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Authors: Jens Lapidus

Dinero fácil (45 page)

BOOK: Dinero fácil
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Los últimos días, Mrado había estado de un humor excelente. El entrenamiento iba a tope. La serotonina fluía. Dormía mejor. Las bandas, bajo control; había tenido éxito. La mayoría lo suficientemente de acuerdo para que la idea funcionara. Sabían lo que había; mientras todos se mantuvieran dentro de sus áreas el negocio funcionaría. La pasma perdería. La pasta fluiría.

Sonó su móvil.

En el otro lado: Stefanovic.

—Hola, Mrado. ¿Qué tal todo? —dijo formal. Mrado se preguntó por qué.

—Todo bien. ¿Y tú?

—Bien, gracias. ¿Dónde estás ahora mismo?

—Estoy en casa. ¿Por qué lo preguntas?

—Quédate ahí. Vamos a recogerte.

—¿Qué? ¿Qué ha pasado?

—Es tu turno, Mrado. Vas a ver a Radovan.
Bila mu je sudena.
—Luego colgó.

Bila mu je sudena:
es tu destino, Mrado.

La cabeza le daba vueltas. El sofá le resultaba incómodo. Se levantó. Bajó el volumen del televisor. Dio una vuelta alrededor del sofá.

El código de los gánsteres: si te recogen, no vuelves nunca. Como en las películas de mafiosos. El puente de Brooklyn bajo la lluvia. Te llevan en coche por él. Tú no regresas.

Los pensamientos en barrena. ¿Debería largarse? En ese caso, ¿dónde podría desaparecer? Su vida estaba ahí. Su piso, su actividad, su hija.

¿Qué problema tenía Radovan? ¿No podía olvidar que Mrado le había pedido una parte mayor de los ingresos de los guardarropas? ¿Sabía que Mrado había diseñado la división del mercado de manera que beneficiara a su negocio de los guardarropas? Peor: ¿percibía el jefe yugoslavo su falta de confianza? No, no podía ser.

Mrado le había servido a Rado el mercado delictivo de Estocolmo en bandeja de plata. El jefe yugoslavo debería estar agradecido. Quizá todo estuviera bien, quizá R no tuviera intención de hacerle daño.

Se sentó en el sofá. Intentó pensar con claridad. No tenía sentido largarse. Mejor aceptarlo como un hombre. Como un serbio. Mrado tenía sin embargo una cierta ventaja, era su actividad la que se había protegido en el acuerdo de reparto del mercado. Debería estar a salvo.

Doce minutos más tarde sonó el telefonillo. Otra vez Stefanovic. Mrado se guardó el revólver y el cuchillo junto a la pierna, en el interior del pantalón. Bajó las escaleras.

En la calle había un Range Rover con cristales tintados. Mrado no había visto el coche antes. No era uno de los vehículos de Radovan o Stefanovic.

La puerta delantera del coche estaba abierta.

Mrado se sentó en el asiento del copiloto. Al volante: un serbio joven. Mrado le había visto antes, uno de los chicos de Stefanovic. En el asiento trasero: Stefanovic.

El coche arrancó.

Stefanovic:

—Bienvenido. Espero que estés bien.

Mrado no contestó. Aguardaba a ver el ambiente. Interpretaba la situación.

—¿Hay algo que te preocupe? ¿Por qué estás tan callado?

Mrado giró la cabeza. Stefanovic, vestido impecablemente con traje. Como de costumbre.

Mrado volvió a mirar hacia delante. Aún había luz, pero estaba empezando a anochecer.

—Todo bien. Ya te lo he dicho por teléfono. Olvidas rápido. ¿O es que hay algo que te preocupe a ti? —Desprecio evidente al remedar a Stefanovic.

Stefanovic se rió artificiosamente.

—Si estás de mal humor es mejor que no hablemos. Hay riesgo de que salgan muchas chorradas, ¿verdad?

Mrado no contestó.

