Déjame entrar (39 page)

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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

BOOK: Déjame entrar
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Ya en los años sesenta hubo informes alarmantes acerca de que el puente se estaba descomponiendo lentamente como consecuencia del intenso tráfico que soportaba. Fue reparado y reforzado en varias ocasiones, pero la gran reconstrucción, o la construcción de uno nuevo de la que tanto se hablaba, quedaba aún lejos en el tiempo.

Así que la mañana del domingo 8 de Noviembre de 1981 el puente parecía cansado. Un viejo harto de vivir que pensaba desconsolado en aquellos tiempos en que los cielos eran más claros, las nubes más ligeras y cuando era el puente de hormigón de un solo tramo más grande del mundo.

El hielo había empezado a deshacerse a medida que avanzaba la mañana y el agua del deshielo corría por las grietas de la construcción. Ya no se atrevían a echar sal, puesto que eso podía acelerar el proceso de corrosión del viejo puente de hormigón aún más.

No había mucho tráfico a aquellas horas, y menos un domingo. El metro había dejado de funcionar por la noche y los pocos automovilistas que pasaban a esas horas añoraban llegar a sus camas o volver a ellas.

Benny Melin era la excepción. Bueno, claro que tenía ganas de llegar a casa y a la cama, pero probablemente estaba demasiado contento para poder dormir.

En ocho ocasiones había conocido a igual número de mujeres a través de los anuncios de contactos, pero Betty, con quien había quedado el sábado por la tarde, era la primera… la primera con la que había sentido ese «clic».

Aquello prometía. Los dos lo sabían.

Habían bromeado acerca de lo ridículo que iba a sonar: Benny y Betty. A pareja de circo a algo así, pero ¿qué le iban a hacer? Y si tenían hijos, ¿qué nombre les iban a poner? Lenny y Netty.

Sí, la verdad es que lo pasaban bien juntos. Habían estado en el pisito de ella en Kungholmen hablando de sus vidas, intentando hacerlas coincidir con bastante buen resultado. Al despuntar el día únicamente quedaban dos cosas que pudieran hacer.

Y Benny, no sin cierta resistencia, eligió la que le parecía correcta: despedirse con la promesa de volver a encontrarse el domingo por la tarde. Sentado al volante, condujo hacia casa pasando por la estación de Brommaplan cantando
I can't help falling in love with you
en voz alta.

Desde luego a Benny no le quedaban energías para apreciar siquiera el lamentable estado en que se encontraba el puente de Traneberg aquella mañana de domingo. Era la mismísima pasarela al paraíso, al amor.

Fue justo al llegar al final del puente por el lado de Traneberg, y tras haber empezado a darle al estribillo tal vez por décima vez, cuando aquella figura de color azulado apareció a la luz de los faros, en medio de la carretera.

Alcanzó a pensar:
¡Nada de frenar!
antes de quitar el pie del acelerador y dar un volantazo; giró a la izquierda cuando quedaban unos cinco metros de distancia entre él y aquella persona. Vislumbró el rastro de una bata azul y un par de piernas blancas antes de que el coche se estrellara contra la mediana de hormigón que separaba los carriles.

El impacto fue tan violento que se le taponaron los oídos cuando el coche chocó y se desplazó a lo largo de la mediana. Uno de los espejos retrovisores salió disparado y la puerta de su lado se abolló hacia dentro hasta rozarle la cadera antes de que el vehículo fuera despedido de nuevo a la carretera.

Intentó evitar el derrape, pero el coche se deslizó hasta el otro lado y golpeó contra la barandilla de la acera. El segundo espejo retrovisor se rompió y salió volando por encima del pretil dirigiendo hacia el cielo el reflejo de las luces del puente. Frenó con cuidado y el patinazo siguiente fue más suave: el coche sólo rozó la mediana.

Consiguió detenerlo después de que se hubiera deslizado cien metros aproximadamente. Respiró aliviado, se quedó quieto con las manos apoyadas en las rodillas y el motor todavía en marcha. Sabor a sangre en la boca; se había mordido el labio.

¿Quién sería aquel loco?

Miró por el espejo interior y pudo ver a la luz amarillenta del alumbrado del puente a una persona que seguía caminando dando tumbos hacia delante, en medio de la carretera, como si no hubiera pasado nada. Se cabreó. Un loco, claro, pero todo tenía un límite.

Intentó abrir su puerta pero no lo consiguió. La cerradura se había quedado bloqueada. Se quitó el cinturón y pasó como pudo al asiento del copiloto. Antes de abrir la puerta para salir del coche puso los intermitentes. Se quedó al lado del vehículo con los brazos cruzados, aguardando.

Vio que la persona que avanzaba por el puente iba vestida con algún tipo de bata de hospital y nada más. Los pies descalzos, las piernas desnudas. Iba a ver si se podía razonar con él de
alguna
manera.

¿Él?

