Alguno de los otros chicos la vieron primero:
—Eh, Royston —dijo un senior—, creo que la presidenta de tu club de fans ha llegado.
A Matt no le gustaba que ella se presentara antes de un partido. Después, bueno, era algo convenido, él necesitaba a alguien que celebrara su victoria. Pero le había dejado bien claro que no tenía tiempo para ella cuando estaba preparándose. Los chicos no jugaban bien si las chicas se les acercaban tanto; el entrenador quería que el equipo estuviera a solas para concentrarse en el juego. Con todo, Josie pensó que ésa podía ser la excepción.
El rostro de él se ensombreció mientras su equipo comenzaba con los silbidos.
—Matt, ¿necesitas ayuda para ponerte el equipo?
—Eh, rápido, que le den al chico un palo más grande…
—Sí —disparó Matt en respuesta, mientras caminaba por las colchonetas de goma hacia Josie—. Ya quisieras tú tener a alguien que te lamiera la verga.
Josie sintió que las mejillas se le encendían mientras todo el vestuario se partía de risa a expensas de ella. Entonces los comentarios groseros pasaron de concentrarse en Matt a concentrarse en ella. Tomándola por el brazo, Matt la sacó de allí de un tirón.
—Te he dicho que no quiero verte antes de un partido —dijo él.
—Lo sé. Pero era importante…
—Esto es importante —le corrigió Matt, señalando la pista.
—Estoy bien —soltó Josie.
—Bueno.
Ella lo miró fijamente:
—No, Matt. Quiero decir… Estoy bien. Tenías razón.
Cuando él se dio cuenta de lo que ella estaba intentando decirle en realidad, le pasó los brazos alrededor de la cintura y la levantó del suelo. El protector quedó atrapado como una armadura entre los dos mientras la besaba. Eso le hizo pensar a Josie en caballeros dirigiéndose a una batalla; y en las damas que dejaban atrás.
—Para que no te olvides —dijo Matt y sonrió.
Cuando emprendes un viaje de venganza, comienza por cavar dos tumbas: una para tu enemigo y otra para ti.
Proverbio chino
Sterling no es un lugar problemático. No encuentras vendedores de crack en la calle principal ni hogares por debajo del nivel de pobreza. El índice de criminalidad es prácticamente nulo.
Por eso la gente todavía está tan anonadada.
Preguntan, «¿cómo ha podido ocurrir esto aquí?».
Bueno. ¿Por qué no podía ocurrir aquí?
Lo único que hace falta es un chico con problemas con acceso a un arma.
No necesitas ir a un sitio problemático para encontrar a alguien que satisfaga este requisito. Sólo es preciso abrir los ojos. El siguiente candidato puede estar en el piso de arriba, o tumbado frente a tu televisor en este momento. Pero, eh, tú sigue haciendo como si eso no fuera a pasar aquí. Sigue diciéndote a ti mismo que eres inmune por vivir donde vives o por ser quien eres.
Es más fácil así, ¿no?
óó
Se puede deducir muchas cosas acerca de la gente por los hábitos que tienen. Por ejemplo, Jordan se había encontrado con potenciales miembros del jurado que llevaban religiosamente sus tazas de café hasta sus computadoras y leían todo el
New York Times
online. Había otros cuyas pantallas de inicio de AOL ni siquiera incluían nuevas actualizaciones, porque les parecía demasiado deprimente. Había gente del campo que tenía televisión pero con un solo canal, el público, que se veía todo granulado porque no podían pagar el dinero que costaba llevar las líneas de cable por su sucia carretera; en cambio otros se habían abonado a complicados sistemas de satélite para poder ver telenovelas japonesas o «La hora de la oración de la hermana Mary Margaret» a las tres de la mañana. Estaban los que miraban la CNN y los que miraban Fox News.
Era la sexta hora de examen preliminar individual; el proceso mediante el cual se elegiría a los miembros del jurado para el juicio de Peter. Eso implicaba largos días en el tribunal con Diana Leven y el juez Wagner, mientras el conjunto de posibles miembros del jurado iban pasando de uno en uno por el asiento del testigo para que tanto la defensa como la acusación les hicieran una serie de preguntas. El objetivo era encontrar a doce personas del pueblo, más un suplente, no personalmente afectados por el tiroteo; un jurado que pudiera comprometerse con un juicio largo si fuera necesario, en lugar de preocuparse por sus asuntos domésticos u ocupándose de sus niños pequeños. Un grupo de gente que no hubiera estado viviendo y respirando las noticias acerca del juicio durante los últimos cinco meses; o, como Jordan estaba comenzando a pensar cariñosamente de ellos: los pocos afortunados que hubieran estado viviendo debajo de una piedra.
Era agosto, y durante la última semana, las temperaturas habían alcanzado casi los treinta y ocho grados durante el día. Para empeorar las cosas, el aire acondicionado del tribunal no funcionaba bien y el juez Wagner olía a bolas de naftalina y a pies cuando sudaba.
