Read Cumbres borrascosas Online

Authors: Emily Brontë

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

Cumbres borrascosas (7 page)

BOOK: Cumbres borrascosas
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—¡Qué descuido tan increíble tiene su hermano! —exclamó el señor Linton, volviéndose hacia Catalina—. Verdad es que he sabido por el padre Shielded que no se ocupan para nada de su educación. ¿Y éste? ¿Quién es éste? ¡Ah, ya: es aquel chicuelo vagabundo que el difunto Earnshaw trajo de Liverpool!

—De todos modos, es un niño malo, que no debía vivir en una casa distinguida —afirmó la vieja—. ¿Oíste cómo hablaba, Linton? Me disgusta que mis hijos le hayan oído.

—Volví a maldecirles cuanto pude —no te enfades, Elena y entonces mandaron a Roberto que me echase fuera. No quise irme sin Catalina, pero él me llevó a la fuerza al jardín, me entregó un farol, me dijo que iba a hablar al señor Earnshaw de mi comportamiento, y, después de ordenarme que me marchara, atrancó la puerta.

Viendo que las cortinas seguían descorridas, volví adonde antes habíamos estado, proponiéndome romper todos los cristales de la ventana si Catalina quería irse y no se lo permitían. Pero ella estaba sentada tranquilamente en el sofá, y la señora Linton, que le había quitado el mantón de la criada, que habíamos cogido para hacer nuestra excursión, le hablaba, supongo que reprendiéndola. Como era una señorita la trataban de otra forma que a mí. La criada llevó una palangana de agua caliente y le lavaron el pie. Luego el señor Linton le ofreció un vasito de vino dulce, mientras Isabel le ponía en el regazo un plato con tortas y Eduardo permanecía silencioso a poca distancia. Después le secaron los pies, la peinaron, le pusieron unas zapatillas que le venían muy grandes y la sentaron junto al fuego. Así la he dejado, lo más alegre que te puedes imaginar, repartiendo los dulces con
Espía
y con el perro pequeño, y a veces haciéndoles cosquillas en el hocico. Todos estaban admirados de ella. Y no es extraño, porque vale mil veces más que ellos y que cualquier otra persona. ¿No es cierto?

—Ya verás como esto trae malos resultados, Heathcliff —le contesté, abrigándole y apagando la luz—. Eres incorregible. El señor Hindley tendrá que apelar a medidas rigurosas, no lo dudes.

Mis palabras fueron más ciertas de lo que yo deseara. El lance enfureció a Earnshaw. Además, al día siguiente el señor Linton vino a hablar con el amo y le soltó tal chaparrón sobre su modo de educar a los niños, que Hindley se consideró obligado a poner a raya a Heathcliff. No dispuso que le pegaran, pero le comunicó que a la primera palabra que dirigiera a Catalina, le echarían a la calle. La señora Earnshaw aseguró que cuando Catalina volviese a casa la haría cambiar de modo de ser empleando la persuasión. De otra forma hubiera sido imposible.

Capítulo siete

En Navidad, después de pasar cinco semanas con los Linton, Catalina volvió curada y con muchas mejores maneras. Mientras tanto, la señora la visitó frecuentemente, y puso en práctica su propósito de educación, procurando despertar la estimación de Catalina hacia su propia persona, y haciéndole valiosos regalos de vestidos y otras cosas. De modo que cuando Catalina volvió, en vez de aquella salvajita que saltaba por la casa con los cabellos revueltos, vimos apearse de una bonita jaca negra a una digna joven, cuyos rizos pendían bajo el velo de un sombrero con plumas, envuelta en un manto largo, que tenía que sostener con las manos para que no lo arrastrase por el suelo. Hindley le ayudó a apearse, y comentó de buen humor:

—Te has puesto muy guapa, Catalina. No te hubiera conocido. Ahora pareces una verdadera señorita. ¿No es cierto, Francisca, que Isabel Linton no puede compararse con mi hermana?

—Isabel Linton carece de la gracia natural de Catalina, pero es preciso que ésta se deje conducir y no vuelva a hacerse intratable —repuso la esposa de Hindley—. Elena: ayuda a desvestirse a la señorita Catalina. Espera, querida, no te desarregles el peinado. Voy a quitarte el sombrero.

