Read Déjame entrar Online

Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Déjame entrar (38 page)

BOOK: Déjame entrar
7.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Porque ella le había mentido y luego… ¿a
quién
le había robado el dinero? ¿A alguien que ella…? Se anudó las manos sobre el estómago y se echó hacia atrás.

—Tú matas a la gente.

—Oskar…

—Si lo que me has dicho es cierto, tienes que matar a gente. Robarle el dinero.

—El dinero me lo han
dado.

—No haces más que mentir. Todo el tiempo.

—Es verdad.

—¿Qué es lo que es verdad? ¿Que mientes?

Eli dejó la maraña de nudos sobre la mesa, lo miró con cara de sufrimiento, extendió las manos.

—¿Qué quieres que haga?

—Que me des una prueba.

—¿De qué?

—De que eres… eso que dices.

Eli se quedó mirándolo fijamente. Luego meneó la cabeza.

—No quiero.

—¿Por qué no?

—Adivínalo.

Oskar se hundió más aún en la butaca. Sentía bajo la palma de la mano el pequeño rebujo que los billetes formaban en su bolsillo. Vio ante sí los montones de hojas de propaganda. Que habrían llegado por la mañana. Que tenían que estar repartidos antes del martes. Un cansancio gris en el cuerpo. Gris en la cabeza. Rabia. «Adivínalo». Más juegos. Más mentiras. Quería largarse de allí. Dormir.
El dinero. Me ha dado dinero para que me quede.

Se levantó de la butaca, sacó el montón de papel arrugado que tenía en el bolsillo, puso todo menos un billete de cien sobre la mesa. Se volvió a guardar el billete de cien y dijo:

—Me voy a casa.

Eli se estiró hacia delante y le cogió de la muñeca.

—Quédate, por favor.

—¿Para qué? No haces más que mentir.

Intentó zafarse, pero la presión se hizo más fuerte.

—¡Suéltame!

—No soy ningún monstruo de circo.

Oskar apretó los dientes y dijo con tranquilidad:

—Suéltame.

Ella no cedió. La fría flecha de furia empezó a vibrar en el pecho de Oskar, estalló y se lanzó sobre ella. Se echó encima de Eli y la empujó hacia atrás en el sofá. No pesaba casi nada y la derribó contra el reposabrazos, se sentó sobre su pecho mientras la flecha se arqueaba, se movía, echaba chispas negras por los ojos cuando levantó el brazo y la pegó en la cara tan fuerte como pudo.

Un nítido ¡zas! voló entre las paredes y la cabeza de Eli se fue para un lado, de su boca salieron despedidas unas gotas de saliva y a él le ardió la mano cuando la flecha se partió, cayó hecha añicos y la rabia se disolvió.

Oskar seguía sentado sobre el pecho de la niña, mirando desconcertado aquella cabecita que estaba de perfil contra la tapicería negra del sofá mientras aparecía una flor grande y roja en la mejilla en la que él la había pegado. Eli permanecía quieta, con los ojos abiertos. Él se llevó las manos a la cara.

—Perdón, perdón. Yo…

De repente ella se dio la vuelta, se lo quitó de encima del pecho derribándolo contra el respaldo del sofá. Él intentó agarrarla de los hombros pero no lo consiguió, la asió entonces por las caderas y Eli cayó con el estómago encima de la cara de Oskar. La empujó, se revolvió y cada uno intentó agarrar al otro.

Rodaron por el sofá, hicieron lucha libre. Con los músculos en tensión y totalmente en serio. Pero con cuidado, para no hacer daño al otro. Se retorcieron como las culebras, se golpearon contra la mesa.

Algunos trozos del huevo negro cayeron al suelo haciendo un ruido semejante al de la llovizna sobre un tejado de chapa.

No tenía ganas de subir a buscar una bata. Su turno ya había terminado.

Este es mi tiempo libre, y esto es algo que hago sólo porque me da la gana.

