¡Pero papá! ¿No te has cortado las uñas de los pies?
empezó a tocar, a acariciar el pie frío como si fuera un cachorro que necesitara consuelo. Siguió hacia arriba pasándole la mano por la espinilla, la pierna, sintiendo cómo los músculos tensos debajo de la piel se movían mientras él gritaba convulsionado, berreando como un corzo.
Las puntas de sus dedos tocaron metal. La escultura. Estaba recostada entre las piernas del cadáver. Agarró la figura por el pecho, dejó de gritar y volvió por un instante a lo concreto.
El mazo.
En silencio tras los gritos oyó el sonido pegajoso de algo que caía mientras el cadáver levantaba la parte superior del cuerpo, y cuando un miembro frío le rozó el dorso de la mano, la retiró y apretó la estatua.
No es papá.
No. Tommy se deslizó hacia atrás, lejos del cadáver con la deposición embadurnándole las nalgas, y le pareció por un momento
ver en la oscuridad
; en ese instante su sentido del oído se transformó en sentido de la vista y
vio
al cadáver levantándose en medio de la negrura, una silueta amarillenta, una constelación.
Mientras que él, con ayuda de los pies, se arrastraba hacia atrás, hacia la pared, el cuerpo de al lado profirió un breve sonido:
—… aaa…
Y Tommy vio
un elefante pequeño, un elefantito dibujado, y aquí viene (tuuuut) el elefante GRANDE, y entonces… ¡arriba!… con la trompa y suena «A», luego viene Magnus, Brasse y Eva y cantan «¡Allí! ¡Es aquí! Donde uno no…».
No, ¿cómo es…?
El cadáver tenía que haber tropezado con la pila de cajas porque se oyeron ruidos sordos, estrépito de radiocasetes que caían al suelo mientras Tommy se empotraba contra la pared, golpeándose la parte posterior de la cabeza de tal manera que el cerebro se le llenó de un zumbido blanco. A través del zumbido oyó el ruido de unos pies descalzos y entumecidos que se movían por el suelo, buscando.
Aquí. Es allí. Donde uno no está. No. Que sí.
Eso precisamente. Él no estaba aquí. No se veía a sí mismo, no veía a quien emitía los sonidos. Así que no eran más que sonidos. No era más que algo que él escuchaba sentado mientras miraba fijamente la tela negra de los altavoces. Esto era algo que no existía.
Aquí. Es allí. Donde uno no está.
. punto estuvo de cantarlo en voz alta, pero un resto lúcido de su consciencia le advirtió de que no debía hacerlo. El zumbido blanco empezó a desvanecerse, dejando tras de sí un espacio vacío en el que, con gran esfuerzo, empezó a situar los pensamientos.
La cara. La cara.
No quería pensar en la cara, no quería pensar en…
Algo de la cara que se había agitado a la luz del encendedor.
El cuerpo se aproximaba. No sólo oía los pasos cada vez más cerca como un rozón contra el suelo. No, podía sentir su presencia como una sombra más oscura que la oscuridad.
Se mordió el labio inferior hasta que notó el sabor de la sangre en la boca, cerró los ojos. Vio sus dos ojos desaparecer de la imagen como dos…
Ojos.
No tiene ojos.
Un soplo débil sobre su cara cuando una mano agitó el aire.
Ciego. Está ciego.
No estaba seguro, pero la masa que había encima de los hombros de aquel ser no tenía ojos.
Cuando la mano volvió a volar, Tommy sintió en la mejilla la caricia del aire desplazado una décima de segundo antes de que le alcanzara, y tuvo tiempo de girar la cabeza de forma que la mano sólo le rozó el pelo. Completó el movimiento y se tiró al suelo de bruces, empezó a reptar moviendo las manos por delante del cuerpo, nadando en seco.
El encendedor, el encendedor…
Algo se le clavó en la mejilla. Sintió una nausea en el estómago cuando comprendió que se trataba de la uña del pie de aquel ser, pero rápidamente se echó a rodar para no encontrarse en el mismo lugar cuando llegaran las manos a buscarlo.
Aquí. Es allí. Donde yo no…
Se le escapó un bufido. Trató de evitarlo, pero no pudo. La saliva le salía a chorros por la boca y de su garganta destrozada llegaron hipidos de risa y de llanto, sollozos, mientras las manos, dos radares, seguían barriendo el suelo en busca de la única ventaja que él quizá, quizá tenía sobre la oscuridad que lo quería atrapar.
Dios, ayúdame. Deja que la luz de tu rostro… Dios… perdón por lo de la iglesia, perdón por… todo. Dios. Yo voy a creer siempre en ti, lo que tú quieras si… me permites encontrar el encendedor… sé mi amigo, por favor Dios.
Algo sucedió.
En el mismo instante en que Tommy sintió la mano de aquel ser tanteando su pie, la estancia se bañó durante una fracción de segundo de una luz azulada, como iluminada por el flash de una cámara, y Tommy vio realmente, durante esa fracción de segundo, las cajas volcadas, la vasta estructura de las paredes, el paso hacia el almacén.
