Diecinueve minutos (68 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

BOOK: Diecinueve minutos
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—Pero Peter no pidió ayuda, ¿o sí?

—No.

Ella volvió a sentarse y el abogado de Houghton se puso de pie. Era uno de esos tipos zalameros que a Dusty caían inmediatamente mal. Seguro que había sido uno de esos chicos que apenas podían interceptar y devolver una pelota, pero sonreían con sorna cuando intentabas enseñarles cómo hacerlo, como si ya supieran que algún día ganarían el doble del dinero que ganaba Dusty.

—¿En el Instituto Sterling hay alguna política con respecto a la intimidación?

—No permitimos la intimidación.

—Ah —dijo McAfee secamente—. Bueno, es estimulante escuchar eso. Así pues, digamos que si usted presencia intimidaciones de un modo casi diario en los vestuarios, bajo sus narices… , de acuerdo con la política del centro, ¿qué se supone que tiene que hacer?

Dusty le miró fijamente.

—Puede leerlo en las directrices. Como es lógico no las tengo aquí delante.

—Afortunadamente, yo sí —dijo McAfee—. Permítame que le muestre lo que se presenta como Prueba de la Defensa Número Dos. ¿Es ésta la política contra la intimidación del Instituto Sterling?

Agarrándola, Dusty echó un vistazo a la página impresa.

—Sí —confirmó.

—Usted la recibe junto con su Manual del Profesor todos los años en agosto, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y ésta es la versión más reciente, la que corresponde al año académico 2005-2006?

—Supongo que sí —contestó Dusty.

—Señor Spears, quiero que revise este texto muy cuidadosamente, las dos páginas enteras, y me muestre dónde dice qué debe hacer si, como profesor, presencia una intimidación.

Dusty suspiró y comenzó a examinar los papeles. Normalmente, cuando recibía el manual, lo metía en el cajón con los prospectos de comida para llevar. Se sabía lo más importante: no perderse un día de entrenamiento; presentar cambios en el currículo a los jefes de departamento; abstenerse de quedarse solo en una sala con una estudiante de sexo femenino.

—Aquí está —dijo, leyendo—: La Junta Escolar del Instituto Sterling se compromete a proveer un entorno de aprendizaje y trabajo que garantice la seguridad personal de sus miembros. La intimidación física o verbal, el hostigamiento, la agresión, persecución, abuso verbal y el acoso no serán tolerados —concluyó Dusty, levantando la vista—. ¿Eso responde a su pregunta?

—En realidad, no. ¿Qué se supone que usted, como profesor, tiene que hacer si un estudiante intimida a otro?

Dusty leyó un poco más adelante. Había una definición de intimidación, amenaza, abuso verbal. Luego se mencionaba que se recurriría a un profesor o administrador si el comportamiento era presenciado por otro estudiante. Pero no había reglas, ni indicaciones de lo que debería hacer ese profesor o administrador en sí.

—No puedo encontrarlo aquí —dijo.

—Gracias, señor Spears —respondió McAfee—. Eso es todo.

Era lógico que Jordan McAfee llamara a Derek Markowitz a declarar por el hecho de que era el único testigo amigo reconocido de Peter Houghton; pero para Diana tenía valor por lo que había visto y oído, no por sus lealtades. A lo largo de los años que llevaba en la abogacía había visto a muchísimos amigos declarar unos en contra de otros.

—Así que, Derek —dijo Diana, intentando hacer que él se sintiera cómodo—, tú eras amigo de Peter.

Ella lo vio mirar a Peter e intentar sonreírle.

—Sí.

—¿A veces salías con él después de la escuela?

—Sí.

—¿Qué tipo de cosas les gustaba hacer?

—Los dos estábamos muy metidos en computadoras. A veces jugábamos a videojuegos y estábamos aprendiendo a programar para crear algunos juegos nosotros mismos.

