—Tenemos que estar encima —dijo Annika—. No nos vale sólo vigilar la radio de la policía y confiar en los soplos; debemos prever si habrá alguna detención. La foto del Dinamitero esposado entrando en un coche de policía sería una exclusiva mundial.
—Intentaré conseguir algo —dijo Patrik.
—Bien, yo también haré algunas llamadas. Dos: sé que había una conexión, las víctimas se conocían. Estuvieron sentados juntos en la fiesta de Navidad de la semana pasada.
—¡Dios mío! —exclamó Patrik—. ¡Esto es buenísimo!
Ahora Ingvar Johansson también se despertó.
—¡Imagina que hubiera una foto! —dijo él—. ¡Increíble! Imaginad la foto: las víctimas de las explosiones abrazándose bajo el muérdago, y luego el titular: «Ahora Ambos Están Muertos».
—Yo me ocupo de las fotos —informó Annika—. Puede que haya más conexiones entre las víctimas. Estuve con Evert Danielsson esta mañana. Cuando le describí a Stefan Bjurling, supo al momento quién era. «Steffe», dijo. Es posible que Christina Furhage también lo conociera, antes de la fiesta de Navidad.
—¿Por qué fuiste a ver a Danielsson? —preguntó Ingvar Johansson.
—Quería hablar —contestó Annika.
—¿Sobre qué? —inquirió Ingvar Johansson, y Annika comprendió que le había tendido una trampa. Ahora tenía que decir algo; si no tendría el mismo problema que en la reunión de las seis de la tarde del lunes, y no quería que eso sucediera, especialmente estando presentes Nils Langeby y Eva-Britt Qvist.
—Dijo que creía que Christina Furhage era lesbiana —contestó—. Creía que Christina Furhage tenía una relación con una mujer de la oficina, Helena Starke, pero no tenía pruebas. Dijo que sólo era una corazonada.
Todos permanecieron en silencio.
—Tres: ¿estaba Stefan amenazado? ¿Alguien sabe algo? ¿No?Okey,yo me encargo. Y por último, cuatro: ¿qué pasa ahora? ¿La seguridad, los Juegos? ¿Estará todo listo a tiempo? ¿Qué grupos terroristas están controlando etc., etc.? ¿Estáis trabajando en ello en la redacción general?
Ingvar Johansson resopló.
—¡No, joder! Hoy apenas tenemos reporteros. Todos se han tomado el día libre.
—Nils, ¿puedes encargarte? —dijo Annika. Lo formuló como una pregunta pero en realidad era una orden.
—¡Vaya! —respondió Nils Langeby—. Me pregunto cuánto tiempo tenemos que estar aquí sentados escuchando esto.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Annika irguiéndose.
—¿Tenemos que estar aquí sentados como escolares mientras nos metes el trabajo por la boca? ¿Y dónde coño está el análisis? ¿La reflexión? ¿El razonamiento? Eso que solía ser la seña de identidad del
Kvällspressen
, ¿no?
Annika pensó un instante cómo reaccionar. Podía afrontar la situación: le pediría a Nils Langeby que precisara, le crucificaría al no poder hacerlo, le acorralaría en una esquina y le asustaría. Tardaría por lo menos una hora… pero todo el cuerpo le decía que no tenía fuerzas.
—Sí, entonces encárgate tú de eso —contestó en cambio y se levantó—. ¿Algo más?
Primero salieron Ingvar Johansson y Patrik, luego les siguieron Eva-Britt Qvist y Nils Langeby. Pero al llegar a la puerta Nils Langeby se detuvo y se dio la vuelta.
—Es una pena que esta sección haya perdido calidad —dijo—. Ahora sólo hacemos mierda. ¿No te das cuenta de que siempre nos superan los otros medios?
Annika se acercó a él y sujetó la puerta.
—Ahora no tengo tiempo para esto —respondió sofocada—. Sal de aquí.
