido. El rey se puso fuera de sí. Dijo que toda la historia del pájaro verde era un sueño ridículo de su hija y la lavandera, y se lamentó de que fundada su hija en un sueño enviase a tantos asesinos contra un príncipe ilustre, faltando a las leyes de la hospitalidad, al derecho de gentes y a todos los preceptos morales.
—¡Ay, hija! —exclamaba—, tú has echado un sangriento borrón sobre mi claro nombre, si esto no se remedia.
La princesa se acongojó también y se arrepintió de lo que había hecho. A pesar de su vehemente amor al príncipe de la China, prefería ya dejarle eternamente encantado a que por su amor se derramase una sola gota de sangre.
Así es que se enviaron despachos al general para que no empeñase una batalla; pero todo fue inútil. El general había ido tan veloz, que no hubo medio de alcanzarle. Entonces aún no había telégrafos, y los despachos no pudieron entregarse. Cuando llegaron los correos donde estaba el general, vieron venir huyendo a todos los soldados del rey, y los imitaron. Los cuarenta de la escolta tártara, que eran otros tantos genios, corrían en su persecución transformados en espantosos vestiglos, que arrojaban fuego por la boca.
Sólo el general, cuya bizarría, serenidad y destreza en las armas rayaba en lo sobrehumano, permaneció impávido en medio de aquel terror harto disculpable. El general se fue hacia el príncipe, único enemigo no fantástico con quien podía habérselas, y empezó a reñir con él la más brava y descomunal pelea. Pero las armas del príncipe tártaro estaban encantadas, y el general no podía herirle. Conociendo entonces que era imposible acabar con él si no recurría a una estratagema, se apartó un buen trecho de su contrario, se desató rápidamente una larga y fuerte faja de seda que le ceñía el talle, hizo con ella, sin ser notado, un lazo escurridizo, y revolviendo sobre el príncipe con inaudita velocidad, le echó al cuello el lazo y siguió con su caballo a todo correr, haciendo caer al príncipe y arrastrándole en la carrera.
De esta suerte ahogó el general al príncipe tártaro. No bien murió, los genios desaparecieron, y los soldados del
rey Venturoso
se rehicieron y reunieron a su jefe. Éste esperó con ellos a los enviados que traían la carta del Kan de Tartaria, y que no se hicieron esperar mucho tiempo.
Al anochecer de aquel mismo día volvió a entrar el general en el palacio del
rey Venturoso
con la carta del Kan de Tartaria entre las manos. Haciendo un gentil y respetuoso saludo, se la entregó a la princesa.
Rompió ésta el sello y se puso a leer, pero inútilmente: no entendió una palabra. Al
rey Venturoso
le sucedió lo mismo. Llamaron a todos los empleados en la interpretación de lenguas, que no descifraron tampoco aquella escritura. Los individuos de las doce reales academias vinieron luego y no se mostraron más hábiles.
Los siete sabios, tan profundos en lingüística, que acababan de llegar sin el ave fénix, y que
por ende
estaban condenados a morir, acudieron también; mas, aunque se les prometió el perdón si leían aquella carta, no acertaron a leerla, ni pudieron decir en qué lengua estaba escrita.
El
rey Venturoso
se creyó entonces el más desventurado de todos los reyes; se lamentó de haber sido cómplice de un crimen inútil, y temió la venganza del poderoso Kan de Tartaria. Aquella noche no pudo pegar los ojos hasta muy tarde.
Su dolor fue, con todo, mucho más desesperado cuando al despertarse al otro día muy de mañana supo que la princesa había desaparecido, dejándole escritas las siguientes palabras:
«Padre: ni me busques, ni pretendas averiguar adónde voy, si no quieres verme muerta. Bástete saber que vivo y que estoy bien de salud, aunque no volverás a verme hasta que tenga descifrada la carta misteriosa del Kan y desencantado a mi querido príncipe. Adiós».
La
princesa Venturosa
había ido con sus dos amigas, a pie y en romería, a visitar a un santo ermitaño que vivía en las soledades y asperezas de unas montañas altísimas que a corta distancia de la capital se parecían.
Aunque la princesa y sus amigas hubiesen querido ir caballeras hasta la ermita, no hubiera sido posible. El camino era más propio de cabras que de camellos, elefantes, caballos, mulos y asnos, que, con perdón sea dicho, eran los cuadrúpedos en que se solía cabalgar en aquel reino. Por esto y por devoción fue la princesa a pie y sin otra comitiva que sus dos confidentas.