Diecinueve minutos (59 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

BOOK: Diecinueve minutos
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Josie se sentó en el borde de la bañera y observó cómo la línea de control se volvía azul. Y luego, lentamente, observó cómo aparecía la segunda línea, perpendicular a ésta: un signo más, un positivo, una cruz con la que cargar.

Cuando el quitanieves se quedó sin gasolina en medio del camino, Peter fue a por la lata de repuesto que guardaba en el garaje, sólo para descubrir que estaba vacía. La volcó, una sola gota salpicó el suelo entre sus zapatillas.

Normalmente, sus padres tenían que pedírselo unas seis veces antes de lograr que saliera de casa y limpiara los caminos que llevaban a las puertas de delante y de atrás, pero ese día, Peter se había puesto con la labor sin que le insistieran; él quería —no, fuera eso—, necesitaba salir ahí fuera para sentir que sus pies podían moverse al mismo ritmo que su mente. Al entrecerrar los ojos a la luz del sol del ocaso, todavía podía ver la misma secuencia de imágenes en la parte interna de sus párpados: el aire frío golpeando su trasero mientras Matt Royston le bajaba los pantalones, la leche salpicando en sus zapatillas, la mirada de Josie desviándose a otro lado.

Peter recorrió con dificultad el camino hacia la casa de su vecino del otro lado de la calle. El señor Weatherhall era un policía retirado y su casa lo reflejaba. Había un gran mástil en medio del patio delantero; en verano, el césped estaba bien cuidado, como un corte de pelo a cepillo, en otoño nunca había hojas. Peter solía preguntarse si Weatherhall salía a media noche para rastrillarlas.

Hasta donde Peter sabía, el señor Weatherhall pasaba su tiempo mirando el «Game Show Network» y practicando la jardinería militar calzado con sandalias y calcetines negros. Dado que no dejaba que su césped creciera más de un centímetro de alto, normalmente tenía un galón de gasolina de sobra por ahí; Peter se lo había pedido prestado en nombre de su padre otras veces para la cortadora de césped o para el quitanieves.

Peter tocó el timbre —que sonaba como
Hail to the Chief
—, y el señor Weatherhall respondió.

—Hijo —dijo, aunque sabía que se llamaba Peter y lo había sabido durante años—, ¿cómo andas?

—Bien, señor Weatherhall. Me preguntaba si tendría un poco de gasolina que pudiera prestarme para el quitanieves. Bueno, gasolina que pudiera usar. Quiero decir, no puedo devolvérsela antes de comprar más.

—Pasa, pasa —sostuvo la puerta abierta para Peter, que entró a la casa. Olía a cigarros y a comida de gato. Sobre la mesa baja tenía un cuenco de Fritos; en la televisión, Vanna White soltaba unas vocales:

—Grandes esperanzas —gritó el señor Weatherhall a los concursantes al pasar—: ¿Qué son, unos imbéciles?

Acompañó a Peter hasta la cocina.

—Espera aquí. El sótano no es apto para compañía. —Lo cual, pensó Peter, probablemente significara que había una mota de polvo en un estante.

Se inclinó sobre el mostrador y extendió las manos sobre la formica. A Peter le gustaba el señor Weatherhall, porque, incluso cuando intentaba ser rudo, entendías que en realidad sólo era que echaba de menos el hecho de ser un policía, y que no tenía otra persona con quien ponerlo en práctica. Cuando Peter era más pequeño, Joey y sus amigos siempre intentaban fastidiar a Weatherhall amontonando nieve en el extremo de su recién aseado camino, o dejando que sus perros usaran como váter su cuidado césped. Podía recordar que, cuando Joey tenía alrededor de once años, en Halloween había lanzado huevos a la casa de Weatherhall. Él y sus amigos habían sido cazados en el acto.

—El tipo está como una cabra —le había dicho Joey—. Tiene un arma en el tarro de la harina.

