Le irrita que se haya largado así dejándola bajo la lluvia, una reacción tan inmadura que resulta cómica. Cómica pero no sorprendente. Merrin ha sido para Ig una amante, un consuelo, una consejera, una barrera defensiva frente al mundo y también la mejor de las amigas. A veces da la impresión de que llevan casados desde que Ig tenía quince años. Pero a pesar de todo ello desde el comienzo siempre fue un amor de instituto. Terry está convencido de que Ig nunca se ha besado, y mucho menos acostado, con otra chica, y le gustaría que su hermano hubiera tenido más experiencias. No se trata de que no quiera que esté con Merrin porque..., bueno, por eso. Sino que el amor requiere de un contexto. Porque la primera relación amorosa es, por su propia naturaleza, inmadura. Y ahora Merrin quiere darles a ambos la oportunidad de crecer un poco. ¿Y qué?
Mañana por la mañana, cuando lleve a Ig al aeropuerto de Logan, estarán a solas y tendrá ocasión de decirle un par de cosas. Le dirá que sus ideas sobre Merrin, sobre su relación —que era algo predestinado, que era la más perfecta de las chicas, que su amor era también perfecto y que juntos eran capaces de hacer pequeños milagros—, era una trampa que terminaría por asfixiarle. Si Ig odiaba ahora a Merrin era sólo porque había descubierto que era una persona de carne y hueso, con defectos y necesidades y deseosa de vivir en el mundo real y no en los sueños de Ig. Que le quería lo suficiente como para dejarle marchar y que él debía estar dispuesto a hacer lo mismo, que si quieres a alguien debes darle alas. Joder, parece un anuncio de Red Bull.
—Merrin, ¿estás bien? —pregunta Lee. Merrin sigue temblando, aunque lo que tiene son más bien convulsiones.
—No. Bueno, sí... Lee, por favor, para el coche. Déjame aquí.
Las dos últimas palabras las pronuncia con reveladora claridad.
El camino a la vieja fundición está un poco más adelante a la derecha y circulan a demasiada velocidad para cogerlo, pero Lee lo hace. Terry se agarra a la parte trasera del asiento de Merrin y ahoga un grito. Los neumáticos del lado del pasajero derrapan en la grava, que sale disparada hacia los árboles, y dejan una marca de casi un metro de longitud.
Los arbustos arañan el guardabarros. El Cadillac traquetea por los surcos de tierra, todavía a demasiada velocidad mientras la autopista desaparece a sus espaldas. Más adelante hay una cadena cortando el paso. Lee pisa a fondo el freno, da un volantazo y el coche derrapa. Se detiene con los faros delanteros rozando la cadena, tensándola de hecho. Merrin abre su puerta, saca la cabeza y vomita. Una vez. Otra. Qué cabrón Ig. En este momento Terry le odia.
Tampoco siente gran simpatía hacia Lee, conduciendo de esa manera. Se han detenido por completo y, sin embargo, una parte de él se siente como si siguieran moviéndose, escorándose a la derecha. Si tuviera el porro a mano lo tiraría por la ventana —la sola idea de metérselo en la boca le repugna, sería como tragarse una cucaracha viva—; sólo que no recuerda qué ha hecho con él, no parece tenerlo ya en la mano. Se toca de nuevo el rasguño en la sien y hace un gesto de dolor.
La lluvia golpea lentamente el parabrisas. Sólo que no es lluvia, ya no. Únicamente gotas de agua que caen de las ramas de los árboles. No hace ni cinco minutos diluviaba con tal fuerza que la lluvia rebotaba al tocar el suelo pero, como suele ocurrir con las tormentas de verano, se ha marchado tan rápido como ha venido.
Lee sale del coche, lo rodea y se agacha junto a Merrin. Le murmura algo con voz serena, razonable. Sea lo que sea que le contesta ella, no parece gustarle. Repite su ofrecimiento y esta vez la respuesta de Merrin resulta audible y su tono de voz poco amistoso.
