¿NOS DEJAS TU MOTO?
Las chicas y la señorita jugaban al pilla pilla, corriendo por el camino hasta llegar al borde del agua. No pensaba correr para alcanzarlas. Jonny y Micke venían detrás de él, sí. Agarró el palo con más fuerza y caminó apoyándose en él.
Era un día precioso. El lago se había helado hacía unos días y el hielo era tan sólido que el grupo de patinaje ya había bajado para patinar sobre él, dirigidos por el maestro Ávila. Cuando Jonny y Micke dijeron que querían ir en el grupo de paseo, Oskar había considerado la idea de ir corriendo a casa a buscar los patines y cambiar de grupo. Pero no le habían comprado patines nuevos en los dos últimos años y probablemente no podría meter los pies en ellos.
Además, le daba miedo el hielo.
Una vez, de pequeño, estaba en la ensenada de Södersvik con su padre y éste había salido para vaciar las nasas. Desde el embarcadero Oskar vio cómo su padre se hundía en el hielo y cómo, durante un instante insufrible, su cabeza desaparecía. Oskar, que estaba solo en el embarcadero, empezó a gritar como un loco pidiendo ayuda. Por fortuna, su padre tenía unos clavos grandes en el bolsillo que utilizó para salir del agujero, pero después de aquello a Oskar no le gustaba nada salir al hielo.
Alguien lo agarró del brazo.
Volvió rápidamente la cabeza y vio que la señorita y las chicas habían desaparecido por un recodo del camino, detrás de la montaña. Jonny le dijo:
—Ahora se va a bañar el Cerdo.
Oskar apretó más fuerte la estaca, bien agarrada entre las manos. Su única defensa. Lo cogieron entre los dos y lo arrastraron cuesta abajo. Hacia el hielo.
—El Cerdo huele a mierda y tiene que darse un baño.
—Soltadme.
—Luego. Tú tranquilo, nada más. Te vamos a soltar después.
Estaban ya abajo. No había nada contra lo que hacer fuerza. Lo arrastraban de espaldas sobre el hielo, hacia el agujero de la sauna. Sus talones trazaban dos surcos en la nieve. Entre ellos se resbalaba la estaca, dejando una huella más superficial.
A lo lejos, Oskar vio pequeñas figuras que se movían. Gritó. Gritó pidiendo ayuda.
—Tú grita. Quizá lleguen a tiempo para sacarte.
El agujero se abría negro a unos pasos. Oskar tensó los músculos todo lo que pudo y se agitó, volviéndose de lado de una sacudida. A Micke se le soltó. Oskar se balanceaba en los brazos de Jonny y blandió el palo contra la espinilla de éste. A punto estuvo de escapársele el palo de las manos cuando la madera golpeó contra el hueso.
—¡Aaaay! ¡Joder!
Jonny soltó a Oskar y éste cayó al suelo. Se levantó al borde del agujero, sujetando el palo con las dos manos. Jonny se agarraba la espinilla.
—¡Jodido idiota! Ahora te vas a enterar…
Jonny se acercaba despacio, no se atrevía a correr por miedo a caer él mismo al agua si empujaba a Oskar en esa postura. Jonny señalaba el palo.
—Deja eso en el suelo o te mato, ¿entiendes?
Oskar apretó los dientes. Cuando Jonny se encontraba a poco más de un brazo de distancia, blandió el palo contra el hombro de Jonny. Jonny lo esquivó y Oskar sintió un golpe seco en las manos cuando el extremo más pesado de la estaca alcanzó de lleno la oreja de Jonny.
Éste cayó de lado como un bolo sin hacer ruido, derrumbándose en el hielo todo lo largo que era, dando alaridos.
Micke, que estaba un par de pasos detrás de Jonny, retrocedió entonces, extendió las manos:
—Joder, sólo estábamos bromeando… no pensábamos…
Oskar fue hacia él girando el palo, que zumbaba sordamente en el aire. Micke se dio la vuelta y salió corriendo hacia la playa. Oskar se detuvo, bajó el palo.
