La reacción de Håkan no fue mayor que si una mosca pesada se le hubiera posado en la piel; se llevó la mano para apartar lo que le molestaba y, antes de que consiguiera coger la muñeca de Eli, éste sacó la mano con jirones del corazón derramándosele del puño.
Tengo que largarme de aquí.
Eli quería levantarse, pero las piernas no le obedecían.
Håkan, ciego, buscaba a tientas con las manos, le buscaba a él. Eli se tumbó boca abajo y empezó a salir reptando del cuarto, con las piernas rozando contra el cemento. Håkan volvió la cabeza siguiendo el sonido, alargó los brazos y agarró el vestido, consiguió romper una de las mangas antes de que Eli alcanzara el hueco de la puerta y se pusiera de nuevo de rodillas.
Håkan se levantó.
Eli dispuso de unos segundos de prórroga antes de que Håkan encontrara el hueco de la puerta. Intentó ordenar a sus tendones rotos que se curaran lo suficiente como para poder sostenerse en pie, pero cuando Håkan alcanzó la salida los tendones no le permitieron más que levantarse apoyándose en la pared.
Las astillas de las bastas maderas se le clavaban en las yemas de los dedos al apoyarse en ellas para no caer. Y ahora lo sabía. Que sin corazón, ciego, Håkan lo perseguiría hasta… hasta…
Tengo que… destruirlo… tengo que… destruirlo.
Una línea negra.
Una línea vertical, negra, delante de los ojos. No había estado allí antes. Eli sabía lo que tenía que hacer.
—¡Ahhh!…
La mano de Håkan alrededor de uno de los marcos de la puerta y luego el cuerpo que salía tambaleándose del local del sótano, tanteando con las manos por delante. Eli apretó la espalda contra la pared, esperando el momento.
Håkan salió, un par de pasos indecisos, se detuvo después justo enfrente de Eli. Escuchando, olisqueando.
Eli se inclinó hasta que sus manos estuvieron a la misma altura que uno de los hombros de Håkan. Luego tomó impulso apoyándose contra la pared y se arrojó hacia delante haciendo todo lo posible para que Håkan perdiera el equilibrio.
Lo consiguió.
Håkan dio un pequeño paso hacia un lado y cayó contra la puerta del refugio. La rendija que Eli había visto como una línea negra se ensanchó mientras la puerta se abría hacia dentro y Håkan rodaba buscando apoyo con las manos dentro de aquella oscuridad. Al mismo tiempo, Eli se cayó boca abajo en el pasillo, consiguiendo frenar antes de que su cara chocara contra el suelo; después se arrastró hacia la puerta y agarró el volante inferior del cierre.
Håkan estaba tendido en el suelo cuando Eli empujó la puerta y giró los volantes, cerrando. Luego se arrastró hasta el local del sótano, buscó el palo y lo trabó entre las ruedas para que no se pudiera abrir desde dentro.
Eli siguió concentrando todas sus energías en curarse y comenzó con bastante dificultad a tratar de salir del sótano. Un reguero de la sangre que salía de su oreja le seguía desde el refugio. Cuando alcanzó la puerta se encontraba ya tan restablecido que pudo levantarse. Enderezó el cuerpo y, con las piernas temblorosas, subió las escaleras.
Descansar, Descansar, Descansar.
Empujó la puerta y se encontró a la luz del farol del portal. Estaba destrozado, humillado y la salida del sol amenazaba en el horizonte.
Descansar, Descansar, Descansar.
Pero tenía que… exterminarlo. Y había solamente una manera de que aquello funcionara: Fuego. Tambaleándose, salió del patio hasta el único lugar donde sabía que él no podía encontrarle.
7.34, lunes por la mañana, Blackeberg.
Salta la alarma del supermercado ICA en la calle Arvid Mörnes. La policía llega once minutos más tarde y se encuentra el cristal del escaparate roto. El dueño de la tienda, que vive al lado, se halla presente. Manifiesta que, desde su ventana, ha visto abandonar el lugar corriendo a una persona muy joven, morena. Se inspecciona la tienda sin que al parecer falte nada.
7.36, amanece.
Las persianas del hospital eran mucho mejores, cerraban mejor que las suyas. Sólo por un sitio estaban las lamas un poco estropeadas y dejaban filtrar un hilo de la luz de la mañana que dibujaba un ángulo de color gris sucio en el techo oscuro.
Virginia estaba tendida, rígida, en la cama mirando la línea gris que oscilaba cada vez que un golpe de viento hacía vibrar la ventana. Luz tenue, reflejada. No más que una leve irritación, un grano de arena en el ojo.
Lacke sorbía mocos y roncaba en la cama de al lado. Habían permanecido despiertos mucho tiempo, hablando. Recuerdos, más que nada. Hacia las cuatro de la mañana Lacke se había quedado finalmente dormido, todavía con la mano de ella en la suya.