Podía coger una de las batas extra de los forenses que había colgadas en la cámara si estaba… manchado. Llegó el ascensor y entró en él, pulsó planta sótano 2. ¿Qué iba a hacer si era así? Llamar y ver si alguien de urgencias podía bajar a coserlo. No había rutinas para ese tipo de cosas.

Probablemente la hemorragia, o lo que fuera, ya se habría parado, pero tenía que comprobarlo. Si no, no iba a poder dormir en toda la noche. No iba a hacer más que estar tumbado oyendo aquel goteo.

Se rio para sus adentros al salir del ascensor. ¿Cuántas personas normales podían hacer una cosa así sin que les temblara el pulso? No muchas. Estaba bastante satisfecho de sí mismo porque él… sí, cumplía con su obligación. Asumía su responsabilidad.

Será que no soy normal, sencillamente.

Y no se podía negar: que había algo dentro de él que
esperaba
que… bueno, que la hemorragia hubiera continuado; que pudiera llamar a urgencias, que se montara un pequeño circo. Por mucho que quisiera irse a casa y dormir. Porque sería una historia mucho mejor, sólo por eso.

No, no soy normal. Él con los cadáveres no tenía ningún problema; máquinas con el cerebro apagado. Lo que pese a todo podía ponerle un poco paranoico eran aquellos
pasillos.

Sólo pensar en aquella red de túneles a diez metros bajo tierra, en las salas y cuartos vacíos como una especie de secciones administrativas del Infierno. Tan grande. Tan silencioso. Tan vacío.

Los
cadáveres son salud en comparación.

Marcó el código, por costumbre apretó el botón que abría la puerta automáticamente y sólo respondió un chasquido impotente. Abrió la puerta con la mano y penetró en la cámara, se puso un par de guantes de goma.

¿Qué es esto?

El hombre que había dejado tapado con una sábana estaba ahora destapado. Su pene, en erección, se elevaba desde la entrepierna.

La sábana estaba tirada en el suelo. Los bronquios de Benke, destrozados por fumar, emitieron un pitido cuando recuperó el aliento.

El hombre no estaba muerto. No. No estaba muerto… puesto que se movía. Despacio, como en sueños, se agitaba en la camilla. Las manos se movían a tientas en el aire y Benke dio un paso atrás instintivamente cuando una de ellas —que no parecía siquiera una mano— pasó delante de su cara. El hombre intentó levantarse, cayó de nuevo en la camilla metálica. El único ojo miraba al frente sin parpadear.

Un sonido. El hombre emitió un sonido.

—Eeeeeeeeee…

Benke se llevó la mano al rostro. Le pasaba algo en la piel. La mano parecía… se la miró. Los guantes de goma.

Detrás de su mano vio que el hombre hacía un nuevo intento para incorporarse.

¿Qué cojones hago yo ahora?

El hombre volvió a caer en la camilla con un estruendo húmedo. Algunas gotas de aquel líquido salpicaron la cara de Benke. Intentó secarlas con los guantes de goma, pero sólo las extendió más.

Cogió una punta de la camisa y se limpió con ella.

Diez pisos. Se cayó desde el décimo piso.

Vale. Vale. Tú tienes aquí un problema. Soluciónalo.

El hombre, si no estaba muerto, al menos tenía que estar moribundo. Debía recibir asistencia.

—Eeeee…

—Yo estoy aquí y te voy a ayudar. Te voy a llevar a urgencias. Procura estar tranquilo, yo voy…

Benke se acercó y puso sus manos sobre el cuerpo que forcejeaba. La mano no deformada del hombre saltó como un resorte y le agarró por la muñeca. Joder, la fuerza que tenía aún. Benke tuvo que emplear las dos manos para liberarse de la presión.

Lo único que había para cubrirle y que entrara en calor eran las sábanas de las camillas. Benke cogió tres y las echó encima del cuerpo, que no dejaba de revolverse como una lombriz en el anzuelo mientras emitía ese ruido. Se inclinó sobre el hombre, que estaba algo más calmado después de que Benke le hubiera tapado.