Jonny estaba acurrucado con la mano en la oreja. Le salía sangre entre los dedos. Oskar habría querido pedirle perdón. No había sido su intención hacerle
tanto
daño. Se puso en cuclillas al lado de Jonny, apoyado en el palo, y pensaba decir: «perdón», pero antes de que pudiera hacerlo
vio
a Jonny.
Parecía muy pequeño, encogido en posición fetal y gimiendo —aaayyy, aaayyy— mientras un hilillo de sangre le corría hasta el cuello de la cazadora. Movía la cabeza de un lado a otro con pequeños movimientos.
Oskar lo miraba asombrado.
Aquel pequeño fardo sangrante que yacía en el hielo no podría hacerle
nada
. No podía pegar ni molestar, no. No podía ni siquiera defenderse.
Si le pudiera dar un par de golpes más se quedaría totalmente tranquilo después.
Oskar se levantó apoyándose en el palo. El arrebato desapareció, sustituido por un profundo malestar en el estómago. ¿Qué había
hecho
? Jonny tenía que estar gravemente herido, puesto que sangraba de aquella manera. ¿Te imaginas si se desangra? Oskar se volvió a sentar en el hielo, se quitó un zapato y el calcetín. Avanzó de rodillas hasta Jonny, le retiró la mano que tenía sobre la oreja y puso el calcetín debajo.
—Así. Sujétalo.
Jonny cogió el calcetín y se lo apretó contra su oreja herida. Oskar miró la superficie helada. Vio una figura que se acercaba patinando. Era un adulto.
Se oyeron débiles gritos a lo lejos. Gritos de niños. Gritos de pánico. Un solo grito, claro y agudo, que después de unos segundos se mezcló con otros. La figura que se acercaba se paró. Permaneció quieta un momento. Después se dio la vuelta y se alejó de nuevo patinando.
Oskar estaba de rodillas al lado de Jonny, sentía cómo se derretía la nieve y le mojaba las rodillas. Jonny apretaba los párpados con fuerza, le rechinaban los dientes. Oskar acercó su rostro al de él.
—¿Puedes andar?
Jonny abrió la boca para decir algo y un vómito de color amarillo y blanco salió de sus labios y manchó la nieve. A Oskar le cayó un poco en una mano. Se quedó mirando las viscosas gotas que le chorreaban por la mano y se asustó de verdad. Soltó el palo y corrió hacia la playa para buscar ayuda.
Los gritos de los niños cerca del hospital habían aumentado. Corrió hacia ellos.
Al maestro Ávila, Fernando Cristóbal de Reyes y Ávila, le gustaba patinar. Sí. Una de las cosas que más apreciaba de Suecia eran sus largos inviernos. Había corrido la carrera de esquís de Vasaloppet diez años atrás y los pocos inviernos en los que el agua del archipiélago se congelaba cogía el coche hasta la isla de Gräddö para practicar el patinaje de fondo deslizándose en dirección a Söderarm, tan lejos como el espesor del hielo se lo permitiera.
Habían pasado ya tres años desde que el mar se helara por última vez, pero en un invierno madrugador como éste había posibilidades. Por supuesto que, como era habitual, Gräddö sería un hervidero de amantes del patinaje si helaba, pero eso ocurría por el día. Fernando Ávila prefería patinar por la noche.
Con todos los respetos para Vasaloppet, pero uno se sentía como entre un millar de hormigas que de repente hubieran decidido emigrar. Otra cosa bien distinta era estar fuera, en la vasta superficie de hielo, solo a la luz de la luna. Fernando Ávila era un católico tibio pero firme: en aquellos momentos, Dios estaba cerca.
