El ermitaño que iban a visitar era un varón muy penitente y estaba en olor de santidad. El vulgo pretendía también que el ermitaño era inmortal, y no dejaba de tener razonables fundamentos para esta pretensión. En toda la comarca no había memoria de cuándo fue el ermitaño a establecerse en lo recóndito de aquella sierra, en la cual raras veces se dejaba ver de ojos humanos.
La princesa y sus amigas, atraídas por la fama de su virtud, y de su ciencia, anduvieron buscándole siete días por aquellos vericuetos y andurriales. Durante el día caminaban en su busca entre breñas y malezas. Por la noche se guarecían en las concavidades de los peñascos. Nadie había que las guiase, así por lo fragoso del sitio, ni de los cabrerizos frecuentado, como por el temor que inspiraba la maldición del ermitaño, pronto a echarla a quien invadía su dominio temporal o a quien le perturbaba en sus oraciones. Ya se entiende que este ermitaño, tan maldiciente, era pagano. A pesar de la natural bondad de su alma, su religión sombría y terrible le obligaba a maldecir y a lanzar anatemas. Pero las tres amigas, imaginando, como por inspiración, que sólo el ermitaño podía descifrarles la carta, se decidieron a arrostrar sus maldiciones y le buscaron, según queda dicho, por espacio de siete días.
En la noche del séptimo iban ya las tres peregrinas a guarecerse en una caverna para reposar, cuando descubrieron al ermitaño mismo orando en el fondo. Una lámpara iluminaba con luz incierta y melancólica aquel misterioso retiro.
Las tres temblaron de ser maldecidas, y casi se arrepintieron de haber ido hasta allí. Pero el ermitaño, cuya barba era más blanca que la nieve, cuya piel estaba más arrugada que una pasa y cuyo cuerpo se asemejaba a un consunto esqueleto, echó sobre ellas una mirada penetrante con unos ojos, aunque hundidos, relucientes como dos ascuas, y dijo con voz entera, alegre y suave.
—Gracias al cielo que al fin estáis aquí. Cien años ha que os espero. Deseaba la muerte, y no podía morir hasta cumplir con vosotras un deber que me ha impuesto el rey de los genios. Yo soy el único sabio que habla aún y entiende la lengua riquísima que se hablaba en Babel antes de la confusión. Cada palabra de esta lengua es un conjuro eficaz que fuerza y mueve a las potestades infernales a servir a quien la pronuncia. Las palabras de esta lengua tienen la virtud de atar y desatar todos los lazos y leyes que unen y gobiernan las cosas naturales. La cábala no es sino un remedo groserísimo de esta lengua incomunicable y fecunda. Dialectos pobrísimos e imperfectísimos de ella son los más hermosos y completos idiomas del día. La ciencia de ahora, mentira y charlatanería, en comparación de la ciencia que aquella lengua llevaba en sí misma. Cada nombre de esta lengua contiene en sus letras la esencia de la cosa nombrada y sus ocultas calidades. Las cosas todas, al oírse llamar por su verdadero nombre, obedecen a quien las llama. Era tal el poder del linaje humano cuando poseía esta lengua, que pretendió escalar el cielo, y lo hubiera indudablemente conseguido si el cielo no hubiese dispuesto que la lengua primitiva se olvidase.
Sólo tres sabios bienintencionados, de los cuales han muerto ya dos, guardaron en la memoria aquel idioma. Le guardaron asimismo, por especial privilegio de los diablos, Nembrot y sus descendientes. El último de éstos murió, una semana ha, por disposición tuya, ¡oh
princesa Venturosa
!, y ya no queda en el mundo sino una sola persona que pueda descifrarte la carta del Kan de Tartaria. Esa persona soy yo: y para hacerte ese servicio, el rey de los genios ha conservado siglos mi vida.
—Pues aquí tienes la carta, ¡oh venerable y profundo sabio! —dijo la princesa, poniendo en manos del ermitaño el misterioso escrito.
—Al punto voy a descifrártela —contestó el ermitaño, y se caló los espejuelos, y se acercó a la lámpara para leer. Más de dos horas estuvo leyendo en alta voz en la lengua en que la carta estaba escrita. A cada palabra que pronunciaba, el universo se conmovía, las estrellas se cubrían de mortal palidez, la Luna temblaba en el cielo como tiembla su imagen entre las olas del Océano, y la princesa y sus amigas tenían que cerrar los ojos y que taparse los oídos para no ver los espectros que se mostraban y para no oír las voces portentosas, terribles o dolientes, que partían de las entrañas mismas de la conturbada naturaleza.
Acabada la lectura, se quitó el ermitaño los espejuelos, y dijo con voz reposada:
—No es justo, ni conveniente, ni posible, ¡oh
princesa Venturosa
!, que sepas todo lo que en esta abominable carta se encierra. No es justo ni conveniente, porque hay en ella tremebundos y endemoniados misterios. No es posible, porque en cuantas lenguas humanas se hablan en el día son estos misterios inefables, inenarrables y hasta inexplicables. El linaje humano, por medio de su incompleta y enfermiza razón, llegará a conocer, cuando pasen millares de años, algunos accidentes de las cosas; pero siempre ignorará la substancia que yo conozco, que conoce el Kan de Tartaria y que han conocido los sabios primitivos que se valieron, para sus
elucubraciones
, de esta lengua perfectísima e intransmisible ya por nuestros pecados.
