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Authors: Emily Brontë

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

Cumbres borrascosas (6 page)

BOOK: Cumbres borrascosas
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El señor Earnshaw no soportaba juegos. Siempre había sido severo con sus hijos y Catalina no acertaba a explicarse por qué en su ancianidad era más regañón que antes. Parecía sentir un perverso placer en provocarle. Era más feliz que nunca cuando todos la rodeábamos reprochándola, porque podía mirarnos replicándonos con mordacidad, haciendo burla de las piadosas invocaciones de José, buscándonos las vueltas y, en suma, haciendo lo que más desagradaba a su padre. Además, obraba como si estuviera interesada en demostrar que tenía más imperio sobre Heathcliff, a despecho de su insolencia, que su padre con todas sus bondades hacia él. Después de hacer durante el día todo el mal que le era posible, al llegar la noche acudía a su padre mimosamente, queriendo reconciliarse con él a fuerza de mimos.

—Vete, vete, Catalina —decía el anciano—: no me es posible quererte. Eres todavía peor que tu hermano. Anda, vete a rezar y pide a Dios que te perdone. Mucho temo que haya de pesarnos a tu madre y a mí el haberte dado el ser.

Al principio, estos razonamientos la hacían llorar, pero luego se habituó a ellos, y se echaba a reír cuando su padre le mandaba que pidiese perdón de sus maldades.

Al fin llegó el momento de que terminasen los dolores del señor Earnshaw en la tierra. Murió una noche de octubre, plácidamente, estando sentado en su sillón al lado del fuego. Soplaba un fuerte viento en torno a la casa, y resonaba en el cañón de la chimenea. Era un aire violento y tempestuoso, pero no frío. Todos estábamos juntos; yo un poco apartada de la lumbre, haciendo calceta, y José leyendo la Biblia. Los criados, entonces, una vez que terminaban sus faenas, solían reunirse en el salón con los señores. La señorita Catalina estaba pacífica, porque había pasado una enfermedad recientemente y permanecía apoyada en las rodillas de su padre. Heathcliff se había tumbado en el suelo con la cabeza encima del regazo de Catalina. El amo, según recuerdo bien, antes de caer en el sopor de que no debía salir, acariciaba la hermosa cabellera de la muchacha, y, extrañado de verla tan juiciosa, decía:

—¿Por qué no has de ser siempre buena?

Ella le miró, se echó a reír y repuso:

—¿Y usted, padre, por qué no había de ser siempre bueno?

Después, viendo que se disgustaba, le besó la mano y le dijo que iba a cantar para que se adormeciese. Empezó, en efecto, a cantar en voz baja. Al cabo de un rato, los dedos del anciano abandonaron los cabellos de la niña, y reclinó la cabeza sobre el pecho. Mandé a Catalina que callara y que no se moviera para no despertar al amo. Durante más de media hora permanecimos en silencio, y aún hubiéramos seguido más tiempo así, a no haberse levantado José diciendo que era hora de despertar al señor para rezar y acostarse. Se adelantó, le llamó y le tocó en el hombro, mas, notando que no se movía, cogió la vela y le miró. Cuando apartó la luz, comprendí que pasaba algo anormal. Cogió a cada niño por un brazo y les dijo, en voz baja, que subiesen a su cuarto y rezasen solos, porque él tenía mucho que hacer aquella noche antes de retirarse.

—Voy primero a dar las buenas noches a papá —dijo Catalina.

Y le echó los brazos al cuello, antes de que pudiéramos evitarlo. Comprendió enseguida lo que pasaba, y exclamó:

—¡Oh, ha muerto, Heathcliff! Padre, ha muerto…

Y ambos empezaron a llorar de un modo que desgarraba el corazón.