Había tenido que liberar su mano de la de Lacke una hora más tarde, cuando entró una enfermera para controlar la presión de la sangre; le pareció que todo estaba bien y los dejó, echando una mirada de reojo bastante tierna a Lacke. Virginia había oído cómo había insistido Lacke para poder quedarse, la razón que había dado. De ahí, probablemente, la tierna mirada.
Virginia estaba ahora con las manos cruzadas sobre el pecho, luchando contra el impulso de su cuerpo de… cerrarse.
Dormir
no era siquiera la palabra apropiada. Tan pronto como dejaba de concentrarse conscientemente en la respiración, ésta se paraba. Necesitaba estar despierta.
Esperaba que entrara una enfermera antes de que Lacke se despertara. Sí. Lo mejor sería que él pudiera dormir hasta que todo hubiera pasado.
Pero eso sería esperar demasiado.
El sol alcanzó a Eli a la entrada del patio, una tenaza al rojo que agarró su oreja lacerada. De forma instintiva se echó hacia atrás para permanecer dentro de la sombra del arco, abrazando las tres botellas de alcohol de quemar contra el pecho, como para protegerlas también a ellas del sol.
Diez pasos más allá estaba su portal. A veinte, el de Oskar, y a treinta, el de Tommy.
Imposible.
No. Si hubiera estado fuerte y sano posiblemente se hubiera atrevido a intentar entrar por el portal de Oskar atravesando el chorro de luz que aumentaba su potencia a cada segundo que esperaba. Pero por el de Tommy no. Y menos ahora.
Diez pasos. Después estaré en el portal. La ventana grande de la escalera. Y si tropiezo… Si el sol…
Eli echó a correr.
El sol se lanzó sobre él como un león hambriento, mordiéndole la espalda. A punto estuvo de perder el equilibrio empujado por la fuerza física, ensordecedora del sol. La naturaleza escupía su aversión hacia su transgresión. No exponerse a la luz del sol ni siquiera por un instante
Quemaba. La espalda de Eli borboteaba como el aceite caliente cuando alcanzó el portal y abrió. El dolor casi le hizo desmayarse y subió las escaleras a ciegas, como drogado; no se atrevía a abrir los ojos por miedo a que se le derritieran.
Se le cayó una de las botellas, la oyó rodar por el suelo. Nada que hacer. Con la cabeza agachada, una mano abrazando las dos que quedaban, la otra en el pasamanos, subió las escaleras cojeando. Llegó al rellano. Quedaba un tramo.
A través de la ventana el sol le dio un último zarpazo en la nuca; trató de morderlo, lo mordió después en las piernas, las pantorrillas, los talones mientras subía los peldaños. Estaba ardiendo. Lo único que faltaba eran las llamas. Consiguió abrir su puerta, cayó en la agradable, fresca oscuridad que había dentro. Cerró de golpe. Pero no estaba del todo oscuro.
La puerta de la cocina estaba abierta y allí no había mantas en la ventana. Esta luz era, a pesar de todo, más débil y más gris que aquella otra a la que acababa de exponerse y, sin dudarlo, tiró las botellas al suelo y siguió. La luz le arañaba la espalda de una forma relativamente cariñosa mientras se arrastraba a lo largo del pasillo hacia el cuarto de baño y el hedor a carne quemada le llenaba la nariz.
Nunca volveré a estar entero.
Estiró el brazo, abrió la puerta del cuarto de baño y se deslizó dentro de la compacta oscuridad. Apartó unos bidones de plástico, cerró y echó el pestillo.
Antes de meterse en la bañera alcanzó a pensar:
No he cerrado la puerta de fuera.
Pero era demasiado tarde. El sueño lo desconectó en el mismo instante en que se sumergió en la húmeda oscuridad. De todos modos, no habría tenido fuerzas.
Tommy estaba sentado sin moverse, apretado contra el rincón. Contuvo la respiración hasta que empezaron a zumbarle los oídos y una lluvia de estrellas cruzó la noche ante sus ojos. Cuando oyó la puerta del sótano golpear de nuevo se atrevió a soltar el aire en un jadeo prolongado que rebotó a lo largo de las paredes de hormigón, como un eco.
Todo estaba en silencio. La oscuridad era tan grande que tenía masa, peso.
Se llevó una mano a la cara. Nada. Ninguna diferencia. Se frotó la cara como para asegurarse de que realmente existía. Sí. Bajo los dedos sintió su nariz, sus labios. Irreales. Aparecían bajo sus dedos, desaparecían.
La pequeña figura que tenía en la otra mano parecía más viva, más real que él mismo. La abrazó, era su compañero.
Tommy había estado sentado con la cabeza apoyada en las rodillas, con los ojos cerrados y las manos apretadas contra los oídos para no enterarse, para no tener que oír lo que ocurría en el local del sótano. Le había parecido que la chiquilla había sido asesinada. Pero no pudo, no se atrevió a hacer nada y por eso había tratado de negar toda la situación desapareciendo él mismo.
Había estado con su padre. En el campo de fútbol, en la playa, en la piscina de Kaanan. Finalmente se había detenido en el recuerdo de aquella vez en el campo de Råcksta cuando ambos probaron a volar un avión con mando a distancia que alguien del trabajo le había dejado a su padre.
