—Eli, qué…
Ella se levantó, puso las piernas debajo del cuerpo, estaba a cuatro patas mirando fijamente la mano que sangraba, gateó un paso hacia él. Se detuvo, apretó los dientes y chilló:
—¡Vete de aquí!
A Oskar se le saltaron las lágrimas de miedo.
—Eli, termina. Deja de jugar. Déjalo.
Eli avanzó otro poco a cuatro patas, se paró de nuevo.
Obligó
a su cuerpo a bloquearse y, con la cabeza agachada, gritó:
—¡Vete! Si no, morirás.
Oskar se levantó, reculó un par de pasos. Sus pies tropezaron con la bolsa de las botellas vacías de manera que éstas cayeron estrepitosamente. Se apretó contra la pared mientras Eli gateaba hasta la pequeña mancha de sangre que había goteado de su mano.
Cayó otra botella más, rompiéndose contra el cemento, mientras Oskar permanecía arrimado contra la pared y sin quitarle ojo a Eli, que sacaba la lengua y lamía el sucio suelo de cemento en el sitio donde su sangre había caído.
Una botella tintineó débilmente y luego se paró. Eli lamía y lamía el suelo. Cuando alzó la cabeza, tenía una mancha gris de suciedad en la punta de la nariz.
—Vete… por favor… vete…
Después, el fantasma se posó de nuevo en su cara, pero antes de que se adueñara totalmente de ella se levantó y echó a correr a lo largo del pasillo del sótano, abrió la puerta de su portal y desapareció.
Oskar se quedó allí con la mano herida bien apretada. La sangre empezaba a manar por entre los dedos. Abrió la mano y miró la herida. Era más profunda de lo que él había planeado, pero no era peligroso, creía. La sangre empezaba ya a coagularse.
Miró la mancha ahora pálida del suelo. Luego probó a lamer un poco de sangre de la palma de su mano, escupió.
Iluminación nocturna.
Mañana por la mañana le iban a operar la boca y el cuello. Quizá esperaban que saliera algo. Conservaba la lengua, podía moverla dentro de la cavidad cerrada de la boca, chascar la mandíbula superior con ella. A lo mejor iba a poder hablar de nuevo, a pesar de que los labios habían desaparecido. Pero no pensaba hablar.
Una mujer, él no sabía si era policía o enfermera, estaba sentada en el rincón a unos metros de él leyendo un libro, vigilándolo.
¿Ponen tantos recursos cuando se trata de una persona normal-y-corriente que considera su vida acabada?
Había comprendido que era valioso, que esperaban mucho de él. Probablemente estarían en ese momento sentados rebuscando en viejos archivos casos que esperaban poder solucionar con él como autor de esos delitos. Había venido un policía por la mañana a tomarle las huellas dactilares. No había opuesto resistencia. No tenía importancia.
Posiblemente, las huellas dactilares podrían relacionarlo con las muertes tanto en Växjö como en Norrköping. Había estado intentando recordar cómo se las había arreglado, si había dejado huellas dactilares o de otro tipo. Probablemente sí.
Lo único que le inquietaba era que a través de todo aquello las personas consiguieran dar con Eli.
Las personas…
Le habían dejado notas en el buzón, lo habían amenazado.
Alguien que trabajaba en Correos y vivía en esa urbanización había soplado a los otros vecinos qué tipo de correo y qué tipo de películas recibía.
Pasaron unos meses antes de que fuera despedido de su trabajo en la escuela. No podían tener a alguien así entre los niños. Se había ido voluntariamente, pese a que probablemente podía haber llevado el asunto al sindicato.
No había
hecho
absolutamente nada en la escuela, tan tonto no era.
La campaña contra él cobró luego mayor intensidad y, al final, una noche alguien había lanzado una bomba incendiaria por la ventana de su cuarto de estar. Salió corriendo al jardín en calzoncillos y se quedó parado, mirando, mientras su vida se quemaba.
