¡Arde, quémate!
Tenía el brazo derecho cubierto de cicatrices, de sangre reseca. Lo acercó a la luz.
No hubiera podido ni imaginárselo.
Lo que le ocurrió con la luz el sábado había sido una caricia. Ahora se encendió la llama de un soldador, dirigida contra su piel. Después de un segundo, ésta se volvió blanca como la tiza. Después de dos segundos empezó a echar humo. Después de tres segundos se le levantó una ampolla, se oscureció y reventó dejando salir el aire. Al cuarto segundo, retiró el brazo y se arrastró sollozando hasta el dormitorio.
El olor a carne quemada envenenaba el aire, no se atrevía a mirarse el brazo cuando se deslizó sobre la cama. Descansar. Pero la cama…
A pesar de que tenía bajadas las persianas había demasiada luz en el dormitorio. Aunque se había echado el edredón se sentía desprotegida en la cama. Su inquietud captaba el más mínimo ruido procedente de los pisos vecinos, y cada sonido suponía una amenaza encubierta. Alguien caminaba en el piso de arriba. Se sobresaltaba, volvía la cabeza, alerta. Un cajón que se abría, ruido metálico en el piso superior.
Las
cucharillas del café.
Supo, por la fragilidad del sonido, que eran cucharillas de café. Vio ante sí el estuche revestido de terciopelo con las cucharitas de plata que habían sido de su abuela y que ella había heredado cuando su madre ingresó en una residencia para mayores. Cómo había abierto el estuche, mirado las cucharillas y constatado que
no habían sido nunca jamás usadas.
Virginia estaba pensando en esto mientras se deslizaba fuera de la cama, cogía el edredón, se arrastraba hasta el armario de dos puertas y las abría. En el suelo del armario había un edredón más y un par de mantas.
Había sentido una especie de tristeza cuando miró las cucharitas, que habían permanecido en su estuche quizá sesenta años sin que nunca nadie las sacara, las tuviera en la mano, las usara.
Más ruidos a su alrededor: la casa se despertaba. Dejó de oírlos cuando extendió el edredón y las mantas y, envuelta en ellos, se acurrucó en el armario y cerró las puertas. Estaba oscuro de verdad allí dentro. Se tapó hasta por encima de la cabeza, se encogió como una larva en un capullo doble.
Nunca jamás.
Firmes, dispuestas para el desfile en su lecho de terciopelo, esperando. Frágiles cucharitas de plata. Se arrulló con la tela de los edredones pegada a la cara.
¿Quién iba a heredarlas ahora?
Su hija. Sí. Serían para Lena y ella iba a usarlas para dar de comer a Ted. Entonces las cucharillas se pondrían contentas. Ted comería el puré de patatas con ellas. Era una buena idea.
Estaba quieta como una piedra, la calma se adueñó de su cuerpo. Alcanzó a tener un último pensamiento antes de quedarse dormida:
¿Por qué no hace calor?
Con el edredón tapándole la cara, envuelta en gruesos tejidos, debería de estar sudando. La pregunta flotaba somnolienta dando vueltas en una habitación grande y oscura, y aterrizó finalmente en una respuesta bien sencilla:
Porque no he respirado en varios minutos.
Y ni siquiera entonces, cuando era consciente de ello, sintió que lo
necesitara
. Ninguna sensación de ahogo, nada de falta de oxígeno. Ella ya no necesitaba respirar, eso era todo.
La misa empezaba a las once, pero a las diez y cuarto Tommy e Yvonne ya estaban en el andén en Blackeberg esperando que llegara el metro.
Staffan, que cantaba en el coro de la parroquia, le había contado a Yvonne cuál era el tema de la misa de hoy. Yvonne se lo había contado a Tommy y, con mucho tiento, le había preguntado si quería acompañarlos; para su sorpresa, había aceptado.
Iba a tratar sobre la juventud de hoy.
Tomando como punto de partida el pasaje del Antiguo Testamento en el que se narra la salida de los judíos de Egipto, el cura, con la ayuda de Staffan, había redactado un sermón con ese texto que le sirviera de
guía
: qué modelo podía tener ante sí una persona joven en la sociedad actual para dejarse guiar por él en su travesía por el desierto y otras cosas por el estilo.
Tommy había leído en la Biblia el pasaje en cuestión y había dicho que iría encantado.
Así que cuando aquella mañana de domingo el metro salió traqueteando del túnel procedente de la estación de Islandstorget, lanzando ante sí una columna de aire que hizo revolotear los cabellos de Yvonne, ésta se sentía completamente feliz. Miró a su hijo, que estaba a su lado con las manos profundamente hundidas en los bolsillos de la cazadora.
Va a salir bien.
Sí. Sólo el hecho de que quisiera ir con ella a la misa del domingo ya era mucho. Pero además aquello parecía indicar que había aceptado a Staffan, ¿no era así?
Subieron al vagón y se sentaron el uno frente al otro, al lado de un señor mayor. Antes de que llegara el metro hablaron de lo que ambos habían oído en la radio aquella mañana: la búsqueda del asesino ritual en el bosque de Judarn. Yvonne se acercó a Tommy.
