El alboroto del pasillo entró con ella, pero se cortó abruptamente cuando cerró la puerta. Sus ojos se encontraron en el largo espejo sobre la hilera de lavamanos.
—Lacy —murmuró Alex.
Lacy se enderezó y agarró una toalla de papel para secarse las manos. No sabía qué decirle a Alex Cormier. En ese momento, tampoco podía imaginar que ella tuviera algo que decirle.
Había una planta en la consulta de maternidad de Lacy que había ido muriéndose paulatinamente. Sin embargo, antes de marchitarse del todo, la mitad de los brotes se habían esforzado por desafiar su destino. Lacy y Alex eran como esa planta: Alex se había marchado con un rumbo diferente mientras que Lacy, bueno, Lacy no. Ella se había decaído, había marchitado, había sucumbido bajo el peso de sus buenas intenciones.
—Lo siento —dijo Alex—. Siento que tengas que pasar por esto.
—Yo también lo siento —respondió Lacy.
Parecía que Alex fuera a decir algo más, pero no lo hizo, y a Lacy se le había agotado la conversación. Fue a salir del baño para encontrarse con Lewis, pero entonces Alex la llamó:
—Lacy —dijo—. Yo recuerdo.
Lacy se volvió para mirarla de frente.
—A él solía gustarle la mantequilla de cacahuete en la mitad de arriba del pan y el dulce de malvavisco en la parte de abajo. —Alex sonrió un poco—. Y tenía las pestañas más largas que yo haya visto nunca en un niño pequeño. Podía encontrar cualquier cosa que se cayera, un pendiente, una lentilla, una aguja, antes de que se perdiera para siempre. —Dio un paso hacia Lacy—. Las cosas aún existen mientras haya alguien que las recuerda, ¿verdad?
Lacy miró fijamente a Alex a través de las lágrimas.
—Gracias —susurró, y salió antes de venirse abajo completamente frente a una mujer, una extraña en realidad, que podía hacer lo que Lacy no podía: agarrarse al pasado como si fuera algo que atesorar, en lugar de rastrillarlo para encontrar indicios de fracaso.
—Josie —dijo su madre, mientras conducía de regreso a casa—, hoy en el tribunal han leído un correo electrónico. Uno que Peter te había escrito a ti.
Josie la miró, angustiada. Debería haber caído en la cuenta de que eso saldría en el juicio; ¿cómo podía haber sido tan estúpida?
—No sabía que Courtney Ignatio lo había mandado. Ni siquiera lo vi hasta después de que lo vieron todos.
—Debió de ser algo humillante —dijo Alex.
—Desde luego. Toda la escuela se enteró de que Peter estaba enamorado de mí.
Su madre le echó un vistazo de reojo.
—Quería decir para Peter.
Josie pensó en Lacy Houghton. Habían pasado diez años, pero Josie todavía se sorprendía de lo delgada que estaba; cuán gris tenía casi todo el cabello. Se preguntaba si el dolor podía hacer que el tiempo se acelerase, como un desperfecto en el reloj. Era increíblemente deprimente, ya que Josie recordaba a la madre de Peter como una persona que nunca usaba reloj de pulsera, alguien a quien no le importaba el desastre si el resultado valía la pena. Cuando Josie era pequeña y jugaba en casa de Peter, Lacy les hacía galletas de lo que fuera que tuviera en su alacena: harina de avena, germen de trigo, ositos de gominola y dulce de malvavisco; harina de algarroba, maicena y arroz inflado. Una vez, vertió un montón de arena en el sótano para que ellos pudieran hacer castillos durante el invierno. Les dejaba dibujar en sus emparedados con colorante para comida y leche; así, cada comida era una obra maestra. A Josie le gustaba estar en casa de Peter; era lo que ella siempre había imaginado que se sentía siendo una familia.
Josie miraba por la ventanilla.
—Crees que fue mi culpa, ¿verdad?
—No…
—¿Eso es lo que los abogados han dicho hoy? ¿Que el tiroteo ocurrió porque a mí no me gustaba Peter… del modo en que yo le gustaba a él?
—No. Los abogados no han dicho eso en absoluto. La mayor parte del tiempo la defensa ha hablado del tormento que sufría Peter. Que no tenía muchos amigos. —Su madre se detuvo en un semáforo en rojo y giró, con la muñeca ligeramente apoyada en el volante—. ¿Por qué dejaste de verte con él, de todos modos?
Ser impopular era una enfermedad contagiosa. Josie podía recordar a Peter en la escuela primaria, modelando el papel de aluminio de su sándwich del almuerzo y haciendo con él un sombrero con antenas, y llevándolo puesto por todo el patio para intentar recibir transmisiones de radio de los extraterrestres. No se daba cuenta de que la gente se reía de él. Nunca se dio cuenta.
Le vino la imagen de él en la cafetería, con los pantalones bajados hasta los tobillos, una estatua que intentaba cubrirse el bajo vientre con la bolsa de la comida. Ella recordaba la voz de Matt: «Los objetos en los espejos son mucho más pequeños de lo que parecen».