—Me parece lamentable que un jefe no pueda aceptar una simple sugerencia —respondió Nils Langeby. Salió provocativamente despacio.
«Ya no sé qué hacer con este hombre —se dijo Annika—. La próxima vez que se queje le voy a partir la boca.»
Cerró la puerta para poder pensar, se fue a la mesa y se sentó. Buscó en la guía telefónica Bygg&Rör y encontró un número de móvil al final de la lista. Resultó ser, por supuesto, el del director de la compañía, un hombre de mediana edad que se encontraba en alguna obra.
—Sí, estuve en la fiesta de Navidad —respondió.
—¿Por casualidad tenía una cámara? —preguntó Annika.
El hombre le dijo algo a alguien a su lado.
—¿Una cámara? No, no tenía. ¿Por qué?
—¿Sabe si alguien tenía una? ¿Nadie sacó fotos?
—¿Qué? Está allí, detrás del andamio. Fotos, sí, seguro. ¿Por qué lo pregunta?
—¿Sabe si Stefan Bjurling llevó alguna cámara?
El hombre permaneció un rato en silencio, sólo se oía el ruido de unas máquinas. Cuando el director habló, el tono era distinto.
—Oiga señora, ¿de dónde dice que llama?
—Le dije que del periódico
Kvällspressen
, me llamo Annika Be…
Él colgó.
Annika colgó el teléfono y pensó un momento. ¿Quién podía haber sacado una foto de Stefan Bjurling junto a la mundialmente famosa directora general de los Juegos?
Respiró profundamente un par de veces y luego marcó el número de teléfono de la casa de Eva Bjurling, en Farsta. La voz de la mujer, al contestar, sonó cansada pero serena. Annika pronunció las típicas palabras de condolencia, pero la mujer la cortó.
—¿Qué quiere?
—Me preguntaba si su marido conocía a Christina Furhage, la directora general del comité —dijo Annika.
La mujer pensó.
—Yo por lo menos no —respondió—. Pero seguro que Steffe la conocía; a veces hablaba de ella.
Annika encendió el magnetófono.
—¿Qué decía?
La mujer resopló.
—No sé. Hablaba de ella, decía que era una tía fuerte y eso. No recuerdo…
—Pero no le dio la impresión de que se conocieran personalmente.
—No, no le podría decir. ¿Qué le hace pensarlo?
—Sólo me lo preguntaba. Estuvieron sentados juntos en la fiesta de Navidad la semana pasada.
—¿Sí? Steffe no me dijo nada. Dijo que fue una fiesta muy aburrida.
—¿Llevó alguna cámara a la fiesta?
—¿Steffe? No, nunca. Pensaba que eran una estupidez.
Annika dudó unos segundos, pero luego se decidió a hacer la pregunta que en realidad quería hacer.
—Perdone si le parezco inoportuna, pero ¿cómo puede estar tan serena?
La mujer resopló de nuevo.
—Por supuesto que estoy triste, pero Steffe no era precisamente el mejor hijo de Dios —respondió—. En realidad era bastante duro estar casada con él. Había pedido el divorcio dos veces pero en ambas me eché atrás. No era posible acabar con él. Siempre regresaba, nunca se daba por vencido.
La escena le resultaba conocida; Annika sabía qué pregunta debía hacer ahora.
—¿La maltrataba?
La mujer dudó un instante, pero al parecer se decidió a ser sincera.
—Una vez fue condenado por malos tratos y amenazas. El juez dictó una orden de alejamiento, pero él la violaba continuamente. Al final me di por vencida y le dejé volver —dijo la mujer con tranquilidad.
—¿Confiaba en que cambiara?
—Él dejó de prometer eso, ya habíamos pasado ese estadio. Pero después mejoró realmente. El último año no fue demasiado malo.
—¿Ha ido alguna vez a un centro de acogida?
