—Annika, Annika, ya está bien, sea lo que fuere lo arreglaremos, Annika, ¿oyes lo que te digo?
Contuvo la respiración y levantó la cabeza. Estaba deslumbrada y dolorida. Era Anders Schyman.
—Perdona, yo… —balbuceó e intentó secarse el maquillaje de la cara con el dorso de la mano—. Perdón.
—Toma mi pañuelo. Siéntate bien y sécate, voy a buscarte un vaso de agua.
El director desapareció por la puerta y Annika hizo mecánicamente como le había pedido. Anders Schyman regresó con un vaso de plástico de agua fría y cerró la puerta tras de sí.
—Ahora bebe un poco, y cuéntame qué ha pasado.
—¿Has hablado con Spiken sobre el titular? —preguntó.
—De eso me ocuparé luego, no es tan importante. Sin embargo estoy preocupado por ti. ¿Por qué estás tan desconsolada?
Comenzó a llorar de nuevo, esta vez lenta y calladamente. El director esperó en silencio.
—Sobre todo estoy cansada y agotada —dijo después de recomponerse de nuevo—. Y Spiken dijo cosas que yo sólo había oído en mis pesadillas, que era una idiota inútil, que no daba la talla y…
Ella se reclinó en la silla, ahora que lo había dicho todo, se sentía mejor.
—Él no tiene ninguna confianza en mí como jefa, eso está bien claro. Seguramente hay muchos que son de la misma opinión.
—Quizá —contestó Anders Schyman—, pero eso no importa. Lo importante es que yo tengo confianza en ti, y estoy completamente seguro de que eres la persona correcta para este puesto.
Ella respiró profundamente.
—Quiero dejarlo —anunció ella.
—No puedes —respondió él.
—Presento mi dimisión.
—No la acepto.
—Quiero dejarlo ahora, esta noche.
—Lo siento pero no puedo. Había pensado ascenderte.
Se calmó y miró fijamente a su jefe.
—¿Por qué? —preguntó sorprendida
—No quería decírtelo todavía, pero a veces hay que cambiar los planes. Tengo muchos proyectos con respecto a ti, Annika. Será mejor que te lo cuente, antes de que decidas abandonar la empresa para siempre.
Miró escéptica a Anders Schyman.
—El periódico se encuentra ante grandes cambios —informó el director—. No creo que hoy los empleados puedan imaginar lo grandes que serán. Tenemos que adaptarnos a nuevos departamentos, a la sociedad de la tecnología y la información y al aumento de competencia por parte de los periódicos gratuitos, y sobre todo debemos impulsar nuestro periodismo. Para conseguir todo esto al mismo tiempo necesitamos jefes de redacción que sean competentes en estos ramos. Estos no crecen en los árboles. O nos sentamos a esperar y desear que aparezca alguien así, o podemos hacer que las personas en las que más confiamos se preparen para afrontar los nuevos retos a tiempo.
Annika escuchaba con los ojos abiertos de par en par.
—Yo trabajaré como mucho diez años más, Annika, quizá sólo cinco. Debe haber gente que esté preparada y que pueda ocupar mi puesto. No digo que seas tú, pero tú eres una de las tres personas en las que confío. Hay muchas cosas que debes aprender hasta entonces, entre otras a controlar tu humor. Pero todo esto son detalles de la totalidad que hacen que tú seas uno de los candidatos más adecuados para sucederme. Tú eres creativa y rápida, lo cierto es que nunca había visto nada igual. Te responsabilizas y aceptas los retos con la misma autoridad, eres estructurada, competente y tienes iniciativa. No voy a permitir que un jefe de noche idiota te eche de aquí, espero que lo comprendas. No eres tú la que se tiene que ir, es ese idiota.
La posible directora parpadeó sorprendida.
—Así que apreciaría que esperases a dejarlo hasta después de Año Nuevo —continuó Schyman—. Hay un par de personas en la redacción que te desean mal, y de la maldad es difícil protegerse. Hay que eliminarla. Deja que tome algunas medidas en la redacción hasta entonces, y cuando todo lo del Dinamitero se haya calmado podremos hablar. También me gustaría discutir tus estudios y qué clase de cursos te convendría realizar. Deberíamos comenzar haciendo un plan sobre las posiciones que deberías ocupar hasta entonces. Es importante que aprendas la estructura de toda la redacción; también debes tener conocimientos técnicos y de organización del resto de la empresa. Tienes que ser aceptada y respetada en todas partes; eso es importantísimo, y tú serás la elegida si lo hacemos todo bien.
Annika estaba boquiabierta. No podía creer que lo que oía fuese verdad.
—¿De verdad has pensado en todo esto? —preguntó sorprendida.
—Esta no es ninguna propuesta para ser directora, es una recomendación para que sigas trabajando y adquiriendo experiencia para que en el futuro el puesto pueda ser tuyo. No me gustaría que le contaras esto a nadie de momento, sólo a tu marido. ¿Qué dices?
Annika se turbó.
—Gracias —dijo ella.