Quizá Peter finalmente hubiese entendido lo que la gente pensaba de él.
—No quería que me trataran como a él —dijo Josie, en respuesta a su madre, cuando lo que en realidad quería decir era «No fui lo suficientemente valiente».
Volver a la cárcel era como una capitulación. Tenías que renunciar a los símbolos de humanidad —los zapatos, el traje, la corbata —y agacharte desnudo para que te revisaran, para que uno de los guardias te palpara con un guante de goma. Te daban un traje carcelario, y chancletas demasiado grandes para tu pie; así volvías a ser de nuevo como cualquier otro preso y no podías creer que eras diferente ni mejor.
Peter se recostó en la litera con los brazos apoyados sobre los ojos. El interno de la celda de al lado, un tipo que esperaba juicio por la violación de una mujer de sesenta y seis años, le preguntó cómo le había ido en el tribunal, pero él no le contestó. Ésa era la única libertad que le quedaba y quería mantener en secreto esa verdad: que cuando lo metían de nuevo en su celda, se sentía aliviado de estar de regreso (¿podía decirlo?) en el hogar.
Allí, nadie lo miraba fijamente, como si fuera un tumor. En realidad, nadie lo miraba en absoluto.
Allí, nadie hablaba de él como si fuese un animal.
Allí, nadie lo culpaba, porque estaban todos en el mismo barco.
La cárcel no era tan diferente de la escuela, en realidad. Los funcionarios eran como los profesores: su trabajo era mantener a todos en su lugar, alimentarles y asegurarse de que nadie resultara gravemente herido. Más allá de eso, te abandonaban a tus propios recursos. Y, como en la escuela, la cárcel era una sociedad artificial, con sus propias reglas y jerarquías. Cualquier trabajo era inútil; limpiar los váteres cada mañana o llevar el carro de la biblioteca por la parte de mínima seguridad no era diferente, en realidad, de escribir un ensayo sobre la definición de
civitas
o memorizar los números primos, porque nada de eso servía para la vida real. Y, como el instituto, la única manera de pasar por la cárcel era aguantar y cumplir tu condena.
Huelga decirlo: Peter tampoco era popular en la prisión.
Pensó en los testigos que Diana había hecho desfilar o arrastrarse o deslizarse sobre sus ruedas hasta la tribuna. Jordan le había explicado que se trataba de buscar compasión; la fiscalía quería presentar todas esas vidas arruinadas antes de que ellos pasaran a las pruebas duras; que él pronto tendría oportunidad de mostrar cómo la vida de Peter también estaba arruinada. A Peter eso apenas le importaba. Después de volver a ver a todos esos estudiantes, él se había asombrado más de cuán poco había cambiado todo.
Peter miraba fijamente los muelles cruzados de la litera de arriba, parpadeando rápidamente. Luego se volvió hacia la pared y se metió la esquina de la funda de su almohada en la boca para que nadie pudiera oírlo llorar.
Aunque John Eberhard no pudiera llamarle maricón nunca más, no pudiera ni siquiera hablar…
Aunque Drew Girard nunca volviera a ser el atleta que había sido…
Aunque Haley Weaver no fuese ya la belleza que había sido… … todavía formaban parte de un grupo en el que Peter no encajaba y nunca lo haría.
—Peter. ¡¿Peter?!
Se dio la vuelta y entonces vio a su padre de pie en el umbral de su habitación.
—¿Estás despierto?
¿Parecía que estuviera despierto? Peter gruñó y se tumbó sobre la espalda. Cerró los ojos otra vez por un momento y recorrió su día. «Inglésfrancésmatemáticahistoriaquímica». Una larga oración de corrido, una clase sangrando sobre la siguiente.
Se sentó, se pasó la mano por el pelo para aplacárselo. Abajo, podía oír a su padre sacando ollas y sartenes del lavavajillas, como una especie de sinfonía tecno. Agarraría su termo, lo llenaría de café y dejaría a Peter a merced de sus propios recursos.
Peter arrastró los bajos de los pantalones del pijama por el suelo mientras se trasladaba de la cama al escritorio y se sentaba en la silla. Se conectó a Internet, porque quería ver si alguien le había hecho más observaciones acerca de «Escóndete y chilla». Si era tan bueno como él creía que era, entraría en alguna especie de competición amateur. Había chicos como él en todo el país —en todo el mundo —que fácilmente pagarían 39,99 dólares por jugar a un videojuego en el que la historia estaba escrita por los perdedores. Peter imaginó lo rico que podría hacerse con los beneficios. Quizá hasta podía plantar la universidad, como Bill Gates. Quizá, un día, la gente lo llamaría, fingiéndose amigos.
Entornó los ojos para mirar, y luego se puso los lentes, que tenía junto al teclado. Pero eran las 6:30 de la mañana, una hora en la que no podía esperarse mucha conexión de nadie. Se le cayeron los anteojos justo sobre las teclas de funciones.