Cuando la despejó del manto, apareció bajo él un bonito traje de seda a rayas, pantalones blancos y brillantes polainas. Los canes acudieron a la joven, y aunque sus ojos resplandecían de júbilo, no se atrevió a tocar a los animales por no echarse a perder la ropa. A mí me besó, pero con precaución, pues yo estaba preparando el bollo de Navidad y me encontraba llena de harina. Después buscó con la mirada a Heathcliff. Los señores esperaban con ansia el momento de su encuentro con él, a fin de juzgar las posibilidades que tenían de separarla definitivamente de su compañero.

Heathcliff no tardó en presentarse. Ya de por sí era muy dejado y nadie por su parte se cuidaba de él antes de la ausencia de Catalina, pero ahora ello sucedía, mucho más. Yo era la única que me preocupaba de hacer que se aseara una vez a la semana siquiera. Los muchachos de su edad no suelen ser amigos del agua. Así que, aparte de su traje, que estaba como puede suponerse después de andar tres meses por el barro y el polvo tenía el cabello desgreñado y la cara y las manos cubiertas de una capa de mugre. Permanecía escondido, mirando a la bonita joven que acababa de entrar, asombrado de verla tan bien ataviada y no hecha una desastrada como él.

—¿Y Heathcliff? —preguntó Catalina, quitándose los guantes y descubriendo unos dedos que de no hacer nada ni salir de casa nunca, se le habían puesto prodigiosamente blancos.

—Ven, Heathcliff —gritó Hindley, congratulándose por anticipado del mal efecto que el muchacho, con su traza de pilluelo, iba a producir a la señorita—. Ven a saludar a la señorita Catalina como los demás criados.

Catalina, al ver a su amigo, corrió hacia él, le besó seis o siete veces en cada mejilla, y después, separándose un poco, le dijo entre risas:

—¡Huy, qué negro estás y qué cara de enfado tienes! Claro: es que me he acostumbrado a ver a Eduardo y a Isabel. ¿Me has olvidado, Heathcliff?

—Dale la mano, Heathcliff —dijo Hindley, con aire de condescendencia—. Por una vez la cosa no importa que lo hagas.

—Nada de eso —replicó el muchacho—. No quiero que se burlen de mí.

Y trató de alejarse, pero Catalina entonces le detuvo.

—No quise burlarme de ti. No pude contenerme al ver tu aspecto. Anda, dame la mano siquiera. Si te lavas la cara y te peinas, estarás muy bien. ¡Pero ahora vas muy sucio!

Contempló los negros dedos que tenía entre los suyos y luego se miró el vestido, temiendo que con aquel contacto se le hubiese contagiado la mugre del rapaz.

—No tenías por qué tocarme —dijo él, separando su mano de un tirón—. Soy tan sucio como me da la gana, y me agrada estar sucio.

Y se lanzó fuera de la habitación, con gran contento de los amos y gran turbación de Catalina que no acababa de comprender por qué sus comentarios le habían producido tal exasperación de mal humor.

Después de haber ayudado a desvestirse a la recién llegada, de poner los bollos al horno y de encender la lumbre, me senté dispuesta a entretenerme cantando villancicos, sin hacer caso a José, que me aseguraba que el tono que yo empleaba era demasiado mundano. Él se marchó a su cuarto a rezar, y los señores Earnshaw distraían a la joven enseñándole unos obsequios que habían comprado para los Linton en prueba de agradecimiento por sus atenciones. Habían invitado a los Linton a pasar el siguiente día en «Cumbres Borrascosas» y ello había sido aceptado a condición de que los hijos de los Linton no tuvieran que tratar con aquel «terrible chicuelo que hablaba tan mal».

