Dinero fácil (41 page)

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Authors: Jens Lapidus

BOOK: Dinero fácil
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Jorge llamó a la recepción del hotel. Preguntó si ya le habían dado habitación a la mujer. Le dieron el número directo de la habitación. Llamó a Silvia. Contestó. Un inglés de mierda. Había pasado la aduana sin problemas. Nadie la había seguido. Todo parecía en orden.

Jorge mandó un SMS a Mehmed. Le vio entrar en el hotel. Sus instrucciones eran encargar el almuerzo y enviarlo a la habitación de Silvia. Cuando el camarero bajara, Mehmed le preguntaría si Silvia estaba sola en la habitación. Si la respuesta era positiva: hora de subir a recoger la coca.

Jorge había ido hasta la otra esquina del hotel. Veía la entrada desde un lado.

Esperó.

El teléfono en la mano. Si alguna persona sospechosa entraba en el hotel Oden, él llamaría directamente a Mehmed. El plan B en caso de una posible persecución: Mehmed tiraría la mercancía por la ventana que daba a Hagagatan. Jorge podría recoger la mierda ahí. Correr al coche. Arrancar disparado desde ahí.

No pasó nada raro.

Empezaba a oscurecer. Las luces de neón amarillas verticales del hotel relucían débilmente.

Pasaron diez minutos. Jorge había calculado en quince minutos el tiempo para sacar la coca.

Pasaron cinco minutos más.

Salió Mehmed. Se rascaba la cabeza; la señal, todo bajo control. En una mano llevaba una bolsa de papel de NK. Empezó a caminar hacia su coche. Jorge observaba a distancia. Por lo que podía ver, nadie le seguía.

Jorge vio a su controlador propio, el informático, salir de su coche. Sincronizado a tope.

Caminó rápidamente tras Mehmed. Llegó a su altura justo delante del coche. Se saludaron. Jorge sabía lo que se estaban diciendo. Intercambiaron unas frases de saludo ensayadas. Mucha gente en la calle a estas horas en fin de semana. Merecía la pena hacer teatro. El informático preguntó en voz alta qué había comprado en NK. Mehmed le contó que una chaqueta. Jorge vio que el informático miraba en el interior de la bolsa.

Todo fue rápido. El informático metió la mano en la bolsa.

Sacó la mano.

Se chupó un dedo.

Probó.

Hablaron cuarenta segundos más. Se separaron. Mehmed entró en su coche. Arrancó.

El informático siguió andando por Karlbergsvägen con el móvil en la mano.

Jorge recibió un SMS: «Buena».

Ni Silvia ni Mehmed se la habían jugado. La mercancía en la bolsa de NK era auténtica. Lo del informático había sido una solución buenísima.

Jorge arrancó su coche. Fue hasta el coche de Mehmed, que estaba en el semáforo en rojo de Dalagatan.

Luego se marcharon de allí.

Iban a ir a Sätra. El piso de Petter. Jorge miró a su alrededor. Comparó los coches. Se fijó en si alguien llevaba detrás más tiempo de lo normal. Él y Mehmed habían decidido una ruta más complicada de lo necesario. Si alguien quería seguirles se notaría rápido. Jorge no iba a repetir el error de cuando Mrado y Ratko le siguieron con facilidad hasta el campo.

Fueron por Sankt Eriksgatan. Hasta la isla de Kungsholmen. Todo el camino entre Mehmed y Jorge: un Saab 900 rojo. Todo el tiempo tras Jorge: un Jaguar. Pero Jorge y Mehmed habían ido en línea recta hasta ese punto. Muchos conductores llevaban el mismo camino que ellos. De momento no tenía nada de raro que los mismos coches hubieran ido en fila todo el camino desde Fridhemsplan.

Vigilante.

Giraron a la izquierda después de Fridhemsplan. Hacia Rålambshovsparken. El rascacielos de DN a la derecha. El Saab rojo todavía seguía entre ellos.

