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Authors: Liza Marklund

Tags: #Intriga, Policiaco

Dinamita (29 page)

BOOK: Dinamita
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—¿Todavía tiene la copia de la factura? —preguntó Annika.

Evert Danielsson se encogió de hombros.

—Lo siento. Tuve que dársela a Christina a cambio del trabajo.

Annika estudió al hombre que tenía enfrente. Quizá contara la verdad. La historia tenía lógica y a él no le favorecía. De pronto recordó dónde había visto el rostro sonriente y amable del director general: el otro día, en una fotografía junto a Christina Furhage en un suplemento especial.

—¿Cómo trabajaba Christina? —preguntó.

—Maravillosamente, por supuesto. Conocía todos los tejemanejes. Tenía a algunos de los pesos pesados de la directiva del COI en sus manos. No sé exactamente cómo lo hacía, pero ejercía mucha influencia sobre algunos de ellos. Creo que era algo de sexo, dinero o drogas, quizá todo a la vez. Christina no dejaba nada al azar.

Annika escribía e intentaba que su expresión fuera neutral.

—Antes apuntó que ella tenía muchos enemigos.

Evert Danielsson se rió corta y secamente.

—Sí —contestó—. Puedo pensar en un buen número de personas desde nuestro tiempo en el banco hasta ahora que querrían verla muerta y descuartizada. Humillaba con frecuencia en público a todos los hombres que actuaban de forma machista cerca de ella, hasta que terminaban por derrumbarse. A veces pienso que disfrutaba haciéndolo.

—¿No le gustaban los hombres?

—No le gustaban las personas, pero prefería a las mujeres. Por lo menos en la cama.

Annika se sorprendió.

—¿Qué le hace pensarlo?

—Creo que tenía una relación con Helena Starke.

—Pero no está seguro.

El hombre miró a Annika.

—A las personas se les nota cuando tienen una relación sexual. Se meten en la vida privada del otro, están demasiado cerca, sus manos se rozan durante el trabajo. Pequeños detalles, pero decisivos.

—Sin embargo no le gustaban todas las mujeres…

—No, en absoluto. Odiaba a las mujeres que coqueteaban. Les cortaba las alas, reprobaba todo lo que hacían y las humillaba hasta que dimitían. A veces pienso que disfrutaba despidiendo a las personas en público. Una de las peores ocasiones fue cuando destituyó a una joven llamada Beata Ekesjö delante de muchísima gente…

Annika abrió los ojos de par en par.

—¿Quiere decir que Beata Ekesjö odiaba a Christina Furhage?

—Con toda seguridad —dijo Evert Danielsson y Annika notó que se le erizaba el pelo de la nuca. Ahora supo que el hombre mentía. El día anterior Beata Ekesjö había dicho que admiraba a Christina Furhage. Christina era su modelo, estaba destrozada por su muerte. No había ninguna duda en ello. Evert Danielsson estaba metiendo la pata, él no podía saber que Annika conocía a esa persona.

Eran las once y media y el restaurante comenzaba a llenarse de comensales. Evert Danielsson se agitó, inquieto, y miró preocupado a su alrededor, pues sabía que allí iba la gente de los Juegos y como es lógico no quería que le vieran con una periodista. Annika se dispuso a hacer las últimas y definitivas preguntas.

—¿Quién cree que dinamitó a Christina, y por qué?

Evert Danielsson se lamió los labios y de nuevo sujetó la tabla de la mesa.

—No sé quién ha podido ser, de verdad, no tengo ni idea. Pero era alguien que la odiaba. Uno no vuela medio estadio si no está muy enfadado.

—¿Sabe si hay alguna conexión entre Christina Furhage y Stefan Bjurling?

Evert Danielsson la miró desconcertado.

—¿Quién es Stefan Bjurling?

—La otra víctima. Trabajaba para una subcontrata, Bygg&Rör AB.

—Ah, Bygg&Rör es una de nuestras subcontratas más utilizadas. Han estado prácticamente en cada obra que el comité ha autorizado en los últimos siete años. ¿Fue uno de sus hombres el que murió?

—¿No lee el periódico? —contraatacó Annika—. Era el encargado, treinta y nueve años, pelo ceniciento teñido, constitución fuerte…

—¡Ah, ése! —dijo Evert Danielsson—. Sí, ya sé quién es, Steffe. Es,
era,
una persona muy desagradable.

—Sus compañeros de trabajo dicen que era alegre y simpático.

Evert Danielsson se rió.

—¡Dios mío, lo que no se diga de los muertos!

—¿Pero había alguna relación entre él y Christina Furhage? —insistió Annika.

El jefe de oficina hizo un círculo con los labios y pensó. Fijó la mirada en un grupo de personas que acababan de entrar en el comedor, se quedó petrificado pero se relajó de nuevo. Al parecer no era nadie conocido.

—Sí, creo que sí —respondió.

Annika esperó inmóvil.

—Christina se sentó junto a Stefan en la gran fiesta de Navidad la semana pasada. Estuvieron hablando hasta mucho después de habernos levantado de la mesa.

—¿Fue en ese restaurante? —preguntó Annika.