Y el encendedor.
Estaba sólo a unos metros de su mano derecha, y cuando la oscuridad se cernió de nuevo a su alrededor tenía la posición del mechero grabada en la retina. Liberó el pie de la mano de aquel ser, estiró la mano y cogió el encendedor, lo agarró bien, se puso en pie de un salto.
Sin pararse a pensar si no sería demasiado pedir, empezó a recitar, para sus adentros, una nueva petición:
Haz que sea ciego, Dios. Haz que sea ciego, Dios. Haz que…
Encendió el mechero. Un fogonazo, parecido al que acababa de experimentar; luego, la llama amarilla con su centro azul.
El ser estaba quieto, volvió la cabeza hacia la luz. Empezó a caminar en dirección a ella. La llama osciló cuando Tommy dio dos pasos de lado y llegó hasta la puerta. El ser se paró donde Tommy había estado tres segundos antes.
Si hubiera podido alegrarse, lo habría hecho. Pero a la débil luz del encendedor todo se volvió despiadadamente real. Ya no era posible evadirse en la fantasía de que ni siquiera se encontraba allí, de que esto no le ocurría a él.
Estaba encerrado en un cuarto insonorizado junto con lo que más miedo le daba. Algo hizo que sintiera un vuelco en el estómago, pero no había nada más que expulsar. Sólo salió un pequeño pedo y aquel ser volvió de nuevo la cabeza, hacia él.
Tommy empujó el volante de la cerradura con la mano que tenía libre de manera que la que sujetaba el encendedor tembló, y la luz volvió a apagarse. El volante no se movía, pero Tommy había tenido tiempo de ver por el rabillo del ojo cómo el ser venía hacia él y se tiró lejos de la puerta, hacia la pared en la que había estado sentado antes.
Sollozó, se sorbió los mocos.
Haz que esto TERMINE. Dios, haz que esto termine
. De nuevo el elefante grande que se alzaba el sombrero y con su voz nasal decía:
¡Ya se terminó! Soplando en la trompeta, la trompa, ¡tuuuut! ¡Ya se terminó!
Me vuelvo loco, yo… eso…
Sacudió la cabeza, encendió el mechero otra vez. Allí, delante de él, estaba la estatua. Se agachó, la cogió y dio un par de saltos a un lado; continuó hacia la otra pared. Vio cómo el ser buscaba a tientas con las manos en el espacio que él había abandonado.
La gallinita ciega.
El encendedor en una mano, la estatua en la otra. Abrió la boca para decirlo, pero no salió más que un susurro silbante:
—Anda, ven…
El ser respondió, se volvió y fue hacia él.
Tommy levantó el trofeo de Staffan como si fuera un mazo, y, cuando el ser se encontraba a medio metro de él, lo lanzó contra su cara.
Como en un penalti perfecto en el fútbol, cuando uno nota en el mismo instante en que el pie toca el balón que esto… esto va a dar justo en la escuadra, de esa forma sintió Tommy cuando aún se hallaba a medio camino del lanzamiento que…
¡Sí!
… y cuando la afilada esquina de piedra golpeó la sien de aquel ser con una fuerza que se convirtió en un calambre a lo largo del brazo de Tommy, el triunfo ya se había instalado en él. No fue más que una confirmación de que el cráneo se había hecho pedazos con un estallido de hielo roto. Un líquido frio salpicó la cara de Tommy y el ser se derrumbó en el suelo.
El muchacho se quedó de pie, resollando. Miró el cuerpo que estaba reventado en el suelo.
Estaba empalmado.
Sí. Como una lápida funeraria minúscula, medio volcada, emergía del cuerpo la polla de aquel ser, y Tommy, quieto, miraba esperando que cayera. Pero no lo hizo. Tommy quería reírse, pero le dolía demasiado la garganta.
Sintió un dolor punzante en el dedo pulgar. Miró hacia abajo. El encendedor había empezado a quemarle la piel del dedo que apretaba la palanca del gas. Instintivamente soltó, pero el dedo se había quedado cerrado espasmódicamente sobre la palanca.
Inclinó el encendedor hacia otro lado. Aun así no quería apagarlo. Aun así no quería quedarse a oscuras con ese…
Un movimiento.
Y Tommy sintió que algo esencial, algo que él necesitaba para ser Tommy, le abandonaba cuando aquel ser volvió a levantar la cabeza, volvió a ponerse en pie.
¡Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña!
La tela se rompió. El elefante cayó a través de ella.
Y Tommy golpeó otra vez. Y otra más.
Después de un rato le empezó a parecer realmente divertido.
Morgan pasó al lado del vigilante y agitó una tarjeta que había caducado hacía medio año mientras que Larry, con buen sentido del deber, se paró, sacó su arrugada tarjeta prepago y dijo:
—Ängbyplan.
El vigilante alzó los ojos del libro que estaba leyendo, selló dos tickets. Morgan se reía cuando Larry llegó hasta él y empezaron a bajar las escaleras.
—¿Por qué cojones haces eso, eh?
—¿Qué? ¿Sellar?
—Sí. Te van a dar por el culo igual.
