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Authors: Emily Brontë

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

Cumbres borrascosas (8 page)

BOOK: Cumbres borrascosas
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—No has debido hablarle —dijo al joven Linton—. Estaba de mal humor, ahora le pegarán, y has estropeado la fiesta… Yo ya no tengo apetito. ¿Por qué le hablaste, Eduardo?

—Yo no le hablé —sollozó el muchacho, desprendiéndose de mis manos y terminando de limpiarse con su fino pañuelo—. Prometí a mamá no hablarle, y lo he cumplido.

—Bueno —dijo Catalina con desdén—; cállate, que viene mi hermano. No te ha matado, después de todo. No pongas las cosas peor. Deja de llorar, Isabel. ¿Te ha hecho algo alguien?

—¡A sentarse, niños! —exclamó Hindley reapareciendo—. Ese bruto de chico me ha hecho entrar en calor. La próxima vez, Eduardo, tómate la venganza con tus propios puños, y eso te abrirá el apetito.

La gente menuda recobró su alegría al servirse los olorosos manjares. Todos sentían apetito después del paseo, y se consolaron fácilmente, ya que ninguno había sufrido daño grave. El señor Earnshaw trinchaba con jovialidad, y la señora animaba la mesa con su conversación. Yo atendía al servicio y me entristecía el ver que Catalina, con ojos enjutos y aire indiferente, partía en aquel momento un ala de pato que tenía ante sí.

«¡Qué niña tan insensible! —pensé—: Nunca hubiera creído que la suerte de su antiguo compañero de juegos la preocupara tan poco».

Ella estaba llevándose en aquel momento un bocado a la boca, pero de pronto lo soltó, las mejillas se le sonrojaron y por su rostro corrieron las lágrimas. Dejó caer el tenedor y aprovechó la ocasión de inclinarse para disimular su emoción. Durante todo el día anduvo como un alma en pena buscando a Heathcliff`. Pero éste había sido encerrado por Hindley, lo que averigüé al querer llevarle a escondidas algo de comer.

Hubo baile por la tarde y Catalina pidió que soltaran a Heathcliff, ya que, si no, Isabel no tendría pareja, pero no se la atendió y yo fui llamada a llenar la vacante. El baile nos puso de buen humor, y éste creció más cuando llegó la banda de música de Gimmerton, con sus quince músicos, entre los que había un trompeta, un trombón, clarinetes, flautas, oboes y un contrabajo, fuera de los cantantes. La banda suele recorrer en Navidad las casas ricas pidiendo aguinaldos, y su llegada es siempre acogida con alegría. Primero cantaron los villancicos de costumbre, pero después, como a la señora Earnshaw le gustaba extraordinariamente la música, les pedimos que tocasen algo más, y lo hicieron durante todo el tiempo que nos pareció bien.

A pesar de que a Catalina le agradaba también la música, dijo que se oía mejor desde el rellano de la escalera, y con este pretexto salió seguida por mí. Cerraron la puerta de abajo. No parecían haber reparado en nuestra falta. Catalina subió hasta el desván donde estaba encerrado Heathcliff. Le llamo, y aunque él al principio no quiso contestar, acabaron manteniendo una conversación a través de la puerta. Les dejé que charlaran tranquilamente, y cuando comprendí que el concierto iba a terminar y que se iba a servir la cena a los músicos, volví al desván con objeto de avisar a Catalina. Pero no la hallé. Por una claraboya había subido al tejado, y por otra entrado en la buhardilla de Heathcliff`. Me costó mucho convencerla de que saliera. Al cabo lo hizo en compañía de Heathcliff, y se empeñó en que le llevara a la cocina conmigo, ya que José se había ido a casa de un vecino, para librarse de la «infernal salmodia», como llamaba a la música. Yo les advertí que no contaran conmigo para engañar al señor Hindley, pero que por esta vez lo haría, ya que el cautivo no había probado bocado desde el día antes.