—Pues estamos frescas —dijo la lavanderilla— si después de lo que hemos pasado para encontraros y siendo vos el único que podéis traducir esa enmarañada carta, salís ahora con que no queréis traducirla.
—Ni quiero ni debo —replicó el vetusto y secular ermitaño—; pero sí os diré lo que la carta contiene de interés para vosotras, y os lo diré en brevísimas palabras, sin pararme en dibujos, porque los momentos de mi vida están contados y mi muerte se acerca. El príncipe de la China es, por sus virtudes, talento y hermosura, el favorito del rey de los genios, el cual le ha salvado mil veces de las asechanzas que el Kan de Tartaria ponía contra su vida. Viendo el Kan que le era imposible matarle, determinó valerse de un encanto para tenerle lejos de sus súbditos y reinar en lugar suyo en el Celeste Imperio. Bien hubiera querido el Kan que este encanto fuera indestructible y eterno; mas no pudo lograrlo, a pesar de sus maravillosos conocimientos en la magia. El rey de los genios se opuso a su mal deseo, y si bien no pudo hacer completamente ineficaces sus encantamientos y conjuros, supo despojarlos de gran parte de su malicia. Al príncipe, aunque convertido en pájaro, se le dio facultad para recobrar por la noche su verdadera figura. Tuvo también el príncipe un palacio donde vivir y ser tratado con todo el miramiento, honores y regalo debidos a su augusta categoría. Se acordó, por último, su desencanto si se cumplían las siguientes condiciones, que el Kan, así por la mala opinión que tiene de las mujeres como por lo pervertida y viciosa que está la raza humana en general, juzgó imposible de cumplir. Fue la primera condición, ya cumplida, que una mujer de veinte años, discreta, briosa y apasionada y de la más baja clase del pueblo, viese a los tres mancebos encantados, que son los más hermosos que hay en el mundo, salir desnudos del baño, y que la limpieza y castidad de su alma fuesen tales que no se turbasen ni empañasen con el más ligero estímulo de liviandad. Esta prueba había de hacerse en el equinoccio de primavera, cuando la naturaleza toda excita al amor. La mujer debía sentirle por la hermosura y admirarla vivamente; pero de un modo espiritual y santísimo. Fue la segunda condición, ya cumplida también, que el príncipe, sin poder mostrarse sino tres instantes, y esto bajo la forma de pájaro verde, inspirase un amor tan vehemente y casto como invencible a una princesa de su clase. La tercera condición, que ahora se está acabando de cumplir, fue que la princesa se apoderase de esta carta, y que yo la interpretara. La cuarta y última condición, en cuyo cumplimiento habéis de intervenir las tres doncellas que me estáis oyendo, es como sigue. Sólo me quedan dos minutos de vida; mas antes de morir os pondré en el palacio del príncipe, al lado de la taza de topacio. Allí irán los pájaros y se zambullirán, y se transformarán en hermosísimos mancebos. Vosotras tres los veréis; mas habéis de conservar, viéndolos, toda la castidad de vuestros pensamientos y toda la virginidad de vuestras almas, amando, empero, cada una a uno de los tres, con un amor santo e inocente. La princesa ama ya al príncipe de la China y la lavanderilla al escudero, y ambas han mostrado la inocencia de su amor: ahora falta que la doncella favorita de la princesa se enamore del secretario por idéntico estilo. Cuando los tres mancebos encantados vayan al comedor, los seguiréis sin ser vistas, y allí permaneceréis hasta que el príncipe pida la cajita de sus entretenimientos y diga, besando el cordoncito:
¡Ay, cordoncito de mi señora!
¡Quién la viera ahora!
La princesa entonces, y vosotras con la princesa, os mostraréis al punto, y cada una dará un tierno beso en la mejilla izquierda al objeto de su amor. El encanto quedará deshecho en el acto, el Kan de Tartaria morirá de repente y el príncipe de la China, no sólo poseerá el Celeste Imperio, sino que heredará asimismo todos los kanatos, reinos y provincias que por derecho propio posee aquel encantador endiablado.
Apenas el ermitaño acabó de decir estas palabras, hizo una mueca muy rara, entreabrió la boca, estiró las piernas y se quedó muerto.
La princesa y sus amigas se encontraron de súbito detrás de una masa de verdura, al lado de la taza de topacio.
Todo se cumplió como el ermitaño había dicho.
Las tres estaban enamoradas; las tres eran castísimas e inocentes. Ni siquiera en el punto comprometido de dar el regalado y apretado beso sintieron más que una profunda conmoción toda mística y pura.