Empecé también a llorar; pero José nos interrumpió diciéndonos que por qué llorábamos tanto por un santo que se había ido al cielo. Después me mandó ponerme el abrigo y correr a Gimmerton a buscar al médico y al sacerdote. Yo no podía comprender de qué iban a servir ya uno ni otro, pero, no obstante, salí presurosamente, a pesar de que hacía una noche muy mala. El médico vino inmediatamente. Dejé a José explicándose con el doctor, y subí al cuarto de los niños. Habían dejado la puerta abierta y no parecían pensar en acostarse, aunque era más de medianoche, pero estaban más calmados y no necesitaban que les consolase yo. En su inocente conversación, sus almas pueriles se describían mutuamente las bellezas del cielo como ningún sacerdote hubiera sabido hacerlo. Yo les oía llorando y agradecía a Dios que estuviéramos allí los tres, reunidos, seguros…

Capítulo seis

Cuando Hindley acudió a las exequias de su padre, traía una mujer con él, lo que asombró a todos los vecinos. Nunca nos dijo quién era su esposa ni dónde había nacido. Debía carecer de fortuna y de nombre distinguido, porque Hindley hubiese anunciado a su padre su casamiento en caso contrario.

La recién llegada no causó muchas molestias en casa. Se mostraba encantada de cuanto veía allí, excepto lo relacionado al entierro. Viéndola como obraba durante la ceremonia, juzgué que era medio tonta. Me hizo acompañarla a su habitación, a pesar de que yo tenía que vestir a los niños, y se sentó, temblando, y apretando los puños. No hacía más que repetir:

—¿Se han ido ya?

Y empezó a explicar como una histérica el efecto que le producía tanto luto. Viéndola estremecerse y llorar, le pregunté que qué le pasaba, y me contestó que temía morir. Me pareció que tan expuesta estaba a morir como yo. Era delgada, pero tenía la piel fresca y juvenil, y sus ojos brillaban como dos diamantes. Noté, sin embargo, que cualquier ruido inesperado la sobresaltaba, y que tosía de vez en cuando, pero yo no sabía lo que tales síntomas pronosticaban, y no sentía, además, simpatía alguna hacia ella.

En esta tierra simpatizamos poco con los que vienen de fuera, a no ser que ellos nos muestren simpatía primero.

Hindley parecía otro. Estaba más delgado y más pálido, y vestía y hablaba de un modo muy diferente. El mismo día que llegó, nos dijo a José y a mí que debíamos limitarnos a la cocina, dejándole el salón para su uso exclusivo. Al principio pensó en acomodar para saloncito una estancia interior, empapelándola y acondicionándola, pero tanto le gustó a su mujer el salón con su suelo blanco, su enorme chimenea, su aparador y sus platos, y tanto la satisfizo el desahogo de que se disfrutaba allí, que prefirieron utilizar aquella habitación como gabinete.

Los primeros días, la mujer de Hindley se manifestó satisfecha de ver a su cuñada. Andaba con ella por la casa, jugaban juntas, la besaba y le hacía obsequios, pero pronto se cansó, y a medida que disminuía en sus muestras de cariño, Hindley se volvía más déspota. Cualquier palabra de su mujer que indicase desafecto hacia Heathcliff despertaba en él sus antiguos odios infantiles. Le hizo instalar en compañía de los criados y le mandó que se aplicase a las mismas faenas agrícolas que los otros mozos.