Él bajó, se sentó junto a la lumbre, y yo le ofrecí muchas golosinas. Pero Heathcliff se sentía mal y no comió apenas, sin que mis intentos de distraerle fuesen más afortunados. Había apoyado los codos en las rodillas y la barbilla en las manos, y callaba. Le pregunté qué pensaba, y me respondió con gravedad:

—En cómo hacerle pagar esto a Hindley. No sé cuanto habré de esperar, pero no me importa, si lo consigo al fin. ¡Con tal de que no reviente antes!

—¡Qué vergüenza, Heathcliff! —le dije—. Sólo corresponde a Dios castigar a los malos. Nosotros hemos de saber perdonarles.

—No será Dios quien tenga esa satisfacción, que yo me reservo —repuso—. Lo único que necesito es saber cómo la alcanzaré. Pero ya acertaré con el plan conveniente. Este pensamiento me evita sufrir.

Ahora reparo, señor Lockwood, en que estas historias no deben tener interés para usted. No sé cómo he hablado tanto. Está usted durmiéndose. ¡Hubiera podido contarle en una docena de palabras cuanto le interesara a usted saber sobre la vida de Heathcliff!

Después de esta interrupción, el ama de llaves, incorporándose, guardó la labor. Yo no me moví de al lado del fuego. Estaba muy lejos de dormirme.

—Siéntese, señora Dean —le dije—, y siga con su historia media horita más. Ha hecho bien en contarla a su manera. Me han interesado mucho sus descripciones.

—Son las once, señor.

—Es igual: yo no suelo acostarme hasta muy tarde. Levantándose a las diez, no importa acostarse a las dos o a la una.

—Es que no debía usted dormir hasta las diez. Pierde usted lo mejor del día. Cuando a esa hora no se ha hecho ya la mitad de la faena diaria, es muy probable que no se pueda hacer lo demás en el día.

—Da lo mismo, señora Dean… Ande, siéntese. Creo que tendré mañana que estarme acostado hasta después de cenar, pues parece que no me escaparé sin un buen catarro.

—Dios haga que no suceda así, señor. Bien, pues daré un salto de tres años, o sea hasta que la señora Earnshaw…

—No; nada de saltos. ¿No sabe usted lo que siente el que se encuentra ocupado en mirar cómo una gata lava a sus gatitos, y se indigna cuando ve que deja de lamer una de las orejas de uno de ellos?

—Creo que quien haga eso no es más que un ocioso.

—No lo crea… Bueno: yo me encuentro en ese caso ahora. De modo que cuente usted la historia con todo detalle. En sitios como éste, las gentes adquieren ante el que las observa un valor que puede compararse con el de una araña a los ojos de quien la contempla en un calabozo. La araña en un calabozo tiene una importancia que no tendría para un hombre libre. Pero, de todos modos, el cambio no se debe sólo a la distinta situación del observador. Las gentes, aquí, viven más hondamente, más reconcentradas en sí mismas y menos atraídas por la parte superficial de las cosas. En un sitio así, yo sería capaz hasta de creer en un amor eterno, y eso que he creído siempre imposible que una pasión dure arriba de un año.

—Los que habitamos aquí, cuando se nos conoce, somos como los de cualquier otro sitio —contestó la señora Dean.

—Disculpe, amiga mía —repuse—; pero usted misma es una negación viviente de lo que dice. Usted, aparte de algunos modismos locales muy secundarios, no suele hablar ni obrar como las personas de su clase. Tengo la evidencia de que ha pensado mucho más de lo que suelen hacerlo la mayoría de las personas de su profesión. Como no ha tenido usted que ocuparse de frivolidades, ha debido reflexionarse sobre asuntos serios.