Así es que inmediatamente quedaron desencantados los tres mancebos. La China y la Tartaria fueron dichosas bajo el cetro del príncipe. La princesa y sus amigas lo fueron más aún casadas con aquellos hombres tan lindos. El
rey Venturoso
abdicó y se fue a vivir a la corte de su yerno, que estaba en Pekín. El general que mató al príncipe tártaro obtuvo todas las condecoraciones de China, el título de primer mandarín y una pensión de miles de miles para él y sus herederos.
Se cuenta, por último, que la
princesa Venturosa
y el ya emperador de China vivieron largos y felices años y tuvieron media docena de chiquillos a cual más hermosos. La lavanderilla y la doncella, con sus respectivos maridos, siguieron siempre gozando del favor de sus majestades y siendo los señores más principales de toda aquella tierra.
Aunque se ame y se respete la virtud, no se debe creer que sea tan vocinglera y tan espantadiza como la de ciertos censores del día. Si hubiéramos de escribir a gusto de ellos, si hubiéramos de tomar su rigidez por valedera y no fingida, y si hubiéramos de ajustar a ella nuestros escritos, tal vez ni las
Agonías del tránsito de la muerte
, de Venegas, ni los
Gritos del infierno
, del padre Boneta, serían edificantes modelos que imitar.
Por desgracia, la rigidez es sólo aparente. La rigidez no tiene otro resultado que el de exasperar los ánimos, haciéndoles dudar y burlarse, aunque sólo sea en sueños, de la hipocresía farisaica que ahora se usa.
Véase, si no, el sueño que ha tenido un amigo nuestro, y que trasladamos aquí íntegro, cuando no para recreo, para instrucción de los lectores.
Nuestro amigo soñó lo que sigue:
—Más de dos mil seiscientos años ha, era yo en Susa un sátrapa muy querido del gran rey Arteo, y el más rígido, grave y moral de todos los sátrapas. El santo varón Parsondes había sido mi maestro, y me había comunicado todo lo comunicable de la ciencia y de la virtud del primer Zoroastro.
Siete años hacía ya que Parsondes, después de iluminar el mundo con su doctrina, y de formar varios discípulos dignos de él, había desaparecido, sin que le volviese a ver nadie, ni vivo ni muerto. Los buenos creyentes daban, pues, por seguro que Parsondes había subido a la región de la luz increada, cerca de Ahura-Mazda, donde brillaba casi tanto como los Amschaspandes y los Izeds, y donde eclipsaba a su propio
feruer
con beatíficos resplandores. Allí militaba aún en el ejército de los espíritus luminosos contra el príncipe de las tinieblas, Ahrimanes, cuya soberbia había humillado en esta vida terrenal, y cuyo imperio contribuía poderosamente a destruir en la otra vida, procurando que se realizase la santa esperanza del triunfo definitivo del bien sobre el mal. Los sectarios de la religión de Ahura-Mazda creían, pues, a puño cerrado que Parsondes debía contarse en el número de los veinte o treinta grandes profetas, precursores y continuadores de Zoroastro hasta la consumación de los siglos. Aunque en Susa y en todo el imperio de los medos, con los reinos tributarios, había hombres de otras varias religiones y creencias, todos respetaban y casi divinizaban igualmente a Parsondes, si bien por diversos estilos. Unos decían que había encontrado la flecha de Abaris y se había ido por el aire, montado en ella; otros, que se había elevado al empíreo en el trono flotante de Salomón o en un carro de fuego; otros, que el dragón Musaros, que en la antigüedad más remota civilizó a los asirios, y que tenía cuerpo de pez, cabeza de hombre y piernas de mujer, se le había llevado consigo a su palacio submarino, en el fondo del Golfo Pérsico. En resolución, aunque por distinta manera, todos convenían en que Parsondes, el virtuoso y el sabio, estaba viviendo con los dioses. En las plazas públicas de Susa se veneraba su imagen, coronada la cabeza de una mitra con quince cuernos, en razón de las quince virtudes capitales que resplandecieron en él, y vestido el cuerpo de un ropaje talar lleno de otros símbolos más extraños aún en nuestros días, aunque entonces no lo fuesen.
Entre tanto, las malas costumbres, el lujo, la disipación, los galanteos y las fiestas dispendiosas iban en aumento desde la muerte o desaparición de Parsondes, el cual, mientras vivió entre nosotros, no hizo más que condenar aquellos abusos.
El rey de Babilonia, Nanar, tributario de mi augusto amo Arteo, rey de Media, había roto todo freno y corría desbocado por el camino de los deleites. Nosotros acusábamos a Nanar, como Parsondes le había acusado antes; pero nuestra voz, menos autorizada que la suya, no tocaba el corazón de Arteo, ni le decidía a destronar a Nanar y a poner otro rey más morigerado en Babilonia. Nanar era más descreído y libertino que Sardanápalo, y en Babilonia no se adoraba ya a otro dios que al interés y a Mílita, o, como si dijéramos, a Venus. En vano mis camaradas y yo predicábamos contra la corrupción. El vulgo y la nobleza se nos reían en las narices. Nosotros nos vengábamos con hablar de la santa vida de Parsondes y con ponerla en contraposición de la vida que ellos llevaban.