La investigación del caso se alargó tanto que no pudo cobrar nada de la empresa aseguradora. Con sus escasos ahorros había tomado el tren y alquilado una habitación en Växjö. Allí había empezado a cavarse su propia tumba.
Bebía hasta tal extremo que se emborrachaba con lo que pillara. Alcohol de uso cosmético, alcohol de quemar. Robaba polvos para fabricar vino al instante y levadura en las tiendas de pintura, se lo bebía todo antes de que hubiera siquiera fermentado.
Estaba fuera de casa todo lo que podía, de alguna manera quería que «las personas» lo vieran morir, día a día.
En mitad de la borrachera se volvió algo imprudente, metía mano a los chicos jóvenes, le pegaban, acababa en la comisaría. Pasó tres días en prisión preventiva y vomitó hasta los bofes. Lo soltaron. Continuó bebiendo.
Una tarde, cuando Håkan estaba sentado en un banco a la entrada de un parque de juegos, con una botella de vino fermentado a medias en una bolsa de plástico, llegó Eli y se sentó a su lado. En mitad de la borrachera, Håkan había puesto casi al momento la mano en los muslos de Eli. La muchacha había consentido que la mano siguiera allí, había cogido la cabeza de Håkan entre sus manos, la había vuelto hacia ella y le había dicho:
—Tú vas a estar conmigo.
Håkan farfulló algo acerca de que no tenía dinero para tanta belleza en aquel momento, pero que cuando la situación económica se lo permitiera…
Eli le había retirado la mano de su muslo, se había agachado y había cogido su botella de vino; la había tirado diciendo:
—Tú no entiendes. Escucha: vas a dejar de beber ya. Vas a estar conmigo. Me vas a ayudar. Te necesito. Y yo te voy a ayudar a ti.
Después Eli le había dado la mano, que Håkan tomó, y se habían ido juntos.
Dejó de beber y entró al servicio de Eli.
Ésta le dio dinero para comprarse ropa y para alquilar otro piso. Él lo hizo todo sin pararse a pensar si Eli era «mala» o «buena» o cualquier otra cosa. Era guapa, y le había devuelto su dignidad. Y en momentos excepcionales le había dado… ternura.
Oía cómo la vigilante volvía las hojas del libro que estaba leyendo. Probablemente alguna novela de kiosco. En
La República
de Platón «los guardianes» tenían que ser los más sabios de entre la gente. Pero esto era Suecia en 1981 y aquí leerían probablemente a Jan Guillou.
El hombre del agua, el hombre al que había hundido en el agua. Una torpeza, claro. Tenía que haber actuado como Eli le había dicho y haberlo enterrado. Pero nada en ese hombre podía llevarles tras la pista de Eli. Las marcas del mordisco en el cuello les parecerían extrañas, pero querrían pensar que se había desangrado en el agua. Las ropas del hombre estaban…
¡El jersey!
El jersey de Eli que Håkan había encontrado sobre el cuerpo del hombre cuando llegó para hacerse cargo de él. Debía habérselo llevado a casa, haberlo quemado, cualquier otra cosa.
En vez de eso lo había metido en la manga de la cazadora del hombre.
¿Cómo lo interpretarían? Un jersey de niño manchado de sangre. ¿Cabía la posibilidad de que alguien hubiera visto a Eli con ese jersey? ¿De que alguien pudiera reconocerlo? ¿Si lo mostraban en el periódico, por ejemplo? Alguien a quien Eli hubiera encontrado antes, alguien que…
Oskar. El chico del patio.
El cuerpo de Håkan se revolvió inquieto en la cama. La vigilante dejó el libro, lo miró.
—Nada de tonterías ahora.
Eli cruzó la calle Björnsonsgatan, siguió por el patio entre los edificios de nueve alturas, dos faros monolíticos sobre los agazapados edificios de tres alturas que había alrededor. No había nadie en el patio, pero salía luz de las ventanas de la sala de gimnasia; Eli trepó por la escalera de incendios y miró hacia dentro.