El tipo se acercaba. Salpicando agua con los pies descalzos, caminaba como si llevara una cuerda atada al torso que lo arrastrara inexorablemente. Benny dio un paso hacia él y se detuvo. El tipo estaba ahora a unos diez metros y Benny pudo ver claramente su… cara.

Benny lanzó un resuello, se apoyó contra el coche. Después consiguió volver a meterse dentro rápidamente a través del asiento del copiloto, puso la primera y salió de allí a tal velocidad que las ruedas de atrás despedían agua y probablemente salpicaron a… aquello que se acercaba.

Cuando llegó a casa se puso un buen whisky y se bebió la mitad. Después llamó a la policía. Les contó lo que había visto, lo que había pasado. Cuando se terminó el whisky y, a pesar de todo, empezaba a considerar la idea de irse a la cama, el dispositivo de búsqueda ya estaba en marcha.

Rastrearon todo el bosque de Judarn. Cinco perros, veinte policías. Hasta un helicóptero, lo cual era inusual en este tipo de persecuciones.

Un hombre herido, perturbado. Un solo guía de perros habría sido suficiente para dar con él.

Pero se hizo así en parte porque el caso había tenido una gran repercusión en los medios de comunicación (dos agentes de policía designados únicamente para tratar con los periodistas que se agolpaban en torno a los viveros de Weibull al lado de la estación de metro de Åkeshov) y querían demostrar que no habían pillado a la policía en la cama aquella mañana, y en parte porque ya habían encontrado a Bengt Edwards.

Mejor dicho: se había dado por supuesto que se trataba de Bengt Edwards, puesto que lo que habían encontrado llevaba una alianza nupcial con el nombre de Gunilla grabado en el interior.

Gunilla era la mujer de Benke, eso lo sabían sus compañeros de trabajo. Nadie fue capaz de llamarla. De contarle que había muerto pero que no estaban totalmente seguros de que fuera él. Preguntarle si
ella
conocía alguna marca especial… en la parte inferior de su cuerpo.

El patólogo, que había llegado a las siete de la mañana para hacerse cargo del cadáver del asesino ritual, tuvo que acometer otra tarea. Si se hubiera encontrado ante lo que quedaba de Bengt Edwards sin conocer los pormenores del caso, habría pensado que se trataba de un cuerpo que había pasado uno o más días a la intemperie bajo un frío intenso, y que, durante aquel tiempo, había sido ultrajado por ratones, zorros y puede que hasta por osos, si es que la palabra ultrajado puede utilizarse cuando es un animal el que realiza la acción. En cualquier caso, habrían sido depredadores de mayor porte los causantes de la carne arrancada de aquella forma, y roedores más pequeños los que hubieran dado cuenta de las partes sobresalientes como la nariz, las orejas, los dedos.

El rápido informe preliminar del patólogo que llegó a la policía fue la otra razón de que el dispositivo policial fuera tan amplio. El hombre fue descrito como extremadamente violento, en lenguaje oficial.

Un hijo de puta completamente loco, en boca de la gente.

El hecho de que el hombre siguiera con vida parecía realmente un milagro. No un milagro de esos que al Vaticano le gustaría mostrar con el incensario dando vueltas, pero un milagro, en cualquier caso. Antes de la caída desde el décimo piso había sido un fardo que precisaba asistencia médica; ahora estaba en pie y caminaba, y algo mucho peor.

Pero no podía
encontrarse bien
. Cierto que el tiempo se había vuelto algo más suave y la temperatura alcanzaba unos grados sobre cero; aun así, el hombre iba vestido únicamente con una bata de hospital. No tenía cómplices, por lo que sabía la policía, y, sencillamente, no podría haber permanecido más de un par de horas escondido en el bosque, como máximo.

La llamada de Benny Melin se había producido casi una hora después de que hubiera visto al hombre en el puente de Traneberg, pero sólo un par de minutos más tarde hubo otra llamada de una señora mayor.

Ésta había salido a la calle a dar el paseo matutino con su perro cuando vio a un hombre con ropa de hospital en las proximidades de las cuadras de Åkeshov, donde pasan el invierno las ovejas del rey. La señora había vuelto a casa inmediatamente y había llamado a la policía, pensando que tal vez las ovejas corrieran peligro.

Diez minutos más tarde había llegado al lugar la primera patrulla de la policía, y lo primero que hicieron fue recorrer las cuadras pistola en mano, nerviosos.

Las ovejas se pusieron inquietas y, antes de que la policía hubiera reconocido todas las instalaciones, aquello era un hervidero de cuerpos lanudos revueltos, balidos subidos de tono y gritos casi humanos que atrajeron hacia allí más agentes. Durante el registro de los corrales se escaparon algunas ovejas al corredor y, cuando la policía pudo finalmente constatar que el hombre no se encontraba en las cuadras y se disponía a abandonar las instalaciones, se escapó un carnero por la puerta de fuera. Un policía ya mayor de familia campesina se echó sobre él y, agarrándolo de un cuerno, lo llevó de vuelta a la cuadra.

