Dinero fácil (64 page)

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Authors: Jens Lapidus

BOOK: Dinero fácil
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Mrado no pensaba en la mierda ese día. Sólo hacía lo que tenía que hacer.

Se vistió más lentamente, más meticulosamente de lo habitual. Como una escena a cámara lenta en una película de acción, para destacar la importancia de la perfección.

No porque dudara o tuviera miedo, sino sólo porque todo debería ser perfecto.

Cuchillo: un Spec Plus US Army Quartermaster de veinte centímetros de hoja de acero de carbono negra con hendidura. Funda de piel negra de ternera; fijada alrededor de la pantorrilla con dos cintas de velero.

Tiró de ella. Comprobó que la funda estaba bien colocada; estaba pegada a la pierna. Estable. Sin afectar al movimiento del pantalón en los desplazamientos rápidos.

Sopesó el cuchillo en la mano, desde luego, era americano pero también era el mejor cuchillo de combate que conocía. Lo balanceó. Pasó el pulgar por el filo. Estaba recién afilado.

Imágenes en la mente: la batalla por Vukovar. Lucha a bayoneta con un francotirador croata.

Sangre caliente.

Se puso los pantalones. Chinos negros finos: Polo Ralph Lauren, para un verano cálido. La ropa negra sentaba bien. Ropa ligera.

En la parte superior del cuerpo, una camiseta blanca.

Se miró en el espejo. Flexionó los tríceps. ¿Se le notaba un empeoramiento? No sería imposible; no había vuelto por el Fitness Club desde la degradación, hacía apenas tres meses. En cambio entrenaba en World Class, pero ahí no conocía a nadie. El disfrute se reducía. La asistencia bajaba. Los tríceps y otros músculos no se mantenían en forma. Dolía verlo.

Se puso la camisa, una beis de Hugo Boss.

Encima de eso: una chaqueta de lino oscura.

Nada de fundas ese día. Si la policía atacaba quería poder tirar el arma en cualquier sitio sin tener que explicar por qué llevaba encima una funda de pistola. Se alegraba de que su S & W fuera tan pequeña.

Aún se alegraba más de la munición que tenía: Starfire, proyectiles huecos, explotaban al hacer blanco. Funcionaban especialmente bien con las armas de cañón corto, en las que la velocidad de la bala era más baja; la expansión al hacer blanco, mayor.

Sujetó el revólver en la mano. Estaba limpio. Brillante. Tan hermoso con su acero inoxidable. El emblema relucía en un lateral, sobre la culata, con un texto grabado por encima del gatillo:
Airweight.

Mrado recordó cuando se la quitaron en la torre de saltos de esquí de Fiskartorpet. Después de ese día: el arrepentimiento se convertiría en la herencia para ellos.

La guardó en el bolsillo interior.

Se ató los zapatos. A conciencia.

Preparado para el mayor golpe de su vida; cien millones en la calle.

Ciertos riesgos merecían la pena.

Nenad esperaba abajo, en el coche. Había vendido su anterior coche de lujo. Llamaba demasiado la atención. Ahora conducía un Mercedes CLS 55 AMG rojo, una máquina potente de formas suaves.

Nenad iba vestido con un traje de lino. Pañuelo en el bolsillo del pecho de la chaqueta. Pelo engominado. Un día grande requería ropa lujosa. El rey de la coca y los burdeles no rebajaba nunca el estilo.

La sensación del Mercedes en el interior del coche era elegante.

Salieron de la ciudad por el enlace del sur. Luego hacia el oeste. Hacia las naves de almacenamiento refrigeradas.

Discutieron la ruptura. El disfrute. El intento de Radovan de hundirles.

El cabrón estaba acabado. Los nuevos señores tenían las iniciales M y N.

El cambio dentro de la mafia yugoslava estaba próximo. En unas horas se convertirían en los reyes de la farla de la ciudad. De Suecia. Europa.

