Era horrible escuchar eso —pueden tardar días en encontrarla—, una afirmación que le trae a la cabeza la imagen vívida de Merrin yaciendo entre helechos y hierba húmeda, con agua de lluvia en los ojos y un escarabajo reptando por su pelo. A esta imagen le sigue el recuerdo de Merrin sentada en el asiento del copiloto, temblando con la ropa mojada y mirándole con ojos tímidos y tristes. Gracias por recogerme. Me habéis salvado la vida.
—Quiero irme a casa —dice Terry. Quiere sonar beligerante, enfadado y cargado de razón, pero sólo le sale un susurro.
—Claro —dice Lee—. Te llevo. Pero deja que te preste una camiseta antes. Estás lleno de sangre.
Hace un gesto en dirección a la suciedad que Terry se limpió en su camiseta, que ahora, a la luz perlada y opalescente del amanecer, identifica como sangre seca.
* * *
Ig lo vio todo con sólo tocarle, como si hubiera estado sentado en el coche con ellos y hubiera recorrido todo el camino hasta la vieja fundición. Vio la conversación desesperada y suplicante que Terry había mantenido con Lee treinta horas más tarde, en la cocina de este último. Era un día de un sol resplandeciente y hacía un frío impropio de la estación; se oía a niños gritar en la calle y a otros chapotear en la piscina de la casa contigua. Tratar de acomodar la evidente normalidad del día con la idea de que Ig estaba encerrado y Merrin en una cámara refrigerada en alguna morgue se le antojaba casi imposible. Lee estaba de pie apoyado en una encimera de la cocina, impasible, mientras Terry saltaba de un pensamiento a otro, de una emoción a otra, su voz en ocasiones ahogada por la rabia y en otras por la tristeza. Lee esperó a que agotara sus energías y entonces dijo:
—Tu hermano va a salir libre. Mantén la calma. Las pruebas forenses no van a ser acusatorias, así que tendrán que exculparle públicamente.
—¿Qué pruebas forenses?
—Huellas de zapato —dijo Lee—. De neumático. ¿Y quién sabe qué más? Sangre, supongo. Puede ser que Merrin me arañara. Pero mi sangre no coincidirá con la de Ig y no hay razón para que me hagan pruebas a mí. En todo caso, más te vale que no sea así. Espera y verás. Seguro que le dejan en libertad antes de ocho horas y al final de la semana le habrán declarado inocente. Un poco de paciencia y pronto estaremos a salvo los dos.
—Están diciendo que la violaron —dijo Terry—. No me contaste que la habías violado.
—Y no lo hice. Sólo es violación si la chica se resiste —dijo Lee. Acto seguido cogió una pera y le dio un sonoro mordisco.
Pero peor que todo eso fue ver lo que Terry había intentado hacer cinco meses más tarde, sentado en su garaje, en el asiento del conductor de su Viper, con las ventanillas bajadas, la puerta del garaje cerrada y el motor en marcha. Terry estaba a punto de perder el sentido, rodeado de gases del tubo de escape, cuando la puerta del garaje se abrió detrás de él. Su empleada doméstica nunca se había presentado en su casa un domingo por la mañana, pero allí estaba, mirando atónita a Terry a través de la ventanilla del pasajero, sujetando su ropa de la tintorería contra el pecho.
Era una inmigrante mexicana de cincuenta años que comprendía el inglés pasablemente, pero es poco probable que pudiera leer la parte de la nota doblada que sobresalía del bolsillo de la camisa de Terry.
A QUIEN PUEDA INTERESAR
El año pasado mi hermano, Ignatius Perrish, fue arrestado como sospechoso de violar y asesinar a Merrin Williams, su mejor amiga. Es INOCENTE DE TODOS LOS CARGOS. Merrin, que también era mi amiga, fue violada y asesinada por Lee Tourneau. Lo sé porque estuve presente y, aunque no le ayudé a cometer el crimen, soy culpable de encubrimiento y no puedo seguir viviendo...