—No, Lee. Quiero irme a casa, quitarme esta ropa mojada y estar sola.
Lee se levanta, camina hasta el maletero, lo abre y busca algo en su interior. Una bolsa de gimnasia.
—Tengo ropa de deporte. Una camiseta, un chándal. Están secos y abrigan. Y además no están vomitados.
Merrin le da las gracias y sale a la noche húmeda, extraña, pastosa y asfixiante y se pone la cazadora de Terry sobre los hombros. Alarga la mano para coger la bolsa pero Lee la retiene por un instante.
—Tenías que hacerlo. Era una locura pensar... que cualquiera de los dos podíais...
—Sólo quiero cambiarme, ¿vale?
Merrin coge la bolsa y echa andar camino abajo, cruza delante de los faros del coche con la falda pegada a las rodillas y la blusa transparente por la intensa luz. Terry se sorprende mirándola fijamente y se obliga a apartar la vista. Es entonces cuando descubre que Lee también la está mirando. Por primera vez se pregunta si tal vez el bueno de Lee Tourneau no ha estado siempre colgado de Merrin, o si al menos la desea. Merrin sigue camino abajo, primero iluminada por el haz de luz que proyectan los faros y después pisando la grava y desapareciendo en la oscuridad. Es la última vez que Terry la ve con vida.
Lee está de pie junto a la puerta del pasajero, mirándola. Da la impresión de no saber si meterse o no en el coche. Terry quiere decirle que se siente, pero no consigue reunir fuerzas. El también se queda mirando a Merrin un tiempo y después no lo puede soportar. No le gusta el modo en que la noche parece respirar, hinchándose y contrayéndose. Los faros alumbran la esquina de la explanada que hay bajo la fundición y no le gusta el modo en que la hierba húmeda se agita en la oscuridad, en un continuo y desasosegante movimiento. Puede oírla a través de la puerta abierta. Sisea como las serpientes del zoológico. Y además sigue teniendo esa sensación en el estómago de estar deslizándose hacia un lado, hacia algún lugar al que no quiere ir. El dolor en la sien izquierda no contribuye a mejorar las cosas. Sube los pies y se tumba en el asiento trasero.
Así está mejor. La tapicería marrón jaspeada también se mueve, como una nube de leche en una taza de café al removerlo, pero no pasa nada. Es una visión agradable cuando se está fumado, algo que da seguridad, y no como la hierba mojada meciéndose estática en la noche.
Necesita algo en lo que pensar, algo tranquilizador, una fantasía agradable que sosiegue su mente confusa. La productora está preparando la lista de invitados para la siguiente temporada, la combinación habitual de famosos y viejas glorias, de blancos y negros. Mos Def y Def Leppard, los Anguilas, los Cuervos y demás animales que componen el bestiario de la cultura pop, pero lo que a Terry le hace verdaderamente ilusión es que vaya Keith Richards, que estuvo en el Viper Room con Johnny Depp unos meses atrás y le dijo a Terry que el programa le parecía una puta gozada, que le encantaría ir, joder, a ver si le invitaban de una puta vez y ¿por qué coño habéis tardado tanto? Eso sería la leche, tener a Richards y darle la última media hora del programa sólo para él. Los ejecutivos de la Fox se cabrean cada vez que Terry cambia el formato habitual del programa y lo convierte en un concierto —le dicen que con eso le regala medio millón de espectadores a Letterman— pero por lo que a él respecta le pueden chupar a Keith Richards su polla nudosa y desgastada por el uso.
Al poco tiempo sus pensamientos vuelan. Perrish está tocando con Keith Richards en un festival, unas ochenta mil personas que por alguna razón se han congregado en la fundición. Están tocando Simpatía por el diablo y Terry ha accedido a ser el vocalista porque Mick está en Londres. Se acerca al micrófono y le dice al público, que da saltos extasiado, que es un hombre de gusto y dinero, lo cual es un verso de la canción pero también la verdad. Entonces Keith Richards levanta su Telcaster y empieza tocar su blues del diablo. Su solo de guitarra bronco y estridente es lo menos parecido a una canción de cuna, pero a Terry le basta para conciliar un sueño entrecortado.
