Déjame entrar (30 page)

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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

BOOK: Déjame entrar
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—… así que tuve que darle un golpe con una palanqueta que tenía para abrir cajones y esas cosas. Justo entre los ojos. Él se tambaleó así y… bueno. No, no fue tan agradable.

—No. Claro.

Oskar se montó sobre el portaequipajes delantero, puso las piernas debajo. Su padre rebuscó en el bolsillo del chaleco, sacó un gorro.

—Toma. Que se quedan un poco frías las orejas.

—No, si tengo.

Oskar sacó su propio gorro, se lo puso. Su padre se volvió a guardar el otro en el bolsillo.

—¿Y tú? Que se quedan un poco frías las orejas.

Su padre se rió.

—No, yo estoy acostumbrado.

Eso ya lo sabía Oskar. Sólo quería chincharle un poco. No podía recordar haber visto nunca a su padre con gorro. Si hacía frío de verdad y soplaba el viento podía ponerse una especie de gorra de piel de oso con orejeras que él llamaba «la herencia», pero nada más.

Su padre pisó el pedal de la moto para ponerla en marcha y ésta sonó como una motosierra. Dijo algo sobre «el punto muerto» y metió la primera. La moto pegó un tirón hacia delante que a punto estuvo de hacer que Oskar se cayera hacia atrás y su padre gritó: «¡el embrague!», y se pusieron en marcha.

Segunda. Tercera. La moto fue cogiendo velocidad mientras cruzaban el pueblo. Oskar iba sentado como un sastre sobre el ruidoso portaequipajes. Se sentía como el rey de todos los reinos de la tierra y habría podido seguir viajando eternamente.

Se lo había explicado un médico. Los gases que había aspirado le habían quemado las cuerdas vocales y lo más probable era que no pudiera volver a hablar normal. Una nueva operación podría devolverle la capacidad de producir sonidos vocálicos, pero como incluso la lengua y los labios estaban gravemente afectados, serían necesarias nuevas operaciones para restablecer la posibilidad de reproducir las consonantes.

Como viejo profesor de sueco, Håkan no podía dejar de maravillarse con aquel pensamiento: producir la voz por vía quirúrgica.

Sabía bastante de fonemas y de las mínimas unidades del idioma, comunes a muchas culturas, pero nunca se había parado a pensar en las herramientas propias de éste —paladar, labios, lengua, cuerdas vocales— de aquella manera. Tallar el idioma con el bisturí a partir de una materia prima informe, como salían las esculturas de Rodin del mármol bruto.

Y, pese a todo, carecía totalmente de sentido. No pensaba hablar. Además, sospechaba que el médico le había hablado de aquella manera por alguna razón especial. Él era lo que llaman una persona propensa al suicidio, por lo que era importante inculcarle una especie de concepción lineal del tiempo. Devolverle la idea de la vida como un proyecto, como un sueño de futuras conquistas.

Pero él no la compraba.

Si Eli lo necesitaba, podía pensar en vivir. Si no, no. Nada hacía pensar que Eli lo necesitara.

Pero ¿cómo habría podido Eli ponerse en contacto con él en este sitio?

Por las copas de los árboles fuera de la ventana suponía que se encontraba en los pisos de arriba.

Además, bien vigilado. Aparte del médico y las enfermeras había siempre, al menos, un policía cerca. Eli no podía llegar hasta él y él no podía llegar hasta Eli. La idea de fugarse, de ponerse en contacto con Eli por última vez se le había pasado por la cabeza. Pero ¿cómo?

La operación de garganta había hecho que pudiera respirar de nuevo, ya no necesitaba estar conectado a un respirador. Sin embargo, la comida no la podía tomar por la vía normal (aquello también lo iban a arreglar, según le había asegurado el médico). El tubo del goteo se movía continuamente de acá para allá dentro de su campo visual. Si lo arrancaba, probablemente empezaría a pitar en algún sitio, y además veía también sumamente mal. Escaparse rozaba lo impensable.

Una cirugía plástica había consistido en trasplantarle un trozo de piel de su propia espalda al párpado, para que pudiera cerrar los ojos.

Los cerró.

La puerta de su habitación se abrió. Tocaba otra vez. Reconoció la voz. El mismo hombre que las otras veces.

—Bueno, bueno —saludó el hombre—. Dicen que de todas formas no podrás hablar durante algún tiempo. Es una lástima. Pero el caso es que sigo empeñado en que, pese a todo, tú y yo podríamos comunicarnos si tú pusieras un poco de tu parte.

Håkan trató de recordar lo que decía Platón en
La República
acerca de los asesinos y de los violentos, cómo había que actuar con ellos.

—Bueno, ya puedes también cerrar los ojos. Eso está bien. ¿Oye? ¿Y si empiezo a ser algo más concreto? Porque me pega a mí que tú a lo mejor
crees
que no vamos a poder identificarte. Pero lo vamos a hacer. Tenías un reloj de pulsera del que seguramente te acordarás. Por suerte se trataba de un reloj viejo con las iniciales del fabricante, el número de serie y todo. Daremos con él en un par de días, de una u otra forma. Una semana quizá. Y hay más cosas.