Al principio, Heathcliff toleró bastante resignadamente su nuevo estado. Catalina le enseñaba lo que ella aprendía, trabajaba en el campo con él y jugaban juntos. Los dos iban creciendo en un abandono completo, y el joven amo no se preocupaba para nada de lo que hacían, con tal de que no le estorbaran. Ni siquiera se ocupaba de que fueran a la iglesia los domingos. Cada vez que los chicos se escapaban y José o el cura le censuraban su descuido, se limitaba a mandar que pegasen a Heathcliff y que castigasen sin comer a Catalina. Ellos no conocían mejor diversión que escaparse a los pantanos, y cuando se les castigaba por hacerlo lo tomaban a risa. Aunque el cura marcase a Catalina cuantos capítulos se le antojaran para que los aprendiera de memoria, y aunque José pegase a Heathcliff, hasta dolerle el brazo, los muchachos lo olvidaban todo en cuanto volvían a estar juntos. Yo lloré más de una vez a solas, viéndolos hacerse más traviesos cada día, pero no me atrevía a decirles nada, por temor a perder el poco influjo que aún conservaba sobre las pobres criaturas. Un domingo por la tarde, les hicieron salir del salón en virtud de alguna travesura que habían cometido, y cuando fui a buscarles no les encontré. Registramos la casa, el patio y el establo sin hallar huella de ellos. Finalmente, Hindley, indignado, mandó cerrar la puerta con cerrojo y prohibió que nadie les abriese si volvían por la noche. Todos se acostaron, menos yo, que me quedé en la ventana, aunque llovía, con objeto de abrirles, si llegaban, a pesar de la prohibición del amo. No tardé en oír pisadas y vi brillar una luz al otro lado de la verja. Me puse un pañuelo a la cabeza y me apresuré a salir, a fin de que no llamasen y despertaran al señor. El recién llegado era Heathcliff, y el corazón me dio un salto al verle solo.

—¿Dónde está la señorita? —grité con impaciencia—. Espero que no le haya pasado nada.

—Está en la «Granja de los Tordos» —repuso— y allí estaría yo también si hubiesen tenido la atención de decirme que me quedase.

—Bueno —le dije—, pues ya pagarás las consecuencias. No pararás hasta que te echen de casa. ¿Qué teníais que hacer en la «Granja de los Tordos»?

—Déjame cambiarme de ropa, y ya te lo contaré, Elena.

Le recomendé que procurara no despertar a Hindley y mientras yo esperaba a que se desnudase para apagar la vela, me explicó:

—Catalina y yo salimos del lavadero pensando en dar unas cuantas vueltas a nuestro gusto. Luego, vimos las luces de la «Granja», y se nos ocurrió ir a ver si los niños de los Linton se pasan los domingos escondidos en los rincones y temblando, mientras sus padres comen, beben, ríen, cantan y se queman las pestañas junto a la lumbre. ¿Tú crees que lo pasan así, o bien que el criado les dice sermones, les enseña catecismo y les manda aprenderse de memoria una lista de nombres de la Sagrada Escritura, si no contestan bien?

—No lo creo —respondí—, porque son niños buenos, y no merecen el trato que recibís vosotros por lo mal que os portáis.

—¡Bah, bah! —replicó—. Fuimos corriendo desde las «Cumbres» hasta el parque, sin pararnos. Catalina llegó rendida, porque iba descalza. Tendrás que buscar mañana sus zapatos en el seto, subimos a tientas el sendero, y nos subimos a una maceta bajo la ventana del salón. No habían cerrado las maderas, las cortinas estaban sólo a medio echar, y una espléndida luz salía a través de los cristales. Nos pusimos en pie, y sujetándonos al antepecho de la ventana, vimos una magnífica habitación con una alfombra carmesí. El techo era blanco como la nieve, tenía una orla dorada y pendía de él un torrente de gotas de cristal, suspendidas de una cadena de plata, y brillando con la luz de muchas velas pequeñitas. Los viejos Linton no estaban allí, y Eduardo y su hermana disponían de todo aquel cuarto para ellos. ¿Cómo no iban a ser felices? A nosotros nos hubiera parecido estar en la gloria. Y ahora vamos a ver si adivinas lo que hacían esos niños buenos que tú dices. Isabel —que me parece que tiene once años, uno menos que Catalina— estaba en un rincón, gritando como si las brujas la pinchasen con alfileres calientes. Eduardo estaba junto a la chimenea llorando en silencio, y encima de la mesa vimos un perrito, al que casi habían partido en dos al pelearse por él, según comprendimos por los reproches que se dirigían uno a otro y por las quejas del animal. ¡Vaya unos tontos! ¡Pelearse por un montón de pelos tibios! Y en aquel momento lloraban porque, después de pegarse para cogerlo, ya no lo querían ninguno de los dos. Nosotros nos moríamos de risa viendo aquello. ¿Cuándo me has visto a mí querer lo que quiere Catalina? ¿Acaso alguna vez, cuando estamos solos, nos has visto chillar y llorar, y revolcarnos, cada uno en un extremo del salón? ¡No cambiaría la vida que hace Eduardo Linton en la «Granja de los Tordos» por la que hago yo aquí, ni aunque me diese la satisfacción de poder tirar a José desde lo alto del tejado y de pintar las paredes de la casa con la sangre de Hindley!