Anders Schyman sonrió.
—Ahora tómate unas vacaciones hasta después de Año Nuevo. Tus días libres deben ser tan largos como el Himalaya.
—Había pensado trabajar mañana por la mañana, y no quiero cambiar eso sólo porque Spiken se haya portado como un imbécil. Espero poder tener mi imagen de Christina Furhage lista para entonces.
—¿Algo que podamos publicar?
Movió la cabeza apenada.
—En realidad no lo sé. Debemos hablar sobre ello en detalle. Es una historia terriblemente trágica.
—¡Qué interesante! Nos ocuparemos luego.
Anders Schyman se levantó y salió. Annika permaneció sentada con una fuerte sensación de paz interior y sorpresa. Era tan fácil volver a sentirse bien, se necesitaba tan poco para borrar una noche negra de desesperación… Una verdadera satisfacción; despues era como si esa ejecución pública fuera, en la redacción, no hubiera tenido lugar.
Se puso el abrigo, buscó la salida trasera, cogió un taxi en la parada y se dirigió a casa.
Thomas ya estaba dormido; ella se quitó los últimos restos de maquillaje, se lavó los dientes y se metió en la cama junto a su marido. Y en la oscuridad, con el techo flotando sobre ella en la penumbra, recordó lo que le había sacado a la policía por la noche.
Sabían quién era el Dinamitero, y pronto sería detenido.
Maldad
Mi intuición me dijo pronto que existía y que era poderosa. La razón a mi alrededor, en forma de cuentos y adultos, intentó quitarme mi sabiduría. «Era sólo de mentira», decían. «Eso no pasa nunca de verdad y además al final, los buenos siempre ganan.» Yo sabía que no era cierto, pues había oído el cuento de Hansel y Gretel. Ahí la maldad triunfaba por todas partes, aun cuando la perspectiva del escritor sostuviera que ocurría lo contrario. La maldad obligaba a los pequeños a ir al bosque, la maldad cebaba a Hansel y calentaba el horno, pero Gretel resultó ser la más mala de todos, pues era la única que cometía un asesinato.
Los cuentos de este tipo nunca me asustaban. Las naturalezas que una conoce bien no asustan. Eso me dio ventaja sobre el mundo.
Mis experiencias posteriores me mostraron que tenía razón. En nuestro país hemos cometido el gran error de abolir la maldad. Oficialmente no existe. Suecia es un Estado de derecho, así que la comprensión y la lógica han ocupado su lugar. Eso hizo que la maldad se mudara bajo tierra, y ahí, en la oscuridad, era donde mejor se encontraba. Creció alimentada por la envidia y el odio reprimido, con el tiempo se convirtió en impenetrable y tan negra que ya no se veía. Pero yo la reconocía. El que una vez se ha familiarizado con su naturaleza sabe olfatearla allí donde esté.
Quien ha aprendido de su Gretel sabe cómo tratar la maldad. A la maldad hay que desterrarla con la maldad, no hay otra solución. Vi la maldad en los rostros malintencionados en mi lugar de trabajo, en los ojos de la junta directiva, en la sonrisa acartonada de los compañeros, y yo les sonreía. En ninguna parte se veía su naturaleza apocalíptica, se ocultaba detrás de las negociaciones sindicales y las discusiones formales. Pero yo la conocía, y también jugaba. A mi no me podía engañar. Sacaba un espejo y le devolvía su poder.
Pero yo veía que prosperaba en la sociedad. Notaba como la violencia contra algunos de mis empleados era tomada a la ligera por la policía y los fiscales. Una mujer de mi departamento había denunciado a su ex marido una veintena de veces; la policía calificó cada denuncia como «pelea familiar». Asuntos Sociales designó un mediador, pero yo sabía que era una pérdida de tiempo. Sentí el hedor de la maldad, y sabía que no quedaba tiempo. La mujer moriría porque nadie la había tomado en serio. «No quería hacer mal, en realidad sólo quería ver a los niños», dijo una vez el mediador, yo lo oí. Entonces ordené a mi secretaria que cerrara la puerta, pues la incapacidad de actuar de las personas me pone de mal humor.
Al poco tiempo la mujer fue degollada con un cuchillo de cocina y los conocidos reaccionaron con sorpresa y consternación. Buscaron explicaciones, pero no tuvieron en cuenta lo más evidente.
La maldad había escapado una vez más.
El apartamento estaba vacío cuando Annika despertó. Eran las ocho y media y el sol brillaba tras la ventana del dormitorio. Se levantó y encontró una gran nota en la puerta de la nevera, sujeta con un tomate imán:
Gracias por existir.
Besos de tu hombre.
PD. Llevo a los niños a la guardería, te toca recogerlos.