—Ahora te voy a llevar a urgencias lo más deprisa que pueda, ¿vale? Procura estar tranquilo.

Condujo la camilla hasta la puerta y, a pesar de las circunstancias, se acordó de que la apertura automática no funcionaba. Dio la vuelta por la cabecera de la camilla y abrió mirando hacia abajo, hacia la cabeza del hombre. Deseó no haberlo hecho.

La boca, que no era una boca, estaba a punto de abrirse.

El tejido medio curado de la herida se rasgó con un sonido similar al que se produce cuando uno le quita la piel al pescado; algunas tiras de piel rosada se resistieron a rasgarse, tensándose mientras el agujero de la parte inferior de la cara se agrandaba más y más.

—¡Ahhhh!

El alarido retumbó a través de los largos pasillos y el corazón de Benke empezó a latir más deprisa.
¡Estate quieto! ¡Y callado!

Si en ese momento hubiera tenido un martillo a mano, probablemente habría golpeado aquella asquerosa masa temblona con el ojo abierto, en la que las tiras de piel que cruzaban el agujero de la boca estaban rompiéndose como si fueran cintas de goma demasiado tensas; Benke pudo ver entonces los dientes del hombre, de un blanco reluciente en medio de aquel líquido rojo y marrón que era su cara.

Benke volvió de nuevo a los pies de la camilla y empezó a empujarla por los pasillos, hacia el ascensor. Iba medio corriendo, tenía pánico de que el hombre fuera a revolverse de tal manera que acabara cayéndose.

Los pasillos se extendían interminables ante él, como en una pesadilla. Sí. Era como una pesadilla. Todas las reflexiones acerca de una «buena
story
» habían desaparecido. No quería más que llegar arriba, donde había otras personas, personas vivas que pudieran liberarle de aquel monstruo que tenía tumbado y gritando en la camilla.

Llegó hasta el ascensor y apretó el botón, visualizó el recorrido hasta urgencias. En cinco minutos estaría allí.

Ya arriba, a la altura de la calle, habría otras personas que le ayudarían. Un poco más y estaría de vuelta en la realidad.

¡Ven ya, mierda de ascensor!

La mano sana del hombre hacía señales.

Benke la miró y cerró los ojos, los abrió otra vez. El hombre trataba de decir algo. Hacía señas para que Benke se acercara. O sea, que estaba consciente.

Benke se puso al lado de la camilla e, inclinándose sobre el hombre, dijo:

—¿Sí? ¿Qué te pasa?

De repente la mano le asió por la nuca, haciéndole doblar la cabeza. Benke perdió el equilibrio, cayó sobre el hombre. La mano que le agarraba parecía de hierro cuando su cabeza se precipitaba hacia abajo, hacia el… agujero.

Intentó aferrarse al tubo de acero de la cabecera para soltarse, pero su cabeza giró hacia un lado y sus ojos quedaron sólo a unos centímetros de la compresa mojada sobre el cuello del hombre.

—¡Suéltame! Por…

Un dedo se apretó contra su oreja y
oyó
cómo los huesos del oído eran aplastados mientras el dedo presionaba más y más dentro. Pataleaba, y cuando se golpeó la tibia contra el tubo de acero del armazón de la camilla, por fin gritó.

Luego sintió cómo los dientes se clavaban en su mejilla y el dedo que tenía en el oído llegó tan adentro que algo se desconectó y… se rindió.

Lo último que vio fue cómo la compresa empapada que tenía ante sus ojos cambiaba de color y se volvía rojo claro mientras el hombre le comía la cara.

Lo último que oyó fue un
pling
cuando llegó el ascensor.

Estaban tumbados en el sofá el uno al lado del otro, sudando, jadeando. Oskar tenía el cuerpo molido, agotado. Bostezaba de tal manera que le sonaban las mandíbulas. Eli también bostezaba. Oskar volvió la cabeza hacia ella.

