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Authors: Joe Hill

Tags: #Fantástica

Cuernos (28 page)

BOOK: Cuernos
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Consideró aparcar en el camino de incendios, a poco más de un kilómetro de la casa, y caminar hasta la parte trasera, trepar el muro y colarse sin ser visto, pero luego pensó que a tomar por culo, y condujo el Gremlin hasta la misma entrada. Hacía demasiado calor para andarse con cautelas y tenía demasiada hambre.

El Mercedes alquilado de Terry era el único coche en la entrada.

Aparcó junto a él y se quedó sentado con el motor en marcha, escuchando. Una nube de polvo brillante le había perseguido colina arriba y envolvía el coche. Observó la casa y la somnolienta y calurosa quietud de las primeras horas de la tarde. Quizá Terry había dejado su coche y había ido en el de sus padres. Era lo más probable, sólo que sabía que no era así y que Terry estaba en casa.

No se esforzó por no hacer ruido. Al contrario, salió del coche, dio un fuerte portazo y después se detuvo, mirando la casa. Pensó que vería movimiento en el piso de arriba, a Terry retirando una cortina para saber quién había venido, pero no detectó signo alguno de actividad.

Entró. La televisión estaba apagada en el cuarto de estar y el ordenador del despacho de su madre también. En la cocina, los electrodomésticos de acero inoxidable callaban también. Sacó un taburete, abrió la puerta de la nevera y se puso a comer. Se bebió medio cartón de leche fría en ocho grandes tragos y después esperó al inevitable dolor en la sien, la intensa punzada detrás de los cuernos, y a que se le borrara la vista. Cuando se le pasó y pudo ver de nuevo con claridad, descubrió un plato de huevos rellenos a la diabla tapados con papel transparente. Su madre debía de haberlos preparado para el cumpleaños de Vera, pero no iba a necesitarlos, pues supuso que su abuela estaría recibiendo alimentación intravenosa. Se los comió todos directamente con las manos, uno detrás de otro, y decidió que estaban 666 veces más ricos que los que preparaba él cuando vivía con Glenna.

Estaba girando el plato entre las manos como si fuera un volante y rebañándolo con la lengua cuando escuchó una voz masculina murmurar en el piso de arriba. Se detuvo y escuchó con atención. Pasados unos segundos oyó de nuevo la voz. Dejó el plato en el fregadero y cogió un cuchillo de la barra magnética de la pared, el más grande que encontró, que se desprendió con un suave tintineo de aceros entrechocándose. No estaba muy seguro de lo que pensaba hacer con él, sólo de que se sentía mejor teniéndolo en la mano. Después de lo ocurrido en su apartamento había decidido que era un error andar por ahí desarmado. Subió las escaleras. La antigua habitación de su hermano estaba al final del largo pasillo del segundo piso.

Mantuvo la puerta entreabierta con ayuda del cuchillo. Unos años atrás sus padres habían convertido el dormitorio en un cuarto de invitados dejándolo tan impersonal como una habitación de hotel para ejecutivos. Su hermano dormía de espaldas con una mano sobre los ojos. Profirió un murmullo de asco y chasqueó los labios. Ig paseó la mirada por la mesilla de noche y vio una caja de Benadril. Él tenía asma, pero su hermano era alérgico a todo: a las abejas, a los cacahuetes, al polen, al pelo de gato, a New Hampshire y al anonimato. El murmurar y el mascullar se debían a la medicación contra la alergia, que le sumergía en un sueño curiosamente inquieto. Canturreaba pensativo, como si estuviera llegando a conclusiones serías pero importantes.

Caminó con sigilo hasta la cama y se sentó en la mesilla de noche sosteniendo el cuchillo. Sin asomo de furia ni irritación, consideró la posibilidad de hundirlo en el pecho de Terry. Podía imaginarlo con claridad. Primero le sujetaría contra la cama con una rodilla, buscaría un lugar entre dos costillas y clavaría el cuchillo con las dos manos mientras su hermano luchaba por recuperar la consciencia.

No iba a matar a Terry. No podía. Ni siquiera estaba seguro de ser capaz de matar a Lee mientras dormía.

