Luego fuimos por el camino vecinal en dirección al castillo y observamos el lecho del río. Debido al espesor de la arboleda no pudimos dar con el lugar, ni siquiera yendo a pie. A continuación, fuimos en coche hasta el castillo en el que yo entré. Allí estaban los hombres que custodiaban un establecimiento de doma caballar alojado en dicha finca. Pregunte por el «responsable». Afortunadamente no estaba allí. Luego me dirigí al único que estaba de guardia, que era un miliciano, y le pregunté sin rodeos donde habían enterrado los hombres que fusilaron el domingo, dando por sabido lo ocurrido. El hombre empezó a hacerme una descripción algo complicada del camino. Le dice que sería mucho más sencillo que nos acompañara y nos enseñara el lugar; me hizo caso, se colgó el fusil y nos condujo al lugar. A unos ciento cincuenta metros del castillo se metió en una zanja profunda y seca que iba del castillo al río, y que llaman «Caz»; era una antigua acequia. Ahí empezaba, en el fondo de dicha zanja, un montón de unos dos metros de alto de tierra recientemente removida. Lo señaló y dijo: «aquí empieza». Había un fuerte olor a putrefacción: por encima del suelo se veían desigualdades, como si emergieran miembros, en un lugar asomaban botas. No se habían echado sobre los cuerpos más que una fina capa de tierra. Seguimos la zanja en dirección al río. La remoción reciente de tierra y la correspondiente elevación del nivel del fondo de la cacera tenía una longitud de unos trescientos metros! ¡Se trataba pues de la tumba de quinientos a seiscientos hombres!, Tal como aún pude sonsacarle al miliciano, aquello había transcurrido de la siguiente manera: los autobuses que llegaban se estacionaban arriba de la pradera. Cada diez hombres, atados entre sí de dos en dos eran desnudados, o sea que les robaban sus cosas, y enseguida les hacían bajar a la fosa, a donde caían inmediatamente que recibían los disparos, después de lo cual tenían que bajar los otros diez siguientes mientras los milicianos echaban tierra a los precedentes. No cabe duda alguna de que, con éste bestial procedimiento asesino, quedaron sepultados gran número de heridos graves, que aún no estaban muertos, por más que en muchos casos les dieran el tiro de gracia.
Ruego al lector que se detenga unos minutos procurando concentrarse en la imagen del tremendo suceso que acaba de leer: una mayoría de hombre jóvenes, en la flor de la vida, pendientes en todas las fibras de su ser, de los suyos, padres, madres, esposas, novias, hijos, sin haber infringido ninguna ley humana, se veían arrancados de una vida honrada, y asesinados por sus compatriotas, aquí, al borde de una fosa, a pleno sol, sin haber visto antes nunca a sus verdugos y tras haber sido robados y, después, fusilados y enterrados, habiendo visto correr la misma suerte a sus amigos, parientes o camaradas; y todo esto, únicamente por pertenecer a otra «clase». Puede uno imaginarse la desconfianza y la desesperación de estos pobres seres con respecto a la Humanidad ¿Cabe juicio condenatorio más terrible que el que merece la insensatez de semejante lucha de clases? ¿Quién podría alegar excusa alguna, basada en sentimientos humanitarios, para un gobierno que se atreve a inducir a esas atrocidades, o en todo caso, a consentirlas y al mismo tiempo, tenga la cobardía de querer después disimularlas o encubrirlas?
Pasados algunos días, unas personas pertenecientes a otra Legación, que viajaron en un camión al pueblo de Torrejón para adquirir patatas, sintiendo curiosidad por las noticias de las que yo había hecho partícipes a los colegas, quisieron visitar el lugar. Llegaron a la ominosa pradera y encontraron algunas tarjetas de visita y otros pequeños objetos dispersos por allí, pero antes de que pudieran continuar su camino, salieron violentamente por el portón del castillo un cuantos milicianos, bajo la dirección del «responsable», que les apuntaban con sus fusiles profiriendo amenazas, con mucho griterío, de forma que apenas si pudieron huir hasta su camión y largarse.
Sólo me faltaba esclarecer las demás actuaciones asesinas. Mis anteriores acompañantes no mostraban mucho afán por caer en ese avispero, así que el domingo por la mañana, una semana después de los hechos aquí narrados, salí para allá con mi joven y animoso conductor y un «adolescente» de setenta y cinco años, de origen portugués que había sido hacía años secretario mío y que ya no tenía mucho aprecio a la vida.