Comió una rebanada de pan con queso mientras hojeaba el periódico de la mañana. También apostaban por la reducción del gasto regional y habían comenzado a sacar su material navideño, documentales históricos sobre las Navidades y cosas por el estilo. No había nada nuevo sobre el Dinamitero. Se dio una ducha rápida, puso un vaso de agua en el microondas, le añadió café en polvo y lo bebió mientras se vestía. Cogió el 62 hasta la vieja entrada del
Elfina Morgontidningen
y entró por la puerta trasera a la redacción. No quería ver a nadie hasta saber lo que se había publicado sobre la vida sexual de Christina Furhage.
En el periódico no había ni una sola línea indecente sobre Christina Furhage o Helena Starke. Annika encendió el ordenador y entró en lo que se llamaba «lista histórica». Allí se podían leer los artículos que habían sido borrados el día anterior.
En efecto, Nils Langeby había escrito un artículo que se llamaba «Furhage lesbiana». El artículo había sido retirado a las veintidós cincuenta de la noche. Annika lo
pinchó
en la pantalla y dejó volar la vista sobre el texto. Se quedó pasmada al leer lo que había escrito. La fuente nombrada que debía confirmar que Christina Furhage era lesbiana, era una mujer de las oficinas de los Juegos que Annika nunca había oído nombrar. La mujer decía: «Sí, por supuesto que lo sospechábamos. Christina siempre quería trabajar con Helena Starke, y muchos de nosotros pensábamos que era extraño. Todos sabíamos que Helena Starke era una de ésas… Algunos pensaban que tenían una relación». Unas líneas más abajo el reportero citaba un par de fuentes sin identificar que decían haber visto a las dos mujeres juntas por la ciudad.
Al final había una cita de Helena Starke: «La última vez que vi a Christina fue en el restaurante Vildsvin el viernes por la noche. Abandonamos el local juntas. Cada una se fue a su casa».
Eso era todo. No era de extrañar que Schyman hubiera detenido el artículo.
Annika continuó leyendo y tuvo una desagradable corazonada, ¿cómo diablos había conseguido Nils Langeby el número de teléfono secreto de Helena Starke? ¿Habría llegado a hablar con ella?
Buscó la guía de teléfonos electrónica de la redacción y descubrió que había cometido un error al introducir el número secreto en el ordenador. Había escrito el número de teléfono de Helena Starke en el archivo general y no en el suyo privado. Sin dudarlo levantó el auricular y marcó el número de Helena para pedir disculpas por el comportamiento de Nils Langeby. Se encontró con la voz automática de Telia: «El número del abonado está cancelado a petición propia. No hay otro número». Helena Starke había abandonado el país.
Annika suspiró y estudió lo que se había publicado. Habían elegido un titular distinto al del Dinamitero: un famoso hablaba sobre su enfermedad incurable. Era un presentador de deportes de televisión; padecía intolerancia al gluten, alergia a la harina, y contaba cómo había cambiado su vida después del diagnóstico, hacía un año. Era un titular perfectamenteokeypara un día como éste, el día antes. Anne Snapphane se abalanzaría sobre él. La fotografía de Christina Furhage y Stefan Bjurling de Herman Ösel era horrible, pero servía. Las dos víctimas estaban sentadas juntas en un oscuro local; el
flash
hacía que los ojos de Christina estuvieran rojos y sus dientes relucientes. Stefan Bjurling tenía una especie de mueca en la cara. La foto era algo borrosa y estaba en las páginas seis y siete con el artículo policial de Patrik debajo. El pie de foto era: «Ahora ambos están muertos». El artículo de Patrik sobre los explosivos estaba en la página ocho. La próxima vez que viera al reportero lo felicitaría de verdad.
Annika hojeó elKonkurrenten,que había elegido un titular de consejo económico: «Declara Ahora. Ahórrate Mil coronas». Ese titular siempre se podía sacar a finales de diciembre, pues solía crearse una nueva ley de impuestos o una deducción que cambiaba a fin de año. Annika no tuvo fuerzas para leer la sugerencia. Nunca iba dirigida a ella o a sus iguales, que ni ahorraban en fondos, ni poseían pisos ni conducían coches de empresa. Ella sabía que ese tipo de titulares vendían, pero pensaba que había que tener cuidado con ellos.
Buscó el disquete en el que la amante de Christina Furhage hablaba de sus últimas horas y lo guardó en el cajón con el resto de su material sensible. Llamó a su fuente pero estaba en casa, durmiendo. En un ataque de impaciencia salió a la redacción, constató que Berit no había llegado, pidió a los del departamento de fotografía que llamaran a Herman Ösel para pagarle, cogió café y saludó a Eva-Britt Qvist.
—¿De qué iba la pelea de ayer? —preguntó la secretaria de redacción e intentó ocultar su satisfacción.
—¿Pelea? —contestó Annika y simuló pensar—. ¿A qué te refieres?
—Sí, en la redacción. Tú y Spiken.
—Ah, ¿te refieres a la locura de Spiken sobre el cuento de que Christina Furhage era lesbiana? Sí, no sé lo que pasó, pero Anders Schyman debió detenerlo. ¡Pobre Spiken, menudo chasco! —Tras decir esto se fue y cerró la puerta. No pudo impedir sentirse malvada.