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Authors: Emily Brontë

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

Cumbres borrascosas (10 page)

BOOK: Cumbres borrascosas
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—¡Más bonita será en adelante, Elena! —replicó aquel desgraciado, volviendo a recuperar su habitual aspecto de dureza—. Márchate y llévate al niño de aquí. Tú, Heathcliff, haz lo mismo. Por esta noche creo que no os mataré, a no ser que se me ocurra pegar fuego a la casa… Ya veremos.

Y se escanció una copa de aguardiente.

—No beba más —le rogué—. Apiádese de este pobre niño, ya que no se apiada de sí mismo.

—Con cualquiera le irá mejor que conmigo —me contestó.

—¡Tenga compasión de su propia alma! —dije, intentando quitarle la copa de la mano.

—¡No quiero! Tengo ganas de mandarla al infierno para castigar a su Creador —repuso—. ¡Brindo por su perdición eterna!

Bebió y nos mandó alejarnos, no sin soltar una serie de juramentos que más vale no repetir.

—¡Cuánto deploro que no se mate bebiendo! —comentó Heathcliff, repitiendo, a su vez, otra sarta de imprecaciones cuando se cerró la puerta—. Él hace todo lo posible para ello, pero es de una naturaleza muy robusta, y no lo conseguirá. El señor Kenneth asegura que va a vivir más que todos los de Gimmerton, y que encanecerá bebiendo, a no ser que le pase algo inesperado.

Me senté en la cocina, y empecé a mecer a mi corderito para dormirle. Heathcliff cruzó la cocina, y yo pensé que se encaminaba al granero. Pero luego resultó que se había tumbado en un banco junto a la pared, y allí permaneció callado.

Yo mecía a Hareton sobre mis rodillas y había comenzado una canción que dice:

«Era de noche y los niños lloraban,

en sus cuevas los gnomos lo oyeron…».

De pronto, la señorita Catalina asomó la cabeza por la puerta de su habitación, y preguntó:

—¿Estás sola, Elena?

—Sí, señorita —contesté.

Pasó y se acercó a la lumbre. Comprendí que quería decirme algo. En su rostro se leía la ansiedad. Abrió los labios como si fuera a hablar, pero se limitó a exhalar un suspiro. Continué cantando, sin hablarle, ya que no había olvidado su comportamiento anterior.

—¿Dónde está Heathcliff? —preguntó.

—Trabajando en la cuadra —dije.

El muchacho no denegó. Tal vez se hubiera dormido. Hubo un silencio. Por las mejillas de Catalina se deslizaba una lágrima. Me pregunté si estaría disgustada por su conducta, lo cual hubiera constituido un hecho insólito en ella. Pero no había tal cosa. No se inquietaba por nada, no siendo por lo que le atañía a ella.

—¡Ay, querida! —dijo por fin—. ¡Qué desgraciada soy!

—Es una pena —repuse— que sea usted tan difícil de contentar. Con tantos amigos y tan pocas preocupaciones, tiene motivos de sobra para estar satisfecha.

—¿Me guardarás un secreto, Elena? —me preguntó, mirándome con aquella expresión suya que desarmaba al más enfadado, por muchos resentimientos que con ella tuviese.

—¿Merece la pena? —pregunté con menos aspereza.

—Sí. Y debo contártelo. Necesito saber lo que he de hacer. Eduardo Linton me ha pedido que me case con él y ya le he contestado. Pero antes de decirte lo que he respondido, dime tú qué hubiera debido contestarle.

—Verdaderamente, señorita, no sé qué responderle. Teniendo en cuenta la escena que le ha hecho usted contemplar esta tarde, lo mejor hubiera sido rechazarle, porque si después de ella todavía le pide relaciones, es que es que si un tonto completo o que está loco.

—Si sigues hablando así, ya no te diré más —exclamó ella, levantándose malhumorada—. Le he aceptado. Dime si he hecho mal, y pronto.