Jordan ya se había quitado el saco y se había desabrochado el botón superior de su camisa por debajo de la corbata. Incluso Diana —quien Jordan creía secretamente que debía de ser una especie de mujer-robot de Stepford —se había recogido el pelo haciéndose un moño asegurado con un lápiz:
—¿En qué estamos? —preguntó el juez Wagner.
—Miembro del jurado número seis millones setecientos treinta mil —murmuró Jordan.
—Miembro del jurado número ochenta y ocho —anunció a continuación el secretario.
Esa vez era un hombre, con pantalones color caqui y camiseta de manga corta. Tenía el cabello ralo, llevaba zapatillas de pesca y un anillo de matrimonio. Jordan tomó nota de todo eso en su bloc.
Diana se puso de pie y se presentó, luego comenzó con su letanía de preguntas. Las respuestas determinarían si un potencial miembro del jurado debía ser descartado para la causa; si por ejemplo tenía un hijo que hubiera sido asesinado en el Instituto Sterling, no podía ser imparcial. Si no, Diana podría elegirlo o no según sus corazonadas. Ambos, tanto Jordan como ella, contaban con quince oportunidades de descartar a un potencial miembro del jurado sólo por instinto visceral. Hasta el momento, Diana había utilizado una de sus posibilidades para no aceptar a un productor de software bajo, calvo, callado. Jordan había descartado a un antiguo oficial de los marines.
—¿A qué se dedica, señor Alstrop? —preguntó Diana.
—Soy arquitecto.
—¿Está casado?
—Este octubre hará veinte años.
—¿Tiene hijos?
—Dos, un varón de catorce años y una hija de diecinueve.
—¿Van a la escuela pública?
—Bueno, mi hijo sí. Mi hija está en la universidad. Princeton —dijo con orgullo.
—¿Sabe algo acerca de este caso?
Decir que sí, Jordan lo sabía, no lo excluiría. Era lo que él creyera o no creyera lo que lo haría, no lo que los medios hubiesen dicho.
—Bueno, sólo lo que he leído en los periódicos —contestó Alstrop; y Jordan cerró los ojos.
—¿Lee algún periódico en especial diariamente?
—Solía leer
Union Leader
—dijo él—, pero los editoriales me volvían loco. Ahora intento leer lo que puedo del
New York Times
.
Jordan consideró eso. El
Union Leader
era un periódico notoriamente conservador; el
New York Times
, uno liberal.
—¿Y la televisión? —preguntó Diana—. ¿Algún programa que le guste especialmente?
Probablemente no querrías a un miembro del jurado que mirara «Court TV» diez horas al día. Pero tampoco a uno que se deleitara con maratones de prensa rosa.
—«60 minutos» —respondió Alstrop—. Y «Los Simpson».
«Éste —pensó Jordan —es un tipo normal». Se puso de pie mientras Diana le cedía el turno de preguntas.
—¿Qué recuerda haber leído acerca de este caso?
Alstrop se encogió de hombros:
—Hubo un tiroteo en el instituto y uno de los estudiantes fue acusado.
—¿Conoce a alguno de los alumnos?
—No.
—¿Conoce a alguien que trabaje en el Instituto Sterling?
Alstrop sacudió la cabeza:
—No.
—¿Ha hablado con alguien que esté involucrado en el caso?
—No.
Jordan caminó hasta el estrado del testigo.
—En este Estado hay una regla que dice que se puede doblar a la derecha en rojo si uno se detiene antes en el semáforo rojo. ¿Le suena familiar?
—Claro —dijo Alstrop.
—¿Qué pasaría si el juez le dijera que no puede girar a la derecha en rojo, que debe quedarse detenido hasta que el semáforo se ponga en verde otra vez, aunque haya una señal delante de usted que diga, específicamente, GIRO A LA DERECHA EN ROJO? ¿Qué haría?
Alstrop miró al juez Wagner:
—Supongo que haría lo que él dijera.
Jordan sonrió para sí. A él no le importaban en absoluto los hábitos de conducción de Alstrop. Ese planteamiento y esa pregunta eran una forma de eliminar a la gente que no podía ver más allá de las convenciones. En aquel juicio habría información no necesariamente convencional, y él necesitaba gente en el jurado lo suficientemente predispuesta a entender que las reglas no siempre eran lo que uno creía que eran; que podía haber otras reglas susceptibles de ser acatadas.
Cuando terminó su interrogatorio, él y Diana caminaron hacia el estrado:
—¿Hay alguna razón por la que se descarte este miembro del jurado? —preguntó el juez Wagner.
—No, Su Señoría —dijo Diana, y Jordan negó también con la cabeza.
—¿Entonces?
Diana asintió. Jordan echó una ojeada al hombre, todavía sentado en la tribuna de los testigos.
—Por mí, bien —dijo.