Pero Ig no pudo seguir leyendo, dejó caer la mano de Terry como sacudido por una descarga eléctrica. Su hermano abrió los ojos con las pupilas dilatadas por la oscuridad.
—¿Mamá? —preguntó con voz adormilada y pastosa. La habitación estaba a oscuras, lo suficiente para que Ig dudara de que viera algo más que su silueta de pie. Mantuvo la mano detrás de la espalda apretando el mango del cuchillo.
Abrió la boca para decir algo. Quería decirle a Terry que volviera a dormirse, que era la cosa más absurda que podía decir en un momento así, excepto quizá otra. Pero conforme hablaba notó que la sangre se le agolpaba en los cuernos y la voz que salió de su garganta no era la suya, sino la de su madre. Pero no una imitación, un acto consciente de mímica. Era ella.
—Sigue durmiendo, Terry —dijo.
Ig se sorprendió tanto que dio un paso atrás y se golpeó en la cadera con la mesilla de noche. Un vaso de agua chocó suavemente con la lamparita. Terry cerró los ojos de nuevo, pero empezó a dar signos de agitación, como si en cualquier momento fuera a despertarse.
—Mamá —dijo—, ¿qué hora es?
Ig le miró, sin preguntarse ya cómo lo había hecho —cómo había logrado invocar la voz de Lydia—, sólo si sería capaz de hacerlo de nuevo. Ya sabía cómo lo había hecho. El demonio podía, claro está, hablar con la voz de las personas amadas, decir a la gente lo que más deseaba oír. El don de lenguas..., la artimaña preferida del demonio.
—Chiss —dijo y los cuernos se llenaron de presión y su voz era la de Lydia Perrish. Era fácil, ni siquiera necesitaba pensarlo—. Chiss, cariño. No hace falta que hagas nada. No tienes que levantarte. Descansa, cuídate.
Terry suspiró y se volvió en la cama, dando la espalda a Ig.
Había estado preparado para cualquier cosa menos para sentir compasión por Terry. No había nada peor que lo que le había ocurrido a Merrin, pero de algún modo..., de algún modo aquella noche Ig había perdido también a su hermano.
Se agazapó en la oscuridad mirando a Terry dormido de costado bajo las sábanas y reflexionó sobre esta nueva manifestación de sus poderes. Al cabo de un rato abrió la boca y Lydia dijo:
—Deberías irte a casa mañana. Seguir con tu vida. Tienes ensayos, cosas que hacer. No te preocupes por la abuela. Se va a poner bien.
—¿Y qué pasa con Ig? —preguntó Terry. Hablaba en un murmullo sin dejar de darle la espalda—. ¿No debería quedarme hasta que sepamos adónde ha ido? Estoy preocupado.
—Tal vez necesite estar solo ahora mismo —dijo Ig con la voz de su madre—. Ya sabes en qué época del año estamos. Estoy segura de que está bien y quiere que vuelvas al trabajo. Tienes que pensar en ti, por una vez. Así que mañana, derechito a Los Ángeles.
Lo dijo en tono de mando, concentrando todo el poder de su voluntad en los cuernos, que cosquillearon de placer.
—Derechito —dijo Terry—. De acuerdo.
Ig se retiró hacia la puerta y hacia la luz del día.
Pero antes de que pudiera marcharse Terry habló de nuevo.
—Te quiero —dijo.
Ig sujetó la puerta mientras se le formaba un extraño nudo en la garganta y notaba que le faltaba el aliento.
—Yo también te quiero, Terry
—dijo, y cerró suavemente la puerta.
P
or la tarde condujo por la autopista hasta una pequeña tienda de alimentación. Compró algo de queso y salchichón, mostaza, dos rebanadas de pan, dos botellas de vino tinto de mesa y un sacacorchos.
El tendero era un hombre viejo con aspecto de profesor, lentes de abuelo y una chaqueta de punto. Estaba inclinado sobre el mostrador con la barbilla apoyada en un puño hojeando
The New York Review of Books.
Miró a Ig sin ningún interés y empezó a marcar sus compras en la caja registradora.