Atravesaron la ciudad y salieron a la carretera de Lidingö.

El silencio en el coche hablaba un lenguaje claro. Algo iba como el culo.

Mrado evaluó sus alternativas: sacar su Smith & Wesson y levantarle la tapa de los sesos al conductor. Quizá funcionara, pero Stefanovic podía estar armado. Le daría tiempo a hacerle unos cuantos buenos agujeros en la nuca antes de que el coche llegara a pararse. Otra alternativa: volverse, meterle a Stefanovic un tiro en toda la jeta. Incluso eso era igual que si se cargaba primero al que conducía, a Stefanovic podría darle tiempo. La última idea: disparar a ambos hombres al bajarse. La mejor hasta el momento.

Pensó en Lovisa.

El coche aminoró la marcha. Giró por un estrecho camino de gravilla con una cuesta muy empinada en el bosque de Lill-Jansskogen. Totalmente adecuado lo del Range Rover, pensó Mrado.

Al final el coche se paró. Stefanovic le pidió que se bajara.

Mrado no había estado nunca en ese sitio. Miró a su alrededor. Stefanovic y el conductor se quedaron sentados en el coche. Lo típicamente acostumbrado. No había nada que Mrado pudiera hacer; ni siquiera los veía a través de los cristales tintados. Disparar no tenía sentido.

Estaban en un alto. Ante él se levantaba un único edificio: una torre de veinte metros. Surrealista.

¿O qué era? Recorrió con la mirada el cuerpo de cemento pintado de rojo de la torre; vio la explicación, era una torre de saltos de esquí.

Aparentemente, se encontraban en algún lugar de los límites de Lill-Jansskogen junto a una torre de saltos de esquí que no parecía haberse utilizado desde hacía mucho. Era un mal presagio.

Se abrió la puerta de la parte inferior de la torre. Un hombre que reconoció le hizo una seña para que entrara.

El interior del piso inferior de la torre estaba reluciente. Renovado. Un pequeño mostrador de recepción. Carteles en las paredes:
Bienvenidos al centro de conferencias de Fiskartorpet.
Espacio para hasta cincuenta personas. Perfecto para
kick-off,
fiestas de empresa y conferencias.

Vistazo rápido hacia atrás; Stefanovic y el conductor se habían bajado del coche.

No era una situación para intentar trucos. El hombre que le había recibido le pidió el revólver a Mrado.

Se lo entregó. La culata de avellano era resbaladiza al tacto.

En la parte superior de la torre había sólo una estancia. Grandes ventanas en tres direcciones. Todavía no estaba oscuro del todo, Mrado veía Lill-Jansskogen. A lo lejos, Östermalm. Más allá, el Ayuntamiento. Torres de iglesias. Al fondo: se vislumbraba el estadio Globen.

Mrado pensó en ese momento: ¿Por qué no construye nadie un restaurante de lujo en este sitio?

En medio de la sala había una mesa cuadrada. Grandes candelabros. La mesa puesta.

Al otro lado de la mesa: Radovan de traje oscuro.

Le dijo en serbio:

—Mrado, bienvenido. ¿Qué te parece este sitio? Con estilo, ¿eh? Lo descubrí yo. Un día que estaba corriendo por el bosque, por aquí abajo. Estaba recorriendo los senderos para uno y otro lado y me asaltó la curiosidad. Corrí hacia arriba y más arriba. Encontré esto.

Mrado eligió estrategias. El estilo duro. El estilo seguro de sí mismo.

Su elección fue el estilo directo al grano.

—Es bonito, Radovan. ¿Por qué tengo el honor de ser invitado a cenar?

—Vamos a eso después. Déjame que te lo acabe de contar. Esto es en realidad una vieja pista de saltos de esquí. La cerraron a finales de los ochenta y desde entonces ha estado vacía pudriéndose. El verano pasado compré el sitio y estoy acondicionándolo. Va a convertirse en un centro de conferencias. Local de fiestas. Puede ser un sitio de la leche para fiestones de los buenos. ¿Qué opinas?