—Si le ha aceptado, no veo que haya nada que hablar. ¡No va usted a retirar su palabra!

—¡Pero quiero que me digas si he obrado con acierto! —insistió con irritado tono, retorciéndose las manos y frunciendo las cejas.

—Para contestar, habría que tener muchas cosas en cuenta —dije sentenciosamente—. Ante todo, ¿quiere al señorito Eduardo?

—¡Naturalmente!

Yo le formulé una serie de preguntas. No era del todo indiscreto el hacerlo, ya que se trataba de una muchacha muy joven.

—¿Por qué le quiere, señorita Catalina?

—¡Vaya una pregunta! Le quiero, y nada más.

—No basta. Dígame por qué.

—Porque es guapo y me gusta estar con él.

—Malo… —comenté.

—Y porque es joven y alegre.

—Más malo aún.

—Y porque él me ama.

—Eso no tiene nada que ver.

—Y porque llegará a ser rico, y me agradará ser la señora más acomodada de la comarca, y porque estaré orgullosa de tener un marido como él.

—Eso es lo peor de todo. Y dígame: ¿cómo le ama usted?

—Como todo el mundo, Elena. ¡Pareces boba!

—No lo crea… Contésteme.

—Pues amo el suelo en que pone los pies, y el aire que le rodea, y todo lo que toca, y todas las palabras que pronuncia, y todo lo que mira y todo lo que hace… ¡Le amo enteramente!

—¿Y qué más?

—Está bien, lo tomas a juego. ¡Es demasiada maldad! ¡Pero para mí no se trata de una broma! —dijo la joven, enojada, mirando al fuego.

—No lo tomo a juego, señorita Catalina. Usted dice que quiere al señorito Eduardo porque es guapo, y joven, y alegre, y rico, y porque el la ama a usted. Lo último no significaría nada. Usted le amaría igual aunque ello no fuera así, y únicamente por eso no le querría si no reuniese las demás cualidades.

—¡Naturalmente! Me daría lástima, y puede que hasta le aborreciera si fuera feo o fuera un hombre ordinario.

—Pues en el mundo hay otros muchachos guapos y ricos, y más que el señorito Eduardo.

—Quizá, pero yo sólo he visto uno y es Eduardo.

—Más tarde puede usted conocer algún otro, y él, además, no será siempre joven y guapo. También podría dejar de ser rico.

—Yo no tengo por qué pensar en el futuro. Ya podrías hablar con más sentido común.

—Pues entonces, nada… Si no piensa usted más que en el presente, cásese con el señorito Eduardo.

—Para eso no necesito tu permiso. Claro que me casaré con él. Pero no me has dicho aún si hago bien o no.

—Me parece bien si usted se casa pensando sólo en el momento. Ahora contésteme usted: ¿de qué se preocupa? Su hermano se alegrará, los ancianos Linton no creo que pongan reparo alguno, va usted a salir de una casa desordenada para ir a otra muy agradable, ama usted a su novio y él la ama a usted. Todo está claro y sencillo. ¿Dónde ve usted el obstáculo?

—¡Aquí y aquí, o donde pueda estar el alma! —repuso Catalina golpeándose la frente y el pecho—. Tengo la impresión de que no obro bien.

—¡Qué cosa tan rara! No me la explico.

—Pues te la explicaré lo mejor que pueda, si me prometes que no te vas a burlar de mí.

Catalina se sentó a mi lado. Estaba triste y noté que sus manos, que mantenía enlazadas, temblaban.

—Elena: ¿no sueñas nunca cosas extrañas? —me dijo, después de reflexionar un instante.

—A veces —respondí.

—También yo. En ocasiones he soñado cosas que no he olvidado nunca y que han cambiado mi modo de pensar. Han pasado por mi alma y le han dado un color nuevo, como cuando al agua se le agrega vino. Y uno que he tenido es de esa clase. Te lo voy a contar, pero líbrate de sonreír ni un solo instante.