* * *
Se despierta una vez, brevemente, cuando están de vuelta en la carretera y el Cadillac se desliza a gran velocidad por la suave cinta transportadora de la noche. Lee conduce y el asiento del copiloto está vacío. Terry ha recuperado su cazadora y la lleva extendida cubriéndole los brazos y el regazo, algo que ha debido de hacer Merrin al regresar al coche, un gesto de consideración típico de ella. Aunque la chaqueta está empapada y sucia, hay algo pesado que la mantiene pegada a su regazo, algo encima de ella. Terry busca a tientas y coge una piedra mojada del tamaño y la forma de un huevo de avestruz, con briznas de hierba y porquería pegadas. Esa piedra significa algo
—Merrin la ha dejado allí por algún motivo— pero Terry está demasiado aturdido y mareado para entenderlo. Deja la piedra en el suelo del coche. Tiene adherida una sustancia pegajosa, como baba de caracol, y Terry se limpia los dedos en la camiseta, estira la cazadora de modo que le cubra los muslos y vuelve a recostarse.
Todavía le late la sien derecha, donde se golpeó al caer hacia atrás. La nota dolorida y cuando se la toca con el dorso de la mano izquierda comprueba que está sangrando de nuevo.
—¿Merrin está bien? —pregunta.
—¿Qué? —dice Lee.
—Merrin, quiero saber si nos hemos ocupado de ella.
Lee conduce un rato sin decir nada. Luego contesta:
—Sí.
Terry asiente, satisfecho, y dice:
—Es una buena chica. Espero que arregle las cosas con Ig.
Lee se limita a conducir.
Terry siente que vuelve a sumirse en el sueño en que comparte escenario con Keith Richards ante un público extasiado que actúa para él tanto como él actúa para ellos. Entonces, cuando se encuentra en el límite mismo de la consciencia, se escucha a sí mismo formular una pregunta que ni siquiera tenía en la cabeza:
—¿Qué es esta piedra?
—Es una prueba.
Terry asiente —parece una respuesta razonable— y dice:
—Bien. No queremos ir a la cárcel si podemos evitarlo.
Lee se ríe. Es un sonido áspero y gangoso, parecido a la tos —como un gato con una bola de pelo en la garganta—, y Terry se da cuenta de que nunca le ha oído reírse antes y no le gusta demasiado. Después pierde de nuevo la consciencia. Esta vez, sin embargo, no le esperan sueños agradables y frunce el sueño mientras duerme, con la expresión de un hombre que trata de encontrar una palabra especialmente difícil en un crucigrama, una palabra que debería saber pero que no le viene a la cabeza.
Transcurrido algún tiempo, abre los ojos y se da cuenta de que el coche no se mueve. De hecho, el Cadillac lleva un rato aparcado. No tiene ni idea de por qué lo sabe, sólo que es así.
La luz ha cambiado. Todavía no ha amanecido, pero la noche se bate ya en retirada, ha recogido casi todas las estrellas y se dispone a guardarlas. Nubes gruesas, pálidas y montañosas, jirones de la tormenta de la noche anterior, flotan a la deriva contra un fondo negro. Terry puede ver bien el cielo si mira por una de las ventanillas laterales. Puede oler la aurora, su fragancia a hierba impregnada de lluvia y a tierra caliente. Cuando se endereza en el asiento comprueba que Lee ha dejado entreabierta la puerta del conductor.
Busca en el suelo su cazadora. Debe de estar ahí, en algún lugar; supone que se le ha resbalado de las rodillas mientras dormía. Encuentra la caja de herramientas, pero no la chaqueta. El asiento del copiloto está plegado hacia delante y Terry sale del coche.
Al alargar los brazos para estirar la espalda le cruje la espina dorsal. Después se queda quieto con los brazos tendidos hacia la noche, como un hombre clavado a una cruz invisible.