—No, no, ésta era la cena de Navidad de la oficina de los Juegos; la otra era la gran fiesta de los Juegos, para todos los funcionarios, voluntarios, todos los empleados de las subcontratas… Ya no tendremos esas fiestas hasta después de los Juegos.

—¿Así que Christina Furhage y Stefan Bjurling se conocían? —repitió Annika sorprendida.

El rostro de Evert Danielsson se ensombreció. Recordó que ya no podía hablar de «nosotros» y que seguramente él no iría a más fiestas de los Juegos.

—Conocerse, conocerse…, esa noche estuvieron hablando. Pero ahora creo que tengo…

—¿Cómo es posible que Stefan estuviera sentado al lado de la directora general? —preguntó Annika rápidamente—. ¿Por qué no estaba junto al portavoz de la dirección u otro de los jefes?

Evert Danielsson la miró irritado.

—Porque no estaban ahí, era una fiesta para los empleados, aunque el ambiente era muy refinado. Christina había elegido el Salón Azul del Ayuntamiento.

Se levantó y empujó la silla con las piernas.

—¿De qué cree que hablaron?

—No tengo ni idea. Ahora me tengo que ir.

Annika se levantó, recogió sus cosas de la silla de al lado y le dio la mano al jefe de oficina despedido.

—Llámeme si quiere contarme algo más —dijo ella.

El hombre asintió con la cabeza y se apresuró a salir del restaurante.

En lugar de doblar a la derecha al salir, Annika bajó un piso por la escalera y entró en el lugar de trabajo de Anne Snapphane. Informaron a Annika de que se había tomado el día libre; ¡qué suerte la suya! La recepcionista pidió un taxi para Annika.

Mientras el coche zumbaba en medio de la nevada, de vuelta al periódico ordenó la información mentalmente. No podía contarle esto a la policía, sus fuentes estaban protegidas por la Constitución. Pero podía utilizar la declaración de Evert Danielsson para hacer preguntas, hasta las relacionadas con él mismo.

Lena podía oír a Sigrid, la asistenta, canturrear en la cocina mientras metía los platos del día anterior en el lavaplatos. Sigrid era una mujer que frisaba los cincuenta, cuyo marido la había abandonado cuando las hijas se hicieron mayores y Sigrid estaba demasiado gorda. Limpiaba, lavaba los platos, compraba, hacía la colada y cocinaba por lo que equivalía a media jornada para la familia Furhage-Milander. Llevaba haciéndolo dos años. A Christina le vino bien la recesión; antes había tenido dificultad, tanto para encontrar asistentas como para conservarlas, pero estos últimos años la gente había aprendido a no abandonar sus trabajos. Para ser fieles a la verdad, puede que todos los pactos de confidencialidad que mamá obligaba a firmar a los empleados y las amenazas de denuncias quizá ocasionaran un cierto enfriamiento en sus ganas de trabajar para ella. Pero Sigrid parecía estar a gusto, y nunca se había sentido tan satisfecha como aquellos últimos días. Parecía disfrutar de estar en el centro de los acontecimientos, de poder moverse libremente en casa de la mundialmente famosa víctima. Seguramente se mordía los labios por haber firmado el acuerdo de confidencialidad. Si hubiera podido, Sigrid habría contado de todo a los medios. Había llorado con gran efecto en casa de vez en cuando, pero era el mismo tipo de lágrimas que las que la gente vertió por la princesa Diana, Lena las reconoció. Sigrid apenas había visto a mamá después de firmar el acuerdo de confidencialidad, aunque había limpiado las manchas de pasta de dientes de mamá en el espejo del cuarto de baño y había lavado sus bragas sucias durante dos años. Eso quizá podría producir una cierta sensación de intimidad.

Sigrid había comprado la primera edición de los dos periódicos de la tarde y los había dejado sobre la mesa de cristal del recibidor. Lena cogió los periódicos y se los llevó a la biblioteca, donde su pobre padre dormía en el sofá con la boca abierta. Se sentó en su sillón y puso los pies sobre el velador antiguo, a su lado. Los dos periódicos sensacionalistas estaban llenos de la nueva explosión asesina, pero también tenían una serie de datos sobre la muerte de mamá. No pudo evitar leer sobre los detalles del explosivo, que ya había sido analizado. Quizá el psicólogo que dijo que no era una pirómana estuviera equivocado. Ella sabía que disfrutaba con el fuego y con todo lo que tuviera que ver con explosiones e incendios. También los coches de bomberos, los extintores, las bocas de agua y las máscaras de gas la excitaban y le producían escalofríos por todo el cuerpo. Bueno, le habían dado el alta y no tenía intención de informar a los médicos de que posiblemente el diagnóstico era incorrecto.

Hojeó un periódico y continuó con el siguiente; en la página anterior a la central sintió un golpe en la boca del estómago. Mamá la miraba desde el periódico, sus ojos sonreían y bajo la foto decía con mayúsculas:
La mujer ideal
. Lena tiró el periódico y gritó, un alarido que rasgó el tranquilo silencio del piso estilo modernista. El pobre papá se despertó y miró desconcertado con la saliva colgándole como un lapo de la comisura de los labios. Ella se levantó, tiró el velador contra la puerta y agarró la estantería de libros más cercana. Toda la sección se desplomó, la madera y los libros cayeron con un ruido ensordecedor y destrozaron la televisión y la mesa del estéreo.