Mientras pulsaba las teclas le confesó que su mujer durante cuarenta años tenía Alzheimer y que estaba empezando a pensar en llevarla hasta la puerta que daba al sótano y empujarla escaleras abajo. Estaba convencido de que se partiría el cuello y que la policía lo consideraría un accidente. Wendy le había amado con su cuerpo, le había escrito cartas cada semana mientras estaba en el ejército y le había dado dos preciosas hijas, pero estaba cansado de oírla desvariar y de tener que lavarla. Quería irse a vivir con Sally, una vieja amiga, a Boca Ratón. Cuando su mujer muriera, cobraría casi tres cuartos de millón de un seguro de vida y entonces dedicaría el resto de su vida al golf, al tenis y a compartir buenas comidas con Sally. Quería saber la opinión de Ig al respecto y éste le dijo que ardería en el infierno. El tendero se encogió de hombros y dijo que claro, que eso lo daba por hecho.
Le hablaba en ruso e Ig le contestó en este mismo idioma, aunque no sabía ruso, nunca lo había estudiado. Sin embargo, su fluidez a la hora de hablarlo no le sorprendió en absoluto. Después de hablar a Terry con la voz de su madre, esto era una minucia. Y además, el lenguaje del pecado es universal, el esperanto original.
Se alejó de la caja registradora recordando cómo había engañado a Terry, cómo algo en su interior le había permitido invocar la voz que precisamente su hermano necesitaba oír. Se preguntó sobre los límites de ese nuevo poder suyo, si lograría engañar con él a alguna otra mente. Se detuvo en la puerta y volvió la vista, examinando con interés al tendero, que estaba sentado detrás del mostrador leyendo otra vez el periódico.
—¿No contesta al teléfono? —le preguntó.
El tendero levantó la vista y frunció el entrecejo extrañado.
—Está sonando —dijo Ig. Los cuernos le palpitaban transmitiéndole una sensación del todo placentera.
El tendero miró perplejo el teléfono. Lo descolgó y se llevó el auricular a la oreja. Incluso desde la puerta Ig oía el tono de llamada.
—Roben, soy Sally
—dijo Ig, pero la voz que salió de su garganta no era la suya. Era una voz ronca y profunda pero inconfundiblemente femenina y con acento del Bronx, una voz que le era por completo desconocida y que sin embargo estaba convencido de que correspondía a Sally Comosellame.
El tendero hizo una mueca de confusión y dijo al auricular vacío:
—¿Sally? Pero si hemos hablado hace unas horas. Creía que estabas intentando ahorrar en teléfono.
Los cuernos le latían con un placer sensual.
—Empezaré a ahorrar en teléfono cuando no tenga que llamarte todos los días
—dijo Ig con la voz de Sally desde Boca Ratón—.
¿Cuándo piensas venir a verme? Esta espera me está matando.
El tendero dijo:
—Ya sabes que no puedo. ¿Tienes idea de lo que me costaría meter a Wendy en una residencia? ¿De qué viviríamos?
Seguía sin haber nadie al otro lado del teléfono.
—¿Quién ha dicho que tengamos que vivir como Rockefeller? No necesito comer ostras, me basta con una ensalada de atún. Quieres esperar a que se muera, pero ¿qué pasa si lo hago yo antes? ¿Qué harás entonces? Ya no soy joven, y tú tampoco. Métela en un sitio donde la cuiden y después coge un avión para que yo pueda cuidarte a ti
.
—Le prometí que no la metería en una residencia mientras estuviera viva.
—Ya no es la misma persona a la que le prometiste eso y tengo miedo a lo que puedas hacer si sigues con ella. Lo que te pido es que te decidas por un pecado que nos permita estar juntos. Después, cuando tengas el billete de avión, llámame e iré a recogerte al aeropuerto
.
Ig cortó la conexión. La agradable sensación de presión en los cuernos fue desvaneciéndose. El tendero se separó el auricular de la oreja y se quedó mirándolo con la boca entreabierta por el asombro. Pero no levantó la vista; se había olvidado ya por completo de Ig.
