Delta de Venus (35 page)

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Authors: Anaïs Nin

Tags: #Eros

BOOK: Delta de Venus
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—¡Córrete ya, Marcel, córrete ya!

Entonces empezó a empujar con violencia, moviéndose conmigo en la naciente cúspide del orgasmo; luego grité y su placer llegó casi al unísono. Nos derrumbamos sobre las pieles, liberados de nuestra tensión.

Yacíamos en la penumbra rodeados por extrañas formas: trineos, botas, cucharas de Rusia, cristales y conchas de moluscos. De las paredes colgaban grabados eróticos chinos. Pero todo, incluso un fragmento de lava de Krakatoa o la botella con arena del mar Muerto, poseía una cualidad de sugerencia erótica.

—Tienes el ritmo adecuado para mí —dijo Marcel—. Las mujeres suelen ser demasiado rápidas, y eso me da miedo. Ellas experimentan su placer y a mí me asusta continuar. No me dan tiempo de sentirlas, conocerlas, alcanzarlas, y me vuelvo loco cuando se marchan, pensando en su desnudez y en que yo no he gozado. Pero tú eres lenta, igual que yo.

Después de vestirme, permanecí en pie junto a la chimenea, hablando. Marcel deslizó su mano bajo mi falda y empezó a acariciarme de nuevo. De pronto, nos cegamos otra vez de deseo. Continué de pie, con los ojos cerrados, sintiendo cómo se movía su mano. Su fuerte zarpa campesina me agarró el trasero, y pensé que íbamos a revolearnos de nuevo en la cama, pero en lugar de eso dijo:

—Levántate el vestido.

Me apoyé en la pared, moviendo el cuerpo hacia arriba, alzando mi cuerpo contra el suyo. Colocó su cabeza entre mis piernas, asiéndome las nalgas y lamiéndome el sexo hasta que me puse húmeda otra vez. Entonces tomó su pene y me puso contra la pared. Su miembro endurecido y erecto como un taladro empujaba y arremetía dentro de mí, y yo quedé toda mojada, derretida en su pasión.

Me gusta hacer el amor con Gustavo más que con Marcel, porque desconoce las timideces, los miedos y los nerviosismos. Cae en un sueño y nos hipnotizamos mutuamente con caricias. Le toco el cuello y le paso los dedos por el negro cabello.

Le acaricio el vientre, las piernas y las caderas. Cuando le toco la espalda, desde la nuca hasta las nalgas, su cuerpo empieza a temblar de placer. Le gustan las caricias, como a las mujeres. Su sexo se excita, pero no lo toco hasta que se empieza a agitar. Entonces gime de placer. Lo tomo con toda la mano, lo sostengo con firmeza y presiono arriba y abajo. O bien toco el extremo con la lengua, y entonces él se mueve dentro y fuera. En ocasiones eyacula en mi boca y yo me trago la esperma. Otras veces es él quien inicia las caricias. Mi humedad no tarda en presentarse, y sus dedos se demuestran cálidos y expertos. A veces estoy tan excitada que experimento el orgasmo al simple tacto de su dedo. Cuando me siente palpitar, se excita a su vez. No espera el orgasmo para terminar, sino que empuja el pene dentro como si sintiera sus últimas contracciones. Su miembro me llena por completo, está hecho justamente para mí, de manera que puede deslizarse con facilidad. Cierro mis labios interiores alrededor de él y lo absorbo hacia dentro. Unas veces está más ancho que otras, y parece cargado de electricidad. Entonces el placer es inmenso, prolongado. El orgasmo no termina nunca.

Muchas veces las mujeres le persiguen, pero él es como una de ellas; necesita sentirse enamorado. Aunque una mujer hermosa puede excitarlo, no siente la misma clase de amor y se queda impotente.

