Patrick se pasó el cinturón por los tejanos.
—No tiene por qué ser un secreto de Estado —dijo—. Tienes permiso para… ya sabes.
Alex lo miró:
—¿Para tener sexo?
—Estaba intentando decir algo un poco menos brusco —admitió Patrick.
—También se me ha permitido mantener cosas en privado —señaló Alex.
—Supongo que debería irme al trabajo, entonces.
—Eso sería una buena idea.
—Sin embargo, supongo que también podría traerte, por ejemplo, alguna joya.
Alex bajó la mirada hacia la alfombra para que Patrick no pudiera ver que intentaba retener esa frase, escudriñar en busca del compromiso vinculado a esas palabras.
«Dios, ¿siempre era tan frustrante no tener el control de la situación?».
—Mamá —llamó Josie desde la escalera —Las crepes ya están listas, si quieres.
—Mira —suspiró Patrick—, podemos seguir intentando que Josie no lo descubra. Lo único que tienes que hacer es distraerla mientras salgo a hurtadillas.
Ella asintió con la cabeza:
—Procuraré retenerla en la cocina. Tú… —echó un vistazo a Patrick—, date prisa.
Cuando Alex salía de la habitación, Patrick le agarró la mano y la acercó de un tirón.
—Eh —dijo—, adiós. —Se inclinó y la besó.
—Mamá, ¡se enfrían!
—Nos vemos más tarde —dijo Alex, empujándola.
Bajó la escalera de prisa y encontró a Josie comiendo un plato de crepes de arándanos:
—Qué bien huelen… No puedo creer que haya dormido hasta tan tarde —comenzó Alex, y entonces se dio cuenta de que había tres cubiertos en la mesa de la cocina.
Josie se cruzó de brazos:
—Y, ¿cómo le gusta el café?
Alex se hundió en la silla.
—Se suponía que no tenías que descubrirlo.
—A: soy mayor. B: Entonces el brillante detective no debería haber dejado sus zapatos en el felpudo.
Alex resiguió un hilo del mantelito individual:
—Sin leche y con dos de azúcar.
—Bueno —dijo Josie—, supongo que lo recordaré la próxima vez.
—¿Cómo te sienta? —preguntó Alex en voz baja.
—¿El qué, prepararle café?
—No. Esa parte de la próxima vez.
Josie se puso un gran arándano encima de la crepe:
—En realidad no es algo en lo que tenga voto, ¿no?
—Desde luego que sí —respondió Alex—, porque si no estás de acuerdo con esto, Josie, dejaré de verle.
—¿A ti te gusta? —preguntó su hija, con la mirada fija en su plato.
—Sí.
—¿Y tú le gustas a él?
—Eso creo.
Josie levantó la mirada:
—Entonces no debes preocuparte por lo que piense ninguna otra persona.
—Me preocupo por lo que tú piensas —dijo Alex—. No quiero que sientas que eres menos importante para mí por su culpa.
—Sólo sé responsable —replicó Josie esbozando una lenta sonrisa—. Cada vez que tienes sexo puedes quedar embarazada o puedes no quedar embarazada. Es cincuenta y cincuenta.
Alex levantó las cejas:
—Guau. Nunca pensé que estuvieras escuchando cuando te di aquella charla.
Josie puso el dedo sobre una mancha de jarabe de arce que había caído en la mesa, con los ojos fijos en la madera:
—Entonces ¿tú… así… le amas?
Las palabras sonaron suaves, tiernas:
—No —contestó Alex rápidamente, porque si podía convencer a Josie, entonces seguramente también podría convencerse a sí misma de que lo que sentía por Patrick tenía todo que ver con la pasión y nada con… bueno… con aquello—. Sólo hace un mes.
—No creo que haya un período de gracia —dijo Josie.
Alex decidió que la mejor manera de atravesar aquel campo minado evitando que ambas salieran heridas era hacer como si aquella historia no fuera nada, una aventurilla, un capricho.
—No sabría cómo es eso de estar enamorada aunque me golpeara en la cara —replicó con ligereza.
—No es como en la televisión, donde de repente todo es perfecto. —La voz de Josie descendió hasta que fue apenas un murmullo—. Es más como, en cuanto ocurre, pasarte todo el tiempo consciente de cuántas cosas pueden salir mal.
Alex levantó la mirada hacia ella, petrificada:
—Oh, Josie.
—No pasa nada.
—No quería hacer que tú…
—Déjalo, ¿está bien? —Josie forzó una sonrisa—. No está nada mal, ¿sabes?, para alguien de su edad.
—Es un año más joven que yo —señaló Alex.
—Mi madre, la robabebés. —Josie levantó el plato de crepes y se lo pasó—: Se están enfriando.
Alex agarró el plato:
—Gracias —dijo, pero le sostuvo la mirada a Josie lo suficiente como para que ella se diera cuenta de qué le estaba agradeciendo en realidad.
Justo entonces, Patrick bajó deslizándose con sigilo por la escalera. Al llegar abajo, se volvió para hacerle a Alex una seña con el pulgar hacia arriba.