Tableteaba la música que salía de un pequeño magnetófono. Y al ritmo de la música un grupo de mujeres de mediana edad saltaba torpemente, dando vueltas de tal manera que el suelo de madera retumbaba. Eli se acurrucó en los peldaños metálicos de la escalera, puso la barbilla sobre las rodillas contemplando la escena.
Algunas mujeres tenían sobrepeso y sus abundantes pechos botaban bajo los jerséys como si fueran alegres pelotas de jugar a los bolos. Las mujeres saltaban y botaban, levantando tanto las rodillas que la carne temblaba en los pantalones demasiado estrechos. Se movían en círculo, daban palmadas, volvían a saltar. Todo mientras la música seguía machacando. Sangre caliente y llena de oxígeno fluía a través de sus músculos sedientos.
Pero eran demasiadas.
Eli saltó de la escalera de incendios, aterrizó suavemente sobre el suelo helado, siguió dando la vuelta al polideportivo y se paró fuera del edificio de la piscina.
Las grandes ventanas de cristales esmerilados reflejaban rectángulos de luz sobre la capa de nieve. En cada ventana grande había otra más pequeña, alargada, de cristal normal. Eli saltó y se colgó con las manos del borde del tejado, miró hacia dentro. Todo el recinto estaba vacío. La superficie de la piscina brillaba a la luz de los tubos fluorescentes. Había algunas pelotas flotando en el agua.
Bañarse. Chapotear. Jugar.
Eli se balanceaba de un lado a otro, como un péndulo oscuro. Mirando las pelotas, viéndolas volar lanzadas por los aires, risas y gritos y el agua salpicando. Soltó las manos del borde del tejado, cayó y, conscientemente, se dejó aterrizar tan fuerte que se hizo daño; siguió por el patio de la escuela, se paró debajo de un árbol al lado del camino. Oscuro. No había nadie. Miró hacia la copa del árbol, a lo largo de los cinco, seis metros de tronco liso. Se quitó los zapatos. Se imaginó otras manos, otros pies.
Ya apenas le dolía, sentía sólo como un cosquilleo, una descarga eléctrica a través de los dedos de las manos y de los pies cuando se afilaban, se transformaban. Le crujían los huesos de los dedos cuando se estiraban, atravesando la piel ablandada de las puntas, transformándose en largas y curvadas garras. Lo mismo sucedía con los dedos de los pies.
Eli saltó un par de metros hacia arriba, hasta el tronco del árbol, clavó las garras y siguió trepando hasta una rama gruesa que colgaba sobre el camino. Enroscó las garras de los pies alrededor de la rama y se quedó quieta, sentada.
Sintió la dentera en la raíz de los dientes cuando los imaginó afilados. Las coronas se arquearon hacia fuera, una lima invisible los pulía, se volvieron puntiagudos. Eli se mordió con cuidado el labio inferior, una hilera de agujas en forma de media luna que a punto estuvieron de pincharle la piel.
Sólo tenía que esperar.
El reloj marcaba las diez y la temperatura dentro de la habitación se acercaba a lo insoportable. Habían caído dos botellas de aguardiente, había sacado otra y todos estuvieron de acuerdo en que Gösta se había portado de puta madre, que aquello no lo habría hecho porque sí.
Sólo Virginia había bebido con moderación, ya que tenía que levantarse para ir a trabajar al día siguiente. También parecía que era la única que notaba el olor del cuarto. Al aire, que ya apestaba a pis de gato y a falta de ventilación, se añadía ahora el humo del tabaco, los vahos del alcohol y el sudor de seis cuerpos.
Lacke y Gösta estaban todavía sentados uno a cada lado de ella en el sofá, ya casi fuera de juego. Gösta acariciaba al gato que tenía en las rodillas, un gato que
bizqueaba
, lo que hizo que Morgan rompiera a reírse a carcajadas con tal vehemencia que se golpeó la cabeza contra la mesa y tuvo que tomar un trago de alcohol puro para acallar el dolor.