»Te encontraremos, eso tenlo por seguro.

»Así que… Max. No sé por qué te quiero llamar Max. Es sólo provisionalmente. ¿Max? ¿Querrías ayudarnos un poco? Si no, tendremos que hacerte una fotografía y quizá publicarla en los periódicos y… bueno, ya sabes. Será más lioso. Cuánto más sencillo si tú hablases… o algo… conmigo
ahora.

»Tenías un papel con el código de Morse en el bolsillo. ¿Sabes el alfabeto Morse? Porque en ese caso podemos comunicarnos dando golpecitos.

Håkan abrió el ojo, miró en dirección a las dos manchas oscuras dentro del óvalo blanco y borroso que era la cara del hombre. Éste decidió obviamente interpretarlo como una invitación y siguió:

—Luego está ese hombre del agua. Está claro que no fuiste tú el que lo mató, ¿verdad? Los patólogos dicen que las marcas de las mordeduras probablemente hayan sido hechas por
un niño
. Y ya hemos recibido una denuncia, algo en lo que lamentablemente no puedo entrar en detalles, pero… pero creo que estás protegiendo a alguien. ¿Es así? Levanta la mano si es así.

Håkan cerró el ojo. El policía lanzó un suspiro.

—De acuerdo. Entonces dejaremos que la investigación siga su curso, pues. ¿No quieres decirme algo antes de que me vaya?

El policía estaba a punto de levantarse cuando Håkan alzó una mano. El policía se volvió a sentar. Håkan levantó la mano más alto. Y le dijo adiós con ella.

Adiós.

Al policía se le escapó un bufido, se incorporó y se fue.

Las heridas de Virginia no habían sido graves. El viernes por la tarde pudo abandonar el hospital con catorce puntos y un apósito grande en el cuello y otro algo más pequeño en la mejilla. Rechazó el ofrecimiento de Lacke para quedarse con ella, para vivir en su casa hasta que se pusiera mejor.

Virginia se acostó el viernes por la noche convencida de que se levantaría para ir a trabajar el sábado por la mañana. Su economía no le permitía quedarse en casa.

Pero no le resultó fácil conciliar el sueño. El recuerdo del ataque no dejaba de darle vueltas en la cabeza, no podía relajarse. Le parecía ver saliendo de las sombras del techo del dormitorio bultos negros que se abalanzaban sobre ella, allí tendida en la cama y con los ojos bien abiertos. Le picaba la herida del cuello bajo el enorme apósito. Hacia las dos de la madrugada le entró hambre, fue a la cocina y abrió el frigorífico.

Sentía el estómago totalmente vacío, pero al mirar la comida que había no encontró nada que le apeteciera. Sin embargo, por pura inercia sacó pan, mantequilla, queso y leche, lo puso todo sobre la mesa de la cocina.

Se preparó un bocadillo de queso y se llenó un vaso de leche. Luego se sentó a la mesa y se quedó mirando el líquido blanco del vaso, la rebanada de pan marrón con la capa amarilla de queso encima. Parecía asqueroso. No quería comer aquello. Tiró el bocadillo a la basura, la leche al fregadero. En el frigorífico había una botella de vino blanco que estaba a medias. Se sirvió un vaso, se lo llevó a los labios. Cuando sintió el olor del vino se le quitaron las ganas.

Sintiéndose derrotada se puso un vaso de agua del grifo. Al acercárselo a la boca, vaciló. ¿El
agua
sin embargo siempre se podía…? Sí. Agua podía beber. Aunque sabía a… moho. Como si todo lo que había de bueno en el agua lo hubieran quitado y hubieran dejado sólo los sedimentos del fondo.

Se acostó de nuevo, estuvo acostada dando vueltas unas horas más; al final, se quedó dormida.

Cuando se despertó, el reloj marcaba las diez y media. Se tiró de la cama, se puso la ropa en la penumbra del dormitorio. Dios mío. Tenía que haber estado en la tienda a las
ocho
. ¿Por qué no la habían llamado?

Espera. La
había
despertado el sonido del teléfono. Había estado sonando en su último sueño antes de que se despertara, después había dejado de sonar. Si no la hubieran llamado estaría aún durmiendo. Se abrochó la blusa y fue hasta la ventana, levantó la persiana.

La luz le llegó como una bofetada en la cara. Retrocedió, alejándose de la ventana y soltando la cuerda de la persiana. Se sentó en la cama. Unos rayos de luz se colaban con un ruido áspero y caían atravesados sobre su pie desnudo.

Mil alfileres.

Como si le estuvieran tirando de la piel en dos direcciones distintas al mismo tiempo, un dolor que se extendía sobre la piel expuesta.

¿Qué me pasa?

Retiró el pie, se puso los calcetines. Puso el pie en la luz de nuevo. Mejor. Sólo cien alfileres. Se levantó para ir al trabajo, se sentó otra vez.
Una especie de… choque.