Por el puente Västerbron. Ya había oscurecido. El tramo del puente iluminado desde abajo con focos. Jorge opinaba que era el lugar más bonito de la ciudad.

Atención al máximo. Le parecía ver que la camisa se le movía en el pecho izquierdo con cada latido. Se decía a sí mismo: Ahora hazlo bien. Conviértete en tres coma dos kilos más rico.

Algo en el Saab rojo llamó su atención. Un movimiento en el asiento trasero.

Jorge volvió a mirar.

Algo iba mal.

Llegaron al punto más alto del puente.

Los perfiles de la ciudad contra una cortina azul oscuro. Los cuerpos pequeños de las torres de las iglesias como cánulas en el campo visual.

Jorge sacó el móvil. Llamó a Mehmed. Le dijo que cambiarían de camino al final del puente.

Jorge siguió observando el interior del Saab. Vio varios movimientos en el asiento trasero. Las personas se estaban poniendo algo. Puso las luces largas. Iluminó la parte trasera del Saab.

Los hombres del asiento trasero se veían tan claramente como en un soleado día de sol, se estaban poniendo algo que parecía chalecos pesados. Sólo podía ser una cosa: chalecos antibalas.

Joder.

Jorge pisó el freno a fondo. Se dio con la frente en el parabrisas.

Miró el Saab. También se paró.

Miró el coche de Mehmed. También se había parado, unos treinta metros más adelante. Por fin se había dado cuenta de que la cosa iba jodida.

Jorge miró más allá, hacia Hornstull.

Luces azules por todos los putos lados.

Mierda
*.

Un cálculo rápido. El Saab entre el coche de Jorge y el de Mehmed era sospechoso. ¿Enemigos, la pasma? Tenía que actuar ya.

Los tíos del Saab salieron. Tres. Dos de ellos fueron corriendo al coche de Mehmed.

Alguien tocó el claxon detrás de Jorge. La pregunta evidente en el tráfico de hora punta: ¿por qué alguien había pegado un frenazo en mitad del Vásterbron?

Jorge salió de su coche de un salto.

Corrió hacia el coche de Mehmed. Los tíos del Saab se giraron. Corrió más rápido.

La suerte de Jorge: conservaba el entrenamiento de la fuga. Era rápido. Alcanzó el coche de Mehmed al mismo tiempo que los hombres del Saab.

Todo fue muy rápido.

Uno de los hombres abrió la puerta del coche de Mehmed. Otro se volvió hacia Jorge. Le agarró la mano. Intentó hacerle algún tipo de llave. Mehmed le gritó a Jorge:

—¡Corre, coño! ¡Es la pasma!

El tercer hombre que vino corriendo desde el Saab se tiró sobre Mehmed e intentó empujarle contra el asiento. El que agarraba a Jorge del brazo sacó un par de esposas. Bramó:

—¡Policía! Sois sospechosos de delito de estupefacientes. No vayas a liarla ahora, joder. Todos nuestros efectivos os están esperando ahí abajo, en Hornstull.

A Jorge le entró el pánico. Le dio al madero una patada en los cojones con todas sus fuerzas. El hombre aulló. Jorge sólo tenía una cosa en la cabeza: la coca del maletero. Agarró el tirador de la puerta. La abrió. Cogió la bolsa de NK. El policía que estaba junto a la puerta del coche de Mehmed se abalanzó sobre Jorge. Este dio un paso a un lado. Se mantuvo libre. El policía al que le había dado una patada en los cojones sacó un arma. Gritó algo. Jorge salió corriendo. El policía que había intentado tirarse sobre él le siguió. Jorge aumentó la velocidad. El hombre era rápido. Jorge lo era más. Gracias a Dios por el tiempo en Osteråker y el poco entrenamiento que había realizado últimamente. El madero aullaba tras él.

Concentración en la cabeza de Jorge. Venga, más rápido, joder. Zancadas ligeras. Zancadas largas.