Su madre los había acompañado un rato, pero al final le pareció que era muy aburrido estar mirando cómo el avión hacía sus acrobacias en el aire y se fue a casa. Su padre y él siguieron hasta que se hizo de noche y el avión no era más que una silueta contra el cielo rosa del atardecer. Después se marcharon a casa a través del bosque cogidos de la mano.
Absorto en el recuerdo de aquel día, Tommy había permanecido distraído de los gritos, de la locura que tenía lugar a unos metros de él. Todo lo que existía era el zumbido irritado del avión, el calor de la enorme mano de su padre sobre su espalda mientras él manejaba nervioso el aparato en amplios círculos sobre el campo, el cementerio.
Por aquel entonces Tommy no había entrado nunca allí; se había imaginado personas que vagaban al azar entre las tumbas, llorando lágrimas brillantes como las de los tebeos que caían salpicando las piedras. Pero eso era antes. Después su padre había muerto y Tommy tuvo que enterarse de que la tristeza de un camposanto rara vez, muy rara vez es así.
Las manos aún más apretadas contra los oídos y fuera de aquellos pensamientos. Piensa en el camino a través del bosque, piensa en el olor de la gasolina especial del avión, en su botellita, piensa…
Sólo cuando a través de la protección oyó el pestillo de una cerradura se quitó las manos y miró. Inútilmente, porque el cuarto del refugio estaba más oscuro que el espacio que había detrás de sus párpados. Empezó a contener la respiración mientras el otro pestillo sonó en su sitio, continuó mientras lo-que-fuera estaba todavía en el sótano.
Después, el golpe lejano de la puerta del sótano; las paredes retumbaron y aquí estaba él ahora. Con vida.
No me agarró.
No sabía con exactitud qué había sido «eso», pero fuera lo que fuese no le había descubierto.
Tommy abandonó su postura. Un hormigueo le recorrió los músculos dormidos de las piernas cuando intentó avanzar hacia la puerta tanteando la pared. Tenía las manos sudorosas por el miedo y la presión contra los oídos, la estatua a punto estuvo de resbalársele.
Con su mano libre encontró un volante de la cerradura y empezó a darle la vuelta.
Se movió un decímetro, pero luego se paró.
Qué es esto…
Apretó con más fuerza, pero el volante se negó a moverse más allá. Soltó la estatuilla para poder tirar con las dos manos y cayó al suelo con un…
ruido sordo.
Tommy se paró.
Qué raro ha sonado. Como si hubiera algo… blando.
Se agachó al lado de la puerta, intentó mover el volante de abajo. Pasó lo mismo. Unos diez centímetros y luego stop. Se sentó en el suelo. Trató de pensar de una manera práctica.
Joder, se va a quedar uno aquí sentado.
Más o menos, algo así.
De todos modos apareció furtivamente aquel miedo que había sentido unos meses después de la muerte de su padre. Hacía mucho tiempo que esa sensación le había abandonado, pero ahora, encerrado en aquella boca de lobo, empezaba de nuevo. El amor a su padre que, a través de la muerte, se había convertido en miedo de él. De su cuerpo.
Empezó a formársele un nudo en la garganta, los dedos se le pusieron rígidos.
Ahora piensa. ¡Piensa!
Había velas en una balda en el almacén, al otro lado. El problema era llegar hasta allí en la oscuridad.
¡Idiota!
Se dio un golpe en la frente tan fuerte que restalló, se rió. ¡Pero si tenía un mechero! Y además: ¿de qué cojones le habría servido buscar las velas si no hubiera tenido nada con qué encenderlas?
Como aquel viejo con mil botes de conservas y ningún abrelatas. Muerto de hambre en medio de la comida.
Mientras buscaba el encendedor en el bolsillo pensó que su situación no era tan desesperada. Antes o después vendría alguien al sótano, su madre, al menos, y si tenía luz, pues ya estaba.
Sacó el mechero, lo encendió.
Sus ojos acostumbrados a la oscuridad quedaron cegados por la llama, pero cuando se recuperaron vio que no estaba solo. Tendido en el suelo, justo al lado de su pie estaba…
… papá…
No se le ocurrió pensar en que su padre había sido incinerado cuando a la luz de la oscilante llama vio la cara del cadáver y ésta respondía totalmente a sus expectativas sobre el aspecto que debe tener uno cuando se ha pasado varios años bajo tierra.
… papá…
Lanzo un chillido justo enfrente de la llama del encendedor y éste se apagó, pero un instante antes tuvo tiempo de ver cómo la cabeza de su padre daba una sacudida y…
… está vivo…
El contenido de sus tripas se vació en los pantalones con una explosión húmeda que le calentó el culo. Luego se le doblaron las piernas, el esqueleto se le descompuso y se desplomó perdiendo el mechero, que rodó por el suelo. Su mano cayó justamente sobre los pies helados del cadáver. Las uñas afiladas le arañaron la palma de la mano y mientras seguía gritando