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Authors: Emily Brontë

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

Cumbres borrascosas (25 page)

BOOK: Cumbres borrascosas
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—¿De manera que no me parezco a él? —siguió preguntando Linton—. Porque si tiene negro el cabello y los ojos…

—No se le parece mucho —repuse. Y pensé para mí que no se le parecía en nada.

—¡Cuánto me asombra que él no fuera nunca a ver a mamá! Y a mí, ¿me ha visto alguna vez siendo pequeño? Yo no me acuerdo.

—Trescientas millas son mucha distancia —le dije— y diez años no son para una persona mayor lo mismo que para usted. El señor Heathcliff se propondría seguramente ir de un momento a otro, y nunca llegaba la ocasión. Vale más que no le haga usted preguntas sobre ello.

El muchacho no habló más durante el resto del camino, hasta que nos detuvimos a la puerta de la casa. Allí miró atentamente la fachada labrada, las ventanas, los árboles torcidos y los groselleros. Hizo un movimiento con la cabeza con el que significaba su disgusto, pero no dijo nada. Yo me dirigí a abrir la puerta antes de que él se apease. Eran las seis y media y en la casa acababan de tomar el desayuno. La criada estaba limpiando la mesa. José explicaba a su amo algo que se refería a su caballo, y Hareton se disponía a salir.

—¡Hola, Elena! —me dijo Heathcliff al verme—. Me temía tener que ir en persona a buscar lo que es mío. Me lo has traído, ¿no? Vamos a ver qué tal es.

Se levantó y se dirigió a la puerta seguido por José y por Hareton. El pobre Linton miró a los tres.

—¡Qué aspecto tiene! —dijo José, después de una detenida inspección—. Me parece, señor, que le han echado a perder a su hijo.

Heathcliff, que miraba al niño fijamente, soltó una carcajada de irrisión.

—¡Dios mío, qué niño! Parece que le han criado con caracoles y con leche agria. El diablo me lleve, sino es aún mucho peor de lo que esperaba, y eso que no me hacía muchas ilusiones.

Mandé al niño que se apeara y entrase. Él no había comprendido bien las palabras de su padre, ni aún tenía seguridad de que fuera su padre aquel extraño. Me miraba con creciente temor, y cuando Heathcliff se sentó y le mandó acercarse, él se agarró a mi falda y empezó a llorar.

—¡Bah, bah! —dijo Heathcliff. Le cogió, le atrajo hacia él y, tomándole por la barbilla, añadió—: Nada de tonterías. No vamos a hacerte nada, eres el retrato de tu madre. ¿Qué hay mío en ti, pollito?

Le quitó el sombrero y le echó hacia atrás los rizos. Le palpó brazos y manos. Linton dejó de llorar y contempló a su vez al hombre con sus grandes ojos azules.

—¿Me conoces? —preguntó Heathcliff, después de cerciorarse de la fragilidad de los miembros de su hijo.

—No —dijo Linton, con temor.

—¿Ni te han hablado de mí?

—No.

—¿No, eh? Tu madre debía haberse avergonzado de no despertar tu cariño hacia mí. Bueno, pues entérate, eres mi hijo, y tu madre fue una malvada bribona al no explicarte qué clase de padre tienes. ¡Vamos, te ruborizas! Algo es convencerse de que no tienes blanca la sangre también. Ahora a ser buen chico. Elena, siéntate si estás cansada, y vuélvete a tu casa, si no. Ya supongo que contarás en la «Granja» todo lo que estás viendo y oyendo. Y el chico no se hará al ambiente mientras no se quede con nosotros solo.

—Espero, señor Heathcliff —contesté— que se portará bien con el niño, porque de lo contrario no le tendrá

mucho tiempo a su lado. Piense que es el único familiar que le queda.

