Delta de Venus (36 page)

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Authors: Anaïs Nin

Tags: #Eros

BOOK: Delta de Venus
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El árabe comprendió. Le esperé entre los abrigos. Extendió uno en el suelo y me empujó. En la incierta luz pude ver cómo se sacaba un pene magnífico suave, hermoso. Era tan hermoso que quise metérmelo en la boca, pero él no me lo permitió. Me lo introduje inmediatamente en el sexo. Era muy duro y cálido. Yo tenía miedo de que nos sorprendieran, y le pedí que se diera prisa. Estaba tan excitado que eyaculó inmediatamente, pero siguió sumergiéndose y revolviéndose. Era incansable.

Un soldado medio borracho se presentó en busca de su capote. No nos movimos.

Cogió la prenda sin entrar en el cuchitril donde yacíamos y se marchó. El árabe era lento. Tenía una fuerza enorme en el miembro, en las manos y en la lengua. Todo era firme en él. Sentí que su pene se ensanchaba y se calentaba, hasta que rozó tanto con las paredes de mi sexo que éste se puso áspero. Se movía hacia dentro y hacia fuera a un ritmo regular, sin darse nunca prisa. Me tumbé de espaldas y ya no pensé dónde estábamos; sólo pensaba en su duro miembro moviéndose, regular y obsesivo, hacia dentro y hacia fuera. Sin previo aviso y sin cambiar el ritmo, se corrió, y fue un chorro como el de una fuente. Pero no sacó el pene, que permaneció firme. La gente abandonaba ya el restaurante y, por suerte, los abrigos habían caído sobre nosotros y nos ocultaban. Estábamos en una especie de tienda de campaña.

No quise moverme.

—¿Te veré otra vez? —preguntó el árabe—. ¡Eres tan suave y hermosa! ¿Volveré a verte alguna vez?

Roger estaba buscándome. Me incorporé y me arreglé. El árabe desapareció. Mucha gente empezaba a marcharse: era el toque de queda de las once. La gente me creyó la encargada de los abrigos. Yo ya no estaba borracha. Roger me encontró y quiso llevarme a casa.

—He visto que el muchacho árabe te miraba —dijo—. Debes tener cuidado.

Marcel y yo paseábamos en plena obscuridad, entrando y saliendo de los cafés, apartando las pesadas cortinas negras al entrar, lo que nos hacía sentir como si nos introdujéramos en algún inframundo, en alguna ciudad demoníaca. Negras como la ropa negra interior de las furcias parisienses, las largas medias negras de las bailarinas de can-can, las anchas y negras ligas femeninas especialmente creadas para satisfacer los más perversos caprichos masculinos, los rígidos y pequeños corsés negros que ponen de relieve los senos y los empujan hacia los labios de los hombres, las negras botas de las escenas de flagelación en las novelas francesas.

Marcel temblaba de la voluptuosidad que todo aquello le producía.

—¿Crees que hay lugares en que uno se puede sentir como si estuviera haciendo el amor? —le pregunté.

—Por supuesto. Al menos yo lo siento así. De la misma manera que tú te sentiste como haciendo el amor sobre mi cama de pieles, yo lo experimento cuando hay colgaduras, cortinas y telas en las paredes, donde uno está como metido en un sexo. Siempre siento como si estuviera haciendo el amor donde hay espejos. Pero la habitación que más me ha excitado fue una que vi una vez en el
boulevard
Clichy.

Como sabes, en la esquina se coloca una puta famosa que tiene una pata de palo.

Tiene muchos admiradores. Siempre me ha fascinado porque sentía que yo nunca podría hacerle el amor. Estaba seguro de que en cuanto viera la pata de palo quedaría paralizado de espanto.

