Ella se las había ingeniado para evitar a su madre, fingiendo un dolor de cabeza. En el cuarto de baño, se miró fijamente en el espejo, intentando hacerse una idea de quién era aquella chica a la que, repentinamente, le había nacido una gran fuerza interior, y por qué tenía tantas ganas de llorar. Estuvo tumbada en la cama durante una hora, con las lágrimas cayéndole por la comisura de los ojos, preguntándose por qué —si era ella la que lo había dejado —se sentía tan desgraciada.
Cuando sonó el teléfono, pasadas las tres de la mañana, Josie lo tomó y volvió a colgar, para que cuando su madre lo tomara pensara que había sido un número equivocado. Aguantó la respiración durante unos segundos, y después levantó el receptor y marcó: *69. Sabía, incluso antes de ver la serie de números que le era tan familiar, que era Matt.
—Josie —dijo él cuando ella le devolvió la llamada—, ¿estabas mintiendo?
—¿Acerca de qué?
—De que me querías.
Ella apretó la cara contra la almohada.
—No —susurró.
—No puedo vivir sin ti —le dijo Matt, y entonces oyó algo que sonaba como si alguien sacudiera un frasco de pastillas.
Josie se quedó de piedra.
—¿Qué estás haciendo?
—¿Qué te importa?
Su mente comenzó a correr a toda velocidad. Tenía permiso de conducir, pero no podía sacar el coche ella sola, y tampoco después de que oscureciera. Vivía demasiado lejos de Matt como para correr hasta allí.
—No te muevas —dijo ella—. Simplemente… no hagas nada.
Abajo, en el garaje, encontró una bicicleta que no había montado desde que iba a la escuela, y pedaleó los seis kilómetros y medio que había hasta la casa de Matt. Cuando llegó, estaba lloviendo; su cabello y su ropa estaban adheridos a su piel. En el dormitorio de Matt, en el primer piso, la luz todavía estaba encendida. Josie echó unas piedrecitas a su ventana y él abrió para que ella pudiera trepar y entrar.
En el escritorio de él había un frasco de Tylenol y una botella, abierta, de whisky. Josie le miró a la cara.
—Has…
Pero Matt la rodeó con sus brazos. Olía a alcohol.
—Me has dicho que no… que no quieres seguir viéndome. —Luego se alejó de ella—. ¿Harías algo por mí?
—Cualquier cosa —prometió ella.
Matt la había agarrado otra vez entre sus brazos.
—Dime que no lo decías en serio.
Ella sintió que una jaula estaba encerrándola; se había dado cuenta demasiado tarde de que Matt la tenía atrapada. Como cualquier animal incauto que hubiera caído en una trampa, el único modo de salir incluía dejar atrás una parte de sí misma.
—Lo siento —dijo Josie, al menos mil veces esa noche; porque todo había sido culpa de ella.
—Doctor Wah —dijo Diana—, ¿cuánto le pagan a usted por su trabajo en este caso?
—Mis honorarios son de dos mil dólares por día.
—¿Sería erróneo decir que uno de los componentes más importantes para diagnosticar al acusado fue el tiempo que usted pasó entrevistándole?
—En absoluto.
—A lo largo de esas diez horas, usted confiaba en que él fuese sincero con usted en su recuerdo de los acontecimientos, ¿verdad?
—Sí.
—No tenía usted forma de saber si él no estaba siendo sincero, ¿o sí?
—Llevo haciendo esto mucho tiempo, señora Leven —dijo el psiquiatra—. He entrevistado a suficiente gente como para saber si alguien está intentando engañarme.
—Para determinar si un adolescente está engañándole o no usted se basa en parte en las circunstancias en las que se encuentra, ¿correcto?
—Claro.
—Y las circunstancias en las que usted encontró a Peter eran que estaba encerrado en una cárcel por múltiples asesinatos de primer grado.
—Es verdad.
—Así que, básicamente —prosiguió Diana—, se podría decir que Peter tenía un incentivo inmenso para encontrar una forma de salir de allí.
—O, señora Leven —rebatió el doctor Wah—, también podría decirse que no tenía nada que perder por decir la verdad.
Diana apretó los labios; una respuesta de sí o no hubiera estado mejor.
—Usted ha dicho que parte de su diagnóstico de síndrome de estrés postraumático venía del hecho de que el acusado estaba intentando que le ayudaran y no lo conseguía. ¿Eso se basa en la información que él le dio durante las entrevistas?
—Sí, corroborada por sus padres y por algunos profesores que testificaron para usted, señora Leven.
—Usted también ha dicho que parte de su diagnóstico del síndrome estaba demostrado por la tendencia de Peter a refugiarse en un mundo de fantasía, ¿correcto?
—Sí.
—¿Y eso se basa en los videojuegos de los que Peter le habló durante las entrevistas?
—Correcto.
—¿No es cierto que cuando usted envió a Peter al doctor Ghertz, le dijo que iba a hacerle unos estudios cerebrales?
—Sí.
—¿No podía Peter haberle dicho al doctor Ghertz que una cara sonriente parecía enojada, si pensaba que eso podría ayudarle a llegar a determinado diagnóstico?