—Seré buenísimo con él, no tengas miedo —repuso—. Ahora que nadie más lo será. Procuraré acaparar su afecto. Y para empezar mis bondades, ¡José, trae algo de desayunar al niño! Hareton, becerro infernal, vete a trabajar. —Y cuando ambos se fueron, agregó—: Sí, Elena, mi hijo es el futuro propietario de tu casa, y no quiero que muera hasta estar seguro de que yo seré su heredero. Además, es hijo mío, y quiero ver a mi descendiente dueño exclusivo de los bienes de los Linton y a éstos o a sus descendientes cultivando las tierras de sus padres a las órdenes de mi hijo. Es lo único que me interesa de este chico. Le odio por lo que me evoca, y le desprecio por lo que es. Pero lo que te he dicho basta para que le cuide y le atienda tanto como tu amo pueda atender y cuidar a su hija. He preparado para él una habitación lindamente amueblada, y he encargado a un maestro que venga, desde una distancia de veinte millas, a darle lección tres veces a la semana. A Hareton le he mandado que le obedezca, y, en fin, he hecho todo lo necesario para que Linton se sienta superior a los demás de la casa. Pero me disgusta que valga tan poco. Lo único que me hubiera consolado es que fuese digno de mí, y he experimentado una desilusión viendo que es un pobre desgraciado que no sabe hacer otra cosa que llorar.

José acudió con un tazón de sopa de leche. Linton, después de dar muchas vueltas al cacharro, dijo que no lo quería. El viejo criado, según noté, sentía hacia el niño el mismo desprecio que su padre, pero procuraba disimularlo teniendo en cuenta el deseo de Heathcliff de que le respetaran.

—¿Con qué no quiere comerlo? —dijo José en voz muy baja para que no le oyesen—. Pues el señorito Hareton no comía otra cosa cuando era niño, y era tan bueno como usted.

—Llévatelo —repuso Linton—. No lo quiero.

José, indignado, cogió el tazón y se lo presentó a Heathcliff.

—¿Qué hay en esto de malo? —preguntó.

—No creo que haya nada malo —dijo Heathcliff.

—Pues su hijo no quiere comerlo —respondió José—. ¡Pero él se saldrá con la suya! Su madre era lo mismo. Pensaba que todos éramos unos puercos y que nuestro contacto ensuciaba el trigo con que se cocía su pan.

—Guárdate de mencionar a su madre —gruñó Heathcliff, enojado—. Trae algo que le guste, y basta. ¿Qué suele comer el chiquillo, Elena?

Indiqué que le convendría té o leche hervida, y la criada recibió orden de prepararlo. Yo reflexioné que el egoísmo de su padre contribuiría a su bienestar. Heathcliff veía que su delicada salud exigía tratarle con cuidado. Y pensé que el señor se consolaría cuando se lo dijese. Entretanto, como ya no tenía pretexto para quedarme, salí al patio, aprovechando un momento en que Linton estaba ocupado en rechazar tímidamente las muestras de amistad que le quería prodigar un mastín. Pero él se dio cuenta de mi marcha.

Al cerrar la puerta le oí gritar una vez y otra:

—¡No se vaya! ¡No quiero quedarme aquí!

Se cerró la puerta, y le impidieron salir. Monté en
Minny
, y así concluyó mi breve custodia del niño.

Capítulo veintiuno

Durante el día estuvimos muy ocupados en consolar a Cati. Se levantó muy temprano, impaciente por ver a su primo, y tanto lloró y se lamentó al saber que se había marchado, que Eduardo tuvo que consolarla prometiéndole que el niño volvería en breve, si bien añadió: «si lo consigo». Algo la tranquilizó esta promesa, y, sin embargo, tanto puede el tiempo que cuando volvió a ver a Linton le había olvidado hasta el punto de no reconocerle.

Siempre que yo encontraba a la criada de «Cumbres Borrascosas», le preguntaba por el niño y ella me solía contestar que vivía casi tan encerrado como Cati, y que rara vez se le veía. Su salud seguía siendo delicada y resultaba un huésped bastante molesto. El señor Heathcliff le quería cada vez menos, a pesar de que trataba de ocultarlo. Le molestaba su voz y no podía aguantar largo tiempo su presencia. Hablaba poco con él. Linton estudiaba y pasaba las tardes en una salita, cuando no se quedaba en cama, ya que era muy frecuente que sufriese catarros, accesos de tos y todo género de enfermedades.