—Keith Richards —dijo Terry con voz clara, e Ig se sorprendió tanto que se puso en pie de un salto—. Estaría genial.

Ig observó a su hermano esperando que retirara la mano de los ojos y se sentara, parpadeando adormilado, pero no estaba despierto, sólo hablaba en sueños. Hablaba de Hollywood, de su puto trabajo, de cómo se codeaba con estrellas de rock, de las audiencias, de modelos espectaculares. Vera estaba en el hospital, Ig había desaparecido y Terry soñaba con los buenos tiempos en la tierra de
Hothouse.
Por un momento el odio le impidió respirar y sus pulmones lucharon por llenarse de oxígeno. Sin duda Terry tenía un billete de vuelta a la Costa Oeste para el día siguiente; odiaba Villa Paleto y nunca se quedaba allí más tiempo del estrictamente necesario, incluso antes de la muerte de Merrin. No veía razón alguna para dejarle regresar con todos los dedos de la mano. Terry estaba tan grogui que podría cogerle la mano derecha, la que usaba para tocar la trompeta, y cortarle todos los dedos de un solo golpe antes de que se despertara. Si él había perdido a su gran amor, Terry podría pasarse sin el suyo. Que aprendiera a tocar el puto silbato.

—Te odio, egoísta hijo de puta —susurró mientras cogía la muñeca de su hermano y se la retiraba de los ojos, y en ese momento...

* * *

Terry se despierta de pronto y mira a su alrededor adormilado; no sabe dónde está. En un coche que no reconoce en una carretera que no reconoce, llueve con tal fuerza que los limpiaparabrisas no dan abasto, el mundo nocturno está más allá de un borrón de árboles azotados por la tormenta y un cielo negro en ebullición. Se frota la cara con una mano tratando de aclarar sus pensamientos y mira hacia arriba, de algún modo esperando ver a su hermano pequeño sentado junto a él, pero en lugar de ello ve a Lee Tourneau, conduciendo hacia las tinieblas
.

Empieza a recordar el resto de la noche; los hechos empieza a encajar lentamente sin seguir un orden particular, como las piezas en una partida de tetris. Tiene algo en la mano izquierda. No es un porro ni cualquier canuto de marihuana, sino un grueso puro de hierba del valle de Tennessee del tamaño de su dedo pulgar. Esta noche ha estado en dos bares y en una fogata en la orilla del río bajo el puente Old Fair Road dando vueltas con Lee. Ha fumado y bebido demasiado y sabe que se arrepentirá por la mañana, que es cuando tiene que llevar a Ig al aeropuerto, porque su hermanito tiene que coger un vuelo a la vieja Inglaterra, Dios salve a la reina. Sólo faltan cuatro horas para que sea por la mañana y no se encuentra en estado de conducir; cuando cierra los ojos tiene la sensación de que el Cadillac de Lee se escora hacia la izquierda como un bloque de mantequilla fundiéndose en una sartén inclinada. Esta sensación de mareo le hace salir de su sopor.

Se sienta y se obliga a concentrarse en lo que hay a su alrededor. Parece que van por una carretera zigzagueante que rodea el pueblo, trazando un semicírculo por la periferia de Gideon, pero eso no tiene ningún sentido. Allí no hay nada excepto la vieja fundición y El Abismo, y no hay razón alguna para ir a ninguno de los dos sitios. Cuando dejaron el río, Terry supuso que Lee le llevaría a casa y se alegraba de ello. Pensar en su cama, con sábanas limpias y su mullido edredón, le había hecho casi estremecerse de placer. Lo mejor de ir a casa era despertarse en su dormitorio de siempre —en su antigua cama, al olor del café haciéndose en la cocina y con el sol entrando entre las cortinas— y saber que tenía todo el día por delante. En cuanto al resto de Gideon, se alegra de haberlo dejado atrás.