—Patrick —lo llamó ella—, Josie nos ha hecho crepes.
Selena sabía lo que era políticamente correcto: se supone que no hay diferencia entre los niños y las niñas, pero también sabía que si preguntabas a cualquier madre o maestra de la guardería, te dirían algo distinto,
off the record
. Esa mañana, ella estaba sentada en un banco de la plaza mirando a Sam intercambiar cubos de arena con un grupo de compañeros, niños tan pequeños como él. Dos niñas hacían como si hornearan pizzas hechas de arena y piedras. El niño al lado de Sam estaba intentando destrozar un camión volquete, golpeándolo con todas sus fuerzas repetidamente contra el marco de madera de la caja de arena.
«No hay diferencia —pensó Selena—. Sí, claro».
Estaba pensando eso y observando con interés cuando Sam se alejó un poco del niño que tenía al lado y comenzó a imitar a las niñas, tamizando arena en un cubo para hacer un pastel.
Selena sonrió ampliamente, esperando que ése fuera un indicio de que su hijo se rebelaría contra los estereotipos y haría aquello con lo que se sintiera más cómodo. Pero ¿funcionaba así? ¿Podías mirar a un niño y ver en qué se convertiría? A veces, cuando observaba a Sam, podía vislumbrar el adulto que sería algún día: estaba allí, en sus ojos; la cáscara del hombre que crecería y lo habitaría al hacerse mayor. Pero había más que atributos físicos en lo que se podía intuir. ¿Se volverían aquellas niñas amas de casa y madres o empresarias de negocios? ¿El comportamiento destructivo de aquel niño derivaría en una adicción a las drogas o en alcoholismo? ¿Había Peter Houghton empujado a sus compañeros de juegos o pisoteado insectos o hecho algo como niño que hubiera permitido vislumbrar su futuro como asesino?
El niño del camión lo dejó y empezó a cavar, aparentemente hacia China. Sam abandonó lo que estaba horneando para agarrar el vehículo de plástico, pero entonces perdió el equilibrio y se cayó, dándose con la rodilla contra el marco de madera.
Selena se levantó del asiento de un salto, lista para agarrar a su hijo antes de que éste comenzara a berrear. Pero Sam miró a los niños que había a su alrededor, como si se diera cuenta de que tenía público. Y, aunque su carita se frunció y se puso colorada, con un asomo de dolor, no lloró.
Era más fácil para las niñas. Ellas podían decir «Esto duele» o «No me gusta esto» y que la queja fuera aceptable socialmente. Los niños, en cambio, no hablaban ese lenguaje. No lo aprendían de pequeños y tampoco se las arreglaban de adultos para adquirirlo. Selena se acordó del último verano, cuando Jordan había ido a pescar con un viejo amigo cuya esposa acababa de pedirle el divorcio.
—¿De qué hablaron? —le preguntó ella cuando Jordan regresó a casa.
—De nada —contestó él—. Estuvimos pescando.
Eso no tenía sentido para Selena. Habían estado fuera durante seis horas. Cómo era posible estar sentado junto a alguien en un pequeño bote durante todo ese tiempo y no tener una conversación íntima acerca de cómo estaba llevándolo; si estaba atascado después de semejante crisis; si le preocupaba el resto de su vida.
Selena miraba a Sam, quien ahora tenía el camión en la mano y lo hacía circular por encima de lo que había sido su pizza. El cambio podía llegar así de rápido, ella lo sabía. Pensó en cómo Sam la abrazaría con sus pequeños bracitos alrededor de su cuello y la besaría; cómo correría hacia ella si Selena le extendía los brazos. Pero tarde o temprano él se daría cuenta de que sus amigos no iban de la mano de su madre cuando cruzaban la calle; que no horneaban pizzas y pasteles en el cajón de arena; que, en cambio, ellos construían ciudades y cavaban cuevas. Un día —cuando fuera al instituto, o incluso antes—, Sam comenzaría a encerrarse en su habitación. Rehuiría el contacto con ella. Respondería gruñendo, actuaría con rudeza, sería un hombre.
«Quizá sea nuestra maldita culpa que los hombres sean como son», pensó Selena. Quizá la empatía, como un músculo sin usar, simplemente, se atrofiaba.
Josie le dijo a su madre que había conseguido un trabajo de verano como voluntaria de enseñanza, para ser tutora de chicos de escuela primaria y de matemáticas en el instituto. Le habló de Angie, cuyos padres se habían separado durante el año lectivo y que fallaba en álgebra como una consecuencia indirecta. Le describió a Joseph, un niño con leucemia que había faltado a la escuela a causa del tratamiento, y al que le resultaba difícil entender las fracciones. Cada día durante la cena, su madre le preguntaba por su trabajo y Josie le contaba una historia. El problema era que sólo era eso: una historia, una ficción. Joseph y Angie no existían; y ya puestos, tampoco su trabajo como tutora.