Lacke no habló mucho. No hacía más que estar sentado, mirando fijamente al frente mientras los ojos se le iban cubriendo primero de vaho, luego de neblina, después de niebla espesa. Sus labios se movían de vez en cuando sin emitir ningún sonido, como si conversara con un fantasma.
Virginia se levantó y fue hasta la ventana.
—¿Puedo abrir?
Gösta negó con la cabeza.
—Los gatos… pueden… saltar fuera.
—Yo estaré aquí para vigilarlos.
Gösta seguía negando con la cabeza por pura inercia y Virginia abrió la ventana. ¡Aire! Tomó con avidez un par de bocanadas de aire no contaminado y se sintió mejor al instante. Lacke, que se había ido cayendo de lado en el sofá cuando le faltó el apoyo de Virginia, se enderezó y dijo en voz alta:
—¡Un amigo! ¡Un amigo… de verdad!
Murmullo aprobatorio en el cuarto. Todos comprendieron que se refería a Jocke. Larry, mirando fijamente el vaso vacío que sujetaba en la mano, continuó:
—Tienes un amigo… que nunca te falla. Y eso es
lo que más
vale. ¿Me estáis escuchando? ¡Lo que más! Y que sepáis que Jocke y yo éramos… eso.
Apretó el puño con fuerza agitándolo delante de la cara.
—Y eso no puede sustituirlo nada.
¡Nada!
Vosotros no estáis más que aquí susurrando que «qué tío más majo» y así, pero es que vosotros… vosotros estáis
vacíos
. ¡Como cáscaras! Yo ya no tengo a
nadie
ahora que Jocke… ha muerto.
Nadie
. Así que no me habléis de pérdida, no me habléis de…
Virginia estaba al lado de la ventana oyéndole. Se acercó a Lacke como para recordarle su existencia. Se sentó en cuclillas a sus pies, intentó atraer su mirada, dijo:
—Lacke…
—¡No! ¡No vengáis ahora… «Lacke, Lacke»… esto es así y se acabó! Pero tú no lo entiendes. Tú eres… fría. Te vas a la ciudad y eliges algún camionero o lo que sea, te lo traes a casa y le dejas que te joda cuando ya no aguantas más. Eso es lo que tú haces. La puta caravana de camioneros que te habrás tirado. Pero un amigo… un amigo…
Virginia se levantó con lágrimas en los ojos, le dio una bofetada a Lacke y se fue del piso. Lacke se cayó en el sofá golpeándole el hombro a Gösta. Gösta murmuró:
—La ventana, la ventana…
Morgan la cerró y dijo:
—Vaya, Lacke. Bien hecho. No volverás a verla más, seguro.
Lacke se levantó, con las piernas que apenas lo sostenían avanzó hasta Morgan, que estaba de pie mirando por la ventana:
—Joder, no quería decir…
—No, no. Mejor se lo dices a ella.
Morgan señaló hacia abajo, hacia la calle, donde Virginia acababa de salir del portal y se dirigía con paso rápido y la mirada gacha hacia abajo, hacia el parque. Lacke oyó lo que había dicho. Sus últimas palabras permanecían como un eco dentro de su cabeza. ¿He dicho eso yo? Dio la vuelta y se apresuró hacia la puerta.
—Sólo tengo que…
Morgan asintió.
—No te entretengas. Salúdala de mi parte.
Lacke bajó corriendo las escaleras tan rápido como sus piernas temblorosas podían. Las escaleras moteadas eran como una película ante sus ojos y la barandilla se deslizaba tan deprisa que le escocía la mano por el calor de la rozadura. Tropezó en uno de los descansillos, se cayó y se dio un buen golpe en el codo. El brazo se le calentó y se le quedó como paralizado. Se levantó y siguió dando traspiés escalera abajo. Acudía en auxilio para salvar una vida: la suya.