«Era una joven muy jovial, sonriente y afable, que se teñía el pelo de rubio, pero sus pestañas eran de pelo negrísimo y fuerte, como las de un hombre. Tenía, además, un suave bozo. Debía de haber sido una chica meridional, morena y velluda, antes de teñirse. Su única pierna sana era robusta y firme, y su cuerpo, hermoso. Pero yo no era capaz de dirigirme a ella. Mientras la miraba, recordaba una pintura de Courbet que había visto. Se la encargó hace mucho tiempo un hombre rico que le pidió que pintara a una mujer durante el acto sexual. Courbet, que era un gran realista, pintó un sexo femenino, y nada más. Prescindió de la cabeza, los brazos y las piernas. Pintó un torso, con un sexo cuidadosamente delineado, en plenas contorsiones de placer, yendo al encuentro de un miembro que surgía de una mata de pelo muy negra. Eso era todo. Sentí que con aquella prostituta sería lo mismo: tratando de no mirar piernas abajo o a cualquier otro lugar uno sólo pensaría en el sexo. Y tal vez hasta resultara excitante. Mientras permanecía en pie en la esquina deliberando conmigo mismo, otra fulana se me acercó; una chica muy joven. Es rara una puta joven en París. Habló con la de la pata de palo. Estaba lloviendo, y la joven decía:

—Acabo de caminar dos horas bajo la lluvia. Me he echado a perder los zapatos, y ni un solo cliente.

De pronto, sentí pena por ella y le dije:

—¿Quiere usted tomarse un café conmigo?

Aceptó alegremente.

—¿Qué es usted, pintor? —preguntó.

—No soy pintor, pero estaba pensando en una pintura que vi.

—Hermosas pinturas en el café Wepler. Y mire ésta.

Sacó de su cartera lo que parecía un delicado pañuelo. Lo desplegó; allí estaba pintado el trasero de una mujer, colocado de tal manera que mostraba completamente el sexo y un miembro de la misma anchura. Tiró del pañuelo, que era elástico, y pareció como si culo y pene se estuvieran moviendo.

Luego lo volvió, y era como si el pene se hubiera introducido en el sexo. Le imprimió determinado movimiento que activó toda la pintura. Me reí, pero aquella visión me había excitado, de manera que la chica me ofreció llevarme a su habitación y no llegamos al café Wepler. Vivía en una casa terriblemente sórdida, en Montmartre, en la que se alojaban artistas de circo y de vodevil. Tuvimos que subir cinco pisos.

Me dijo:

—Tendrás que perdonar la suciedad. Acabo de empezar en París. Llevo sólo un mes aquí. Antes trabajaba en una casa; en una ciudad pequeña, y era aburridísimo ver a los mismos hombres todas las semanas. ¡Era casi como estar casada! Incluso sabía el día y la hora en que iban a verme, regulares como relojes. Conocía todas sus costumbres. Ya no había sorpresas. Así que me vine a París.

Mientras hablaba penetramos en la habitación, que era muy pequeña, lo justo para contener la gran cama de hierro hacia la cual la empujé, y que crujía cuando estábamos haciendo el amor como dos monos. Pero lo insólito es que no había ventanas; ni una sola ventana. Era como yacer en una tumba, en una cárcel, en una celda. No puedo explicarte con exactitud a qué se parecía. Pero el sentimiento que me produjo fue de seguridad. Era maravilloso hallarse encerrado en un lugar tan seguro con una joven. Era casi tan estupendo como estar ya dentro de su sexo. Era la habitación más formidable en la que yo hubiera hecho el amor, tan completamente incomunicada del mundo, tan cerrada y acogedora. Cuando penetré a la chica, sentí que no me importaba que el resto del mundo se desvaneciera. Allí estaba yo, en el mejor sitio posible, en un sexo cálido, suave, que me aislaba de todo lo demás, protegiéndome, escondiéndome.