—No he visto otro ser más melindroso ni más tímido —decía la criada—. Si dejo la ventana un poco abierta por la tarde, se pone fuera de sí, como si fuese a entrar la muerte por ella. En pleno verano necesita estar junto al fuego, y le incomoda el humo de la pipa de José, y hay que tenerle siempre preparados bombones y golosinas, y leche y siempre leche… Se pasa el tiempo al lado de la lumbre, envuelto en un abrigo de pieles, teniendo al alcance de su mano tostadas y algo que beber. Y si alguna vez Hareton, que no es malo a pesar de su tosquedad, va a distraerle, siempre salen, uno renegando y el otro llorando. Se me figura que al amo le agradaría que Earnshaw moliese al niño a palos, si no se tratara de su hijo, y creo que sería capaz de echarle de casa si supiera la serie de cuidados que el chico tiene para consigo mismo. Pero el señor no entra nunca en la salita, y si Linton empieza a hacer tonterías de esas en el salón, le manda enseguida irse a su alcoba.

Tales explicaciones me hicieron comprender que el joven, en medio de un ambiente donde no encontraba simpatía alguna, se había hecho egoísta e ingrato, si es que no lo era ya de nacimiento, y cesé de interesarme por él, por más que no dejara de lamentar que no le hubieran permitido estar con nosotros. Pero el señor Linton me estimulaba a que me informase de él, y creo que le hubiera agradado verle, porque una vez incluso me mandó preguntar a la criada si el muchacho no solía ir al pueblo.

Ella me contestó que había ido con su padre a caballo dos o tres veces, y que siempre había vuelto rendido para varios días. La criada a que me refiero se marchó dos años después de llegar el chiquillo.

En la «Granja» el tiempo transcurría plácidamente. Llegó el momento en que la señorita Cati cumplió los dieciséis años. No celebrábamos nunca el día de su cumpleaños porque era también el aniversario de la muerte de su madre. Su padre pasaba aquellos días en la biblioteca, y al oscurecer se iba al cementerio de Gimmerton, donde se quedaba a veces hasta medianoche. Catalina tenía que divertirse ella sola. Aquel año, el 20 de marzo hizo un tiempo excelente, y después de que su padre hubo salido, la señorita bajó vestida y me dijo que había pedido permiso al señor para que paseáramos juntas por el borde de los pantanos, con tal de que no tardáramos en volver más de una hora.

—¡Anda, Elena! —me dijo—. Quiero ir allí, ¿ves? Por donde suelen ir las cercetas. Quiero ver si han hecho ya sus nidos.

—Esto debe estar lejos —respondí— porque no suelen anidar junto a los pantanos.

—No, no está lejos —me aseguró—. He ido con papá hasta las cercanías.

Cogí el sombrero y salimos. Cati corría ante mí, yendo y viniendo como un perrillo juguetón. Al principio lo pasé bien. Cantaban las alondras, y mi niña mimada estaba encantadora, con sus dorados bucles colgando hacia atrás, y sus mejillas, tan puras y encendidas como una rosa silvestre. Era un ángel entonces. Verdaderamente, era imposible no desear proporcionarle todas las alegrías que fuera posible.

—Pero, señorita —dije, después de un buen rato—, ¿dónde están las cercetas? Estamos lejos ya de casa.

—Es un poco más allá, sólo un poco —repetía invariablemente—. Ahora sube esa colina, bordea esa orilla, y verás qué pronto hago que los pájaros echen a volar.

Mas tantas colinas había que subir y tantas orillas que bordear, que al fin me cansé y le grité que era necesario volverse ya. Pero no me oyó, porque se había adelantado mucho, y la tuve que seguir contra mi deseo. Empezó a descender una hondonada. En aquel momento estábamos más cerca de «Cumbres Borrascosas» que de casa. De pronto vi que la habían abordado dos personas, y en una de ellas reconocí al propio Heathcliff.

Habían descubierto a Cati en el acto de coger unos nidos de aves. Aquellas extensiones pertenecían a Heathcliff y él estaba amonestando a la cazadora furtiva.