—¿Alguna vez Peter diseñó un videojuego sin ti? —preguntó Diana.

—Claro.

—¿Qué ocurría cuando lo terminaba?

—Lo probábamos. Pero también hay sitios de Internet en los que puedes colgar el juego para que otra gente lo valore.

Derek levantó la mirada y vio las cámaras de televisión en la parte trasera de la sala. Se quedó paralizado.

—Derek —dijo Diana—. ¿Derek? —Ella esperó a que él volviera a prestarle atención—. Permíteme que te entregue un CD-ROM. Es la Prueba del Estado Trescientos Dos… ¿Puedes decirme qué es?

—Es el juego más reciente de Peter.

—¿Cómo se llama?

—«Escóndete y chilla».

—¿De qué se trata?

—Es uno de esos juegos en los que vas por ahí disparándoles a los malos.

—¿Quiénes son los malos en este juego? —preguntó Diana.

Derek miró a Peter otra vez.

—Son atletas.

—¿Dónde tiene lugar el juego?

—En una escuela —contestó Derek.

Con el rabillo del ojo, Diana pudo ver a Jordan removiéndose en su silla.

—Derek, ¿estabas en la escuela la mañana del seis de marzo del dos mil siete?

—Sí.

—¿Cuál fue la primera clase que tuviste esa mañana?

—Trigonometría avanzada.

—¿Y la segunda? —preguntó Diana.

—Inglés.

—¿Adónde fuiste luego?

—Tenía gimnasia en la tercera hora, pero estaba muy mal del asma, así que tenía una nota del médico para librarme de la clase. Como había terminado pronto mi trabajo de inglés, le pregunté a la señora Eccles si podía ir a mi coche a buscar la nota.

Diana asintió.

—¿Dónde estaba estacionado tu coche?

—En el estacionamiento de estudiantes, detrás de la escuela.

—¿Puedes mostrarme en este diagrama qué puerta usaste para salir de la escuela al final de la segunda clase?

Derek se inclinó hacia el caballete y señaló una de las puertas traseras de la escuela.

—¿Qué viste, al salir? —prosiguió Diana.

—Mmm, muchos coches.

—¿Alguna persona?

—Sí —contestó Derek—, a Peter. Parecía como si estuviera sacando algo del asiento trasero de su coche.

—¿Qué hiciste?

—Me acerqué a saludarle. Le pregunté por qué llegaba tarde a la escuela, y él se quedó de pie y me miró de una manera extraña.

—¿Extraña? ¿Cómo quieres decir?

Derek sacudió la cabeza.

—No lo sé. Como si por un segundo no supiera quién era yo.

—¿Te dijo algo?

—Dijo «Vete a casa. Está a punto de pasar algo».

—¿Crees que eso era inusual?

—Bueno, era un poco como la «Dimensión desconocida»…

—¿Alguna vez Peter te había dicho algo así antes?

—Sí —respondió Derek quedamente.

—¿Cuándo?

Jordan protestó, como Diana esperaba que lo hiciera, y el juez Wagner denegó la protesta, como ella también esperaba.

—Unas semanas antes —dijo Derek—, la primera vez que estábamos jugando al «Escóndete y chilla».

—¿Qué dijo?

Derek bajó la mirada y musitó una respuesta.

—Derek —dijo Diana acercándose—, tengo que pedirte que hables más alto.

—Dijo «Cuando esto ocurra realmente, será impresionante».

Un zumbido recorrió el público de la sala, como un enjambre de abejas.

—¿Sabías lo que quería decir con eso?

—Pensé que… pensé que estaba bromeando —contestó Derek.

—El día del tiroteo, cuando encontraste a Peter en el estacionamiento, ¿te dijo qué era lo que estaba haciendo en el coche?

—No… —Derek hizo una pausa. A continuación carraspeó—. Yo me reí de lo que había dicho y le dije que tenía que volver a clase.

—¿Qué pasó a continuación?