Me hubiera gustado quedarme a vivir allí, con aquella chica, y no volver a salir nunca. Y así lo hice durante dos días. En esos dos días, con sus noches, me limité a permanecer acostado en su cama, acariciándola, durmiendo, volviéndola a acariciar y volviéndome a dormir; todo fue como un sueño. Siempre que me despertaba tenía el pene dentro de ella, mojada, obscura, abierta; entonces me movía y luego me quedaba acostado, quieto; hasta que estuvimos terriblemente hambrientos.

Salí, compré vino y comida fría y regresé a la cama. Sin luz de día. Ignorábamos la hora, o si era de noche. No hacíamos más que yacer allí sintiendo nuestros cuerpos, el uno dentro del otro de manera casi continua, hablándonos al oído. Yvonne decía algo para hacerme reír, y yo decía a mi vez:

—Yvonne, no me hagas reír o esto se me escapará.

El pene se salía fuera cuando me reía y tenía que introducirlo de nuevo.

—Yvonne, ¿estás cansada de esto?

—¡Ah, no! Es la única vez que he gozado de mí misma. Cuando los clientes tienen prisa, y eso pasa siempre, ¿sabes?, me siento herida en mis sentimientos, así que les dejo hacer, pero sin tomarme el mínimo interés. Además, eso es malo para el negocio, pues te envejece y te cansa con demasiada rapidez. Yo siempre creí que no me prestaban suficiente atención, lo cual hacía que me alejara a algún lugar dentro de mí misma. ¿Comprendes eso?

Marcel me preguntó entonces si él había sido un buen amante aquella primera vez en su casa.

—Fuiste un buen amante, Marcel. Me gustó la manera en que me agarraste las nalgas; las sujetaste con firmeza, como si te las fueras a comer. Me gustó cómo tomaste mi sexo entre tus manos, tan decidido, tan masculino. Tienes algo de hombre de las cavernas.

—¿Por qué las mujeres nunca les dicen esas cosas a los hombres? ¿Por qué las mujeres hacen un secreto y un enigma de todo esto? Creen que destruyen su misterio, pero no es cierto. Tú dices precisamente lo que sentiste. Es maravilloso.

—Creo que hay que decirlo. Hay demasiados misterios, y éstos no nos ayudan a obtener placer. Ahora ha estallado la guerra y morirá mucha gente sin saber nada, porque tiene la lengua atada para hablar del sexo. Es ridículo.

—Me estoy acordando de St. Tropez. Del más maravilloso verano de mi vida...

Mientras decía esto, yo evoqué vívidamente el lugar: una colonia de artistas frecuentada por la alta sociedad, actores y actrices, además de las personas que fondean allí sus yates. Hay cafetines junto al mar y reina la alegría, la exuberancia y la laxitud. Todo el mundo se pasea en traje de baño, todo el mundo confraterniza: los de los yates con los artistas, éstos con el joven cartero, con el joven policía, con los jóvenes pescadores, hombres meridionales de tez obscura.

Había baile en un patio al aire libre. La banda de jazz, procedente de la Martinica, despedía más calor que la noche de verano. Una noche, Marcel y yo estábamos sentados en un rincón cuando anunciaron que se apagarían todas las luces durante cinco minutos, luego diez, y luego quince en medio de cada baile.

El hombre gritó:

—¡Busquen a sus parejas cuidadosamente para el quart d’heure de passion! ¡Busquen a sus parejas cuidadosamente!

Por un momento, reinó gran barullo y alboroto. Luego empezó la danza y las luces se apagaron. Algunas mujeres chillaron histéricamente. Una voz de hombre dijo:

—¡Esto es un ultraje! ¡No puedo tolerarlo!

—¡Enciendan las luces! —gritó otra voz.

El baile continuó a obscuras. Se notaba que los cuerpos estaban enardecidos.