Lee está sentado fumando en las escaleras de entrada de la casa de su madre, que ahora es su casa. Terry recuerda que la enterraron seis semanas atrás. No puede ver la cara de Lee, sólo la brasa anaranjada de su Winston. No sabe por qué, pero ver a Lee sentado en el porche esperándole le produce desazón.
—Menuda nochecita —dice Terry.
—Aún no ha terminado.
—Lee da una calada a su cigarrillo y la brasa se ilumina, permitiendo a Terry ver parte del rostro de Lee, la parte mala, la que tiene el ojo muerto. En la penumbra del amanecer el ojo es blanco y ciego, una esfera blanca rellena de humo—. ¿Qué tal la cabeza?
Terry se lleva la mano a la herida de la sien y después la deja caer.
—Bien. No es nada.
—Yo también he tenido un accidente.
—¿Qué accidente? ¿Estás bien?
—Yo sí, pero Merrin no.
—¿Qué quieres decir?
De súbito Terry es consciente de que tiene el cuerpo empapado en un sudor pegajoso y de resaca, una sensación de desagradable humedad. Se mira y ve que tiene la camiseta llena de manchas negras de dedos, barro o algo parecido, y recuerda vagamente haberse limpiado la mano en ella. Cuando vuelve la vista hacia Lee siente miedo de lo que éste va a decirle.
—Fue un accidente, en serio —dice Lee—. No me di cuenta de lo grave que era hasta que fue demasiado tarde.
Terry le mira, esperando una explicación.
—Vas demasiado deprisa, colega. ¿Qué ha pasado?
—Eso es lo que tenemos que decidir. Tú y yo. Eso es de lo que quiero hablar contigo. Tenemos que ponernos de acuerdo en lo que vamos a contar antes de que la encuentren.
Terry reacciona de forma lógica y se ríe. Lee es famoso por su peculiar sentido del humor, y si fuera ya de día y no se encontrara tan mal, seguramente lo apreciaría. Aunque su mano derecha no cree que Lee sea gracioso. La mano derecha de Terry ha cobrado vida propia y está palpando los bolsillos de sus pantalones en busca del móvil.
Lee dice suavemente:
—Terry, ya sé que esto es horrible. Pero no estoy de broma. Tenemos un problema, y gordo. Ninguno de los dos es culpable, —esto no ha sido culpa de nadie—, pero estamos metidos en el mayor de los líos posibles. Fue un accidente, pero van a decir que nosotros la matamos.
Terry quiere reír de nuevo, pero en lugar de eso dice:
—Para.
—No puedo. Tienes que oír esto.
—No está muerta.
Lee da otra calada, su cigarrillo se ilumina y su ojo de humo mira a Terry.
—Estaba borracha y empezó a tirarme los tejos. Supongo que quería vengarse de Ig. Se había quitado la ropa y se me echó encima y cuando la empujé para que se apartara... No quería hacerlo. Tropezó con una raíz o algo así y al caer se dio contra una piedra... Yo no quería. Me alejé de ella y cuando volví a verla... Fue horrible. No sé si me vas a creer, pero antes me dejaría arrancar el ojo bueno que hacerle daño a propósito.
Cuando Terry respira, no inhala oxígeno, sino terror; éste le llena los pulmones como si fuera un gas o una toxina trasmitida en el aire. El suelo parece ceder bajo sus pies. Necesita llamar a alguien, tiene que encontrar su teléfono, encontrar ayuda. Se trata de una situación que precisa de alguien sereno y con autoridad, alguien que sepa qué hacer en casos de emergencia. Vuelve al coche y se inclina sobre el asiento trasero en busca de su cazadora. Su teléfono debe de estar en algún bolsillo, pero la cazadora no está donde pensaba. Ni tampoco en el asiento delantero.
Al notar la mano de Lee en la nuca, Terry da un respingo, emite un sollozo ahogado y se aparta.
—Terry —dice Lee—, tenemos que decidir lo que vamos a decir.