—¡Cállate, cállate! —le interrumpí—. Y, ¿cómo se ha quedado allí Catalina?

—Como te he dicho, nos echamos a reír. Los Linton nos oyeron y se precipitaron a la puerta veloces como flechas. Hubo un momento de silencio y después gritaron: «¡Papá, mamá, venid! ¡Ay! ¡Ay!». Creo que era algo así lo que gritaban. Hicimos entonces un ruido espantoso para asustarles más aún, y luego nos soltamos de la ventana y echamos a correr, porque oímos que alguien procuraba abrirla. Yo llevaba a Catalina de la mano, y le decía que se apresurase, cuando de pronto cayó al suelo. «¡Corre, Heathcliff! —me dijo—. Han soltado al perro, y me ha agarrado». El animal la había cogido por el tobillo. Le oí gruñir. Catalina no gritó. Le había parecido despreciable gritar aunque se hubiese visto entre los cuernos de un toro bravo. Pero yo sí grité. Lancé tantas maldiciones que habría bastante con ellas para espantar a todos los diablos del infierno. Luego cogí una piedra, y la metí en la boca del animal tratando furiosamente de introducírsela en la garganta. Salió un animal de criado con un farol y gritó: «¡Sujeta fuerte,
Espía
, sujeta fuerte!». Pero cuando vio en que situación se hallaba el perro, cambió de tono. El animal tenía un palmo de lengua fuera de la boca y sangraba a borbotones por el hocico. El hombre cogió a Catalina, que estaba medio desvanecida, no de miedo, sino de disgusto, y se la llevó, seguido por mí, que profería toda clase de insultos y amenazas de vengarme.

—¿A quién habéis capturado, Roberto? —preguntó Linton desde la puerta.

—El perro ha cogido a una niña, señor —repuso el criado— y aquí hay también un rapaz que me parece que no tiene desperdicio —añadió sujetándome—. Seguramente los ladrones se proponían hacerles entrar por la ventana para que abriesen la puerta cuando estuviéramos dormidos, y poder así asesinarnos impunemente. ¡Calla la lengua, maldito ladronzuelo! Esta hazaña te costará la horca. No suelte la escopeta, señor Linton.

—No la suelto, Roberto —contestó el viejo mentecato—. Los bandidos habrán logrado enterarse de que ayer fue día de cobro y les habrá parecido buena ocasión. ¡Entrad, entrad, que los recibiremos bien! Juan: echa la cadena. Eugenia: dale agua al perro. ¡Han venido a meterse en la boca del lobo! ¡Y en domingo nada menos! ¡Qué insolencia! Mira, querida María: es un niño, no temas. Pero tiene tan mala facha, que se haría un bien a la sociedad ahorcándole antes de que realice los crímenes que ha de cometer a juzgar por su jeta.

—¡Qué horrible! Enciérrale en el sótano, papá. Se parece al hijo de la gitana que me robó mi faisancito domesticado. ¿Verdad, Eduardo?

Mientras me miraban, apareció Catalina, y se rió al oír a Isabel. Eduardo Linton, después de contemplarla fijamente, llegó un momento en que la reconoció. Algunas veces nos hemos encontrado en la iglesia.

—¡Es Catalina Earnshaw! —aseguró—. Y mira cómo le sangra el pie, mamá.

—No digas necedades. ¡Catalina Earnshaw en compañía de un gitano! ¡Oh, y sin embargo lleva luto! Pues es ella. ¡Y pensar que podría quedar coja para siempre!

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