Peter aguzó el oído hacia el hueco de la escalera que llevaba al sótano. Podía oír al señor Weatherhall haciendo cosas allí abajo, buscando la lata de gasolina.

Se dirigió hacia el fregadero, sobre el cual había cuatro botes de acero inoxidable. SOSA, ponía en el más pequeñito, y luego en tamaño creciente: AZÚCAR MORENO, AZÚCAR, HARINA. Peter, cautelosamente, abrió el tarro de harina.

Un soplo de polvo blanco voló hacia su cara.

Tosió y sacudió la cabeza. Se lo tendría que haber imaginado: Joey había mentido.

Pero Peter destapó también el tarro de azúcar que estaba al lado y se encontró contemplando una nueve milímetros semiautomática.

Era una Glock 17, probablemente la misma que el señor Weatherhall había llevado como policía. Peter lo sabía porque entendía de armas, había crecido con ellas. Pero había una diferencia entre un rifle de caza o una escopeta y aquella arma limpia y compacta. Su padre decía que cualquiera que no estuviera ya activo en una fuerza del orden y tuviera un revólver, era un idiota; era más probable que te hiciera daño que te protegiera. El problema con un revólver era que el cañón era tan corto que olvidabas mantenerla a una distancia prudencial para tu propio bien; apuntar era tan simple e indiferente como señalar con el dedo.

Peter lo tocó. Frío, suave. Hipnótico. Rozó el gatillo, ajustando el arma a su mano casi sin darse cuenta, un peso reluciente.

Pasos.

Peter tapó corriendo el tarro y se movió rápidamente, cruzándose de brazos. El señor Weatherhall apareció en el extremo de la escalera, acunando una lata roja de gasolina.

—Hecho —dijo—. Devuélvela llena.

—Lo haré —respondió Peter. Salió de la cocina, y no miró en dirección al bote, aunque era lo que quería hacer por encima de todo.

Después de la escuela, Matt llegó con sopa de pollo de un restaurante local y libros de cómics:

—¿Qué haces fuera de la cama? —preguntó.

—Has llamado al timbre —contestó Josie—. Bien tenía que abrirte la puerta, ¿no?

Él la mimaba como si ella tuviera mononucleosis o cáncer, no sólo un virus, que era la mentira que le había dicho cuando la llamó al móvil desde la escuela esa mañana. Haciendo que se metiera otra vez en la cama, le colocó la sopa en el regazo.

—Esto se supone que cura algo, ¿verdad?

—¿Y los cómics?

Matt se encogió de hombros:

—Mi madre solía comprármelos cuando era pequeño y me quedaba en casa enfermo. No sé. Siempre me hacían sentir un poco mejor.

Mientras él se sentaba al lado de ella en la cama, Josie escogió una de las historietas. ¿Por qué Wonder Woman era siempre tan admirable? Si tuvieses un 36C, francamente, ¿irías a brincar entre edificios y a combatir el crimen sin un buen sostén de deporte?

Pensar en eso hizo que Josie recordara que ella apenas podía ponerse su propio sujetador en esos días, tan sensibles estaban sus pechos. E hizo que recordara la prueba de embarazo que había envuelto en papel higiénico y había lanzado en el contenedor de basura que había fuera, para que su madre no pudiera encontrarla.

—Drew está planeando una fiesta este viernes por la noche —dijo Matt—. Sus padres se van a Foxwoods el fin de semana. —Matt frunció el cejo—. Espero que te sientas mejor para entonces, y que puedas ir. De todas formas, ¿qué crees que tienes?

Ella se volvió hacia él e inspiró hondo:

—Más bien es lo que no tengo: la regla. Se me ha retrasado dos semanas. Hoy me he hecho una prueba de embarazo.

—Ya ha hablado con un tipo de la Universidad de Sterling para comprar un par de barriles de cerveza de una fraternidad. Te lo aseguro, esa fiesta será algo fuera de serie.