Radovan bordeó la mesa. Acercó una silla a Mrado. Sólo eso, que Mrado hubiera tenido que estar de pie más de un minuto, era otra mala señal más.

Radovan siguió hablando de la torre de saltos:

—¿Te haces una idea de cuántos sitios olvidados como éste hay en Estocolmo? La semana pasada traje por avión a siete polacos que van a rehacer la parte inferior. Va a haber un restaurante con un excelente reservado aquí, arriba del todo. La gente puede hacer aquí lo que quiera. Radovan trae las chicas, se encarga de la comida, la bebida, todo el rollo.

Entró en la habitación una mujer con un carrito de bebidas. Sirvió Dry Martini. La aceituna brillaba, atravesada por un palillo. Cuando se abrió la puerta, a Mrado se le pusieron los pelos de punta. Notó instintivamente que estaban fuera: Stefanovic, el conductor, el hombre que le había recibido abajo. Listos para ser violentos si era necesario.

Radovan no corría riesgos.

Mrado pensó: No es buena idea hacer ahora algo sin pensar; pero por otra parte nunca lo era.

La mujer volvió con el entrante: tosta Skagen. Sirvió vino blanco. Empezaron a comer.

Tras algunos bocados, Rado soltó los cubiertos. Tragó.

—Mrado, es importante que entiendas nuestra situación. Ya sabes mucho de lo que voy a decir, pero escucha a Radovan. Estamos entrando en una nueva fase. Nuevos tiempos. Nuevas personas. Otras maneras de trabajar. Como ya sabes. Hoy en día hay muchos más participantes en el mercado sueco que cuando empezamos hace veinte años. Entonces éramos sólo nosotros y algunos ladrones de bancos viejos y vagos, Svartenbrandt y Clark Olofsson. Pero Suecia ahora es diferente. Las bandas de moteros han venido para quedarse. Las bandas de jóvenes y de las cárceles están bien organizadas, la UE disuelve las fronteras. El mayor cambio es que en la actualidad competimos incluso con los albaneses, la mafia rusa, un montón de maleantes de Estonia y otros. No sólo Europa occidental se ha vuelto más pequeña. El Este está aquí. La globalización y todo eso.

Mrado estaba sentado tranquilo. Sabía que a Rado le gustaba oír su propia voz.

—Jugamos en un mercado internacional. Y en ese concepto se encuentra la solución. Tito lo gestionó metiéndose en medio. Sabíamos poco de economía de mercado. Pero aquí, en el Oeste y en los países libres del Este, nos encargamos de que la gente consiga lo que quiere; el máximo regulador del mercado. Porque el crimen en realidad no es más que justo eso: la esencia de la economía de mercado. El crimen no está regulado, es libre, dirigido por la oferta y la demanda. Sin participación del Estado. Sin planificación, decisiones comunistas o supervisión estatal. Al contrario, al igual que en el mercado, triunfa el más fuerte. Es el futuro. Y para llegar a él tenemos que trabajar adaptándonos. Elegir áreas de acuerdo con lo que en cada momento maximice las ganancias en relación con el riesgo. Vigilar los gastos alternativos. Invertir permanentemente, inyectar activos en las nuevas filiales. Comercializar nuestro capital de violencia. Reclutar, fusionar, disgregar. No podemos ser lentos de movimientos. Es significativamente más efectivo utilizar consultores y trabajar en células propias, como pequeños empresarios, por usar un símil. Se puede aprender de esas redes terroristas islámicas. Apenas se conocen entre sí. Sin embargo, trabajan con un mismo objetivo. Si un grupo acaba en chirona, no afecta a la unidad. Tenemos que trabajar así. En lenguaje fino se llama planteamiento celular. Fuera con la vieja organización jerárquica. Algún sueco de la vida empresarial dijo: Derriba las pirámides. Yo creo que suena bien.

Mrado sólo le miraba fijamente. Había dejado de comer.