La impresión al levantar la persiana había sido terrible. Como si la luz fuera una materia pesada que arrojada contra su cuerpo la sacara de sí misma. Lo peor eran los ojos. Dos dedos forzudos que se apretaran contra ellos y amenazaran con sacarlos de sus órbitas. Aún le escocían.

Se frotó los ojos con las manos, buscó sus gafas de sol en el armario del cuarto de baño y se las puso.

Estaba hambrienta, pero bastaba con que pensara en el frigorífico, en el contenido de la despensa, para que las ganas de desayunar desaparecieran. Además no tenía tiempo. Ya iba casi con tres horas de retraso.

Salió, cerró la puerta y bajó las escaleras lo más rápido que pudo. El cuerpo estaba débil. Puede que fuera un error ir al trabajo, después de todo. Bueno. La tienda sólo estaría abierta cuatro horas más, y era
entonces
cuando empezaban a llegar los clientes del sábado.

Ocupada en esas cuestiones no se lo pensó dos veces antes de abrir la puerta del portal.

Ahí estaba otra vez la luz.

Le hacía daño en los ojos a pesar de las gafas de sol, como si le echaran agua hirviendo en la cara y en las manos. Lanzó un grito. Metió las manos en las mangas del abrigo, agachó la cabeza y
corrió
hacia la tienda.

Una vez dentro, se aplacaron rápidamente el escozor y el dolor. La mayoría de las ventanas de la tienda estaban cubiertas de anuncios y papel celofán para que la luz del sol no estropeara los alimentos. Algo de daño sí que le hacía de todos modos, pero eso podía ser porque por las ventanas se filtraba algo de claridad, por las rendijas entre los anuncios. Se quitó las gafas de sol y se dirigió a la oficina.

Lennart, el encargado de la tienda y su jefe, estaba rellenando algunos impresos, pero alzó la vista cuando ella entró. Virginia se había esperado algún tipo de reprimenda, pero él sólo le dijo:

—Hola, ¿qué tal estás?

—Bueno… bien.

—¿No deberías estar en casa descansando un poco?

—Sí, pero pensé que…

—No tenías por qué haberlo hecho. Lotten se encargará hoy de la caja. Te he llamado antes, pero como no contestabas, pues…

—¿Entonces no hay nada que hacer?

—Habla con Berit en la charcutería. Oye, Virginia…

—¿Sí?

—Sí, qué mala suerte todo eso que pasó. No sé qué puedo decir, pero… lo siento. Y entiendo que necesites tomártelo con tranquilidad un tiempo.

Virginia no entendía nada. Lennart no era de los que se apiadaban de las enfermedades ni de los problemas de los demás. Y presentarle de aquella manera su
personal condolencia
era algo totalmente nuevo. Probablemente sería porque ella tenía un aspecto ciertamente lamentable con la mejilla hinchada y los esparadrapos.

Virginia le contestó:

—Gracias. Ya veré lo que hago —y se fue a la charcutería.

Pasó por las cajas para saludar a Lotte. Había cinco personas esperando para pasar por la caja de su compañera y Virginia pensó que debería abrir otra, a pesar de todo. La cuestión sin embargo era si Lennart
quería
que ella estuviera en la caja con el aspecto que tenía.

Cuando se acercó a la luz de la ventana no cubierta que había detrás de las cajas volvió a ocurrir lo mismo. La cara se le ponía tirante, los ojos le dolían. No era tan malo como la luz directa del sol fuera, en la calle, pero sí bastante molesto. No podría estar allí sentada.

Lotte la vio y la saludó entre dos clientes.

—Hola, lo he leído… ¿Qué tal estás?

Virginia alzó la mano, moviéndola de un lado a otro: así, así.
¿Leído?

Agarró los periódicos
Svenska Dagbladet
y
Dagens Nyheter
, se los llevo a la charcutería y echó una ojeada rápida a las portadas. Allí no ponía nada. Habría sido demasiado.

La charcutería estaba al fondo de la tienda, al lado de los lácteos, estratégicamente colocados para que uno tuviera que recorrer toda la tienda hasta llegar a ellos. Virginia se paró al lado de las estanterías repletas de conservas. Le temblaba de hambre todo el cuerpo. Miró detenidamente los botes.

Tomate triturado, champiñones, mejillones, atún, raviolis, salchichas, sopa de guisantes… nada. Sólo le daba asco.

Berit alcanzó a verla desde la charcutería, la saludó con la mano. Tan pronto como Virginia llegó detrás del mostrador Berit la abrazó, tocó con cuidado la tirita que llevaba en la mejilla.

—¡Uf! Qué pobre.

—No, pero está…

¿Bien?

Se retiró hasta el pequeño almacén detrás de la charcutería. Si dejaba que Berit se arrancara acabaría con una buena perorata acerca del sufrimiento en general y de la maldad en la sociedad actual en particular.

Virginia se sentó en una silla entre la báscula y la puerta del congelador. Aquel espacio no tenía más que unos metros cuadrados, pero era el lugar más agradable de toda la tienda. Hasta allí no llegaba la luz de la calle. Hojeó los periódicos y en una noticia marginal en la sección nacional de
Dagens Nyheter
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