A Ig no le apetecía charlar de religión, quería hablar de explosiones.
—Va a ser alucinante cuando encienda la mecha de esto —dijo mientras la mirada de Lee volvía al petardo que Ig sujetaba en la mano—. Voy a mandar a alguien de vuelta con Dios. ¿Alguna sugerencia?
La forma en que Lee miraba el petardo le hizo pensar en un hombre sentado en un bar bebiendo alcohol y observando a una chica quitarse las bragas en el escenario. Eran amigos desde hacía poco tiempo, pero ya habían establecido una pauta de comportamiento. Era el momento en que Ig debía ofrecerle el petardo, como había hecho con el dinero, los CD y la cruz de Merrin Williams. Pero no lo hizo y Lee no podía pedírselo. Ig se dijo a sí mismo que no se lo daba a Lee porque le había avergonzado con su último regalo, el montón de CD. Pero la verdad era otra. Sentía la necesidad de tener algo que Lee no tuviera, una cruz de su propiedad. Más tarde, cuando Lee se hubiera marchado, se arrepentiría de su actitud, un joven rico con piscina guardándose sus tesoros frente a un chico sin madre que vivía en una caravana.
—Podrías meterlo en una calabaza —sugirió Lee.
Ig contestó:
—Demasiado parecido al pavo.
Y enseguida se enzarzaron en una discusión, Lee sugiriendo cosas e Ig considerando las posibilidades.
Hablaron de las ventajas de lanzar el petardo bomba al río para ver si podían matar peces, de tirarlo en un retrete para ver si se formaba un géiser de mierda, de usar una catapulta para lanzarlo al campanario de la iglesia y comprobar el tipo de vibración que causaba al explotar. A las afueras del pueblo había un gran letrero que decía: «Almacén Rodaballo Salvaje. Barcas y equipos de pesca». Lee dijo que sería la pera poner el petardo en las letras de «Rodaballo» y convertirlas en «Rabo Salvaje». Tenía un montón de ideas.
—Estás empeñado en descubrir qué tipo de música me gusta. Pues te lo voy a decir: me gusta el ruido de cosas explotando y de cristales rotos. Eso sí que es música para mis oídos.
I
g estaba esperando su turno en la peluquería cuando oyó golpecitos a su espalda. Al volverse vio a Glenna de pie en la acera mirándole con la nariz a unos pocos centímetros del escaparate. Estaba tan cerca que Ig habría notado su aliento en el cuello de no separarlos un cristal. En lugar de ello estaba echando el aliento en la ventana, que se había vuelto blanca por la condensación de aire. Escribió con un dedo: «Te he visto la p». Debajo dibujó un pene colgando.
A Ig le dio un vuelco el corazón y miró a su alrededor para comprobar si su madre estaba atenta, si se había dado cuenta. Pero Lydia estaba al otro lado de la habitación, detrás de la silla de barbero dando instrucciones al peluquero. Terry estaba sentado con la bata puesta, esperando pacientemente a que le dejaran todavía más guapo de lo que era. Sin embargo, cortar la maraña de pelo de rata de Ig era como podar un seto deforme. Era imposible que quedara bonito, tan sólo presentable.
Ig miró de nuevo a Glenna moviendo la cabeza furioso.
Lárgate.
Ella borró el mensaje en el cristal con la manga de su maravillosa chaqueta de cuero.
No estaba sola.
Autopista al infierno
también estaba, junto con el otro delincuente juvenil de la fundición, un chico de pelo largo ya cercano a la veintena. Los dos chicos estaban al otro lado del aparcamiento hurgando en un cubo de basura. ¿Por qué tendrían esa querencia a los cubos de basura?
Glenna tamborileó en el escaparate con las uñas. Las llevaba pintadas de color hielo, largas y puntiagudas, uñas de bruja. Miró de nuevo a su madre pero al instante supo que no le echaría de menos. Lydia estaba totalmente concentrada en lo que decía, dibujando algo en el aire, tal vez el peinado perfecto o quizá una esfera imaginaria, una bola de cristal, y dentro de ella, un futuro en el cual un peluquero de diecinueve años recibía una generosa propina con sólo quedarse allí asintiendo y mascando chicle mientras Lydia le decía cómo tenía que hacer su trabajo.
Cuando salió de la peluquería, Glenna volvió la espalda hacia el escaparate y aplastó sus rotundas y firmes posaderas en el cristal. Estaba mirando a
Autopista al infierno
y a su colega de pelo largo, cada uno de ellos a un lado del contenedor. Había una bolsa de basura abierta. El chico de pelo largo no hacía más que levantar la mano para tocar la cara de
Autopista al infierno,
casi con ternura, y éste soltaba una gran carcajada tonta cada vez que el otro chico le acariciaba.
—¿Por qué le diste a Lee esa cruz? —preguntó Glenna.
Ig se sobresaltó. No se esperaba esa pregunta, y de hecho era la que llevaba haciéndose él durante más de una semana.
—Dijo que la iba a arreglar —contestó.
—Ya la ha arreglado. ¿Por qué no te la devuelve?