El acompasado raspar de las cuchillas de los patines, la luz de la luna que daba al hielo su tímido resplandor, las estrellas que lo envolvían con su infinitud, el viento frío que le bañaba la cara, eternidad y espacio y profundidad por todas partes. La vida no podía ser más hermosa.
Un niño pequeño le tiró de los pantalones.
—Maestro, tengo que hacer pis.
Ávila despertó de sus lejanos sueños y miró a su alrededor, le señaló unos árboles cerca, en la playa, que se inclinaban sobre el agua; el desnudo ramaje caía hasta el hielo como una cortina protectora.
—Ahí puedes hacer pis.
El chico entornó los ojos mirando los árboles.
—¿En el hielo?
—Sí. ¿Qué más da? Se formará más hielo. Amarillo.
El chico lo miró como si el maestro no estuviera bien de la cabeza, pero se fue patinando hacia los árboles.
Ávila miró alrededor controlando que ninguno de los mayores se hubiera alejado demasiado. Con unos rápidos deslizamientos fue hacia el centro del lago para tener mejor vista. Contó a los niños. Sí. Nueve. Más el que estaba haciendo pis. Diez.
Dio unas vueltas y miró hacia el otro lado, hacia la ensenada de Kvarnviken, y se detuvo.
Algo pasaba allí fuera. Un montón de cuerpos se movían en dirección a lo que tenía que ser un agujero en el hielo; unos pequeños árboles que sobresalían marcaban el sitio. Mientras permanecía quieto observando, el grupo se deshizo, vio que uno de ellos llevaba una especie de bastón en la mano.
El bastón giró en el aire y alguien cayó. Oyó un alarido que venía de allí. Se volvió, observó de nuevo a sus chicos y luego se puso en marcha en dirección a los que estaban junto al agujero. Uno de ellos corría ahora hacia la playa.
Entonces oyó el grito.
Un grito agudo de niño que procedía de su grupo. Se paró tan en seco que sus patines salpicaron la nieve. Había podido darse cuenta de que los que estaban al lado del agujero eran chicos mayores. Quizá Oskar. Chicos mayores. Podrían arreglárselas. Los suyos eran niños pequeños.
Los gritos eran cada vez más fuertes, y mientras se daba la vuelta y se deslizaba en esa dirección, oyó que otras voces se unían a él.
¡Cojones!
Precisamente en el momento en que no se encontraba allí tenía que ocurrir algo. Por Dios, que no se haya roto el hielo. Patinaba lo más rápido que podía, la nieve salía despedida de sus patines mientras se apresuraba a llegar al lugar del que salían los gritos. Entonces vio a varios niños que se habían juntado, estaban parados y chillaban a coro, y a algunos más que se acercaban allí. Vio también que una persona adulta bajaba hacia el lago desde el hospital.
Con un par de deslizamientos rápidos llegó hasta donde se encontraban los chavales y frenó de tal manera que las virutas de hielo volaron sobre las cazadoras de éstos. No entendía nada. Todos los niños estaban juntos tras la cortina de ramaje mirando hacia abajo, hacia algo que había en el hielo, y gritando. Se deslizó hasta allí.
—¿Qué pasa?
Uno de los pequeños señaló hacia abajo, hacia el hielo, hacia un bulto que estaba atrapado en él. Parecía un montón de hierba marrón y helada con una hendidura roja en un lado. O un erizo atropellado. El maestro se agachó hacia el bulto y vio que era una cabeza. Una cabeza congelada dentro del hielo de manera que únicamente sobresalían la coronilla y la parte alta de la frente.
El niño al que había mandado a hacer pis estaba sentado en el hielo unos metros más allá, sollozando.
—Yo… lo… he… pisado.
Ávila se enderezó.
—¡Todos fuera! Todos a la playa,
ahora.
Los niños estaban también como congelados en el hielo, los pequeños seguían gritando. Sacó su silbato y dio dos silbidos fuertes. Los gritos cesaron. Dio un par de pasos, se puso detrás de los niños y pudo dirigirlos hacia la playa. Los chicos lo siguieron. Sólo uno de quinto se quedó allí, mirando con curiosidad el bulto.