Lo preguntó con total naturalidad; Annika lo había pronunciado cientos de veces durante los últimos años. Eva Bjurling dudó un instante pero también se decidió a responder.
—Un par de veces, aunque fue muy duro para los niños. No podían ir a la guardería ni al colegio habitual; era demasiado complicado.
Annika aguardó en silencio.
—Se pregunta por qué no estoy destrozada, ¿verdad? —dijo Eva Bjurling—. Claro que lo siento, sobre todo por los niños. Claro que querían a su padre, pero estarán mejor ahora que ha muerto. A veces bebía mucho. Así que…
Permanecieron en silencio un rato.
—No la voy a molestar más —dijo Annika—. Gracias por ser tan sincera, es importante tener claras estas cosas.
La mujer se preocupó de pronto.
—¿Va a escribir esto? Los vecinos no saben lo que pasaba.
—No —respondió Annika—. No pienso escribir esto, pero está bien que lo sepa, así quizá pueda impedir que ocurra otra vez.
Terminaron la conversación y Annika apagó el magnetofón. Permaneció sentada a la mesa un instante, mirando al vacío. Los malos tratos a mujeres existían en todas partes, lo había aprendido con los años. Había escrito muchas series de artículos sobre las mujeres y la violencia a la que eran sometidas, y mientras sus pensamientos volaban libremente, de repente se dio cuenta de otra cosa totalmente distinta. Aquí había otro nexo entre las víctimas de las bombas. Ambos habían sido loados inicialmente por personas que no los conocían demasiado bien. Ambos resultaron ser unos auténticos cerdos, a no ser que Evert Danielsson mintiera sobre Christina.
Suspiró y encendió suMac.Mejor escribirlo todo ahora que todavía estaba fresco. Mientras se cargaban todos los programas del ordenador cogió su bloc del bolso. No sabía qué pensar de Evert Danielsson. Por un momento parecía profesional y competente, al siguiente lloraba porque le habían quitado el coche de empresa. ¿Eran realmente los hombres poderosos tan sensibles y simples? La respuesta al parecer era que sí. Los poderosos no son distintos a las demás personas. Si pierden su trabajo o algo que ha sido importante para ellos, entran en crisis. Una persona en crisis, agobiada, no reacciona racionalmente, independientemente del título que tenga.
Casi había terminado de escribir sus notas cuando sonó de nuevo el teléfono.
—Me dijiste que te llamara si escribíais algo mal —espetó alguien.
La voz era de una mujer joven, Annika no conseguía recordarla.
—Sí, por supuesto —contestó ella e intentó sonar neutral—. ¿En qué te puedo ayudar?
—Eso me dijiste cuando estuviste en nuestra casa el domingo: que podía llamarte si salía algo mal en el periódico, y ahora verdaderamente habéis ido demasiado lejos.
Era Lena Milander. Annika abrió los ojos de par en par y conectó el magnetofón.
—¿Qué quieres decir?
—Supongo que debes haber leído tu propio periódico. Tenéis una foto grandísima de mamá y habéis escrito debajo
La mujer ideal
. ¿Qué sabéis vosotros?
—¿Qué te parece a ti que debíamos escribir? —preguntó Annika.
—Nada de nada —contestó Lena Milander—. Dejad en paz a mi madre. Ni siquiera está enterrada.
—Por lo que sabemos tu madre era la mujer ideal —dijo Annika—. ¿Cómo podemos saber que no lo es si nadie nos cuenta nada?
—¿Por qué tenéis que escribir?
—Tu madre era un personaje público. Ella había elegido serlo. La imagen que tenemos de ella la creó ella misma. Si nadie nos informa de lo contrario, eso es lo único de lo que disponemos.
Lena Milander permaneció en silencio un instante, luego dijo:
—Ven al Pelikan en Söder, dentro de media hora. Después me prometerás que nunca más escribiréis esas tonterías.