—¿Me estás escuchando?

Matt le sonrió del modo en que lo haría ante un niño que acabara de decirle que el cielo está cayéndose:

—Creo que estás exagerando.

—Ha dado positivo.

—El estrés puede hacer eso.

Josie abrió la boca con desconcierto:

—¿Y qué pasa si no es estrés? ¿Y qué pasa si es real?

—Entonces estamos en esto juntos. —Matt se inclinó hacia ella y la besó la frente—. Cariño —dijo—, nunca podrás deshacerte de mí.

Unos días después, cuando volvió a nevar, Peter vació deliberadamente el tanque del quitanieves, y cruzó la calle en dirección a la casa del señor Weatherhall de nuevo.

—No me digas que te has vuelto a quedar sin gasolina —dijo, mientras abría la puerta.

—Supongo que mi padre no ha llenado todavía nuestro tanque —respondió Peter.

—Hay que encontrar el tiempo —gruñó el señor Weatherhall, pero ya estaba metiéndose en su casa, dejando la puerta abierta para que Peter lo siguiera—. Hay que ponerlo en la agenda, así es como se hace.

Cuando pasó junto al televisor, Peter echó un vistazo al reparto de «Match Game»:

—Big Bertha es tan grande —decía el presentador —que en lugar de lanzarse desde un avión con un paracaídas, usa una manta.

En el mismo instante en que el señor Weatherhall desapareció escalera abajo, Peter abrió el tarro de azúcar del estante de la cocina. El arma todavía estaba allí. Peter la sacó y se recordó a sí mismo que debía respirar.

Tapó el tarro y lo colocó exactamente donde estaba. Después, tomó el arma y la encajó por la fuerza, el cañón primero, dentro de la cintura de los tejanos. El abrigo se la tapaba de modo que no se podía ver el bulto para nada.

Cautelosamente, abrió el cajón de los cubiertos y echó una mirada a los armarios. Al pasar la mano por la polvorienta superficie de encima del refrigerador, sintió el suave cuerpo de un segundo revólver.

—¿Sabes?, conviene tener un tanque de repuesto… —La voz del señor Weaterhall desde el pie de la escalera del sótano, acompañada por la percusión de sus pasos, hizo que Peter dejase el arma, y dejara caer los brazos a los lados del cuerpo.

Cuando el señor Weatherhall entró en la cocina, Peter estaba sudando:

—¿Estás bien? —le preguntó el hombre, mirándolo fijamente—. Estás un poco blanco alrededor de los ganglios.

—Me he quedado estudiando hasta tarde. Gracias por la gasolina. Otra vez.

—Dile a tu padre que no lo sacaré de apuros la próxima vez —dijo el señor Weatherhall, y saludó a Peter con la mano desde el porche.

Peter esperó hasta que el señor Weatherhall hubo cerrado la puerta y luego comenzó a correr, pateando la nieve a su paso. Dejó la lata de gasolina junto al quitanieves e irrumpió en su casa. Cerró con llave la puerta de su habitación, sacó el arma de sus pantalones y se sentó.

Era negra y pesada. Parecía de plástico, pero en realidad estaba hecha de una aleación de acero. Lo que era absolutamente sorprendente era lo falsa que parecía —como el arma de juguete de un niño—, aunque Peter supuso que lo dejaría maravillado lo realistas que eran las armas de juguete. Movió el seguro y lo soltó. Expulsó el cargador.

Cerró los ojos y sostuvo el arma a la altura de su cabeza:

—Bang —susurró.

Luego lo dejó sobre su cama y sacó la funda de una de las almohadas. Envolvió el arma con ella, enrollándola como una venda. La deslizó entre el colchón y las varillas del somier y se recostó.

Sería como en el cuento aquel de la princesa que podía sentir una habichuela, una arveja o lo que fuera. Sólo que Peter no era un príncipe, y el bulto no lo mantendría despierto por la noche.