—No es mía. Se le cayó a una chica en misa. Yo la iba a arreglar para devolvérsela, pero no pude. Lee la vio y dijo que él sí podría con las herramientas de su padre y ahora la lleva puesta por si se la encuentra mientras vende revistas para la organización benéfica.
—¡Organización benéfica! —resopló—. Deberías decirle también que te devolviera tus CD.
—No tiene nada de música.
—Porque no la quiere —dijo Glenna—. Si la quisiera se la compraría.
—No sé. Los CD son bastante caros y...
—¿Y qué? No es pobre, para que te enteres. Vive en Harmon Gates. Mi padre les cuida el jardín. Por eso le conozco. Un día mi padre me mandó allí a plantar unas peonías. Los padres de Lee están forrados. ¿Te dijo que no tiene dinero para comprar CD?
Enterarse de que Lee vivía en Harmon Gates y tenía un jardinero y una madre desorientó a Ig. Sobre todo que tuviera madre.
—¿Sus padres viven juntos?
—A veces parece que no, porque su madre trabaja en el hospital de Exeter, que está bastante lejos, así que no para mucho en casa. Probablemente es mejor así, porque Lee no se lleva muy bien con ella.
Ig movió la cabeza. Era como si Glenna le estuviera hablando de una persona totalmente diferente, de alguien a quien no conocía. Se había hecho una idea muy concreta de la vida de Lee Tourneau, viviendo con su padre en una caravana y con una madre que se había largado cuando Lee era pequeño para dedicarse a fumar crack y prostituirse en el barrio chino de Boston. Lee nunca le había dicho que viviera en una caravana ni que su madre fuera puta y drogadicta, pero Ig entendía que esas cosas estaban implícitas en su manera de ver el mundo, en los temas de los que nunca hablaba.
—¿Te ha dicho que no tiene dinero para comprarse cosas? —le preguntó de nuevo Glenna. Ig negó con la cabeza—. Ya me parecía a mí.
Tocó una piedra con la punta del pie y después levantó la vista y preguntó:
—¿Es más guapa que yo?
—¿Quién?
—La chica que estaba en misa. La que llevaba la cruz.
Ig trató de pensar en una respuesta, de inventarse una mentira digna y considerada, pero nunca se le había dado bien mentir y su silencio fue elocuente.
—Ya —dijo Glenna—. Eso me parecía a mí.
Ig apartó la vista, demasiado cortado por la sonrisa de Glenna como para mirarla a la cara. Pero ella parecía tranquila. Era franca y no se andaba con rodeos.
Autopista al infierno
y el chico de pelo largo seguían riéndose junto al cubo de basura. Unas risas agudas que parecían graznidos de cuervos. Ig no tenía ni idea de qué les hacía tanta gracia.
—¿Se te ocurre algún coche al que pegarle fuego? —preguntó Ig—. Sin que pase nada. Un coche que no sea de nadie, que esté abandonado.
—¿Por?
—Lee quiere incendiar un coche.
Glenna arrugó el ceño tratando de entender por qué Ig había pasado a este tema de conversación. Después miró en dirección a
Autopista al infierno.
—El padre de Gary, mi tío, tiene unos cuantos coches abandonados en el bosque, justo detrás de su casa en Derry. Tiene un negocio de piezas de segunda mano. O al menos eso es lo que dice. Que yo sepa nunca ha tenido clientes.
—Deberías contárselo a Lee —dijo Ig.
Una mano golpeó el cristal detrás de él y ambos se volvieron y vieron a la madre de Ig. Lydia sonrió a Glenna y la saludó con un gesto de la mano un tanto rígido. Después miró a Ig y abrió los ojos en señal de impaciencia. Éste asintió, pero cuando su madre les dio otra vez la espalda, no hizo ademán de entrar en la peluquería.
Glenna ladeó la cabeza en señal de interrogación.
—Así que, si montamos un pequeño incendio, te apuntas.
—No, gracias. Pero que os divirtáis, chicos.
—¡Chicos! —repitió Glenna con una ancha sonrisa—. ¿Qué te vas a hacer en el pelo?
—No lo sé. Lo de siempre, supongo.
—Deberías afeitártelo —dijo—. Calvo estarías guay.
—¿Eh? Me parece que no. Mi madre...
—Pues al menos deberías llevarlo muy corto y peinártelo de punta. O decolorarte las puntas. El pelo forma parte de lo que eres. ¿No te gustaría ser alguien interesante?
—Le revolvió el pelo con la mano—. Con un poco de esfuerzo podrías convertirte en alguien interesante.
—No creo que me dejen opinar. Mi madre dirá que tengo que cortármelo como siempre.
—Qué mal. A mí me gustan los pelos raros —dijo Glenna.
—¿Ah sí? —preguntó Gary, también conocido como
Autopista al infierno
—. Pues vas a alucinar conmigo.
Ig y Glenna se volvieron hacia él y el chico de pelo largo, que se habían apartado del cubo de basura. Habían recogido mechones de pelo cortado y los habían pegado a la cara de Gary formando una espesa barba marrón rojiza, parecida a la que se pintaba Van Gogh en sus autorretratos. No pegaba con la pelusa azulada de la cabeza afeitada de Gary.