—¡Lena!

Ella oyó el grito desesperado del padre a través de la niebla de odio y se detuvo.

—¡Lena, Lena! ¿Qué haces?

Bertil Milander alargó los brazos hacia su hija; su expresión acongojada hizo que la desesperación de la joven se contuviera.

—¡Oh, papá! —exclamó y se abalanzó sobre sus brazos.

Sigrid cerró la puerta con cuidado y fue a buscar bolsas de basura, escoba y aspiradora.

Cuando Annika regresó a la redacción se encontró con Patrik y Eva-Britt Qvist. Iban al restaurante y Annika decidió acompañarlos. Vio que la secretaria de redacción se molestaba; seguro que Eva-Britt tenía pensado hablar mal de ella. El restaurante de los empleados, que en realidad se llamaba «Tres Coronas», era llamado «Siete Ratas» después de un histórico control que hicieron las autoridades sanitarias. Ahora estaba tan lleno que no hubiera tenido cabida ni la cría de un roedor.

—Lo que hiciste ayer fue fantástico —dijo Annika a Patrik mientras cogía una bandeja naranja al principio del mostrador del autoservicio.

—¿Te parece? ¡Qué bien! —exclamó el reportero resplandeciente.

—Hiciste que el análisis fuese interesante, a pesar de estar lleno de detalles técnicos. El barrenero con quien hablaste de los diferentes tipos de dinamita era muy bueno, ¿de dónde lo sacaste?

—De las páginas amarillas. ¡Fue increíble! ¿Sabes lo que hizo? Explosionó tres cargas por teléfono para que pudiera oír las diferencias entre las distintas marcas.

Annika rió, pero Eva-Britt Qvist no.

El menú del día estaba compuesto de ensalada de arenque con jamón y bacalao macerado en vinagre, Annika tomó una hamburguesa de queso y patatas fritas. Las únicas mesas vacías estaban en la cafetería, en la zona de fumadores. Por eso comieron rápida y silenciosamente y se fueron a la redacción a tomar un café y discutir los trabajos del día.

Al subir se encontraron con Nils Langeby. Había regresado al periódico después de tener unos días libres a cambio de las horas extraordinarias del fin de semana. El hombre se irguió al ver a Annika y sus acompañantes.

—¿Hoy tenemos reunión? —preguntó provocativamente.

—Sí, dentro de un cuarto de hora, en mi despacho —respondió Annika.

Primero quería ir al baño y luego organizar el trabajo.

—Qué bien, creo que últimamente descuidamos mucho las reuniones —dijo Nils Langeby.

Annika hizo como si no le hubiera oído y fue al lavabo de mujeres. Tuvo que contenerse para no decirle algo mordaz al viejo reportero. Era un amargado, un malvado y un loco, pensaba Annika. Pero ella era su jefa, y por lo tanto estaba obligada a esforzarse para que la colaboración funcionase. Sabía que lo que Nils quería era que ella metiera la pata y no quería darle ese gusto.

Nils Langeby ya se había sentado cómodamente en el sofá del despacho de Annika cuando ella regresó del lavabo. Le irritó sobremanera que hubiera entrado sin estar ella, pero procuró no manifestarlo.

—¿Dónde están Patrik y Eva-Britt? —preguntó Annika en cambio.

—Eso ya deberías saberlo; creía que tú eras la jefa —respondió Nils Langeby.

Ella salió y dijo a Patrik y a Eva-Britt que fueran a su despacho; luego se fue hacia el jefe de redacción Ingvar Johansson y le pidió que también viniera. De camino cogió una taza de café.

—¿No me has traído una a mí? —le reprochó Nils Langeby ofendido cuando entró en el despacho.

«Respira hondo», pensó Annika y se sentó a su mesa.

—No —contestó—. No sabía que quisieras café. Pero tienes tiempo de ir por uno, si te das prisa.

El hombre no se movió de su sitio. Los otros entraron y se sentaron.

—Okey—comenzó Annika—. Cuatro cosas. Una: la caza del Dinamitero; ahora la policía debe tener pistas. Tenemos que conseguirlas hoy. ¿Alguien tiene un buen contacto?

Dejó la pregunta en el aire, la mirada voló por las personas de la habitación, Patrik pensaba a conciencia, Ingvar Johansson se mostraba indiferente, Eva-Britt Qvist y Nils Langeby esperaban a que ella metiera la pata.

—Yo puedo investigar un poco —dijo Patrik.

—¿Qué creía la policía ayer noche? —inquirió Annika—. ¿Te pareció que buscaban nexos entre las víctimas?

—Sí, por supuesto —respondió Patrik—. Cualquier cosa, podrían muy bien ser los mismos Juegos, pero algo me hace pensar que hay más. Parecen estar concentrados y callados, probablemente esperando una pronta detención.

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