Pararon en Gullmarsplan. Iban a reunirse con Bobban. Ratko no había podido sumarse. Mrado se preguntaba por qué. ¿Acaso no estaba Ratko de su parte?

Como se había planeado, Bobban esperaba en el exterior de la terminal de autobuses, encima de la estación de metro. Conducía un Volvo XC90 e iba vestido con la habitual cazadora vaquera negra. Mrado pensó: este tío no cambia nunca de estilo.

Todos presentes: tres hombres contra Radovan.

En realidad no. Tres profesionales contra un árabe confundido y machacado por la droga, Abdul.

Además tenían un infiltrado de su parte. El chaval de Stureplan que controlaba.

Condujeron en caravana hacia Västberga.

Nenad tenía puesto tecno de gimnasio a gran volumen. Daba golpes con las manos en el volante siguiendo el ritmo.

Fuerza

Un partido fácil.

Un buen día.

La zona industrial de Västberga se veía desde lejos. Almacenes. Centrales de logística. Locales de almacenaje refrigerados. Las actividades que se desarrollaban en la zona consistían en una fábrica de llaves, técnicos informáticos pobres, firmas de coches, instalaciones de reciclado y talleres mecánicos de repuestos.

Mrado pensó en Christer Lindberg. El supervikingo que había tenido que declararse en quiebra personal para cubrir las deudas de impuestos de los videoclubes. Era su tipo de gente el de la zona.

Mrado sintió pena por él. El que entraba en el juego tenía que atenerse a las consecuencias y todo eso. El vikingo tenía la culpa.

Se dirigieron hacia las naves de almacenaje refrigeradas. El edificio era enorme. Más de setenta espacios de almacenaje con salas refrigeradas, desde más de doscientos metros cuadrados hasta habitaciones con menos de cinco. Carne, verduras, fruta, abrigos de piel; a todas las cosas les sentaban bien que las conservaran en frío. Según los rumores: en algunas salas se almacenaban órganos para el Instituto Karolinska.

El edificio era de chapa blanca con techo plano. Tristísimo. Banderolas en el exterior:
Bienvenidos al área industrial y logística de Västberga.

Pararon el coche en el exterior de la valla que rodeaba los muelles de carga. Nenad le dio una llave a Mrado. Habían hecho juegos dobles, en caso de que uno de ellos cayera el otro podría marcharse en el coche.

Empezaron a caminar hacia el muelle de carga número seis.

Sabían lo que estaban buscando.

Bobban llegó con su deportivo utilitario. Aparcó en el exterior del muelle de carga cinco. El plan: un coche cerca y otro fuera. Si había problemas harían falta alternativas.

Además, la noche anterior Nenad había aparcado un Volkswagen alquilado junto a las banderolas, en la parte delantera del edificio de los almacenes refrigerados.

Constituía un tercer coche para la huida si hacía falta. Bobban se quedó sentado en su coche. Observó la zona. Llamaron al teléfono de Mrado, vibración silenciosa en el bolsillo.

La voz de Bobban:

—Le veo. Está de pie fumando en el muelle de carga seis. Sueco. Jersey marrón.

—Gracias. —Mrado colgó.

Evidentemente, Abdulkarim había apostado sólo un hombre en el exterior. Sin costumbre.

Mrado fue medio a la carrera hacia el muelle de carga. Vio al chico a veinte metros de distancia. Caminó más tranquilo. No quería asustarle.

El tío le vio demasiado tarde. Mrado, al estilo comando, le rebanó el cuello. El chico hizo un sonido gutural, no le dio tiempo a gritar. Mrado, preocupado por las manchas de sangre. Arrastró al tío bajo el muelle de carga. Ocultó el cuerpo. Bobban salió del coche. Saltó al muelle de carga. Podían pasar días hasta que descubrieran el cuerpo del chico bajo la parte saliente del muelle de carga.