Tras esto colgó y Annika miró sorprendida el auricular. Guardó rápidamente las notas de la reunión con Evert Danielsson en un disquete, borró el documento del ordenador, cogió el bolso, la ropa de abrigo y se fue.
Anders Schyman estaba sentado en su despacho y revisaba las estadísticas de ventas del pasado fin de semana. Se sentía bien; así tenía que ser. El sábado elKonkurrentenhabía vendido más ejemplares que el
Kvällspressen
, como solía ocurrir. Pero el domingo hubo un cambio de tendencia. Entonces fue el
Kvällspressen
quien ganó la guerra de tirada por primera vez desde hacia más de un año, a pesar de que elKonkurrententenía un suplemento dominical mayor y más elaborado. La noticia sobre la explosión en el estadio olímpico de Estocolmo hizo que el
Kvällspressen
vendiera más; el artículo definitivo era por supuesto el de la primera página y el titular, el hallazgo de Annika de que Christina Furhage estaba amenazada de muerte.
Llamaron a la puerta. Eva-Britt Qvist estaba en el umbral.
—Entra por favor —dijo el director y mostró una silla al otro lado del escritorio.
La secretaria de redacción esbozó una escueta sonrisa, se arregló la falda y carraspeó.
—Bueno, es que me parece que tengo que hablar contigo sobre una cosa.
—Adelante —respondió Anders Schyman y se reclinó en la silla. Se puso las manos detrás de la nuca y estudió a Eva-Britt Qvist tras los párpados entrecerrados. Ahora sucedería algo desagradable, estaba seguro.
—Creo que últimamente se ha creado una atmósfera muy fastidiosa en la redacción de sucesos —contó la secretaria de redacción—. Ya no hay verdadero ambiente de trabajo. Yo, que he trabajado aquí desde hace tanto tiempo, pienso que es un error que aceptemos esta situación.
—Sí, no podemos permitirlo —contestó Anders Schyman—. ¿Me puedes dar un ejemplo de algo realmente fastidioso?
La secretaria de redacción se contrajo y pensó.
—Sí, bueno, es muy triste que a alguien se le ordene trabajar con voces fuera de tono, cuando una está horneando un bollo, justo antes de Navidad. Debería haber algo de flexibilidad en la redacción.
—¿Te han llamado para que trabajaras cuando estabas haciendo un bollo? —preguntó Schyman.
—Sí, Annika Bengtzon lo hizo.
—¿Tenía que ver con la explosión?
—Sí, me parece que no tiene ningún tacto.
—¿Así que no te parece que tengas que hacer horas extraordinarias cuando todos los demás las hacen? —preguntó tranquilamente—. Los sucesos trágicos de esta magnitud ocurren, gracias a Dios, rara vez en nuestro país.
Las mejillas de la mujer enrojecieron ligeramente y ella decidió atacar.
—¡Annika Bengtzon no sabe comportarse! ¿Sabes lo que dijo hoy después del almuerzo? Bueno, ¡que le rompería la boca a Nils Langeby!
Anders Schyman tuvo que contener la risa.
—Vaya. ¿Le dijo realmente eso a Nils Langeby?
—No, no se lo dijo a nadie, se lo dijo a sí misma, pero yo la oí. Fue absolutamente innecesario, no hay por qué expresarse así en el periódico.
El director se inclinó hacia adelante y colocó sus manos cerradas casi al otro extremo de la mesa.
—Tienes toda la razón, Eva-Britt, no es apropiado decir eso. Pero ¿sabes lo que creo que es peor? Que los compañeros de trabajo corran como niños al jefe para chivarse.
Eva-Britt Qvist se quedó pálida, luego carmesí. Anders Schyman mantuvo la mirada fija en la mujer. Ella se miró las rodillas, levantó la vista, volvió a bajarla, se puso de pie y salió. Seguramente se pasaría el siguiente cuarto de hora llorando en el cuarto de baño.