Me quedé sola. La cocina olía fuertemente a las especias de los guisos. Yo miraba la brillante batería de cocina, el reluciente reloj, los vasos de plata alineados en la bandeja y la impecable limpieza del suelo, de cuyo barrido y fregado me había preocupado con gran atención. Todo me pareció estar bien y merecer alabanza, y recordé una ocasión en que el amo anciano —que solía revisarlo todo por sí mismo en casos como aquél—, viendo lo bien que estaba todo, me había regalado un chelín, llamándome a la vez «buena moza». Luego pensé en el cariño que él había sentido hacia Heathcliff y en el temor que tenía de que fuera abandonado al faltar él, y pensando en la situación presente del muchacho, casi me dieron ganas de ponerme a llorar. Considerando, después, que mejor que lamentar sus desdichas sería procurar remediarlas, me levanté y fui al patio en su busca. Le encontré enseguida: estaba en la cuadra cepillando el lustroso pelo de la jaca nueva y dando el pienso a los demás animales.

—Date prisa —le animé—. La cocina está muy confortable, y José se ha ido a su cuarto. Procura acabar pronto, para vestirte decentemente antes de que salga la señorita Catalina. Así podréis estar juntos, y charlar al lado de la lumbre hasta la hora de retirarse.

Él siguió haciendo su faena. Hacía todos los esfuerzos posibles para apartar los ojos.

—Anda, ven —seguí—. Necesitarás media hora para vestirte. Hay un pastel para cada uno de vosotros.

Esperé otros cinco minutos, pero en vista de que no me contestaba, me fui. Catalina comió con sus hermanos. José y yo celebramos una cena muy poco cordial, amenizada con censuras suyas y malas contestaciones mías. El pastel y el queso de Heathcliff estuvieron toda la noche sobre la mesa para alimento de las hadas. Él estuvo trabajando hasta las nueve, y a esa hora se fue a su habitación, siempre taciturno y terco. Catalina estuvo hasta muy tarde preparándolo todo para recibir a sus nuevos amigos, y una vez que entró en la cocina para buscar a su antiguo camarada, viendo que no estaba se contentó con preguntar por él y marcharse. A la mañana siguiente, Heathcliff se levantó temprano, y como era día de fiesta, se fue malhumorado a los pantanos, y no volvió a aparecer hasta después de que la familia se hubo marchado a la iglesia. Pero el ayuno y la soledad debieron hacerle reflexionar y cuando regresó, después de estar un rato conmigo, me dijo, de súbito:

—Vísteme, Elena. Quiero ser bueno.

—Ya era hora, Heathcliff —contesté—. Has disgustado a Catalina. Cualquiera diría que la envidias porque la miman mas que a ti.

La idea de sentir envidia hacia Catalina le resultó incomprensible, pero lo de disgustarla lo comprendió muy bien. Me preguntó, volviéndose grave:

—¿Se ha enfadado?

—Se echó a llorar cuando le dije esta mañana que te habías ido.

—También yo he llorado esta noche —respondió— y con más motivos que Catalina.

—¿Sí? ¿Qué motivos tenías para acostarte con el corazón lleno de soberbia y el estómago vacío? Los soberbios no hacen más que dañarse a sí mismos. Pero si estás arrepentido, debes pedirle perdón cuando vuelva. Vas arriba, le pides un beso y le dices… Bueno, ya sabes tú lo que le tienes que decir. Pero hazlo con naturalidad y no como si ella fuera una extraña por el hecho de que la hayas visto mejor ataviada. Ahora voy a arreglármelas para vestirte de un modo que Eduardo Linton parezca un muñeco a tu lado. ¡Y claro que lo parece! Aunque eres más joven que él, eres mucho más alto y doble de fuerte. Podrías tumbarle de un soplo, ¿no es cierto?

La cara de Heathcliff se iluminó por un momento, pero su alegre expresión se apagó enseguida. Y suspiró:

—Sí, Elena, pero aunque yo le tumbara veinte veces, no dejaría de ser él mas guapo que yo. Quisiera tener el cabello rubio y la piel blanca como él, vestir bien y tener modales como los suyos, y ser tan rico como él llegará a serlo algún día.