Cuando Alex se despertó, fingió que seguía durmiendo. Con los ojos entrecerrados miró fijamente al hombre tumbado junto a ella. Esa relación —ahora de cuatro meses —todavía era un misterio, lo mismo que la constelación de pecas en los hombros de Patrick, el valle de su columna vertebral, el sobresaliente contraste de su pelo negro contra la sábana blanca. Parecía que él hubiese entrado en la vida de ella por ósmosis: había encontrado su camisa mezclada con su ropa de la lavandería; percibía el olor de su champú en la funda de su almohada; levantaba el teléfono pensando en llamarle y él ya estaba en la línea. Alex había estado sola tanto tiempo; ella era práctica, resuelta y tenía sus costumbres tan establecidas (oh, ¿a quién quería engañar?… Todo eso eran sólo eufemismos para lo que ella era en realidad: terca) que había pensado que semejante ataque repentino a su privacidad le resultaría desconcertante. En cambio se descubría desorientada cuando Patrick no estaba por allí, como el marinero que acaba de arribar después de meses en el mar y que todavía siente el océano moviéndose debajo de él cuando ya está en tierra.
—Sé que me estás mirando, ¿sabes? —murmuró Patrick. Una sonrisa perezosa dulcificó su rostro, pero sus ojos permanecían cerrados.
Alex se inclinó sobre él, deslizando su mano bajo las sábanas:
—¿Cómo lo sabes?
Con un movimiento rápido como la luz, él la tomó por la cintura y la colocó debajo de él. Sus ojos, todavía velados por el sueño, eran de un azul transparente que a Alex le recordaba los glaciares y los mares del norte. Él la besó y ella se abrazó a él.
Luego, repentinamente, sus ojos se abrieron de golpe:
—Oh, mierda —dijo ella.
—No era eso precisamente lo que esperaba lograr…
—¿Sabes la hora que es?
Habían bajado las persianas del dormitorio a causa de la luna llena de la noche anterior. Pero ahora el sol entraba por la finísima grieta de debajo del alféizar. Alex podía oír a Josie trasteando ollas y sartenes abajo, en la cocina.
Patrick tomó de la mano de Alex el reloj de pulsera que había dejado en la mesilla la noche anterior.
—Oh, mierda —repitió él, y apartó las mantas—. Ya llego una hora tarde al trabajo.
Agarró sus calzoncillos mientras Alex salía de la cama de un salto y se estiraba hacia su albornoz.
—¿Qué pasa con Josie?
No era que le escondieran su relación; Patrick pasaba por allí a menudo cuando salía de trabajar, para cenar o para guarecerse en las noches. Unas pocas veces, Alex había intentado hablar con Josie de él, para ver qué pensaba del milagro de que su madre saliera con alguien otra vez, pero Josie había hecho todo lo posible para no tener esa conversación. Alex no estaba segura de adónde llevaría todo aquello, pero ella y Josie habían sido una unidad durante tanto tiempo que agregar a Patrick a la combinación significaba que Josie se convertía en la solitaria; y justo cuando Alex estaba decidida a evitar que eso ocurriera. Estaba intentando muy en serio recuperar el tiempo perdido, poniendo a Josie por delante de cualquier otra cosa. Con ese fin, si Patrick pasaba la noche en casa, ella se aseguraba de que se fuera antes de que Josie se levantase y pudiera encontrárselo allí.
Excepto ese día, era un perezoso martes de verano casi a las diez en punto.
—Quizá sea un buen momento para decírselo —sugirió Patrick.
—¿Decirle qué?
—Que estamos… —Él la miró.
Alex lo miró a su vez, fijamente. No podría terminar su frase; ni ella misma sabía en realidad la continuación. Nunca se había imaginado que ésa sería la forma en que Patrick y ella tendrían esa conversación. ¿No estaba con Patrick porque él era bueno en eso: en acoger al desamparado que lo necesitaba? Cuando el juicio hubiera terminado, ¿él seguiría su camino? ¿Y ella?
—Que estamos juntos —dijo Patrick con decisión.
Alex le dio la espalda y se anudó resuelta el cinturón del albornoz. No era eso, parafraseando a Patrick un rato antes, lo que había esperado lograr. Pero ¿cómo podría saberlo él? Si ahora le preguntara exactamente qué quería ella de aquella relación… bueno, Alex sabría qué contestarle: quería amor. Quería tener a alguien a quien regresar como a un hogar. Quería soñar con las vacaciones que se tomarían a los sesenta, y saber que él estaría ahí el día que se subieran al avión. Pero nunca admitiría nada de eso. ¿Qué pasaría si lo hiciera y él sólo la mirara extrañado? ¿Qué pasaría si era demasiado pronto para pensar en cosas como ésas?
Si él le preguntara, en esos momentos, ella no respondería. Porque hacerlo era la forma más segura de que tu corazón te fuera devuelto.
Alex miró debajo de la cama, en busca de sus zapatillas. En cambio, encontró el cinturón de Patrick y se lo lanzó. Quizá la razón por la que no le había dicho abiertamente a Josie que estaba durmiendo con Patrick no tuviera nada que ver con proteger a su hija y fuera en realidad para protegerse a sí misma.