De hecho, quizá hiciera que durmiera mejor.

En el sueño de Josie, ella estaba en un hermosísimo tipi. Las paredes estaban hechas de brillante piel de ciervo, cosida tirante con hebras doradas. Había historias pintadas todo alrededor en tonos rojos, ocres, violeta y azules; relatos de cacerías, de amores y pérdidas. Mullidas pieles de búfalo estaban apiladas a modo de cojines; los carbones resplandecían como rubíes en el hoyo del fuego. Cuando alzó la vista, pudo ver las estrellas a través del agujero de salida del humo.

De repente, Josie se dio cuenta de que resbalaba; de que no había forma de detenerse. Echó un vistazo hacia abajo y sólo vio el cielo; se preguntaba si es que había sido tan tonta como para creer que podía caminar entre las nubes o si el suelo de debajo de sus pies había desaparecido cuando ella miraba hacia otro lado.

Comenzó a caer. Podía sentir cómo su cuerpo daba tumbos; sentía que la falda se hinchaba y el viento le corría entre las piernas. No quería abrir los ojos, pero no podía evitar hacerlo: se aproximaba al suelo a un ritmo alarmante, sellos de correos cuadrados de color verde, marrón y azul que se hacían cada vez más grandes, más detallados, más realistas.

Veía su escuela. Su casa. El techo de encima de su habitación. Josie sintió cómo se precipitaba hacia él y se preparó para el inevitable choque. Pero en los sueños nunca se choca contra el suelo; nunca se llega a ver cómo uno se muere. En cambio, Josie sintió salpicaduras; su ropa ondeando como partes de una medusa mientras pisaba agua tibia.

Se despertó, sin aliento, y se dio cuenta de que aún se sentía mojada. Se sentó, levantó las mantas y vio el charco de sangre debajo de sí.

Después de tres pruebas de embarazo positivas, después de un retraso de tres semanas, estaba abortando de forma espontánea.

«Graciasdiosgraciasdiosgracias». Josie enterró el rostro en las sábanas y comenzó a llorar.

Lewis estaba sentado a la mesa de la cocina el sábado por la mañana, leyendo el último número de
The Economist
y comiéndose metódicamente un gofre de trigo, cuando sonó el teléfono. Echó un vistazo a Lacy, la cual, en el fregadero, estaba técnicamente más cerca, pero ella levantó las manos, chorreando de agua y jabón:

—¿Podrías… ?

Él se levantó y contestó:

—Hola.

—¿Señor Houghton?

—El mismo —dijo Lewis.

—Habla Tony, de Burnside’s. Sus balas de punta hueca ya están aquí.

Burnside’s era una tienda de armas; Lewis había estado allí en otoño, a buscar disolvente y municiones; una o dos veces había tenido la suerte de llevar un ciervo para que lo pesaran. Pero estaban en febrero; la veda de ciervos estaba cerrada.

—No las he pedido —dijo Lewis—. Debe de haber algún error.

Colgó el teléfono y volvió a sentarse frente a su gofre. Lacy sacó una gran sartén fuera del fregadero y la colocó en el escurridor para que se secase:

—¿Quién era?

Lewis pasó una página de su revista:

—Número equivocado —dijo.

Matt tenía un partido de hockey en Exeter. Josie solía ir a los partidos que se jugaban en Sterling, pero rara vez iba a aquellos en los que el equipo viajaba. Ese día, sin embargo, le había pedido prestado el coche a su madre y había conducido hasta la costa, partiendo lo suficientemente temprano como para alcanzar a Matt en el vestuario. Asomó la cabeza por la puerta del vestuario del equipo visitante y de inmediato le dio en la cara el hedor de todo el equipo. Matt estaba de espaldas a ella, con el protector del pecho, los pantalones acolchados y los patines puestos. Todavía le faltaba la camiseta.

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