La velada de hoy es el ejemplo perfecto de lo que no se ha perdido al marcharse. Se ha pasado la noche alrededor de una fogata sin sentirse en absoluto parte de lo que ocurría, como si observara la escena desde detrás de un cristal: las camionetas aparcadas en la orilla, los amigos borrachos forcejeando en el bajío mientras sus chicas les animaban a gritos y el cretino de Judas Coyne pinchando como dj, un tío cuya idea de la complejidad musical es una canción tocada a cuatro cuerdas en lugar de tres. Gente de pueblo. Cuando empezó a tronar y cayeron las primeras gotas gruesas y calientes, Terry dio gracias al cielo. No entiende cómo su padre ha podido vivir allí veinte años, él apenas puede soportar setenta y dos horas seguidas en este lugar.

Su principal recurso para aguantar la situación lo lleva escondido en la mano izquierda, y aunque sabe que ya ha superado sus límites, una parte de él está deseando encenderlo y dar otra calada. Y lo haría si la persona sentada a su lado no fuera Lee Tourneau. No es que Lee fuera a quejarse o a castigarle con algo más que una de sus miradas desagradables, pero es que Lee es ayudante del congresista que encabeza la Liga Antidroga, un defensor ardiente de los valores familiares supercristianos, y sería una putada que le pillaran metido en un coche apestando a marihuana.

Lee se había pasado alrededor de las seis y media para despedirse de Ig. Después se quedó jugando al póquer con Ig, Terry y Derrick Perrish. Ig ganó todas las manos y les sacó cuatrocientos dólares. «Toma —había dicho Terry tirando un puñado de billetes de veinte a la cara de su hermano pequeño—. Cuando Merrin y tú estéis disfrutando de vuestra botella de champán postcoital pensad en nosotros, que la hemos pagado». Ig se había reído. Parecía encantado consigo mismo pero también azorado. Se había levantado y había besado a su padre y después también a Terry en uno de los lados de la cabeza, un gesto inesperado que había pillado a éste por sorpresa. «Aparta la lengua de mi oreja», había dicho. Ig se había reído de nuevo y después se había marchado.

«¿Qué piensas hacer el resto de la tarde?», había preguntado Lee después de la marcha de Ig. Terry le había contestado: «No sé... Pensaba ver Padre de familia, si la ponen. ¿Y tú? ¿Tienes algún plan en el pueblo?». Dos horas después estaban en la orilla del río y un amigo del instituto cuyo nombre Terry no lograba recordar exactamente estaba pasándole un porro.

Habían salido teóricamente a tomar unas copas y saludar a las viejas amistades, pero allí en el río, de espaldas a la hoguera, Lee le contó a Terry que al congresista le encantaba su programa de televisión y que quería conocerle. Terry se lo tomó bien, hizo un gesto cortés con la botella de cerveza a Lee y dijo que no había ningún problema, que organizarían un encuentro cualquier día. Había contado con que Lee intentara algo por el estilo y no le molestaba. Al fin y al cabo Lee tiene un trabajo que hacer, igual que él. Y Lee trabaja para que las personas vivan mejor. Terry está al tanto de su colaboración con el proyecto
Un hábitat para la humanidad,
sabe que Lee dedica tiempo todos los veranos a trabajar con los chicos de ciudad pobres y desamparados del Camp Galilee, con Ig a su lado. Tantos años conviviendo con Lee le hacen sentir a Terry algo culpable. Nunca había sentido la necesidad de salvar al mundo. La única cosa que Terry había querido era encontrar a alguien que le pagara por divertirse tocando la trompeta. Bueno, eso y tal vez una chica a la que le guste divertirse, no una modelo de Los Ángeles de esas que no pueden vivir sin su teléfono móvil o su coche. Una chica real, divertida y a la que además le vaya la marcha. De la Costa Este, que vista vaqueros baratos y a la que le guste la música de Foreigner. El trabajo ya lo tiene, así que está a medio camino de la felicidad.

—¿Qué coño estamos haciendo aquí? —pregunta ahora Terry mirando la lluvia—. Pensaba que habíamos dado por terminada la noche.

Lee dice:

—Hace cinco minutos pensé que tú ya lo habías hecho, porque estabas roncando. Estoy deseando contar a la gente cómo vi a Terry Perrish babeando en el asiento delantero de mi coche. Les encantará a las chicas. Mi propio cotilleo televisivo.

Terry abre la boca para contestarle —este año se embolsará más de dos millones de dólares, en parte gracias a su capacidad de ser más gracioso que nadie debido a su facilidad de palabra— pero descubre que no tiene nada que decir, que su cabeza está absolutamente vacía de ideas. Así que se limita hacerle la peineta.