Corrió junto a la barandilla del puente. La gente salía de sus coches y miraba todas las luces azules que subían por el puente en dirección contraria.

En la cabeza de Jorge: Corre, Jorge. Sin Asics Duomax con supersuelas. Sin las vueltas alrededor de los barracones de Osteråker en las piernas. En los últimos meses, apenas nada de entrenamiento salvo saltar a la cuerda.

Sin embargo era rápido.

Apoyando bien el pie en cada zancada.

El asfalto vibraba.

La oscuridad de Estocolmo gritaba en azul.

Giró la cabeza. La ventaja había aumentado. El capullo del madero, demasiado cansado.

Jorge vio Långholmen bajo el puente. ¿Qué altura podía tener el salto? ¿Peor que los siete metros del muro de Österåker?

Se dedicó. Lo había conseguido una vez. Podía conseguirlo otra.

Jorge, el rey de las huidas. El fugitivo de leyenda. Nada le iba a parar.

Cogió impulso. Saltó sobre la barandilla. Miró hacia abajo. Era difícil ver en la oscuridad. La bolsa de NK colgada del pliegue del codo. Se descolgó. Debería reducir la caída en aproximadamente dos metros. Se soltó.

Cayó.

Capítulo 35

JW, sentado en el autobús del aeropuerto de Skavsta pensaba: tengo por delante dos horas de desasosiego. Dios, lo que siento no poder volar desde Arlanda.

Intentó jugar con el móvil: Mini-Golf, Chesswizz, Arkanoid. Se había convertido en el rey de las descargas de juegos. Estaba empezando a ganar en el móvil al ajedrez. Orgullo mezclado con emoción. ¿Cómo de bueno podría llegar a ser?

Abdulkarim viajaría dentro de dos días con British Airways, en
business.
Desde Arlanda.

Fahdi volaría con SAS. También desde Arlanda. Típico.

Era lo que había. Volaban por separado con distintas compañías, distintas horas, distintos lugares. Según la filosofía de Abdulkarim, la precaución era un atajo. JW pensó: ¿Atajo para quién? Desde luego para mí no, joder: dos horas en un autobús, al menos una hora y media de espera en Skavsta, luego al menos dos horas desde Stansted al centro de Londres. Enhorabuena.

Empezó una nueva partida de ajedrez. Notaba los problemas de concentración, la irritabilidad del estrés. Empezó a juguetear con el papel donde había escrito los códigos de reserva. Ryanair no tenía ni billetes.

Aeropuerto de Skavsta, que según JW daba a la palabra beis un nuevo contenido. Anchos tubos fluorescentes iluminaban el vestíbulo de facturación. Del techo, que parecía estar formado por gruesos tubos de metal, colgaba un avión blanco de hélices. El suelo era de plástico laminado. Las paredes de plástico laminado. Los mostradores de facturación de, adivina, plástico laminado verde.

Una cola serpenteaba ante dos mostradores. JW puso su equipaje en el suelo. Una de las piezas era una bolsa Louis Vuitton de tamaño grande. Precio: doce mil coronas. El único problema en un sitio como Skavsta era que todos creían que era falsa. Pero también existía el riesgo de que la robaran de los carros de transporte de equipaje si se daban cuenta de que era auténtica.

Siguió jugando al ajedrez. Empujaba con el pie el equipaje que tenía ante sí. Concentrado en el móvil. La cola tardó más de cuarenta minutos. Pensó: Ryanair, vaya mierda.

Tras la facturación su único equipaje de mano era una bolsa negra de Prada con correa para colgar del hombro.

El control de seguridad fue meticuloso. Los británicos tenían miedo de los hombres bomba islámicos. JW esperaba que Abdulkarim viajara sin su gorro de oraciones. El cinturón de Hermés de JW hizo saltar la alarma. Se lo tuvo que quitar y pasarlo por la máquina de rayos X dentro de una bolsa de plástico azul.