—Sí. Y llamar a mamá constantemente, y asustarte siempre que un chico aldeano te amenazase con el puño y quedarte en casa cada vez que cayeran cuatro gotas. No seas pobre de espíritu, Heathcliff. Mírate al espejo, y atiende lo que tienes que hacer. ¿Ves esas arrugas que tienes entre los ojos y esas espesas cejas que siempre se contraen en lugar de arquearse, y esos dos negros demonios que jamás abren francamente sus ventanas, sino que centellean bajo ellas corridas, como si fueran espías de Satanás? Proponte y esfuérzate en suavizar esas arrugas, en levantar esos párpados sin temor, y en convertir esos dos demonios en dos ángeles que sean siempre amigos en donde quiera que no haya enemigos indudables. No adoptes ese aspecto de perro cerril que parece justificar la justicia de los puntapiés que recibe, y que odia a todos tanto como al que le apalea.

—Sí: debo proponerme adquirir los ojos y la frente de Eduardo Linton. Ya lo deseo, pero ¿crees que haciendo lo que me dices conseguiré tenerlos así?

—Si eres bondadoso de corazón, serás agradable de cara, muchacho, aunque fueras un negro. Y un corazón perverso hace horrible la cara más agradable. Ahora que estás lavado y peinado y pareces más alegre, ¿no es verdad que te encuentras más guapo? Te aseguro que sí. Puedes pasar por un príncipe de incógnito. ¡Cualquiera sabe si tu padre no era emperador de la China y tu madre reina de la India, y si con sus rentas de una sola semana no podrían comprar «Cumbres Borrascosas» y la «Granja de los Tordos» reunidas! Quizá te robaran unos marineros y te trajeran a Inglaterra. Yo, si estuviera en tu caso, me haría figuraciones como esas, y con ellas iría soportando las miserias que tiene que sufrir el campesino…

En tanto que yo hablaba así y conseguía que Heathcliff fuese poco a poco desarrugando el ceño, oímos un estrépito que al principio sonaba en la carretera y luego llegó al patio. Heathcliff acudió a la ventana y yo a la puerta, en el mismo momento en que los Linton se apeaban de su carruaje, muy arrebujados en abrigos de pieles, y los Earnshaw descendían de sus caballos. Catalina cogió a los niños de la mano, y los llevó a la chimenea, junto a la que se sentaron, y cuyo fuego enrojeció en breve sus blancos rostros.

Alenté a Heathcliff para que acudiera y mostrara su buen porte, pero tuvo la desgracia de que, al abrir la puerta de la cocina, tropezara con Hindley, que la estaba abriendo por el otro lado. El amo, ya porque le incomodara verle tan animado y tan arreglado, o quizá por complacer a la señora Linton, le empujó con violencia y dijo a José:

—Hazle estar en el desván hasta después de que hayamos comido. De lo contrario, tocaría los dulces con los dedos y robaría las frutas si se le permitiera estar un solo minuto aquí.

—No hará nada de eso —osé replicar—. Y espero que participe de los dulces como nosotros.

—Participará de la paliza que le sacudiré si le veo por acá abajo antes de la noche —gritó Hindley—. Largo, vagabundo! ¿De modo que quieres lucirte, verdad? Como te eche mano a esos mechones ya verás si te los pongo más largos aún.

—Ya los tiene bastante largos —observó Eduardo Linton, que acababa de aparecer en la puerta—. Le caen sobre los ojos como la crin de un caballo. No sé cómo no le producen dolor de cabeza.

Aunque hizo aquella observación sin deseo de molestarle, Heathcliff, cuyo rudo carácter no toleraba impertinencias, y mas viniendo de alguien a quien ya consideraba como su rival, cogió una fuente llena de compota caliente y se lo tiró en pleno rostro al muchacho. Éste lanzo un grito que hizo acudir enseguida a Catalina y a Isabel. El señor Earnshaw cogió a Heathcliff y se lo llevó a su habitación, donde sin duda le debió aplicar un enérgico correctivo, ya que cuando bajó estaba sofocado y rojo como la grana. Yo cogí un trapo de cocina, limpié la cara a Eduardo, y, no sin cierto enojo, le dije que se había merecido la lección por su inoportunidad. Su hermana se echó a llorar y quiso marcharse; Catalina, a su vez, estaba muy disgustada con todo aquello.

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