—Supongo que sería posible…
—Usted también ha dicho, doctor, que leer un correo electrónico en la mañana del seis de marzo es lo que puso a Peter en un estado disociativo, uno lo suficientemente fuerte como para permanecer durante toda la incursión asesina al Instituto Sterling…
—Protesto…
—Admitida —dijo el juez.
—¿Ha basado esta conclusión en alguna otra cosa que no fuera lo que Peter Houghton le había dicho; Peter, que estaba metido en la celda de una prisión, acusado de diez asesinatos y diecinueve intentos de asesinato?
King Wah sacudió la cabeza.
—No, pero cualquier otro psiquiatra hubiera hecho lo mismo.
Diana enarcó una ceja.
—Cualquier otro psiquiatra que hubiera estado ahí para ganar dos mil dólares al día —soltó ella, pero incluso antes de que Jordan objetara, ella retiró su comentario—. Usted ha dicho que Peter estaba barajando la idea del suicidio.
—Sí.
—Entonces ¿quería matarse?
—Sí. Eso es muy común en pacientes con síndrome de estrés postraumático.
—El detective Ducharme ha declarado que encontraron ciento dieciséis casquillos en el instituto esa mañana. Y que treinta balas sin usar fueron encontradas en la persona de Peter, y cincuenta y dos cartuchos sin usar en la mochila que llevaba, junto con dos armas que no usó. Así que, haga la cuenta, doctor, ¿de cuántas balas estamos hablando?
—Ciento noventa y ocho.
Diana lo miró a la cara.
—En un lapso de diecinueve minutos, Peter tuvo doscientas oportunidades para matarse a sí mismo, en lugar de a cada uno de los otros estudiantes que encontró en el Instituto Sterling. ¿Eso es correcto, doctor?
—Sí. Pero hay una línea extremadamente delgada entre el suicidio y el homicidio. Muchas personas deprimidas que han tomado la decisión de dispararse a sí mismas eligen, en el último momento, disparar en cambio a otra persona.
Diana frunció el cejo.
—Creía que Peter estaba en un estado disociativo —dijo—. Creía que era incapaz de tomar decisiones.
—Lo era. Estaba apretando el gatillo sin ninguna idea de consecuencia o conocimiento de lo que estaba haciendo.
—O eso o era la línea de papel tisú que podía cruzar, ¿no?
Jordan se puso de pie.
—Protesto. Está intimidando a mi testigo.
—Oh, por el amor de Dios, Jordan —soltó Diana—, no puedes usar tu defensa conmigo.
—Abogados —advirtió el juez.
—Usted también ha declarado, doctor, que ese estado disociativo de Peter terminó cuando el detective Ducharme comenzó a hacerle preguntas en la comisaría de policía, ¿es correcto?
—Sí.
—Entonces, ¿cómo explica usted por qué, horas antes, cuando tres oficiales de policía apuntaron sus pistolas hacia Peter y le dijeron que soltara su arma, él estaba en condiciones de hacer lo que le pedían?
El doctor Wah dudó.
—Bueno…
—¿No es esa una respuesta adecuada cuando tres policías tienen sus armas desenfundadas y están apuntándote?
—Él bajó el arma —contestó el psiquiatra —porque, al menos a un nivel subliminal, entendió que de otro modo le dispararían.
—Pero doctor —dijo Diana—, creía que nos había dicho que Peter quería morir.
Ella volvió a sentarse, satisfecha. Jordan no podía hacer nada ante el progreso que ella acababa de hacer.
—Doctor Wah —dijo él—, usted pasó mucho tiempo con Peter, ¿no es así?
—A diferencia de otros doctores en mi campo —respondió deliberadamente—, realmente creo que hay que encontrarse con el paciente del que se va a hablar en el tribunal.
—¿Por qué es eso importante?
—Para lograr una compenetración —explicó el psiquiatra—. Para fomentar una relación entre médico y paciente.
—¿Tomaría en serio todo lo que el paciente le dijera?
—Claro que no, especialmente bajo esas circunstancias.
—De hecho, hay muchas formas para corroborar la historia de un paciente, ¿no?
—Por supuesto. En el caso de Peter, he hablado con sus padres. Había informes de la escuela en los que la intimidación era mencionada, aunque no había respuesta de la administración. El material que recibí de la policía apoyaba la declaración de Peter acerca de un correo electrónico enviado a cientos de miembros de la comunidad educativa.
—¿Encontró puntos de corroboración que le ayudaran a diagnosticar el estado disociativo en el que Peter entró el seis de marzo? —preguntó Jordan.
—Sí. Aunque la investigación policial haya establecido que Peter tenía una lista de víctimas, hubo muchas más personas a las que disparó que no estaban en la lista… que eran, de hecho, estudiantes de los que no conocía ni el nombre.
—¿Por qué es importante eso?
—Porque me dice que, en el momento en que estaba disparando, no estaba apuntando a ningún estudiante en particular. Simplemente reaccionaba al movimiento.
—Gracias, doctor —concluyó Jordan y asintió con la cabeza a Diana.