Entró la mujer. Retiró los platos. Rellenó las copas de vino.

—Conocemos nuestros negocios. Pero nos organizamos mal. Ésa es la pega. Hace algunos años se hablaba mucho de la nueva economía. No sé si funcionaba para la gente normal. Pero para nosotros, Mrado, se trata del nuevo mercado. Tenemos que integrar una nueva manera de pensar. Salir de nuestro estrecho grupo étnico. Reclutar nuevos miembros en el extrarradio. Establecer alianzas con organizaciones rusas y estonias. Descentralizarnos. Apostar más por el
outsourcing.
Controlar los flujos, quizá no siempre las propias actividades principales. ¿Me sigues?

Mrado asintió lentamente. Mejor sería esperar al final del monólogo medio histérico de Radovan.

—Vale. Las drogas van bien. La coca es un éxito de la hostia. Las putas van aún mejor. No te imaginas cuánto lo habían deseado los hombres suecos durante todos esos años de corrección política. Están dispuestos a pagar lo que sea. Y esa ley de maricones que prohíbe contratar los servicios sólo nos ha fortalecido. Los burdeles son tan grandes como en Las Vegas, las putas de lujo están en todas las fiestas de viejos de Djursholm. Es fantástico. Tú participaste cuando montamos el servicio de
call girls.
¿Te acuerdas?

—Radovan, lo que cuentas es interesante, pero lo conozco. ¿Adónde quieres ir a parar con todo esto que tenga que ver conmigo?

—Gracias por sacarlo tú. Has servido bien a esta organización. Me has servido bien a mí. Serviste bien a Jokso. Pero los tiempos cambian. No tienes lugar en lo que estoy describiendo. Lamentablemente. Lo siento. Lo que has hecho, el acuerdo de reparto del mercado, es fantástico. Gracias a tus contactos. Tu perfil. Pero eso ya se ha terminado. No puedo confiar en ti. ¿Por qué? En realidad ya sabes la respuesta. Ha ido creciendo en ti durante varios años. La respuesta es: porque tú no confías en mí. No me ves como nuestro líder. Como aquel cuyas órdenes han de seguirse sin concesiones. Exiges demasiado. En el nuevo mercado, los individuos deben actuar por cuenta propia. Pero nunca actuar en contra de los intereses de Radovan.

El tono de Radovan se endureció:

—Mrado, mira por la ventana. Estocolmo. Ésta es mi puta ciudad. Nadie me la puede quitar. Es de eso de lo que se trata todo lo que he dicho. Éste es mi mercado. Tú no lo has entendido. Te crees que es mérito tuyo que entre pasta. Que tú y yo aún trabajamos hombro con hombro. Olvídate. Yo soy el nuevo Jokso. Yo soy tu general. Tú sólo tienes que tenerme agradecimiento por el pan que te ganas. Tu pequeña vida. Tu estúpido puesto. Y luego tienes las narices de exigir más de los ingresos de los guardarropas. Exigir. Así no funciona. Pero lo peor de todo es que has intentado hacerme un doble juego. Tu única motivación en el reparto del mercado ha sido tu propio beneficio. Está bien trabajar por el beneficio propio, pero nunca contra mí.

Mrado intentó interrumpir a Radovan:

—Radovan, no sé de qué me hablas. Yo no te he hecho ningún doble juego.

Radovan le interrumpió, casi gritó:

—¡No digas chorradas! Sé lo que sé. Estás fuera del juego. ¿No lo entiendes? Nadie desafía a Radovan. Estás fuera del negocio de los guardarropas. Expulsado. De vuelta a la casilla uno. Me conoces después de todos estos años. He tenido los ojos puestos en ti. Sé cómo piensas. Más bien sé cómo no piensas. No me ves como tu jefe, tu oficial, tu puto presidente, como debería ser. Pero ya se ha terminado. Estás acabado como artista, gordo.

Mrado esperó una bala en la nuca.

No pasó nada.

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