—Déjalo.

—Perdón.

—¿Tú no
tendrás
sueño, verdad?

—No.

Oskar se esforzaba para mantener los ojos abiertos, hablaba casi sin mover los labios. La cara de Eli empezó a ponerse borrosa, irreal.

—¿Qué haces para conseguir sangre?

Eli lo miró. Mucho tiempo. Luego tomó una decisión y Oskar vio que algo empezaba a moverse dentro de sus mejillas, de sus labios, como si se estuviera pasando la lengua por dentro. Después despegó los labios, abrió la boca.

Y él vio sus dientes. Ella cerró la boca de nuevo.

Oskar volvió la cabeza y miró al techo, donde un hilo de una tela de araña lleno de polvo caía hacia abajo desde la lámpara inutilizada.

No tenía fuerzas ni para sorprenderse. Bueno. Era vampira. Pero eso él ya lo sabía.

—¿Sois muchos?

—¿Quiénes?

—Ya sabes.

—No, no lo sé.

Oskar paseó la mirada por el techo, intentando encontrar más telas de araña. Descubrió otras dos. Le pareció ver una araña que se movía en una de ellas. Parpadeó. Volvió a parpadear. Tenía los ojos llenos de arena. Nada de arañas.

—¿Cómo te voy a llamar? ¿Qué es lo que eres?

—Eli.

—¿Te
llamas
así?

—Casi.

—¿Cómo te llamas entonces?

Una pausa. Eli se retiró un poco de él, hacia el respaldo, se volvió de lado.

—Elias.

—Pero ése es un nombre… de chico.

Oskar cerró los ojos. No podía más. Los párpados se le habían pegado a los globos oculares. Un agujero negro empezó a crecer, envolviendo todo su cuerpo. Dentro de su cabeza tenía la vaga sensación de que debía decir algo, hacer algo. Pero no le quedaban fuerzas.

El agujero negro implosionó en ultrarrápido. Fue absorbido hacia delante, hacia dentro, se dio una voltereta lenta en el espacio y cayó en el sueño.

Allá lejos sintió que alguien acariciaba una mejilla. No consiguió formular el pensamiento, pero puesto que él lo sentía, debía de ser la suya. En algún lugar, en un planeta lejano, alguien acarició con cuidado la mejilla del otro.

Y era bueno.

Después, no hubo más que estrellas.

Cuarta Parte - ¡Aquí llega la compañía de los trolls!

¡Aquí llega la compañía de los trolls;

por aquí no se libra nadie de pasar!

Rune Andréasson
,
Bamse en el bosque de los trolls

Domingo 8 de Noviembre

El puente de Traneberg. Cuando lo inauguraron en 1934 significó un pequeño orgullo nacional. El puente de hormigón de un solo tramo más grande del mundo. Un imponente arco tirado entre Kungsholmen y la Zona Oeste, que en aquel tiempo estaba formada por pequeños centros hortícolas en Bromma y en Äppelviken. Y en Ängby, las pequeñas casas prefabricadas tan de moda.

Pero la modernidad estaba en camino. Los primeros suburbios propiamente dichos, con edificios de tres pisos, ya estaban listos en Traneberg y en Abrahamsberg y el estado había comprado grandes extensiones de terreno al oeste para, en el plazo de unos años, empezar a construir lo que llegaría a ser Vällingby, Hässelby y Blackeberg.

Para todos ellos, el puente de Traneberg se convirtió en un paso obligado. Todos los que tienen que entrar o salir de la zona de Västerort pasan por él.

BOOK: Déjame entrar
7.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Cavanaugh's Bodyguard by Marie Ferrarella
Angels & Demons by Dan Brown
Defying the North Wind by Anna Hackett
Skin Walkers: Leto by Susan Bliler
MoonFall by A.G. Wyatt
The Year Without Summer by William K. Klingaman, Nicholas P. Klingaman
The Camberwell Raid by Mary Jane Staples