Bobban se quedó de pie en el muelle de carga. Miró fijamente en otra dirección. Mantuvo la vigilancia.

Mrado jugueteó con su revólver. Acarició las formas suaves de la culata, estriadas para permitir un mejor agarre. Nenad se quedó de pie detrás de Bobban. Esperaban.

El aire estaba claro. A lo lejos se oían ruidos de motor de dos camiones que salían de la zona. No se veía a ninguna persona.

La gran pregunta: ¿había abierto JW la entrada a la sala refrigerada cincuenta y uno, como había prometido? La pequeña pregunta: ¿cómo de atento estaba Abdulkarim de sus acompañantes?

Mrado tocó el picaporte de la entrada. Estaba adaptada para introducir palés con alimentos. La idea era que se pudiera subir como una compuerta.

Nenad sacó su arma.

Capítulo 58

La descarga fue rápida.

Jorge tenía la cabeza como un bombo. Una mezcla de miedo, triunfo, confusión.

Asco.

Era la hermana de JW la que había visto en el vídeo del ordenador.

Violada, maltratada. Golpeada hasta dejarla hecha trizas. ¿Asesinada?

En el mismo momento en que Jorge se sentó en el coche con JW se le pasó por la cabeza que el chaval de Östermalm se parecía a alguien. Primero no sabía a quién. Tras media hora lo vio más claro que nunca.

Ay, qué sorpresa
*.

En español en el original.

La hermana de JW; una puta. Capturada por los yugoslavos.

No tenía fuerzas para decir nada.

Habían metido las cajas con toros. Diez. Difíciles de maniobrar y pesados. No eran precisamente conductores de vehículos de carga.

Abdulkarim, eufórico. Fahdi, sudoroso. JW, tranquilo para ser él. Jorge no sabía cómo se encontraba.

El árabe ordenó a Petter que hiciera guardia en el exterior. El tío llamaría si veía algo raro. En esos días la pasma estaba encima.

La sala refrigerada tenía paredes blancas y vigas metálicas en el techo alto en las que poder fijar dispositivos de elevación. Abdulkarim maldecía, deseaba haber alquilado una grúa de interiores. El suelo era metálico. Olía a fruta fría. Había eco.

Temperatura fresca en todo el espacio.

Dos puertas, por la que habían entrado y otra en el otro extremo de la sala.

Cuatro palés sin coca, los que estaban en el exterior. Si la aduana hubiera hecho comprobaciones, eran su margen de seguridad; siempre había la posibilidad de que sólo comprobaran los repollos del principio.

Empezaron a sacar los otros repollos.

Jorge y JW rompieron los repollos. Los cortaron. Cogieron las bolsitas con polvo blanco.

Abdulkarim estaba de pie sin moverse y observaba. Pesaba y calculaba cada bolsa. Tenía que cuadrar al gramo.

Fahdi metía las bolsas en un juego de maletas que habían alineado contra la pared.

Jorge ya había abierto una de las bolsas. Metió el dedo. Se lo frotó contra la encía a la manera clásica. Sabía bien. Sabía a noventa por ciento.

JW estaba satisfecho. El acuerdo se había consumado.

Después de quince minutos en la sala refrigerada les quedaban tres palés por desembalar.

Treinta maletas con bolsas. Llenas de mantas viejas.

Casi habían terminado. Pronto cargarían la mitad de las maletas en la furgoneta de Jorge y JW y el resto en el coche en el que habían llegado Abdulkarim, Fahdi y Petter.

Abdulkarim con gran celo. Se anotaba el peso de cada bolsa. Se sumaba. Cada maleta debería contener 6,25 kilos de farla. Para guardarlas en diferentes escondites por toda la ciudad. Repartir los riesgos.

Entonces, pasó algo extraño.

Se abrió la puerta de los muelles de carga.

Jorge se giró. Miró al que entraba. Aún tenía un repollo en la mano.

¿Era Petter el que entraba?