Resulta extraño cómo el carácter de una persona se refleja en el acto sexual. Si uno es nervioso, tímido, torpe y temeroso en el acto sexual se comporta del mismo modo. Si uno está relajado, el acto es gratificador. El pene de Hans nunca se suaviza, así que se toma su tiempo, lo que revela seguridad. Se instala en su placer como se instala en el momento presente, para gozar con calma, por completo, hasta la última gota. Marcel es más torpe e inquieto. Siento, siempre que su pene está duro, que se muestra ansioso de exhibir su potencia, que tiene prisa, empujando por el miedo de que su fuerza no baste.

La noche pasada, después de leer algún escrito de Hans —sus escenas sensuales—, coloqué los brazos bajo la cabeza. Sentí mi vientre y mi sexo muy vivos y que mis bragas de raso se deslizaban ligeramente en la cintura. En la obscuridad, Hans y yo nos lanzamos a una prolongada orgía. Noté que estaba haciendo suyas a todas las mujeres que había tomado, todo cuanto sus dedos habían tocado, todas las lenguas, los sexos que había olido, cada palabra que había pronunciado acerca del sexo, y todo eso dentro de mí, como una orgía de escenas evocadas, todo un mundo de fiebres y orgasmos.

Marcel y yo yacíamos en su camastro. En la penumbra de la habitación hablaba de fantasías eróticas que había tenido y de lo difícil que resultaba satisfacerlas. Siempre había deseado una mujer que llevara gran cantidad de enaguas, para tenderse debajo y mirar. Recordaba que eso es lo que había hecho con su primera niñera: fingiendo que jugaba, le miró bajo las faldas. No había podido olvidar la primera excitación causada por una sensación erótica. Así que dije:

—Bueno, pues yo lo haré. Hagamos todo lo que hemos querido hacer o hemos querido que nos hicieran. Tenemos pleno derecho. Hay muchos objetos que podemos utilizar. Tú también tienes trajes. Yo me vestiré para ti.

—¡Oh! ¿Lo harás? Yo haré lo que tú quieras, todo lo que me pidas.

—Primero tráeme los vestidos. Tú tienes aquí faldas de campesina, y puedo ponérmelas. Empezaremos con tus fantasías y no pararemos hasta que las hayamos revivido todas. Ahora deja que me vista.

Me fui a la otra habitación y me puse varias faldas que él había traído de Grecia y España, una encima de otra. Marcel yacía en el suelo. Me dirigí a su cuarto, y cuando me vio se ruborizó de placer. Me senté en el borde de su cama.

—Ahora, ponte de pie —dijo Marcel.

Le obedecí. El estaba echado en el suelo y miraba por entre mis piernas, bajo las faldas. Las separó un poco con las manos y me quedé, tranquilamente, con las piernas separadas. La mirada de Marcel me excitó; muy lentamente, empecé a bailar como había visto que hacían las mujeres árabes, encima mismo de la cara de Marcel, agitando despacio las caderas, de modo que él pudiese ver cómo se movía mi sexo entre las faldas. Yo bailaba, me movía y daba la vuelta. El seguía mirando y estremeciéndose de placer. Luego ya no pudo contenerse, me arrastró sobre su rostro y empezó a morderme y a besarme. Le detuve al cabo de un rato.

—No me hagas acabar. Espera —le advertí.

Le dejé; para su siguiente fantasía regresé desnuda, pero calzando sus negras botas de fieltro. Entonces Marcel me pidió que me mostrara cruel.

—Por favor, sé cruel —me rogó.

Totalmente desnuda y con las altas botas negras, empecé a ordenarle cosas humillantes.

—Vete y tráeme un hombre guapo. Quiero que se me tire delante de ti.

—Eso no lo quiero hacer.

—Te lo ordeno. Dijiste que harías lo que te pidiera.

Marcel se levantó y se fue escaleras abajo. Al cabo de una media hora regresó con un vecino, un ruso muy apuesto. Marcel estaba pálido. Me di cuenta de que yo le gustaba al ruso. Marcel le había dicho lo que estábamos haciendo. El ruso me miró y sonrió. No tuve necesidad de excitarlo. Cuando se me acercó, ya lo estaba a causa de las botas negras y la desnudez. No sólo me entregué al ruso, sino que le susurré:

—Que dure, por favor, que dure.