—No es eso.
—¿Qué es entonces?
—Yo no soy como tú, ¿vale?
—Pero ¿qué dices?… el tío estaba sentado y… habrías podido enseñarle una foto del rey sin que hubiera reaccionado.
—Sí, sí. No hables tan alto, joder.
—¿Qué crees, que viene detrás de nosotros o qué?
Antes de abrir las puertas que daban al andén, Morgan, haciendo bocina con las manos, gritó en dirección a la entrada de la estación:
—¡Alarma! ¡Alarma! ¡Viajero sin billete!
Larry se largó, dio unos pasos hacia el andén. Cuando Morgan llegó a su altura, le dijo:
—Eres como un crío, ¿lo sabes?
—Por supuesto. Ahora vamos a ver: ¿qué fue lo que pasó?
Larry había llamado por la noche a Morgan para contarle un poco de lo que Gösta le había dicho por teléfono a él diez minutos antes. Habían quedado en encontrarse por la mañana, temprano, a la entrada del metro, para ir al hospital.
Ahora se lo volvía a contar otra vez. Virginia, Lacke, Gösta, los gatos. La ambulancia en la que Lacke la acompañó. Lo iba bordando con detalles de su cosecha, y, antes de que hubiera terminado, llegó el metro en dirección al centro. Subieron, consiguieron una ventanilla para ellos solos y Larry terminó la historia con:
—… y entonces se pusieron en marcha con las sirenas sonando a toda pastilla.
Morgan asintió, se mordió la uña de uno de los pulgares mirando a través de la ventanilla mientras el tren salía del túnel y paraba en Islandstorget.
—¿Pero por qué cojones se lió aquello de esa manera?
—¿Con los gatos? No sé. Se volverían locos o algo así.
—¿Todos? ¿Al mismo tiempo?
—Sí. ¿Se te ocurre algo mejor?
—No. Mierda de gatos. Lacke estará ahora totalmente hundido.
—Mmm. No andaba precisamente muy boyante últimamente.
—No —Morgan suspiró—. Es una pena lo de Lacke, la verdad. Deberíamos… sí, no sé. Hacer algo.
—¿Y de Virginia?
—Sí, sí, sí. Pero estar herido…, o sea, enfermo. Es lo que es, ¿no? Uno está allí ingresado. Lo jodido es estar al lado y… no, no sé, pero él estaba bastante… últimamente, cuando… ¿de qué disparates hablaba? ¿De hombres lobo?
—De vampiros.
—Sí. No se puede decir que sea propiamente un indicio de que alguien se encuentra a tope, ¿no?
El metro se paró en Ängbyplan. Cuando las puertas se cerraron, Morgan dijo:
—Bueno, pues eso. Ahora estamos en el mismo barco.
—Creo que no son tan duros si uno
tiene
una zona pagada.
—Tú lo crees. Pero no lo sabes.
—¿Has visto las cifras? Del Partido Comunista.
—Sí, sí. Mejorarán hasta las elecciones. Hay mucho socialdemócrata que, a la chita callando, cuando se ven con la papeleta en la mano pues votan con el corazón.
—Eso es lo que tú crees.
—No. Lo sé. El día que el Partido Comunista salga del Parlamento, ese día empezaré a creer en los vampiros. Aunque está claro: conservadores siempre hay. Bohman y compañía, ya sabes. Ahí tienes a las verdaderas sanguijuelas….
Morgan puso en marcha uno de sus monólogos. Larry dejó de escucharle en algún punto cerca de Åkeshov. Fuera de los invernaderos había un policía mirando hacia el metro. Larry sintió una punzada de inquietud al pensar que había sellado pocos tickets, pero desechó inmediatamente aquel pensamiento cuando recordó
por qué
estaba allí el policía.
El agente parecía bastante aburrido. Larry se relajó; algunas palabras sueltas del discurso de Morgan le daban vueltas en la cabeza mientras seguían traqueteando hacia Sabbatsberg.
Las ocho menos cuarto y todavía ninguna enfermera. La raya de color gris sucio del techo se había vuelto gris claro y las persianas dejaban pasar suficiente luz como para que se sintiera como si estuviera en un solárium. El cuerpo le ardía, se dilataba, pero nada más. No iba a pasar nada más.
Lacke resoplaba en la cama de al lado, masticando en sueños. Ella estaba preparada. Si hubiera podido apretar un botón para hacer que viniera una enfermera, lo habría hecho. Pero tenía las manos atadas y no era posible.
Por eso esperaba. El calor de la piel era doloroso, pero no insoportable. Peor era el continuo esfuerzo para mantenerse despierta. Un momento de descuido y la respiración cesaba, el espacio dentro de su cabeza empezaba a apagarse a toda velocidad y tenía que abrir los ojos y sacudir la cabeza para hacer que se encendiera de nuevo.
Al mismo tiempo, esa atención necesaria era una bendición; le impedía pensar. Toda su energía mental la empleaba en mantenerse despierta. No había espacio para la duda, el arrepentimiento u otras alternativas.
A las ocho en punto llegó la enfermera.