—No he cogido pájaro alguno —dijo ella enseñando sus manos para demostrarlo—. Papá me dijo que anidaban aquí y quería ver cómo son sus huevos.

Yo llegaba en aquel momento. Heathcliff me miró maliciosamente, y le preguntó:

—¿Quién es su padre?

—El señor Linton, de la «Granja de los Tordos» —repuso ella—. Ya he supuesto que usted no me conocía, pues de lo contrario no me hubiera hablado en esa forma.

—¿Así que usted supone que su papá es digno de mucha estimación y respeto? —le preguntó él irónicamente.

—¿Quién es usted? —repuso ella mirando a Heathcliff con curiosidad—. A ese hombre ya le he visto otra vez. ¿Es hijo suyo?

Y señalaba a Hareton, a quien los dos años transcurridos le habían hecho ganar en fuerza y en estatura, pero que continuaba zafio como antes.

—Señorita Cati —intervine—, tenemos que volver. Hace tres horas que salimos de casa.

—No, no es mi hijo —contestó Heathcliff—. Pero tengo uno, y también le conoce usted. Aunque su aya tenga prisa, creo que sería mejor que vinieran a descansar un poco a casa. Sólo con dar la vuelta a esta colina, ya estamos allí. Será usted bien recibida, descansará un poco y volverá a la «Granja» en cuanto quiera.

Yo insistí a Cati para que no aceptáramos la invitación, pero ella respondió:

—¿Por qué no? Estoy cansada, y no vamos a sentarnos aquí. El suelo está húmedo. ¡Anda, Elena! Dice, además, que conozco a su hijo. Yo creo que se equivoca. Vive en aquella casa donde estuve cuando volví de la peña de Penninston, ¿no?

—Justo —dijo Heathcliff—. Cállate, Elena. Le gustará ver nuestra casa. Hareton, vete delante con la muchacha. Tú ven conmigo, Elena.

—No irá a semejante sitio —grité. Y traté de soltarme de Heathcliff, que me había cogido por un brazo. Pero Cati había echado a correr y estaba ya casi en las «Cumbres». Hareton había desaparecido por un lado del camino.

—Esto es un atropello, señor Heathcliff —le censuré—. Ella verá a Linton, cuando volvamos lo contará a su padre, y todas las culpas me las cargaré yo.

—Quiero que vea a Linton —repuso él—. Está estos días de mejor aspecto. No será difícil conseguir que la muchacha no hable nada de la visita… ¿Qué mal hay?

—Hay el mal de que su padre me odiaría si supiese que la he dejado entrar en casa de usted. Además, estoy segura de que usted lleva algún mal fin —repliqué.

—Mi fin es honradísimo —dijo— y te lo voy a declarar. Quiero que los dos primos se enamoren y se casen. Ya ves que soy generoso con tu amo. La chica no tiene otras perspectivas. Si ella se casara con Linton, la designaría como coheredera.

—Lo sería de todos modos si Linton muriese —repuse—, y ya sabe usted que la salud del chico es muy precaria.

—No lo sería —replicó— porque ninguna cláusula del testamento lo menciona, y yo sería el heredero. Pero para evitar pleitos, quiero que se casen.

—Y yo no quiero que ella entre en esa casa conmigo —respondí.

Catalina había alcanzado ya la verja. Heathcliff me aconsejó que me tranquilizase y nos precedió por el sendero. La señorita le miraba como pretendiendo darse cuenta de qué clase de hombre era, pero él la correspondía con sonrisas y al hablarle suavizaba su voz. Llegué a imaginar que la memoria de la madre le hacía simpatizar con la joven. Encontramos a Linton junto al fuego. Venía de pasear por el campo, tenía aún puesta la gorra y en aquel momento estaba pidiendo a José calzado seco. Le faltaban pocos meses para cumplir los dieciséis años y estaba muy crecido para su edad. Seguía teniendo bellas las facciones, y en sus ojos y su piel se notaban los saludables efectos del aire y el sol que acababa de tomar durante su paseo.

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