Marcel sufría. Yo gozaba del ruso, que era corpulento y vigoroso, y que resistía mucho tiempo. Mientras nos observaba, Marcel se sacó el miembro, que resultó estar en erección. Cuando sentí que me llegaba el orgasmo, al mismo tiempo que al ruso. Marcel quiso meterme su miembro en la boca, pero no se lo permití.

—Tú te tendrás que espejar a más tarde. Aún he de pedirte otras cosas. ¡No consiento que te corras!

El ruso estaba apurando su placer. Tras el orgasmo, permaneció dentro y esperó, pero yo me retiré.

—Quisiera que me dejaras mirar —dijo.

Marcel se opuso, así que lo despedimos. Me dio las gracias, irónico y ferviente. Le hubiera gustado quedarse con nosotros.

Marcel cayó a mis pies.

—Eso ha sido cruel. Tú sabes que te amo. Ha sido muy cruel.

—Pero te ha apasionado. ¿Verdad que te ha apasionado?

—Sí, pero también me ha hecho daño. Yo no te hubiera hecho algo semejante.

—¿No me has pedido que fuera cruel contigo? Cuando las personas se muestran crueles conmigo me dejan fría, pero tú lo quisiste porque te excita.

—¿Qué deseas ahora?

—Me gusta que me hagan el amor mientras miro por la ventana —dije—, mientras la gente me mira. Quiero que me tomes por detrás y que nadie pueda darse cuenta de lo que estamos haciendo. Me gusta el secreto que hay en la cosa.

Me puse en pie junto a la ventana. La gente podía mirar la habitación desde las otras casas, y Marcel me tomó allí. No manifesté ningún signo de excitación, pero gozaba, Marcel resollaba y apenas podía controlarse, así que tuve que advertirle:

—Tranquilo, Marcel, hazlo con calma, para que nadie se entere.

La gente nos veía, pero pensaba que, sencillamente, estábamos allí mirando la calle.

Sin embargo, estábamos gozando de un orgasmo como hacen las parejas en los portales y bajo los puentes, por la noche, en todo París.

Estábamos cansados. Cerramos la ventana y descansamos un poco. Empezamos a hablar en la obscuridad, soñando y recordando.

—Hace unas horas, Marcel, cogí el Metro en una hora punta, cosa que raramente hago. Montones de gente me empujaron. Yo me quedé allí, apretujada, de pie. De pronto, recordé una aventura en el Metro que me había contado Alraune, que estaba convencida de que Hans se había aprovechado de la aglomeración para acariciar a una mujer. En el mismo momento, sentí una mano que tocaba muy ligeramente mi vestido, como por casualidad. Mi abrigo estaba abierto, el vestido es delgado y aquella mano iba pasando con suavidad a través de la tela hasta el extremo de mi sexo. El hombre que estaba frente a mí era tan alto que no podía verle la cara. No quise mirar hacia arriba. Estaba segura de que era él y no deseaba saber de quién se trataba. La mano acarició el vestido, y luego, muy ligeramente, acrecentó su presión, buscando el sexo. Hice un movimiento imperceptible para izar mi sexo hasta sus dedos, que se volvieron más firmes, siguiendo la forma de los labios, diestros y suaves. Sentí una oleada de placer. Una sacudida del Metro nos empujó juntos y me apreté contra su mano abierta al tiempo que él hacía un gesto atrevido cogiéndome los labios del sexo. Estaba poseída por el frenesí del placer y sentí que el orgasmo se aproximaba. Me restregué contra su mano de manera imperceptible. Aquella mano parecía sentir lo mismo que yo y continuó acariciándome hasta que lo alcancé.

El orgasmo sacudió mi cuerpo. El Metro se detuvo y una riada de gente nos empujó fuera. El hombre desapareció.