—¡Tú también!
Ávila le ordenó con la mano que fuera hacia él. Ya en la playa le dijo a una mujer que había bajado desde el hospital;
—Llama a la policía. Ambulancia. Hay una persona congelada en el hielo.
La mujer subió corriendo hacia el hospital. Ávila contó a los niños en la playa, vio que faltaba uno. El niño que había pisado la cabeza seguía sentado en el hielo con la cara entre las manos. Ávila se deslizó hasta él y lo cogió en brazos. El chico se volvió y se abrazó a Ávila. Éste lo levantó con cuidado como si fuera un paquete delicado y lo llevó hasta la playa.
—¿Se puede hablar con él?
—Hablar precisamente no pue…
—No, pero entiende lo que se le dice.
—Creo que sí, pero…
—Un momento sólo.
A través de la niebla que cubría su ojo Håkan vio que una persona con ropa oscura arrimaba una silla y se sentaba al lado de su cama. No podía distinguir la cara del hombre, pero probablemente mostrara un gesto forzadamente neutral.
Håkan había pasado los últimos días casi flotando en una nube roja de contornos tan tenues que entraba y salía de ella sin apenas darse cuenta. Sabía que le habían dormido un par de veces, que lo habían operado. Aquél era el primer día que se encontraba totalmente consciente, pero no sabía cuántos habían pasado desde que llegó allí.
A lo largo de la mañana Håkan había estudiado su nueva cara con las yemas de los dedos de la mano que tenía tacto. Algún tipo de venda elástica le cubría todo el rostro, pero por los rasgos bajo la venda, que había recorrido dolorosamente con los dedos, había comprendido que ya no tenía ninguna cara.
Håkan Bengtsson ya no existía. Lo que quedaba era un cuerpo imposible de identificar en una cama de hospital. Por supuesto que podrían relacionarlo con sus otros asesinatos, pero no con su vida anterior ni con la actual. Ni con Eli.
—¿Cómo te encuentras?
Bien, gracias, agente. De primera. Tengo una película de napalm ardiéndome en la cara todo el tiempo, pero por lo demás va como siempre.
—Sí, comprendo que no puedes hablar, pero ¿puedes asentir con la cabeza si oyes lo que digo? ¿Puedes mover la cabeza?
Puedo. Pero no quiero.
El hombre que estaba al lado de la cama lanzó un suspiro.
—Has intentado quitarte la vida aquí, de manera que no estás totalmente… ido. ¿Es difícil mover la cabeza? ¿Puedes levantar la mano si oyes lo que digo? ¿Puedes levantar la mano?
Håkan dejó de escuchar al policía y empezó a pensar en ese lugar del infierno de Dante, el limbo, adonde eran llevadas, después de la muerte, todas las almas que no conocían a Cristo. Intentó imaginarse aquel sitio en detalle.
—Como comprenderás, nos gustaría mucho saber quién eres.
¿En qué nivel o esfera del cielo acabaría el propio Dante después de su muerte…?
El policía acercó la silla unos diez centímetros.
—Lo vamos a descubrir, como ya sabes. Antes o después. Tú puedes ahorrarnos un poco de trabajo comunicándote con nosotros ahora.
Nadie me echa de menos. Nadie me conoce. Intentadlo.
Entró una enfermera.
—Hay una llamada para usted.
El policía se levantó, fue hacia la puerta. Antes de salir se volvió.
—Vengo enseguida.
Los pensamientos de Håkan se centraron ahora en lo verdaderamente esencial. ¿En qué esfera caería él? Infanticida: la séptima esfera. Por otro lado, la primera esfera: los que habían pecado por amor. Luego estaban, aparte, los sodomitas, que tenían su propia esfera. Lo lógico sería que cayera en el nivel asignado al peor delito que hubiera cometido.