—Claro que me tengo por una persona razonable —dijo—, pero no creo que sea por vivir recluida entre montañas y ver sólo un aspecto de las cosas, sino por haberme sometido a una severa disciplina que me hizo aprender a tener buen criterio. Además, señor Lockwood, he leído más de lo que usted se imagina. No hay un libro en la biblioteca que yo no haya hojeado, y del que no haya sacado alguna enseñanza, excepto los libros griegos y latinos, o los franceses… Y hasta éstos sé distinguirlos unos de otros… ¿Qué más puede usted pedir a la hija de un pobre? De todos modos, si se empeña en que le siga contando la historia como hasta ahora, lo mejor será que dé un salto, pero no de tres años, sino hasta el verano siguiente. El de 1778. Veintitrés años han pasado ya.

Capítulo ocho

Una hermosa mañana de junio, vino al mundo el primer niño que yo había de criar y el último vástago de la antigua raza de los Earnshaw. Estábamos recogiendo heno en un campo apartado de la finca, cuando vimos llegar con una hora de anticipación a la chica que nos traía habitualmente el desayuno.

—¡Qué niño tan hermoso! —exclamó—. Nunca se ha visto uno más guapo… Pero, según dice el médico, la señora vivirá muy poco. Al parecer se ha ido consumiendo durante los últimos meses. He oído cómo se lo decía al señor Hindley, y le ha asegurado que morirá antes del invierno. Venga a casa enseguida, Elena. Tiene que cuidar al niño, darle leche y azúcar. Me gustaría ser usted porque cuando la señora muera va usted a quedar completamente encargada del pequeño.

—¿Tan enferma está? —pregunté, soltando la horquilla y anudándome las cintas del sombrero.

—He oído que sí —repuso la muchacha— aunque está muy animada y habla como si fuese a vivir hasta ver al pequeño hecho un hombre. No cabe en sí de alegría. Verdaderamente, el niño es una hermosura. Si yo estuviera en su caso, no me moriría. Sólo con mirar al niño, me pondría buena. La señora Archer llevó el angelito al amo, y no había hecho más que presentárselo, cuando se adelanta el viejo gruñón de Kenneth y le dice: «Señor Earnshaw, es una fortuna que su mujer le haya dado un hijo. Cuando la vi por primera vez tuve la seguridad de que no viviría largo tiempo, y ahora puedo decirle que no pasará del invierno. No se aflija, porque la cosa es irremediable; pero debió haber buscado usted una mujer más sana».

—¿Y qué contestó el amo? —pregunté a la muchacha.

—Creo que una blasfemia, pero no me fijé, porque estaba muy ocupada en mirar a la criatura.

La moza empezó a describirme al bebé con entusiasmo. Yo me apresuré a correr a casa, ya que tenía tantos deseos de verlo como ella misma, pero me daba pena de Hindley. Sabía que en su corazón sólo había lugar para dos afectos: el de su mujer y el de sí mismo. A Francisca la adoraba, y me parecía imposible que pudiera soportar su muerte.

Al llegar a «Cumbres Borrascosas», él se hallaba de pie ante la puerta. Le pregunté cómo estaba el recién nacido.

—A punto de echar a correr, Elena —me replicó, sonriendo.

—¿Y la señora? Creo que el médico dice…

—¡Al demonio con el médico! —contestó—. Francisca está bien y la semana próxima se habrá restablecido del todo. Si subes, dile que ahora iré a verla, siempre que prometa no hablar. Me he ido de la habitación porque no quería callarse, y es preciso que guarde silencio. Adviértele que el señor Kenneth le prescribe quietud.

Comuniqué aquella indicación a la señora, y ella, que parecía muy animada, respondió:

—Sólo hablé una palabra, Elena, y a pesar de ello salió dos veces orando de la habitación. Le prometo callarme, pero ello no me impedirá reírme de él.

La pobre mujer no perdió el humor hasta una semana antes de morir. Su marido seguía obstinándose en que mejoraba constantemente. El día en que Kenneth le advirtió que ya no recetaba más medicinas, porque eran totalmente inútiles, dado el grado a que había llegado la enfermedad, Hindley le contestó:

—Bien sé que no las necesita, ni tampoco los cuidados médicos. Nunca ha estado enferma del pecho. Padeció una fiebre, sí, pero ya ha desaparecido. Su pulso es ahora tan normal como el mío y sus mejillas están muy frescas.