La ventana se minimizó y, en su lugar, se abrió la papelera de reciclaje.
Sé que no piensas en mí.
Y que desde luego nunca nos has imaginado juntos.
Peter sintió que la cabeza le daba vueltas. Clavó un dedo en el botón de borrado pero no pasó nada.
Por mí mismo, no soy nada especial. Pero contigo, creo que podría llegar a serlo.
Intentó reiniciar la computadora, pero estaba congelada. No podía respirar; no podía moverse. No podía hacer nada que no fuera mirar fijamente su propia estupidez, allí plantada, en blanco y negro.
Le dolía el pecho y pensó que quizá estaba teniendo un infarto, o quizá aquello era lo que se sentía cuando el músculo se volvía de piedra. Con movimientos torpes, Peter se inclinó para alcanzar el cable del enchufe múltiple pero, al hacerlo, se dio con la cabeza en el borde del escritorio. Por eso se le llenaron los ojos de lágrimas; o eso fue lo que se dijo a sí mismo.
Tiró del enchufe y el monitor se apagó.
Luego se sentó y se dio cuenta de que no había diferencia. Todavía podía leer aquellas palabras, claras como el día, escritas sobre la pantalla. Podía notar las teclas bajo sus dedos cuando las escribía:
Con amor, Peter.
Podía oírlos a todos, riéndose.
Peter echó otro vistazo a su computadora. Su madre siempre decía que si pasaba algo malo, podías verlo como un fracaso o bien como la oportunidad de cambiar de rumbo.
Quizá aquello había sido una señal.
La respiración de Peter era superficial mientras vaciaba su mochila de la escuela de libros escolares, carpetas de tres aros, su calculadora, lápices y exámenes arrugados que le habían devuelto. Metió la mano por debajo del colchón y buscó a tientas las dos pistolas que había estado guardando sólo por si acaso.
Cuando era pequeño, solía poner sal en las babosas. Me gustaba observar cómo se disolvían delante de mis ojos. La crueldad es divertida hasta que te das cuenta de que alguien sale herido.
Ser un perdedor podría ser algo llevadero, si eso sólo significara que nadie te prestaba atención, pero en la escuela significaba que eras buscado activamente. Tú eres la babosa y ellos tienen la sal. Y no han desarrollado una conciencia.
Hay una palabra que aprendimos en ciencias sociales: schadenfreude. Es cuando disfrutas viendo el sufrimiento de otro. La pregunta es, ¿por qué? Creo que forma parte del instinto de autoconservación: si quieres subir más arriba de la escalera, debes pisar a alguien más. Y en parte eso se debe a que un grupo se siente mucho más grupo cuando se une contra un enemigo. No importa si ese enemigo nunca ha hecho nada para lastimarte, sólo tienes que hacer como si odiaras a alguien más de lo que te odias a ti mismo.
¿Sabes por qué la sal les hace eso a las babosas? Porque se disuelve en el agua que forma parte de la piel de la babosa y el nivel de agua que hay dentro de su cuerpo comienza a descender. La babosa se deshidrata. También funciona con los caracoles. Y con las sanguijuelas. Y con la gente como yo.
Con cualquier criatura, en realidad, con la piel demasiado delgada como para existir por sí misma.
Durante cuatro horas, Patrick revivió como testigo el peor día de su vida. La señal que había llegado por radio mientras conducía; la oleada de estudiantes que huían de la escuela como una hemorragia; los resbalones en los charcos de sangre cuando corría por los pasillos. El cielorraso cayendo a su alrededor. Los gritos de auxilio. Los recuerdos impresos en su mente pero que no registraría hasta más tarde: un chico muriendo en brazos de su amigo debajo de la canasta de baloncesto del gimnasio; los dieciséis chicos encontrados apelotonados en un armario de mantenimiento tres horas después del arresto, porque no sabían que la amenaza había pasado; el olor a regaliz de los rotuladores utilizados para escribir números en las frentes de las víctimas mortales, para que pudieran ser identificadas más tarde.
Esa primera noche, cuando las únicas personas que quedaban en la escuela eran los técnicos de criminalística, Patrick había caminado por aulas y pasillos. A veces se sentía como el custodio de los recuerdos; aquel que tenía que facilitar la transición entre el modo en que solía ser y el modo en que sería a partir de entonces. Pasó por encima de las manchas de sangre para entrar en aulas en las que los estudiantes habían permanecido acurrucados con los profesores, a la espera de ser rescatados; sus abrigos todavía colgados en sus sillas, como si fueran a regresar en cualquier momento. Había agujeros de balas en los casilleros; en la biblioteca, algún estudiante aún había tenido tiempo y humor para acomodar las figuras de los mediáticos Gumby y Pokey en una posición comprometedora. Los extintores habían dejado un gran charco en uno de los pasillos, pero las paredes todavía estaban revestidas con carteles que anunciaban el baile de primavera.