Marcel estaba en éxtasis, sosteniéndome como si fuera a romperme, inclinándose sobre mí, con las rodillas entre las mías y el pene erecto. En cinco minutos la gente sólo tuvo tiempo de darse una ligera fricción. Cuando las luces volvieron, todo el mundo tenía aspecto turbado. Algunos rostros parecían apopléticos, mientras que otros estaban pálidos. Marcel tenía el cabello en desorden. Los
shorts
de lino de una mujer estaban arrugados. Los pantalones de un hombre también lo estaban. La atmósfera era sofocante, animal, eléctrica. Al mismo tiempo, había una superficie de refinamiento que debía mantenerse; unas formas, una elegancia. Algunas personas, disgustadas por el espectáculo, se marcharon. Otros parecían esperar una tormenta.

Los más esperaban con los ojos iluminados.

—¿Crees que va a haber alguien que chille, que se convierta en una bestia y que pierda el control? —pregunté.

—Yo mismo podría ser esa persona —contestó Marcel.

Comenzó el segundo baile. Las luces se apagaron. La voz del director de la banda anunció:

—Este es el
quart d’heure de passion
.
Messieurs
,
Mesdames
, ahora disponen de diez minutos, y luego tendrán quince.

Hubo grititos ahogados entre la concurrencia, y algunas mujeres protestaron. Marcel y yo nos agarramos como si bailáramos un tango; a cada momento de la danza pensé que iba a tener un orgasmo. Las luces volvieron, y aumentaron el desorden y los deseos.

—Esto acabará en una orgía —profetizó Marcel.

El público se sentó con los ojos como deslumbrados. Ojos vidriosos por el torbellino de la sangre y de los nervios.

Ya no podría establecerse diferencia entre las prostitutas, las damas de sociedad, las bohemias y las chicas del pueblo. Estas últimas eran hermosas, de cálida belleza meridional. Todas estaban tostadas por el sol, y las tahitianas iban cubiertas de conchas y flores. En medio de las apreturas del baile, algunas conchas se habían roto y estaban tiradas en la pista.

—No creo que pueda bailar el próximo baile —dijo Marcel—. Te violaré.

Su mano se deslizaba dentro de mis
shorts
y me palpaba. Sus ojos ardían.

Cuerpos, piernas, muchísimas piernas, todas morenas y tersas, y algunas velludas como patas de zorro. Un hombre tenía tanto vello en el pecho, que llevaba una camisa de rejilla para mostrarlo. Parecía un mono. Sus brazos eran largos y rodeaban a su pareja como si fuera a devorarla.

El último baile. Se apagaron las luces. Una mujer dejó escapar un grito semejante a un gorjeo. Otra comenzó a defenderse.

La cabeza de Marcel cayó sobre mi hombro y empezó a morderlo con fuerza. Nos apretamos el uno contra el otro y empezamos a movernos. Cerré los ojos. Me tambaleaba de placer. Fui arrastrada por una ola de deseo que me llegó de los otros bailarines, de la noche y de la música. Pensé que iba a tener un orgasmo. Marcel continuó mordiéndome, y tuve miedo de caerme al suelo. Pero la embriaguez nos salvó, manteniéndonos suspendidos al borde del acto, disfrutando de lo que hay tras de ese acto.

Cuando las luces volvieron, todo el mundo estaba borracho, vacilando de excitación nerviosa.

—Les gusta más esto que hacer la cosa —dijo Marcel—. A muchos les gusta más, porque así dura mucho. Pero yo ya no puedo permanecer más tiempo de pie.

Sentémonos y divirtámonos como hacen ellos. Les gusta que les hagan cosquillas y sentarse, los hombres con sus erecciones, las mujeres abiertas y húmedas. Pero yo quiero acabar con esto; no puedo esperar. Vámonos a la playa.

En la playa, el fresco nos aplacó. Nos echamos en la arena, oyendo aún el ritmo del jazz desde lejos, como un corazón latiendo, como un miembro palpitando dentro de una mujer, y mientras las olas rompían a nuestros pies, las que corrían en nuestro interior nos impulsaban el uno contra el otro, hasta que llegamos al orgasmo, revoleándonos en la arena, siguiendo el ritmo del jazz.

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