A su esposa le decía lo mismo, y ella parecía creerlo. Pero una noche, mientras Francisca reclinaba la cabeza en el hombro de su esposo y le decía que pensaba levantarse al día siguiente, le acometió un leve ataque de tos. Él la abrazó, ella le echó las manos al cuello, palideció y entregó el alma. Hareton, el niño, fue entregado a mis cuidados. El señor Earnshaw se conformaba, respecto al pequeño, con saber que estaba bien y con no oírle llorar. Pero él, por su parte, estaba desesperado. Su dolor era de los que no se manifiestan con lamentaciones. No sollozaba ni rezaba, sino que maldecía de Dios y de los hombres, y se entregó a una vida de loco libertinaje. Ningún criado soportó largo tiempo el tiránico comportamiento que nos daba, y sólo nos quedamos a su lado José y yo. Yo había sido su hermana de leche, y me faltó valor para abandonarle. En cuanto a José, se quedó porque así podía mandar despóticamente a los jornaleros y arrendatarios, y también porque siempre se sentía a gusto donde quiera que hubiese cosas que censurar.

Los malos hábitos y las malas compañías que había contraído el amo constituían un pésimo ejemplo para Catalina y Heathcliff. Este era tratado de tal manera, que aunque hubiera sido un santo, tenía que acabar convirtiéndose en un demonio. Y, en verdad, el muchacho parecía endemoniado en aquella época. La degradación de Hindley le colmaba de placer y su aspereza y tosquedad aumentaban.

Nuestra vida era un infierno. El cura dejó de acudir a la casa, y terminaron imitándole todas las personas respetables. Nadie nos trataba, excepto Eduardo Linton, que a veces se presentaba a visitar a Catalina. A los quince años, la joven se transformó en la reina de la comarca. Ninguna podía igualarla, y se convirtió en un ser terco y caprichoso. Desde que había dejado de ser niña, yo no la quería, y procuraba humillar su soberbia a todo trance, pero ella no me hacía caso. Conservó un afecto constante hacia Heathcliff, y no quiso nunca a nadie como a él, ni siquiera al joven Linton. Este fue mi último señor: su retrato está ahí, sobre la chimenea. Antes, al lado, estaba colgado el de su mujer y es una pena que lo hayan quitado porque así podría usted haberse hecho una idea de lo que fue. Vamos a repasar eso y verá.

La bujía iluminó un rostro de finas facciones, muy semejante al de la joven de las «Cumbres» pero más pensativo y menos adusto. Era un cuadro agradable. El cabello era rubio y levemente rizado en las sienes, los ojos grandes y reflexivos, y en conjunto una figura que resultaba incluso demasiado graciosa. No me maravillé de que Catalina le hubiese preferido a Heathcliff, pero pensando en que su espíritu debía corresponder a su aspecto, me asombró que él se hubiese sentido atraído hacia Catalina Earnshaw.

—Es un buen retrato —dije—. ¿Es parecido?

—Sí —repuso el ama de llaves—. En general era así. Cuando estaba animado, parecía más guapo aún.

A raíz de pasar Catalina aquellas cinco semanas con los Linton, siguió manteniendo relaciones de amistad con ellos. Como disimulaba en su presencia su aspereza acostumbrada, logró cautivarles a todos, en especial a Isabel, que la admiraba, y a su hermano, que terminó por enamorarse de ella. Como esto la complacía, tenía que desarrollar un doble modo de ser, aunque no con mal deseo. Cuando oía comentar que Heathcliff era un rufián y peor que un bruto, se cuidaba mucho de no parecerse a él, pero cuando estaba en casa mostraba muy poca inclinación a los buenos modales, que, por otra parte, no la hubieran granjeado elogios de ninguno.

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