—No me lo cuente, señorita —le interrumpí—. Ya tenemos aquí bastantes congojas para andar con pesadillas que nos angustien más. Ea, alégrese. Mire al pequeño Hareton. ¡Ese sí que no sueña nada triste! ¿Ve con cuánta dulzura sonríe?

—¡También sé con cuanta dulzura reniega su padre! Supongo que te acordarás de cuando era tan pequeño como este niño. De todos modos, tienes que escucharme, Elena. No es muy largo. Además, no me siento jovial hoy.

—¡No quiero oírlo! —me apresure a contestar.

Porque yo era, y soy aún, muy supersticiosa en cuestión de sueños, y el semblante de Catalina se había puesto tan sombrío, que temí escuchar el presagio de alguna horrorosa desgracia. Ella se enfadó, al parecer, y no continuó. Pasando a otra cosa, expuso:

—Yo sería muy desgraciada si estuviera en el cielo.

—Porque no es usted digna de ir a él —contesté—. Todos los pecadores serían muy desgraciados en el cielo.

—No es por eso. Una vez soñé que estaba en el cielo.

—Ya le he dicho, señorita, que no quiero enterarme de sus sueños. Voy a acostarme.

Se echó a reír y me obligó a permanecer sentada.

—Pues soñé —dijo— que estaba en el cielo, que comprendía y notaba que aquello no era mi casa, que se me partía el corazón de tanto llorar por volver a la tierra, y que, al fin, los ángeles se enfadaron tanto, que me echaron fuera. Fui a caer en medio de la maleza, en lo más alto de «Cumbres Borrascosas», y me desperté llorando de alegría. Ahora, con esa explicación, podrás comprender mi secreto. Tanto interés tengo en casarme con Eduardo Linton como en ir al cielo, y si mi malvado hermano no hubiera tratado tan mal al pobre Heathcliff, yo no habría pensado en ello nunca. Casarme con Heathcliff sería rebajarnos, pero él nunca llegará a saber cuánto le quiero, y no porque sea guapo, sino porque hay más de mí en él que en mí misma. No sé qué composición tendrán nuestras almas, pero sea de lo que sea, la suya es igual a la mía, y en cambio la de Eduardo es tan diferente como el rayo lo es de la luz de la luna, o la nieve de la llama.

No había concluido de hablar, cuando noté la presencia de Heathcliff, que en aquel momento se incorporaba y salía. Sólo había escuchado hasta que oyó decir a Catalina que le rebajaría casarse con él. Inmediatamente se levantó y se fue. Pero ella, que estaba de espaldas, no reparó en sus movimientos ni en su marcha. Yo me había estremecido y le hice una señal para que enmudeciera.

—¿Por qué? —preguntó, mirando, inquieta en torno suyo.

—Porque viene José —respondí, refiriéndome al ruido del carro, que con toda oportunidad oí avanzar por el camino— y Heathcliff vendrá con— él. ¡A lo mejor estaba ahora mismo detrás de la puerta!

—Desde la puerta no ha podido oírme —contestó—. Dame a Hareton para que le tenga mientras preparas la cena, y después déjame cenar contigo. ¿Verdad que Heathcliff no se da cuenta de estas cosas, y que no sabe lo que es el cariño?

—No veo por qué ha de conocer todos estos sentimientos —repuse— y si es de usted de quien está enamorado, seguramente será muy infeliz, pues en cuanto usted se case, él se quedará sin amor, sin amistad y sin todo… ¿Ha pensado en las consecuencias que tendrá para él la separación, cuando se dé cuenta de que queda enteramente solo en el mundo, señorita Catalina?

—¿Qué hablas de separarnos ni de quedarse solo en el mundo? —replicó, indignada—. ¿Quién había de separamos? ¡Ay del que lo intentara! Antes que abandonar a Heathcliff prescindiría de todos los Linton del mundo. No me propongo tal cosa. No me casaría si hubiera de suceder así. Heathcliff será para mí, cuando me case, lo que ha sido siempre. Mi marido habrá de mirarle bien o tendrá por lo menos que soportarle. Y lo hará cuando conozca mis verdaderos sentimientos. Ya veo, Elena, que me consideras una egoísta, pero debes comprender que si Heathcliff y yo nos casáramos viviríamos como unos pordioseros. En cambio, si me caso con Linton, puedo ayudar a Heathcliff a que se libre de la opresión de mi hermano.