—¿Tú crees que lo cogerán?
Tommy se encogió de hombros.
—Deberían hacerlo. Pero es un bosque grande, así que… tendrás que preguntárselo a Staffan.
—Es sólo que me parece tan desagradable. Imagínate si viene aquí.
—¿A qué va a venir aquí? Aunque claro, tampoco tendría nada que hacer en Judarn.
—Uf!
El señor mayor se irguió, hizo un movimiento como si se sacudiera algo de los hombros y dijo:
—Uno se pregunta si alguien así es una persona.
Tommy miró al señor e Yvonne dijo: «Hmm» sonriéndole, lo que éste interpretó como una invitación para seguir:
—Quiero decir… primero aquel crimen atroz, y después… en esas condiciones, una caída semejante. No, y esto te lo digo yo: no es una persona y espero que la policía lo mate de un disparo cuando lo encuentre.
Tommy asintió, hizo como que estaba de acuerdo.
—Que lo cuelguen en el árbol más cercano. El hombre se acaloró:
—Exacto. Es lo que yo he dicho todo el tiempo. Tenían que haberle puesto una inyección con veneno o algo ya en el hospital, como se hace con los perros rabiosos. Entonces nos habríamos librado de estar así, constantemente aterrados, y de tener que asistir a esta búsqueda desesperada pagada con el dinero de nuestros impuestos. Un helicóptero. Sí, yo he pasado precisamente por allí, por Åkeshov, y tienen un helicóptero arriba. Para eso sí que hay dinero, pero para dar a los jubilados una pensión de la que se pueda vivir después de toda una vida de trabajo, para eso no hay. Sí hay en cambio para mandar un helicóptero que zumbe alrededor y dé un susto de muerte a los animales…
El monólogo continuó hasta Vällingby, donde Yvonne y Tommy se bajaron mientras que el hombre siguió sentado. El tren iba a dar la vuelta, así que lo más probable era que pensara hacer el mismo recorrido para volver a ver el helicóptero y, quizá, repetir su monólogo ante algún otro pasajero.
Staffan estaba esperándolos a la entrada del montón de tejas que parecía la iglesia de St Thomas.
Llevaba traje y una corbata de rayas pálidas azules y amarillas que le recordó a Tommy aquella foto de la guerra con doble sentido: «Un tigre sueco». La cara de Staffan resplandeció al verlos y salió a su encuentro. Abrazó a Yvonne y tendió la mano a Tommy, que la estrechó y le saludó.
—Me alegro de que hayáis venido.
Especialmente
tú, Tommy. ¿Qué te hizo…?
—Quería ver cómo era, sólo eso.
—Mmm. Bueno, espero que te guste. Que podamos verte por aquí más veces.
Yvonne puso la mano en el hombro de Tommy.
—Ha leído en la Biblia eso… eso de lo que vais a hablar.
—Qué bien. Sí, eso ha estado realmente… otra cosa, Tommy. No he encontrado el trofeo, pero… opino que lo mejor será correr un tupido velo sobre el asunto, ¿qué me dices?
—Mmm.
Staffan esperaba que Tommy dijera algo más, pero como no lo hizo, se volvió hacia Yvonne.
—Debería estar ahora en Åkeshov, pero… no quería perderme esto. Aunque después, cuando terminemos, habré de irme, así que tendremos que…
Tommy entró en la iglesia.
En las hileras de bancos había solamente unas pocas personas mayores de espaldas a él. A juzgar por los sombreros eran mujeres.
La iglesia estaba iluminada por la luz amarilla de las lámparas situadas a lo largo de las paredes laterales. Entre las filas de bancos, una alfombra roja con figuras geométricas tejidas llegaba hasta el altar: un poyo de piedra sobre el que habían colocado jarrones con flores. Por encima de todo ello colgaba una gran cruz de madera con un Jesús modernista. La expresión de su rostro podía interpretarse fácilmente como una sonrisa burlona.
En la parte de atrás de la iglesia, al lado de la entrada, donde Tommy se encontraba, había un soporte para folletos, un cepillo en el que poner el dinero y una gran pila bautismal. Tommy se acercó a la pila y la estuvo observando.
Perfecta.
Cuando la vio pensó que estaba
demasiado
bien y que probablemente tuviera agua. Pero no. Toda ella, sacada de un único bloque de piedra, le llegaba a Tommy a la cintura. La pila propiamente dicha era de color gris oscuro, estriada, y no contenía ni una gota de agua.
Vale. Entonces seguimos adelante.
Sacó de la cazadora una bolsa de plástico de dos litros, bien atada, que contenía un polvo blanco y echó un vistazo a su alrededor. Nadie miraba hacia allí. Hizo un agujero en la bolsa con el dedo y dejó caer su contenido en la pila.
Después se guardó la bolsa vacía en el bolsillo y salió otra vez fuera mientras intentaba encontrar una buena razón para no sentarse al lado de su madre sino atrás del todo, al lado de la pila bautismal.
Podía alegar que de ese modo no molestaría a nadie en caso de querer salir. Sonaba bien. Sonaba…
Perfecto.