—¿Crees que Ig y Merrin seguirán en El Abismo? —pregunta Terry. Están a punto de pasar por delante del local.

—Ahora lo veremos —responde Lee—. Estaremos ahí en un minuto.

—¿Tú estás gilipollas? No pintamos nada ahí. Quieren estar solos, es su última noche juntos.

Lee mira a Terry por el rabillo de su ojo bueno.

—¿Cómo lo sabes? ¿Te lo ha dicho Merrin?

—¿Decirme el qué?

—Que va a cortar con él. Que es su última noche juntos.

La información ha sacado a Terry de su sopor. Da un respingo como si acabara de sentarse sobre una chincheta.

—¿De qué coño estás hablando?

—Cree que empezó a salir con él cuando era demasiado joven y quiere conocer a otros tíos.

Terry no da crédito a lo que escucha, está espantado, perplejo. Sin pensarlo, se lleva el porro a los labios y entonces se da cuenta de que no está encendido.

—¿De verdad que no lo sabías? —pregunta Lee.

—Cuando he dicho que era su última noche me refería a que Ig se marcha mañana a Inglaterra.

—Ah.

Terry mira la lluvia con ojos neutros. Cae tan fuerte que los limpiaparabrisas no dan abasto, así que es como estar en un lavado automático, con el agua formando una cortina tras los cristales. No se imagina a Ig sin Merrin, no se hace a la idea de qué tipo de persona será. La noticia le ha dejado perplejo, así que tarda un tiempo en preguntar lo obvio:

—¿Y tú cómo te has enterado de todo esto?

—Me lo contó ella —dice Lee—. Tiene miedo a hacerle daño. Este verano he estado mucho por Boston, haciendo gestiones para el congresista, y ella está allí también, así que de vez en cuando quedamos y charlamos. Probablemente la he visto más que Ig este último mes.

Terry observa el mundo acuático exterior y ve una luz rojiza acercarse a la derecha. Ya casi han llegado.

—¿Y por qué quieres parar ahora aquí?

—Me dijo que me llamaría si necesitaba que la llevara a casa —dice Lee—. Y no me ha llamado.

—Pues eso es que no necesita que la lleves.

—O quizá que está demasiado hecha polvo para llamar. Sólo quiero ver si el coche de Ig sigue aquí o no. El aparcamiento está en la parte de delante, así que no necesitamos ni parar.

Terry no comprende a Lee, no entiende por qué quiere pasar por delante para comprobar si sigue ahí el coche de Ig. Tampoco cree que a Merrin le apetezca estar con ninguno de los dos si la cosa ha terminado mal.

Pero Lee ya ha reducido la velocidad y gira la cabeza hacia el aparcamiento.

—No lo veo... —dijo Lee—. No está... No creo que se haya ido a casa con él...

Parece preocupado... o casi.

Terry es quien la ve, de pie en la lluvia junto a la carretera, refugiada bajo un nogal de copa ancha.

—Ahí está, Lee. Justo ahí.

Merrin parece verles en ese mismo momento y sale de debajo del árbol con un brazo levantado. Con el agua que cae por la ventanilla de su asiento, a Terry le parece verla a través de un espejo de feria, la pintura impresionista de una muchacha con cabellos cobrizos y un puño en alto que al principio parece una vela votiva. Cuando Lee detiene el coche y Merrin se acerca, Terry comprueba que en realidad ha levantado un dedo para llamar la atención mientras abandona el refugio del árbol y echa a correr descalza bajo la lluvia, con los zapatos de tacón negros en la mano.

El Cadillac es un dos puertas y, sin necesidad de que Lee se lo diga, Terry se suelta el cinturón y se levanta de su asiento. Cuando se dispone a pasarse a la parte de atrás Lee le da un codazo en el trasero haciéndole perder el equilibrio, así que, en lugar de sentado, Terry termina en el suelo del coche. Por alguna razón hay allí una caja de herramientas y Terry se golpea con ella en la sien y siente un fuerte dolor. Se sienta y con la mano cerrada se presiona la cabeza lastimada. El movimiento brusco que acaba de hacer le ha dado fuertes ganas de vomitar y se siente como si un gigante hubiera levantado el coche y lo estuviera agitando como un cubilete de dados. Cierra los ojos y lucha por sobreponerse a las intensas náuseas mientras todo gira a su alrededor.