Glenna esbozó una mueca de dolor.
—Joder. Con eso no vas a engañar a nadie, gilipollas.
—Déjame tu cazadora —dijo Gary— y verás cómo parece que tengo veinte años por lo menos.
—Lo que vas a parecer es retrasado mental —dijo Glenna—. Y además no pienso dejar que me arresten con esta cazadora.
Ig dijo:
—Es muy bonita.
Glenna le dirigió una mirada misteriosamente triste.
—Me la regaló Lee. Es muy generoso.
L
ee abrió la boca para decir algo, pero cambió de opinión y la cerró.
—¿Qué? —preguntó Ig.
Lee abrió la boca otra vez, la cerró, la volvió a abrir y dijo:
—Me gusta esa canción de Glenn Miller de rat-a-ta-tat. Un cadáver podría bailar al ritmo de esa canción.
Ig asintió sin decir nada.
Estaban en la piscina porque había llegado agosto. Adiós a la lluvia y al frío. Treinta y siete grados y ni una sola nube en el cielo. Lee se había untado crema solar en la nariz para no quemarse. Ig se había metido en un flotador y Lee estaba agarrado a una colchoneta inflable, así que los dos flotaban en agua tibia, tan clorada que les escocían los ojos. Hacía demasiado calor para hacer nada.
La cruz aún colgaba del cuello de Lee y yacía sobre la colchoneta, extendiéndose desde su garganta hacia Ig, como si la mirada de éste tuviera poder magnético y la atrajera en su dirección. El sol se reflejaba en ella y lanzaba destellos de oro hacia sus ojos, emitiendo la misma señal una y otra vez. No necesitaba saber Morse para entenderla. Era sábado y Merrin Williams estaría en la iglesia al día siguiente.
Última oportunidad
—decía la cruz—.
Última oportunidad, última oportunidad.
Lee entreabrió ligeramente los labios. Parecía querer decir algo más, pero no sabía cómo seguir. Al fin dijo:
—El primo de Glenna, Gary, está organizando una fogata para dentro de un par de semanas. En su casa. Una especie de fiesta de final del verano. Tiene cohetes y cosas de ese tipo. Dice que incluso puede que haya cerveza. ¿Quieres venir?
—¿Cuándo?
—El último sábado del mes.
—No puedo. Mi padre toca con John Williams y los Boston Pops. Es el estreno y siempre vamos a sus estrenos.
—Ah, vale —dijo Lee.
Se metió la cruz en la boca y la chupó, pensativo. Después se la sacó y soltó lo que llevaba un rato intentando decir:
—¿Tú la venderías?
—¿El qué?
—La cereza de Eva. El petardo bomba. En la casa de Gary hay un coche abandonado y dice que podemos destrozarlo. Podríamos echarle gasolina de mechero y quemarlo.
—Se detuvo y después añadió—: No te he invitado por eso. Te he invitado porque estaría bien que vinieras.
—Sí, ya lo sé —dijo Ig—. Pero es que no me parece bien vendértelo.
—Pero si estás regalándome cosas todo el tiempo... Si fueras a venderlo, ¿cuánto pedirías? Tengo algo de dinero de las propinas que me saco vendiendo revistas.
También le podrías pedir veinte dólares a tu mamá,
pensó Ig con una voz suave y casi maliciosa que le resultó irreconocible.
—No quiero tu dinero —dijo—. Pero te lo cambio.
—¿Por qué?
—Por eso —dijo Ig señalando con la cabeza hacia la cruz.
Ya estaba dicho. Contuvo el siguiente aliento en los pulmones, una cápsula de oxígeno caliente con sabor a cloro, química y extraña. Lee le había salvado la vida, le había sacado del río cuando estaba inconsciente y le había ayudado a respirar otra vez e Ig estaba dispuesto a devolverle el favor, sentía que le debía a Lee cualquier cosa, todo excepto esto. La chica le había hecho señales a él, no a Lee. Comprendía que hacer un trato de este tipo con Lee no era justo, no tenía defensa moral posible, no era de personas decentes. Nada más pedirle que le devolviera la cruz se le encogió el estómago. Siempre se había visto como el bueno de la película, el héroe indiscutible. Pero los héroes no hacían algo así. En todo caso, tal vez había cosas más importantes que ser el bueno de la película.
Lee le miró mientras en las comisuras de los labios se le dibujaba una media sonrisa. Ig notó una oleada de calor en la cara pero no le dio demasiada vergüenza, le alegraba ruborizarse por ella. Dijo:
—Ya sé que no viene a cuento, pero creo que me gusta. Te lo habría dicho antes pero no quería interponerme en tu camino.
Sin dudarlo un instante, Lee se llevó las manos detrás del cuello y se soltó el broche.
—Sólo tenías que haberlo dicho. Es tuya, siempre lo ha sido. Tú la encontraste, no yo. Yo lo único que hice fue arreglarla. Y si te ayuda a llegar hasta ella me alegro de haber contribuido.
—Pensé que te gustaba. Tú no...