Esa mañana, como cada mañana, Josie se iba de casa. Se subía al autobús y saludaba a Rita, la conductora que venía haciendo esa ruta todo el verano. Cuando los otros pasajeros se bajaban en la parada que estaba más cerca de la escuela, Josie permanecía en su asiento. De hecho no se levantaba hasta la última parada, la que estaba a un kilómetro y medio del cementerio Whispering Pines.
A ella le gustaba estar allí. En el cementerio no tenía que hablar con nadie sin tener ganas. No tenía que hacerlo aunque no le apeteciera. Caminaba por la senda serpenteante, que para entonces le era tan familiar que podría decir, con los ojos cerrados, cuándo el pavimento bajaba un poco y cuándo había que girar hacia la izquierda. Sabía que la hortensia violentamente azul estaba a mitad de camino de la tumba de Matt; que, a unos pocos pasos de distancia de ésta, olía a madreselva.
Ahora había una lápida, un prístino bloque de mármol con el nombre de Matt cuidadosamente grabado. El césped comenzaba a crecer. Josie se sentaba sobre la tierra, que estaba tibia, como si el sol hubiera estado filtrándose y calentándola para cuando llegara ella. Buscó en su mochila y sacó una botella de agua, un emparedado de mantequilla de cacahuete y una bolsa de snacks salados.
—¿Puedes creer que las clases comienzan ya en un mes? —le dijo a Matt, porque a veces hacía eso. No era que esperara una respuesta de él; sólo que se sentía mejor hablándole después de tantos meses de no hacerlo—. Sin embargo, todavía no inaugurarán la verdadera escuela. Dicen que quizá para el Día de Acción de Gracias, cuando la reconstrucción esté terminada.
Lo que realmente estaban haciendo en la escuela era un misterio; Josie había pasado por delante lo suficiente como para saber que la biblioteca y el gimnasio habían sido demolidos, así como la cafetería. Ella se preguntaba si la administración era tan ingenua como para pensar que, si se deshacían de la escena del crimen, los estudiantes pensarían que el crimen nunca se había cometido.
Había leído en algún lado que los fantasmas dan vueltas alrededor de los emplazamientos físicos; que a veces, pueden aparecerse. Josie no daba demasiado crédito a lo paranormal, pero eso sí lo creía. Ella sabía que había algunos recuerdos de los que, aunque se intentara huir para siempre, nunca se debilitaban.
Josie se recostó, con el cabello desparramado sobre el césped recién crecido.
—¿Te gusta tenerme aquí? —susurró—. ¿O si pudieras hablar preferirías que me perdiera?
No quería escuchar la respuesta. En realidad, ni siquiera quería pensar en ello. De modo que abrió los ojos tanto como pudo y miró fijamente al cielo, hasta que el azul brillante le escoció en las retinas.
Lacy permaneció en la sección de hombres de Filene’s, tocando trajes de tweed, otros de color azul oscuro y los tejidos de diversas texturas de los sacos
sport
. Había conducido dos horas hasta Boston para poder elegir la mejor ropa para que Peter la llevara en el juicio. Brooks Brothers, Hugo Boss, Calvin Klein, Ermenegildo Zegna. Había sido fabricada en Italia, Francia, Inglaterra, California. Ella echaba una mirada a la etiqueta del precio, suspiraba, y luego se daba cuenta de que en realidad no importaba. Lo más probable era que ésa fuese la última vez que comprara ropa para su hijo.
Lacy se movía sistemáticamente por la sección masculina. Escogía unos calzoncillos cortos hechos del algodón egipcio más exquisito, un paquete de camisetas blancas Ralph Lauren, calcetines de hilo de Escocia. Encontró unos pantalones de color caqui. Sacó del perchero una camisa oxford azul con botones en el cuello, porque Peter siempre había odiado llevar el cuello asomando de un suéter de cuello cerrado. Y eligió una americana azul, tal como Jordan le había dicho. «Lo quiero vestido como si fuéramos a mandarlo a las entrevistas para la universidad», le había recalcado.
Recordó cómo, cuando Peter tenía alrededor de once años, había desarrollado una aversión a los botones. A priori parecía fácil lidiar con algo así, pero eso eliminaba la mayor parte de los pantalones. Lacy recordaba haber conducido hasta los confines de la tierra para encontrar pantalones de pijama de paño con elástico en la cintura, que pudiesen utilizarse como pantalones de diario. Ella recordaba haber visto a chicos yendo a la escuela con pantalones de pijama hacía tan poco como un año, y preguntándose si Peter habría impuesto la tendencia o si simplemente había ido un poco desincronizado.
Incluso después de que Lacy tuviera todo lo que necesitaba, continuó caminando por la sección de hombres. Tocó un arco iris de pañuelos de seda que se volcaban sobre sus dedos, eligiendo uno que era del color de los ojos de Peter. Revisó los cinturones de cuero —negros, marrones, moteados, de caimán—, y corbatas estampadas con lunares, con flores de lis, con rayas. Escogió un albornoz tan suave que casi la hizo llorar; zapatillas de lana de oveja; un traje de baño rojo cereza. Compró hasta que el peso en sus brazos fue tanto como el de un niño.