Se ha declarado la guerra. Las mujeres lloran por las calles. La primera noche se apagaron las luces. Habíamos presenciado ensayos, pero en la realidad el apagón era completamente distinto. Los ensayos habían sido alegres, pero ahora París estaba serio. Las calles se hallaban en completa obscuridad. Aquí y allá, se divisaba una lucecilla azul, verde o roja de control, pequeña y tenue, como las lamparillas de los iconos en las iglesias rusas. Todas las ventanas estaban cubiertas con tela negra, las vidrieras de los cafés también, o pintadas de azul obscuro. Era una suave noche de setiembre, y debido a la obscuridad parecía aún más suave. Había algo muy extraño en la atmósfera: una expectativa, un suspense.

Caminé cuidadosamente por el
boulevard
Raspail, sintiéndome sola y con el propósito de dirigirme al Dôme y hablar con alguien. Finalmente, alcancé mi objetivo.

Estaba atestado, lleno de soldados y de las prostitutas y modelos de siempre; muchos de los artistas se habían ido. La mayor parte habían sido llamados a sus países. Ya no quedaban americanos, ni españoles ni refugiados alemanes sentados por allí. De nuevo reinaba una atmósfera francesa. Me senté, y pronto se reunió conmigo Gisele, una joven con quien había hablado pocas veces. Se alegró de verme. Me dijo que no podía quedarse en casa. Su hermano acababa de ser movilizado y el hogar estaba triste. Entonces otro amigo, Roger, se sentó a nuestra mesa. Pronto fuimos cinco. Todos nosotros habíamos ido al café para estar acompañados, pues nos sentíamos solos. La obscuridad aislaba y dificultaba la salida, pero uno se sentía impulsado a salir para no estar solo. Todos queríamos lo mismo. Nos sentamos disfrutando de las luces y las bebidas. Los soldados estaban animados y todo el mundo se mostraba amistoso. Todas las barreras habían caído.

Nadie esperaba a que lo presentaran. Todo el mundo corría idéntico peligro y experimentaba la misma necesidad de compañerismo, afecto y calor.

Más tarde le dije a Roger:

—Vámonos.

Yo quería volver a las calles obscuras. Caminamos despacio, con cautela. Fuimos a un restaurante árabe que me gustaba, y entramos. La gente estaba sentada en torno a mesas muy bajas. Una mora metida en carnes bailaba. Los hombres le daban dinero y ella se lo guardaba entre los pechos y seguía bailando. Aquella noche el lugar estaba lleno de soldados que se emborrachaban con el pesado vino árabe.

También la bailarina estaba ebria. Siempre llevaba faldas semitransparentes y cinturón, pero ahora la falda se había abierto y, cuando hizo danzar su vientre, reveló el vello púbico y las carnes macizas que temblaban alrededor.

Uno de los oficiales le ofreció una moneda de diez francos y le dijo:

—Métetela en el coño.

Fátima no se sintió confusa en absoluto. Avanzó hasta su mesa, dejó la pieza de diez francos en el mismo borde, separó las piernas y dio una sacudida como las que daba bailando, de modo que los labios de la vulva tocaron la moneda. Al principio no la cogió. Mientras trataba de hacerlo, produjo un sonido de succión, y los soldados se echaron a reír y se excitaron. Finalmente, los labios de la vulva se endurecieron lo bastante en torno de la pieza y la agarraron.

La danza continuó. Un muchacho árabe que tocaba la flauta me miraba con intensidad. Roger estaba sentado junto a mí, excitado por la bailarina, sonriendo amablemente. Los ojos del muchacho árabe continuaron ardiendo en dirección a mí.

Era como un beso, como una quemadura en la carne. Todo el mundo estaba borracho, cantaba y reía. Cuando me levanté, el árabe hizo lo mismo. Yo no estaba del todo segura de lo que estaba haciendo. En la entrada había un obscuro cuchitril que hacía las veces de guardarropa. La chica encargada estaba sentada con unos soldados, así que entré.

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