—No tenemos que decidir nada. Necesito mi teléfono.
—Puedes llamar desde casa, si quieres.
Terry aparta a Lee con el brazo y camina hacia el porche. Lee tira el cigarrillo y le sigue, sin demasiada prisa.
—Si quieres llamar a la policía no pienso detenerte. Iré contigo a la fundición a encontrarme con ellos —dice Lee—. A enseñarles dónde está. Pero antes de que descuelgues el teléfono te conviene saber lo que voy a decirles, Terry.
Terry sube las escaleras de un par de saltos, atraviesa el porche, abre la puerta mosquitera y empuja la de entrada a la casa. Camina a tientas por el vestíbulo delantero. Si hay un teléfono ahí, no puede verlo en la oscuridad. La cocina está a la izquierda.
—Estábamos todos muy borrachos —dice Lee—. Nosotros estábamos borrachos y tú colocado. Pero Merrin era la que iba peor. Eso será lo primero que les diré. Que desde el momento en que se subió al coche empezó a entrarnos a los dos. Ig la había llamado puta y estaba decidida a demostrar que lo era.
Terry sólo escucha a medias. Se desplaza con rapidez por una sala de estar para invitados, y se golpea la rodilla con el respaldo de una silla. Recupera el equilibrio y se dirige hacia la cocina. Lee le sigue hablando con una voz increíblemente serena:
—Nos pidió que paráramos el coche para poder cambiarse de ropa y después nos hizo un numerito aprovechando los faros del vehículo. Tú no dijiste ni una palabra durante todo el tiempo, sólo la mirabas y la escuchabas hablar de lo que le esperaba a Ig por haberla tratado de aquella manera. Primero se enrolló conmigo y después te atacó a ti. Estaba tan borracha que no se daba cuenta de lo enfadado que estabas. Cuando te estaba metiendo mano se puso a hablar del dinero que podría sacarse vendiendo la historia de las fiestas privadas de Terry Perrish a la prensa amarilla. Que valdría la pena hacerlo sólo por vengarse de Ig, por ver la cara que pondría. Fue entonces cuando la golpeaste. Antes de que me diera cuenta de lo que estabas haciendo.
Terry está en la cocina, en la mesa con una mano en el teléfono color beis, pero no lo descuelga. Por primera vez se vuelve y mira a Lee, alto y musculoso, con su mata de pelo dorado pálido y su ojo blanco y misterioso. Apoya una mano en el centro de su pecho y le empuja con la fuerza suficiente para hacerle chocar contra la pared. Las ventanas tiemblan, pero Lee no parece demasiado afectado.
—Nadie se va a creer esa gilipollez.
—¿Y qué van a creer entonces? —dice Lee—. Las huellas que hay en la piedra son las tuyas.
Terry coge a Lee por la camiseta, le aparta de la pared y le empuja de nuevo contra ella, sujetándole allí con la mano derecha.
Una cuchara se cae de la mesa y el sonido metálico que hace al rebotar resuena como una campanada. Lee le mira impasible.
—Tiraste ese porro gigante que te estabas fumando justo al lado del cuerpo. Y Merrin fue la que te arañó, cuando trataba de resistirse. Después de que se muriera te limpiaste con sus bragas. Están cubiertas de tu sangre.
—¿De qué coño estás hablando? —pregunta Terry. La palabra «bragas» parece quedar suspendida en el aire, como la cuchara.
—La herida que tienes en la sien. Te la limpié con sus bragas mientras estabas inconsciente. Necesito que entiendas la situación, Terry. Estás tan metido en esto como yo. Quizá más.
Terry levanta la mano izquierda con el puño cerrado, pero se detiene. Hay una avidez en el rostro de Lee, una especie de expectación que hace que le brillen los ojos; su respiración es jadeante. Terry no llega a pegarle.
—¿A qué esperas? —pregunta Lee—. Pégame.