Pasado el control de seguridad, llamó a Sophie. Charlaron. Ella sabía de su viaje y sabía con qué amigos iba. Tras unos minutos, repitió la antigua pregunta:

—¿Cuándo los voy a conocer?

JW cambió de tema de conversación:

—¿No podrías recomendarme algunos bares guais en Mayfair?

Sophie había ido a Londres más veces que JW a Estocolmo antes de mudarse a vivir allí. Ella soltó una retahíla de sitios. Siguieron charlando: de la última fiesta de Jet-set Carl, la última tía de Nippe, el último subidón de farla de Lollo. Nada sobre los amigos de JW.

Tenía hambre. Según los letreros, había un restaurante en algún lugar.

Lo buscó; un sitio cutre, gastado y viejo. En el menú había tres platos:
fish'n'chips,
espaguetis boloñesa y chuleta de cerdo con patatas fritas y salsa bearnesa. Delante de JW, en la cola, había dos chicas de diecisiete años con pañuelos palestinos y gorros de lana bien calados. Se quejaban de que no hubiera opción vegetariana. La cajera gruñó: «Podéis tomar patatas fritas con salsa bearnesa». Las activistas declinaron la oferta. Se quejaron un rato y luego se fueron al quiosco del aeropuerto y se compraron Snickers y zumo Festis.

JW pidió
fish'n'chips
y fue a sentarse. Esperó a que anunciara su número.

Cogió el último número de
Café,
que había comprado en la terminal del centro. Se entretuvo ojeando un artículo sobre la nueva moda de estampados florales para hombres. JW pasó las hojas rápidamente. En realidad no estaba interesado. Sólo necesitaba tener los dedos ocupados con algo.

Llegó la comida. El pescado estaba cubierto con al menos medio litro de salsa
remoulade;
toda una bomba de grasa. Comió y pensó en llamar a su madre cuando acabara. Contarle lo que había averiguado sobre la relación de Camilla con su profesor de la Komvux. O lo del Ferrari.

Había tantas cosas raras... Sin embargo no era una buena idea. Se preocuparía innecesariamente. Mejor que la policía terminara de investigar. Realizar las averiguaciones de manera profesional en lugar de las pesquisas de JW. Encontrar soluciones. Desenmarañar, interrogar y esclarecer. Desentrañar la vida de Camilla.

El embarque en la puerta. La gente se puso en fila. JW se sentía cansado, sería agradable dormir en el avión.

Se realizó un segundo control de seguridad. Comprobaron otra vez los pasaportes. Los pasajeros tuvieron que salir a la pista, donde hacía viento y un frío que pelaba. Luego al avión. Incluso las azafatas eran más feas que las de los vuelos desde Arlanda. Encontró un asiento, puso la bolsa de Prada en el suelo. Una azafata le pidió que la pusiera arriba. JW se puso testarudo. Insistió. La azafata ni siquiera intentó ser amable. La bolsa fue para arriba.

Puta mierda. JW se prometió a sí mismo: La próxima vez,
business class.

Realizaron la demostración de seguridad. JW leyó su revista. El avión despegó.

Se inclinó hacia atrás. Cerró los ojos.

Se relajó.

—¡Pip, pip! —gritó alguien tras él.

Se volvió. Pensó: Este día va a ser lamentable. JW no los había visto al embarcar. Detrás de él estaba sentado un grupo de hinchas de fútbol ya demasiado alegres. Uno de ellos seguía gritando con la cara totalmente enrojecida. Los otros tíos se reían histéricamente.

Una azafata se acercó por el pasillo con pasos decididos:

—Disculpen, ¿puedo ayudarles en algo?

El chico señaló el botón del techo.

—He apretado este botón, pero no venía nadie, así que he dicho «pip» yo mismo.

Los chicos se partían.

La azafata le reprendió. Más carcajadas.

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