Fue después de haber obligado al animal a entrar en su redil cuando se dio cuenta de que los fuertes resplandores que había percibido con el rabillo del ojo durante su intervención habían sido los flashes de los fotógrafos. Se equivocó al pensar que el tema no era lo bastante serio como para que la prensa quisiera utilizar semejante imagen. Poco después, sin embargo, se instaló una base para la prensa, fuera de la zona de rastreo.

Ya eran las siete y media de la mañana y las primeras luces se filtraban tras los árboles empapados. La búsqueda del loco solitario parecía bien organizada y en marcha. Estaban seguros de que lo cogerían antes de la hora del almuerzo.

Bueno, tendrían que pasar aún unas horas sin resultado alguno ni de las cámaras de rayos infrarrojos del helicóptero ni de los hocicos sensibles a las secreciones de los perros antes de que las especulaciones cobraran fuerza en serio: que el hombre quizá ya no estuviera vivo. Que lo que tenían que buscar era un cadáver.

Cuando los primeros rayos pálidos del amanecer se filtraron a través de las rendijas de la persiana y se reflejaron en la palma de la mano de Virginia como una bombilla al rojo, ella sólo deseaba una cosa: morir. Sin embargo, retiró la mano de forma instintiva y se arrastró hasta el fondo de la habitación.

Tenía la piel sajada por más de treinta sitios. Había sangre por todas partes en el piso.

Varias veces durante la noche se había cortado las arterias para beber, pero no le había dado tiempo a sorber, a taponar todo lo que sangraba. Había caído en el suelo, en la mesa, en las sillas. Parecía como si sobre la gran alfombra de lana con dibujos geométricos del cuarto de estar hubieran desollado vivo a un ciervo.

El bienestar y el alivio iban decreciendo con cada nueva herida que se abría, con cada sorbo que tomaba de su propia sangre cada vez más diluida. Al amanecer, Virginia era una masa quejumbrosa de abstinencia y angustia. Angustia porque sabía lo que tenía que hacer si quería seguir con vida.

La comprensión había surgido paulatinamente, hasta convertirse en certeza. La sangre de otra persona le devolvería la… salud. Y no era capaz de quitarse la vida. Probablemente no era ni siquiera posible; las heridas que se había hecho en la piel con el cuchillo de la fruta curaban increíblemente rápido. Con independencia de lo fuerte y profundo que se cortara, dejaba de sangrar en menos de un minuto. Después de una hora, la cicatrización estaba en marcha.

Además…

Había sentido algo.

Fue por la mañana, mientras estaba sentada en una silla de la cocina chupándose una herida en el pliegue del codo, la segunda en el mismo sitio, cuando penetró en la profundidad de su propio cuerpo y lo vio.

El contagio.

No lo
vio
realmente, pero de pronto tuvo una percepción absoluta de lo que
era
. Algo así como, cuando estando embarazada, puedes ver una ecografía de tu propio vientre, como cuando puedes contemplar en la pantalla qué hay dentro de de ti; pero no era un niño, sino una serpiente grande y enrollada: aquello era lo que arrastraba.

Porque lo que había visto en aquel momento era que el contagio tenía vida propia, una fuerza impulsora autónoma totalmente independiente de su cuerpo. Y que el contagio iba a sobrevivir aunque ella no lo hiciera. La madre moriría por el choque de los ultrasonidos, pero nadie iba a notar nada puesto que era la serpiente la que empezaría a controlar su cuerpo, no ella misma.

Por eso el suicidio carecía de sentido.

Lo único que el contagio parecía temer era la luz del sol. La pálida luz contra la mano había dolido más que las heridas más profundas.

Estuvo mucho tiempo acurrucada en la esquina del cuarto de estar viendo cómo la luz del amanecer, a través de la persiana, dibujaba un enrejado sobre la alfombra manchada. Pensó en su nieto, Ted. En cómo solía gatear en el suelo hasta los sitios en los que brillaba el sol de la tarde; se tumbaba y se quedaba dormido allí, en aquella isla de sol, con el pulgar en la boca.

Aquella piel desnuda y suave, aquella piel fina que uno no tendría más que…

¡QUÉ ES LO QUE ESTOY PENSANDO!

Virginia se estremeció, se quedó mirando fijamente al vacío. Había visto a Ted, y se había imaginado cómo ella…

¡NO!

Se golpeó a sí misma en la cabeza. Siguió golpeándose hasta que la imagen se pulverizó. Pero no podría volver a verlo más. No podría volver a ver nunca a
nadie
a quien amara.

No podré volver a ver nunca a nadie a quien ame.

Virginia obligó a su cuerpo a enderezarse, anduvo lentamente arrastrándose hacia el enrejado que dibujaba la luz. El contagio protestaba y quería hacerla caer, pero ella era más fuerte, aún tenía el control sobre su propio cuerpo. La luz le escocía en los ojos, las barras del enrejado le ardían en la córnea como un alambre al rojo.

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