—Volví a entrar a la escuela por la misma puerta por la que había salido y fui a la oficina a que la señora Whyte, la secretaria, me firmara la nota. Ella estaba hablando con otra chica, que tenía que salir de la escuela porque tenía cita con el ortodoncista.

—¿Y luego? —preguntó Diana.

—Una vez que ella se fue, la señora Whyte y yo oímos una explosión.

—¿Sabías dónde había sido?

—No.

—¿Qué pasó después de eso?

—Miré la pantalla de la computadora del escritorio de la señora Whyte —dijo Derek—. Salía una especie de mensaje.

—¿Qué decía?

—«Preparados o no… ahí voy» —Derek tragó—. Luego oímos unas pequeñas explosiones, como tapones de botellas de champán, y la señora Whyte me agarró del brazo y me arrastró a la oficina del director.

—¿Había una computadora en esa oficina?

—Sí.

—¿Qué había en la pantalla?

—«Preparados o no… ahí voy».

—¿Cuánto tiempo estuvieron en la oficina?

—No lo sé. Diez, veinte minutos. La señora Whyte intentó llamar a la policía, pero no pudo. Pasaba algo con el teléfono.

Diana miró de frente al estrado.

—Señoría, en este momento, la fiscalía quisiera que la Prueba del Estado Número Trescientos Tres sea mostrada al jurado. —Observó cómo el asistente instalaba un monitor de televisión conectado a una computadora, desde donde podría leerse el CD-ROM. ESCÓNDETE Y CHILLA, proclamaba la pantalla. ¡ESCOGE TU PRIMER ARMA!

Un dibujo en tres dimensiones de un chico con anteojos de montura de pasta y un polo de golf cruzaba la pantalla y miraba una colección de ballestas, Uzis, AK-47 y armas biológicas. Elegía una y luego, con la otra mano, la cargaba con municiones. Había un zoom de su rostro: pecas; ortodoncia; ardor en la mirada.

Luego la pantalla se ponía azul y comenzaba a pasar un texto.

«PREPARADOS O NO —se leía—, AHÍ VOY».

A Derek le gustaba el señor McAfee. Él no era gran cosa, pero su esposa era sexy. Además, era probablemente la única otra persona que, sin estar relacionado con Peter, sentía lástima por él.

—Derek —dijo el abogado—, Peter y tú han sido amigos desde sexto grado, ¿verdad?

—Sí.

—Y has pasado mucho tiempo con él en la escuela y fuera de ella.

—Sí.

—¿Alguna vez viste que otros chicos se metieran con Peter?

—Sí. Todo el tiempo —contestó Derek—. Nos llamaban maricones y homosexuales. Nos daban empujones. Cuando caminábamos por los pasillos, nos ponían la zancadilla o nos encerraban en los casilleros. Cosas como ésas.

—¿Alguna vez hablaste con algún maestro acerca de esto?

—Solía hacerlo, pero eso sólo empeoraba las cosas. Luego nos hacían puré por bocones.

—¿Peter y tú hablaron alguna vez de esa situación?

Derek sacudió la cabeza.

—No. Pero estaba bien poder tener a alguien que lo entendía.

—¿Con qué frecuencia se daban esos comportamientos de acoso? ¿Una vez por semana?

Él bufó.

—Más bien una vez al día.

—¿Sólo con Peter y contigo?

—No, también con otros.

—¿Quién era responsable de la mayor parte de las intimidaciones?

—Los atletas —contestó Derek—. Matt Royston, Drew Girard, John Eberhard…

—¿Alguna chica participaba en las intimidaciones?

—Sí, las que nos miraban como si fuéramos insectos en su parabrisas —respondió Derek—. Courtey Ignatio, Emma Alexis, Josie Cormier, Maddie Shaw.

—Entonces, ¿qué haces cuando alguien te encierra en un casillero? —preguntó el señor McAfee.