Ella miró al psiquiatra.
—Peter le dijo que había sido humillado en la cafetería —dijo ella—. ¿Mencionó algún otro lugar específico?
—El patio. El autobús escolar. El baño de los chicos y el vestuario.
—Cuando Peter comenzó el tiroteo en el Instituto Sterling, ¿fue a la oficina del director?
—No que yo sepa.
—¿Y a la biblioteca?
—No.
—¿A la sala de profesores?
El doctor Wah sacudió la cabeza.
—No.
—¿El aula de arte?
—No creo.
—De hecho, Peter fue de la cafetería, a los baños, al gimnasio y al vestuario. Fue metódicamente de un sitio donde había sido intimidado al siguiente, ¿verdad?
—Así parece.
—Usted ha dicho que reaccionaba al movimiento, doctor —dijo Diana—. Pero ¿no llamaría usted a eso un plan?
Cuando Peter volvió a la prisión esa noche, el funcionario de prisiones que lo acompañó a su celda le extendió una carta.
—Te has perdido el reparto de correo —le dijo, y Peter se quedó sin habla, tan poco acostumbrado estaba a tales dosis de amabilidad.
Se sentó en la litera de abajo, con la espalda apoyada en la pared, y contempló el sobre. Estaba un poco nervioso respecto al correo desde que Jordan le armara la bulla por hablar con aquella periodista. Pero ese sobre no estaba escrito a máquina como el otro. Aquella carta estaba escrita a mano, con pequeños círculos flotando sobre las íes como nubes.
Lo abrió y sacó la carta de dentro. Olía a naranjas.
Querido Peter:
Tú no me conoces, pero yo era la número 9. Así fue como dejé la escuela, con un gran número mágico escrito con rotulador en mi frente. Tú intentaste matarme.
No estoy en el juicio, así que no intentes encontrarme entre la multitud. No podía soportar seguir viviendo en esa ciudad, así que mis padres se mudaron hace un mes. Comienzo las clases dentro de una semana aquí, en Minnesota, y ya hay gente que ha oído hablar de mí. Sólo me conocen como una de las víctimas del Instituto Sterling. No tengo intereses, no tengo personalidad, no tengo historia, excepto la que tú me has dado.
Tengo un promedio de 4 pero las notas ya no me importan. Qué sentido tienen. Solía tener sueños, pero ahora no sé si iré a la universidad, porque ya no puedo dormir por las noches. Tampoco puedo soportar que la gente se me acerque silenciosamente por detrás, ni las puertas golpeando, ni los fuegos artificiales. He estado haciendo terapia un tiempo lo suficientemente largo como para decirte una cosa: nunca más volveré a poner un pie en Sterling.
Tú me disparaste en la espalda. Los médicos dicen que tuve suerte; si hubiera estornudado o me hubiera vuelto para mirarte, ahora estaría en una silla de ruedas. En cambio, sólo tengo que preocuparme por la gente que me mira fijamente cuando me olvido y me pongo una camiseta sin mangas; cualquiera puede ver las cicatrices de la bala y de los tubos del pecho, y los puntos. No me importa; antes me miraban por los granos que tenía en la cara; ahora tienen otro centro de atención.
He pensado mucho en ti. Creo que deberías ir a la cárcel. Es justo, y lo mío no lo es, y hay una especie de equilibrio en eso.
Yo estaba en tu clase de francés, ¿lo sabías? Me sentaba en la fila de la ventana, la segunda empezando por atrás. Siempre me pareciste misterioso y me gustaba tu sonrisa.
Me hubiera gustado ser tu amiga.
Sinceramente,
ANGELA PHLUG
Peter dobló la carta y la deslizó dentro de la funda de su almohada. Diez minutos después, volvió a sacarla. Se pasó leyéndola toda la noche, una y otra vez, hasta que salió el sol; hasta que no necesitó ver las palabras para recitarla de memoria.
Lacy se había vestido para su hijo. Aunque hacía casi treinta grados, llevaba puesto un pulóver que había rescatado de una caja que había en el desván, uno rosa de angorina que a Peter le gustaba acariciar como a un gatito cuando era pequeñito. Alrededor de la muñeca llevaba una pulsera que Peter le había hecho en cuarto grado, enrollando minúsculos pedacitos de revistas para hacer cuentas de colores. Se había puesto una falda estampada en gris de la que Peter se había reído una vez diciendo que se parecía a una placa base de computadora. Su cabello estaba pulcramente trenzado, porque recordaba que así era como lo llevaba la última vez que le dio a Peter un beso de buenas noches.
Se hizo una promesa a sí misma. Sin importar cuán duro fuera, sin importar cuánto tuviera que llorar a lo largo de su declaración, no dejaría de mirar a Peter. Él sería, lo había decidido, como las imágenes de blancas playas que las madres parturientas necesitaban mirar a veces como un punto de foco. Su rostro la obligaría a concentrarse, aunque su pulso estuviera alterado y su corazón desbocado; y, al mismo tiempo, le demostraría a Peter que todavía había alguien mirándole firmemente.