Oskar abrió los ojos y sintió pánico. No sabía dónde se encontraba. El espacio a su alrededor estaba a oscuras, no reconocía aquellas paredes desnudas.
Estaba tumbado en un sofá. Tenía encima un edredón que olía bastante mal. Las paredes flotaban ante sus ojos, nadaban libremente en el aire mientras trataba de ubicarlas en el sitio correcto, colocarlas juntas de manera que formaran una habitación que él pudiera reconocer. Pero no había manera.
Se llevó el edredón a la nariz. Un olor a cerrado le llenó los orificios nasales e intentó tranquilizarse, dejar de reconstruir la habitación y en lugar de eso tratar de
recordar.
Sí. Ahora podía.
Su padre, Janne. Autoestop. Eli. El sofá. La tela de araña.
Miró al techo. Allí estaban las polvorientas telas de araña, difíciles de distinguir en la penumbra. Se había quedado dormido junto a Eli en el sofá. ¿Cuánto tiempo habría pasado desde entonces? ¿Sería por la mañana?
La ventana estaba tapada con mantas, pero por los bordes podía entrever débiles retazos de luz grisácea. Se quitó el edredón y fue hasta la puerta del balcón, descorrió un poco la manta. Las persianas estaban bajadas. Las subió unos centímetros y sí: había amanecido ahí fuera.
Le dolía la cabeza y la luz le hacía daño en los ojos. Resopló, soltó la manta y se pasó las dos manos por el cuello, por la nuca. No. Claro que no. Ella le había dicho que ella nunca…
Pero ¿y ella dónde está?
Recorrió la estancia con la vista; sus ojos se detuvieron en la puerta cerrada de la habitación en la que Eli se había cambiado el jersey. Dio unos pasos hacia ella, se detuvo. La puerta permanecía en la sombra. Oskar cerró los puños, se chupó uno de ellos.
Y si ella realmente… dormía en un ataúd.
Qué tontería. ¿Por qué iba a hacer eso? ¿Por qué lo hacían los vampiros? Porque están muertos. Y Eli dijo que ella no…
Pero si…
Siguió chupándose el puño, lo recorrió con la lengua. Su beso. La mesa con comida. Sólo el hecho de que ella
pudiera
hacer eso. Y los dientes… Dientes de animales carnívoros.
Si hubiera algo más de luz.
Al lado de la puerta estaba el interruptor de la lámpara del techo. Lo pulsó sin creer que fuera a ocurrir nada. Pero sí. La lámpara se encendió. Apretó los párpados para protegerse de aquella luz tan fuerte, dejó que los ojos se acostumbraran a la luz antes de volverse hacia la puerta; apoyó la mano en el picaporte.
La luz no le ayudaba en absoluto, más bien lo contrario: todo parecía aún más desagradable ahora que la puerta era sólo una puerta normal y corriente. Igual que la de su propia habitación. Exactamente igual. El picaporte tenía idéntico tacto. Y ella podía estar allí acostada. Quizá con los brazos cruzados sobre el pecho.
Tengo que verlo.
Apretó con cuidado el picaporte, que ofreció algo de resistencia. O sea, que la puerta no estaba cerrada con llave; en ese caso, el pasador sólo se hubiera deslizado hacia abajo. Oskar lo empujó y la puerta se abrió, la rendija se hizo cada vez mayor. La habitación estaba a oscuras.
¡Espera!
¿Heriría la luz a Eli si abría la puerta?
No. Ayer por la noche había estado sentada al lado de la lámpara y parecía que no le pasaba nada. Pero esta bombilla tenía mayor potencia y, a lo mejor, la de la lámpara de pie era de un tipo… especial, una bombilla… especial para vampiros.
Qué tontería. «Tiendas especializadas en bombillas para vampiros».
Y no habría dejado la lámpara en el techo si fuera peligrosa para ella
. Pese a todo, Oskar abrió la puerta con cuidado, dejando que el cono de luz se hiciera poco a poco más grande dentro de la habitación. Estaba tan vacía como el cuarto de estar. Una cama y un montón de ropa, nada más. En la cama sólo había una sábana y una almohada. El edredón que él había usado sería de allí. En la pared de al lado de la cama había un papel pegado con cinta adhesiva. El código Morse.
Ah, sí, era esa la cama desde donde ella…
Respiró profundamente. Cómo no se había dado cuenta de eso.
Al otro lado de esta pared está mi habitación.
Sí. Se encontraba a dos metros de su propia cama, a dos metros de su vida normal.
Se tumbó y tuvo la ocurrencia de golpear un mensaje en la pared. Para Oskar. El del otro lado. ¿Qué iba a decirle?
D.O.N.D.E.E.S.T.A.S.
Se volvió a chupar el puño. Él estaba
aquí
. Era Eli la que se había ido. Se sintió mareado, confundido. Dejó caer la cabeza en la almohada y echó una ojeada alrededor. La almohada olía raro. Como el edredón, pero más fuerte. Un olor a cerrado, grasiento. Se quedó mirando el montón de ropa que había a unos metros de la cama.