No.

Tíos grandullones.

¿La pasma?

Quizá.

No.

Hombres con pasamontañas en la cabeza. Ambos con chaqueta.
¿Reservoir dogs
o qué?

Armas en las manos.

Abdulkarim gritó. Se tiró al suelo. Jorge sacó su arma. JW se puso tras un palé. Fahdi de repente tenía su pistola en la mano. Disparos. Demasiado tarde. El más grande de los hombres, verdaderamente era enorme, tenía un pequeño revólver en la mano. Humo saliendo del cañón. Fahdi cayó. Jorge no vio sangre. El otro hombre, con un pañuelo en el bolsillo del pecho de la chaqueta, gritó:

—Tiraos al suelo cagando leches, si no la palma otro más.

JW obedeció. Jorge se quedó de pie. Abdulkarim se quedó de pie. Aullaba. Maldecía. Invocaba a Alá. Su perenne compañero de armas tirado en el suelo. Empezaba a verse sangre. Manando de la cabeza de Fahdi. El hombre del pañuelo en el bolsillo dijo con voz arrastrada:

—Cierra el pico y túmbate. —Dirigió su pistola hacia Abdulkarim.

El hombre que había disparado a Fahdi dijo:

—Tú también, latino de mierda, túmbate.

Jorge se tumbó. Soltó su arma. Apenas veía a JW tras la caja. Abdulkarim también se tumbó en el suelo. Las manos en la cabeza.

Jorge casi reconocía la voz del hombre del pañuelo.

Decididamente, sí reconocía la voz del hombre que había disparado a Fahdi.

Capítulo 59

JW, sentado con la espalda contra una caja. El suelo estaba frío. La postura era incómoda. Las manos estaban atadas con cinta de embalar un poco demasiado apretada.

Pero no tan atadas; parte del acuerdo con Nenad era que le pusieran la cinta de manera que tuviera oportunidad de soltarse. ¿Quién quería pasarse toda la noche sentado en una sala refrigerada?

Pese a ello la situación se había desbocado.

No hacía ninguna falta disparar a Fahdi, joder. JW no tenía ni idea de quién era el colaborador de Nenad, pero decididamente ese cabrón grande había cometido un error. Se había pasado de la raya de una manera terrible.

El pánico empezaba a dominar.

Abdulkarim estaba tumbado en el suelo con las manos a la espalda, la cinta de embalar rodeándole fuertemente las muñecas. Pero se negaba a cerrar el pico; el árabe gritaba, escupía, babeaba atropelladamente.

Jorge, sentado de la misma manera que JW, contra un palé, con las manos atadas a la espalda. Le miraba fijamente.

Escalofríos por la espalda de JW. La habitación estaba helada. Los yugoslavos eran fríos como el hielo.

Mierda.

Nenad y su colaborador desempaquetaron los últimos repollos. Los abrieron de la misma manera que Jorge, JW y Fahdi. Metieron las bolsas en las maletas. Pasaron de medir o probar el contenido. Hicieron caso omiso de los gritos del árabe. Ni siquiera miraron en dirección a JW.

Jorge seguía mirando fijamente. Pero no a los hombres de los pasamontañas que estaban robando cien kilos de coca; miraba a JW.

—Se lo has contado tú, ¿verdad?

JW pensó: ¿cómo podía saberlo?

—Tú, gilipollas, los has traído hasta aquí y ni siquiera sabes quiénes son en realidad.

—¿De qué hablas? No tengo ni idea de quiénes son.

JW giró la cabeza. Miró hacia Nenad. Tenía un repollo en la mano. Lo abría con cuidado con un cúter. Meticuloso para no fastidiar la bolsa. Unos pocos gramos tirados por el suelo; quizá diez mil coronas. Nenad no parecía preocuparse por la conversación de JW y Jorge. Quizá tampoco los oyera, los tacos de Abdulkarim lo impedían.

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