Para cuando se ha recuperado lo suficiente como para abrir los ojos, Merrin está en el coche y Lee tiene la cara vuelta hacia ella. Terry se mira la palma de la mano y ve una gota de sangre brillante. Se ha hecho un buen rasguño, aunque la intensa punzada ya casi ha remitido y sólo le queda un dolor sordo. Se limpia la sangre en el pantalón y levanta la vista.

Es evidente que Merrin acaba de estar llorando. Está pálida y temblorosa, como alguien que se está recuperando de una enfermedad o está a punto de sucumbir a ella, y su primer intento por sonreír resulta patético.

—Gracias por recogerme —dice—. Me habéis salvado la vida.

—¿Dónde está Ig? —pregunta Terry.

Merrin se vuelve hacia él pero le cuesta mirarle a los ojos y Terry se arrepiente de haber preguntado.

—No..., no lo sé. Se ha ido.

—¿Se lo has dicho? —pregunta Lee.

A Merrin le tiembla la barbilla y mira hacia delante, por la ventana, en dirección a El Abismo, pero no responde.

—¿Qué tal se lo ha tomado? —pregunta Lee.

Terry ve la cara de Merrin reflejada en el cristal, la ve morderse el labio y esforzarse por contener el llanto. Su respuesta a la pregunta de Lee es:

—¿Podemos irnos?

Lee asiente y pone el intermitente. Después da la vuelta con el coche.

Terry quiere tocarle el hombro a Merrin, quiere tranquilizarla de algún modo, hacerle saber que sea lo que sea lo que haya pasado en El Abismo no la odia, no está enfadado con ella. Pero no la toca, no se atreve. En los diez años transcurridos desde que la conoce siempre se ha mantenido a una distancia amistosa, incluso en su imaginación, ni una sola vez se ha permitido incluirla en sus fantasías sexuales. Eso no tendría nada de malo y, sin embargo, tiene la impresión de que sería un riesgo. ¿Un riesgo de qué? Eso no lo sabe.

Así que en lugar de tocarla dice:

—¿Quieres mi chaqueta?

Porque Merrin está temblando de pies a cabeza con la ropa empapada.

Por primera vez Lee parece darse cuenta también de que está temblando —lo cual es raro, ya que no ha dejado de mirarla, tanto como a la carretera— y apaga el aire acondicionado.

—Estoy bien —dice Merrin, pero Terry ya se ha quitado la cazadora y se la tiende. Merrin se la pone sobre las rodillas—. Gracias, Terry —dice en voz baja y después añade—: Debes de estar pensando...

—No estoy pensando nada —dice Terry—. Así que tranquila.

—Ig...

—Estoy seguro de que está bien. No te preocupes.

Merrin le dedica una sonrisa triste y agradecida. Después se inclina hacia él y dice:

—¿Tú estás bien?

Alarga una mano y le roza la ceja, donde se ha golpeado con la caja de herramientas de Lee. Terry reacciona apartando la cara instintivamente. Merrin retira los dedos, cuyas yemas están manchadas de sangre; se mira la mano y después mira de nuevo a Terry.

—Habría que vendarte esa herida.

—Estoy bien. No te preocupes —dice Terry.

Merrin asiente y se da la vuelta. Su sonrisa se borra inmediatamente y parece estar mirando algo que nadie más puede ver. Tiene algo en las manos que dobla y desdobla sin parar: una corbata, la corbata de Ig. Eso es casi peor que verla llorar y Terry tiene que apartar la vista. El efecto sedante de la marihuana ha dejado de hacerle efecto y sólo tiene ganas de tumbarse en algún sitio sin moverse y cerrar los ojos unos minutos. Echarse una pequeña siesta y despertarse fresco y siendo él mismo otra vez. De repente la noche se ha vuelto rancia y necesita alguien a quien echarle la culpa, alguien con quien estar enfadado. Decide que ese alguien será Ig.

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