Terry nunca ha pegado a otro hombre llevado por la ira. Tiene casi treinta años y jamás ha pegado un puñetazo. Nunca ha participado en una bronca de patio de colegio. Se llevaba bien con todos sus compañeros.
—Si me haces daño, yo mismo llamaré a la policía. Eso me dará todavía más ventaja. Puedo decir que intenté defender a Merrin.
Terry da un paso atrás, tambaleante, y baja la mano.
—Me largo. Deberías buscarte un abogado. Yo, desde luego, pienso hablar con el mío en veinte minutos. ¿Dónde está mi cazadora?
—Con la piedra. Y las bragas de Merrin. En un lugar seguro. No aquí, paré el coche de camino a casa. Me dijiste que recogiera las pruebas incriminatorias y me deshiciera de ellas, pero no las destruí...
—Vete a tomar por culo.
—... porque pensé que intentarías echarme a mí toda la culpa. Adelante, Terry, llámales. Pero te juro que si yo caigo tú caerás conmigo. Así que depende de ti. Acabas de empezar Hothouse. En dos días te vuelves a Los Ángeles a codearte con estrellas de cine y modelos de ropa interior. Pero adelante, haz lo correcto. Quédate con la conciencia tranquila. De todas formas ten en cuenta que nadie te va a creer, ni siquiera tu hermano, que te odiará para siempre por haber matado a su novia cuando estabas borracho y colocado. Quizá al principio no se lo crea, pero dale tiempo. Te esperan veinte años de cárcel, tiempo de sobra para darte palmaditas en la espalda por ser tan decente. Por el amor de Dios, Terry. Lleva ya muerta cinco horas, así que va a dar la impresión de que has intentado ocultarlo.
—Te voy a matar —musita Terry.
—Sí, claro —dice Lee—. Entonces tendrás que dar explicaciones sobre dos cadáveres. Pero vamos, tú mismo.
Terry se vuelve y mira con desesperación el teléfono que hay sobre la mesa, con la sensación de que si no lo descuelga y llama a alguien en los próximos minutos su vida se habrá terminado. Y sin embargo se siente incapaz de levantar el brazo. Es como un náufrago en una isla desierta, viendo un avión brillar en el cielo a doce mil metros de distancia y, al no tener manera de llamar su atención, ve alejarse su última oportunidad de ser rescatado.
—O —dice Lee— también podría haber pasado así: no hemos sido ni tú ni yo, sino que un extraño la mató. Es algo que pasa todos los días. Como las historias que salen en la televisión. Nadie la vio subirse a un coche. Nadie nos vio ir hacia la fundición. Por lo que respecta al resto del mundo, tú y yo volvimos a mi casa después de la hoguera, jugamos a las cartas y nos quedamos dormidos viendo la edición de las dos de la madrugada de Sports Center. Mi casa está justo en el extremo contrario del pueblo al de El Abismo, por tanto no hay razón para que pasáramos por allí.
Terry siente una opresión en el pecho, le cuesta respirar y, sin saber por qué, piensa que así es como debe de sentirse Ig cuando le dan sus ataques de asma. Es curioso cómo no es capaz de alargar el brazo para coger el teléfono.
—Pues ya lo he dicho todo. En resumen, es lo siguiente: puedes vivir tu vida como un tullido o como un cobarde. Lo que ocurra a partir de ahora es cosa tuya. Pero te aseguro algo: los cobardes se lo pasan mejor.
Terry no se mueve, no dice nada y es incapaz de mirar a Lee. El pulso le late desbocado en la muñeca.
—Te diré una cosa —continúa Lee, con voz de persona serena y razonable—, si te hicieran ahora mismo un análisis de sangre darías positivo en drogas. No te interesa acudir a la policía en este estado. Has dormido, como mucho, tres horas, y no piensas con claridad. Merrin lleva muerta toda la noche, Terry. ¿Por qué no te tomas la mañana para pensar sobre todo esto? Pueden tardar días en encontrarla, así que no te precipites y no hagas nada de lo que puedas arrepentirte. Espera a estar seguro de que sabes lo que quieres hacer.