—¿Y eso con los bienes de su marido? No será eso tan fácil como le parece. No tengo autoridad para opinar, pero me parece que ése es el peor motivo que ha dado para explicar su matrimonio con el señorito Eduardo.

—Es el mejor —dijo ella—. Los otros se referían a satisfacer mis caprichos y a complacer a Eduardo… Yo no puedo explicarme pero creo que tú y todos tenéis la idea de qué después de esta vida hay otra. ¿Para qué había yo de ser creada, si antes de serlo ya estaba enteramente contenida aquí? Todos mis dolores en este mundo han consistido en los dolores que ha sufrido Heathcliff, y los he seguido paso a paso desde que empezaron. El pensar en él llena toda mi vida. Si el mundo desapareciera y él se salvara, yo seguiría viviendo, pero si desapareciera él y lo demás continuara igual, yo no podría vivir. Mi afecto por Linton es como las hojas de los árboles, y bien sé que cambiará con el tiempo, pero mi cariño a Heathcliff es como son las rocas del fondo de la tierra, que permanecen eternamente iguales sin cambiar jamás. Es un afecto del que no puedo prescindir. ¡Elena, yo soy Heathcliff! Le tengo constantemente en mi pensamiento, aunque no siempre como una cosa agradable. Tampoco yo me agrado siempre a mí misma. No hables más de separarnos, porque eso es irrealizable.

Calló y escondió la cabeza en mi regazo. Pero yo la aparté de mí, porque me había hecho perder la paciencia con sus numerosas insensateces.

—Lo único que veo, señorita —le dije—, es, o que ignora usted los deberes de una casada o que no tiene conciencia. Y no me cuente más cosas, porque las diré.

—Pero de ésta no hablarás…

Ella iba a insistir, pero entró José y suspendimos la conversación. Catalina, con Hareton, se fue a un extremo de la cocina, y allí esperó mientras yo preparaba la cena. Una vez que estuvo a punto, José y yo empezamos a discutir acerca de quién debía llevársela al señor Hindley, y sólo nos pusimos de acuerdo cuando casi se había enfriado. El acuerdo consistió en esperar a que el amo la pidiese, ya que ambos temíamos mucho tratar con él cuando se encerraba en su cuarto.

—Y aquel idiota, ¿no ha vuelto del campo aún? ¿Qué estará haciendo? ¡Hay que ver qué holgazán! —dijo el viejo, al notar que Heathcliff no estaba presente.

—Voy a buscarle —contesté—. Debe de estar en el granero.

Aunque le llamé, no me contestó. Cuando volví, cuchicheé al oído de Catalina que seguramente el muchacho había escuchado parte de nuestro diálogo, y le expliqué que le había visto salir de la cocina en el momento en que ella se refería al comportamiento de su hermano con él.

Dio un salto, dejó a Hareton en un asiento, y se lanzó en busca de su compañero sin reflexionar siquiera en la causa de la turbación que le embargaba. Tanto tiempo estuvo ausente, que José propuso que no les esperásemos mas, suponiendo, con su habitual tendencia a pensar mal, que se quedaban fuera para no tener que asistir a sus largas oraciones de bendición de la mesa. Agregó, pues, en bien de las almas de los jóvenes, una oración más a las acostumbradas, y aún hubiera aumentado otra en acción de gracias de no haber reaparecido la señorita ordenándole que saliese enseguida para buscar a Heathcliff donde quiera que estuviese y hacerle volver.

—Quiero hablarle antes de subir —dijo—. La puerta está abierta, y él debe encontrarse lejos, pues le llamé desde el corral, y no responde.

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