* * *
Encendió la chimenea, abrió la primera botella de vino y bebió a grandes tragos, sin dejarlo respirar. Los vapores del alcohol se le subieron a la cabeza envolviéndole en su suave mareo y una dulce asfixia le invadió, como si unas manos amantes le rodearan el cuello. Sabía que debería estar urdiendo un plan, decidiendo qué hacer con Lee Tourneau, pero era difícil concentrarse mirando el fuego. El movimiento hipnótico de las llamas le transfiguraba. Miraba fascinado el remolino de chispas y el baile de brasas anaranjadas, se regocijaba en el regusto áspero del vino, que le arrancaba los pensamientos como cuando se raspa la pintura vieja de una pared para pintarla de nuevo. Se tironeaba inquieto de la perilla, disfrutando de su tacto, contento de tenerla, sintiendo que le compensaba por su incipiente calvicie. Cuando era un niño todos su héroes habían sido hombres barbados: Jesús, Abraham Lincoln, Dan Haggerty.
—Barbas —musitó—. Qué bendición el vello facial.
Iba por la segunda botella de vino cuando escuchó al fuego murmurarle, sugiriéndole planes, estrategias, animándole en un bisbiseo suave, proponiendo argumentos teológicos. Inclinó la cabeza y escuchó con atención, fascinado. De vez en cuando asentía con la cabeza. La voz del fuego era la voz de la sensatez y, en la hora siguiente, aprendió muchas cosas.
* * *
Cuando hubo oscurecido, abrió la puerta del horno y descubrió a su nutrida congregación de fieles esperando a oír la Palabra. Salió de la chimenea y la interminable alfombra de serpientes —había al menos mil, unas encima de las otras o enredadas en nudos imposibles— abrió un camino para dejarle llegar hasta el montón de ladrillos que había en el centro del suelo. Se subió al pequeño montículo y tomó asiento armado con su horca y la segunda botella de vino. Allí encaramado, les habló:
—Que el alma debe ser protegida para que no se arruine o consuma es una cuestión de fe —dijo—. Cristo en persona aconsejó a los apóstoles que desconfiaran de aquel que terminaría por destruir sus almas en el infierno. Yo ahora os digo que evitar un destino así es una imposibilidad matemática. El alma es indestructible y eterna. Como el número pi, ni cesa ni termina. Como pi, es una constante. Pi es un número irracional que no se puede fraccionar, indivisible. Del mismo modo el alma es una ecuación irracional e indivisible que expresa a la perfección una sola cosa: uno mismo. El alma no tendría valor para el diablo si pudiera ser destruida. Y cuando Satán la toma bajo sus cuidados, no se pierde, como muchos afirman. Satán sabe muy bien qué hacer con ella.
Una serpiente de grueso tronco marrón empezó a reptar por la pila de ladrillos. Ig la sintió deslizarse sobre sus pies desnudos pero al principio no le prestó atención, concentrado en las necesidades espirituales de su rebaño de fieles.
—Siempre se ha dicho que Satán es el enemigo, pero Dios teme a las mujeres más incluso que al demonio, y hace bien. La mujer, con su poder de engendrar vida, es quien fue hecha a la imagen y semejanza del Creador, no el hombre, y ha demostrado ser, con mucho, más digna de la adoración del hombre que Cristo, ese barbudo fanático que disfrutaba anunciando el fin del mundo. Dios salva, pero no aquí ni ahora. Sus promesas de salvación son sólo eso, promesas. Como todos los charlatanes, nos pide que paguemos ahora y tengamos fe en que más tarde recibiremos. Las mujeres, en cambio, ofrecen otra clase de salvación, más inmediata y satisfactoria. No posponen su amor a una eternidad lejana e improbable, sino que nos lo brindan en el momento, al menos a aquellos que lo merecen. Así ocurrió conmigo y con muchos otros. El demonio y la mujer han sido aliados frente a Dios desde el principio, desde el mismo momento en que Satán se presentó ante Adán en forma de serpiente y le susurró que la verdadera felicidad no residía en la oración, sino en el coño de Eva.