—No puedes hacerles frente, porque no eres tan fuerte como ellos, y no puedes impedirlo… así que te limitas a esperar que pase.

—¿Sería justo decir que este grupo que has nombrado, Matt, Drew, Courtney, Emma y el resto, iban tras una persona en especial?

—Sí —contestó Derek—, Peter.

Derek miró al abogado de Peter sentarse junto a éste, y a la fiscal levantarse y comenzar a preguntarle de nuevo.

—Derek, has dicho que también se metían contigo.

—Sí.

—Tú nunca ayudaste a Peter a poner juntos una bomba casera para hacer explotar el coche de alguien, ¿o sí?

—No.

—Nunca ayudaste a Peter a manipular las líneas telefónicas y las computadoras del Instituto Sterling para que, una vez que comenzara el tiroteo, nadie pudiera pedir ayuda, ¿o sí?

—No.

—Nunca has robado armas y las has ocultado en tu habitación, ¿o sí?

—No.

La fiscal se acercó un paso a él.

—Nunca has elaborado un plan, como Peter, para entrar en la escuela y matar sistemáticamente a las personas que más te han herido, ¿o sí, Derek?

Derek se volvió hacia Peter, para que pudiera verle los ojos cuando respondiera.

—No —dijo—. Pero a veces desearía haberlo hecho.

De vez en cuando, a lo largo de su carrera como partera, Lacy se había topado con antiguas pacientes en la tienda de comestibles, en el banco o en el sendero de bicicletas. Le habían presentado a sus bebés, que ya tenían tres, siete, quince años. «Mire qué gran trabajo hizo», decían, como si el hecho de traer el niño al mundo tuviera algo que ver con en quién se habían convertido.

Cuando se encontró con Josie Cormier, no supo exactamente cómo reaccionar. Se habían pasado el día jugando al ahorcado; la ironía de lo cual, dado el destino de su hijo, a Lacy no se le había pasado por alto. Conocía a Josie desde que nació; cuando era una niña pequeña y compañera de juegos de Peter. A causa de eso, hubo un momento en que había llegado a odiar a Josie de una manera visceral, cosa que no parecía haberle pasado a Peter; por ser lo suficientemente cruel como para dejar a su hijo atrás. Quizá Josie no hubiera sido responsable del tormento que Peter había sufrido en la escuela y en el instituto, pero tampoco había intervenido y, para Lacy, eso la hacía igualmente responsable.

Sin embargo, Josie Cormier había crecido y se había convertido en una joven despampanante, que permanecía en silencio y pensativa y que no se parecía en nada a esas chicas materialistas y vacuas, asiduas del centro comercial de New Hampshire, o que componían la élite social del Instituto Sterling; chicas que Lacy siempre había comparado mentalmente con las arañas viuda negra, a la constante búsqueda de algo que pudieran destruir. A Lacy la había sorprendido —por lo que sabía, Josie y su novio habían sido la pareja número uno del Instituto Sterling —que Josie la hubiera acribillado a preguntas sobre Peter: ¿Estaba nervioso por el juicio? ¿Era duro estar en la cárcel? ¿Le molestaban allí dentro?

—Deberías enviarle una carta —le había sugerido Lacy—, estoy segura de que le gustaría saber de ti.

Pero Josie había desviado la mirada, y entonces fue cuando Lacy se dio cuenta de que Josie en realidad no estaba interesada en Peter; sólo había intentado ser amable con Lacy.

Cuando la sesión finalizó por ese día, a los testigos se les dijo que podían irse a casa, con la condición de que no miraran las noticias ni leyeran los periódicos ni hablaran del caso. Lacy pidió permiso para ir al baño mientras esperaba a Lewis, que debía de estar luchando con la aglomeración de periodistas que seguramente ocupaban el vestíbulo del tribunal. Acababa de salir del retrete y estaba lavándose las manos, cuando entró Alex Cormier.

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