Dejamos atrás el aeropuerto de tráfico civil de Barajas y cruzamos el Jarama hacia Paracuellos. Este pueblo está maravillosamente situado sobre una elevación perpendicular al valle de dicho río, desde el que se disfruta de una vista espléndida de Madrid y su meseta, así como de la sierra de Guadarrama, más al fondo. Al llegar yo, había en un lugar, entre las casas de aquél pueblo y el declive abrupto de la meseta al valle, un grupo grande de hombres con escopetas de caza y fusiles al hombro. Me acerqué a ellos y les pregunté acerca de las posibilidades que había en el pueblo de comprar patatas para el Cuerpo Diplomático. Replicaron, recelosos, que en ese pueblo no había patatas y que tendría que ir como a diez kilómetros más allá para encontrarlas. Me volví hacia el panorama que se disfrutaba y dije, que quería admirar aquella vista, ya que no conocía el pueblo y sus alrededores. Así empecé a andar paso a paso a lo largo del borde mismo del brusco declive, donde vi a alguna distancia un corte profundo como un barranco que me pareció muy sospechoso. Dejé a mi «señor mayor» con los campesinos para que los entretuviera y distrajera, pues enseguida me di cuenta de la actitud, más bien de rechazo, en donde se habían dado órdenes severas y no se fiaban de mí, de modo que de aquella gente no se podía sacar nada. Dos de ellos me siguieron y me dijeron: «No vaya Ud. hacia esa parte, que están queriendo probar una granada, y puede explotar de un momento a otro». Ahora lo veía ya claro. Sonreí y dije «Estoy muy acostumbrado a las granadas, no me asustan» y continué mi camino. Al borde del barranco vi a tres muchachita sentadas que me parecieron más normales que aquéllos herméticos labradores y aparentando no perseguir finalidad alguna, me fui hacia ellas. Los labradores entonces las llamaron, diciendo que volvieran enseguida porque ahí fuera había peligro. Pero yo ya me había adelantado tanto a mi «guardia de honor» que pude aún alcanzar a solas a las muchachas en su trayecto de vuelta y preguntarles, como si de algo muy sabido se tratara: ¿Dónde han enterrado el domingo pasado a toda la gente que mataron aquí? A lo que una pequeña de unos doce años señaló enseguida hacia abajo, al barranco: «Ahí abajo en el barranco». Mientras que la otra, de unos dieciséis años, que seguramente ya sabía más y estaba más aleccionada, añadió rápidamente: «pero eran muy pocos como unos cuarenta sólo». Entonces dije yo: «¡Vaya, pues autobuses había unos cuantos!», a lo que ella replicó, manteniéndose en lo dicho: «No, era muy poca gente, igual que otras veces que han matado a algunos aquí afuera, pero sólo a muy pocos, añadió, ¡para restablecer el orden, como estaba mandado!». Entretanto, las llamadas de los hombres se hacían tan terminantes, que ellas se alejaron corriendo de allí. La situación se estaba poniendo crítica ya que esos hombres se daban cuenta de que no era precisamente el paisaje lo que había motivado mi visita a su pueblo. Les saludé amistosamente y me fui.
Íbamos en el coche por una carretera que seguía el trazado del río, entre éste y el mencionado declive escarpado de la meseta, hacia el pueblo de Cobeñas y yo recorría con la vista el terreno del barranco pero no podía ver señal alguna clara de tierra removida. Entrar en el barranco para investigar, parecía, en verdad, demasiado peligroso ya que los labradores seguían en lo alto del cerro con sus escopetas en actitud amenazadora, observando mi coche, no ya con desconfianza, sino con rabia. Seguí, pues, hasta que un recodo de la cadena de colinas nos ocultó a sus miradas. Una vez allí, me dirigí a una casa de labor grande, donde aún había arados de vapor que yo había suministrado hacía ya más de 35 años y, con el pretexto de volverlos a ver, entablé amistad con el actual propietario. Llevé la conversación a los recientes acontecimientos, pero aquel señor parecía, efectivamente, no haberse dado cuenta de nada, a pesar de que vivía a sólo cinco o seis kilómetros del lugar de los hechos.
Retrocedimos para tratar de averiguar algún indicio, que nos proporcionara nuevas posibilidades de información. Tuve suerte: cuando, ya en el viaje de regreso, al no ver señales de lo que buscaba, había dado orden de regresar a Madrid, me encontré, en el Puente del Jarama, con un joven de unos dieciocho años que volvía de haber estado arando con sus dos mulas en dirección al pueblo. Le paré y le pregunté, con aire inocente, donde habían fusilado a tanta gente el domingo anterior. Señaló hacia la parte del otro lado del río, detrás de nosotros y dijo: «Más allá, al otro lado, bajo los 'cuatro pinos'. Pero no fue domingo ¡era sábado!». Hice que me señalara cuáles eran los «cuatro pinos» entre los pinos que se veían y aún le pregunte: «Y ¿cuántos vendrían a ser?» «Muchos» me contestó, a lo que añadí ¿Cómo seiscientos? «Más» me dijo el «¡Todo el día estuvieron viniendo autobuses y todo el día estuvimos oyendo las ametralladoras!». Di media vuelta y recorrí de nuevo en coche la carretera a la vera del río.
Quería detenerme en los «Cuatro pinos» pero no pude, porque allí había tres tíos, con fusiles, haciendo de centinelas. Por ello, mandé conducir despacito a todo lo largo y vi claramente dos montones paralelos de tierra recién removida que iban desde la carretera hasta la orilla del río, de unos 200 metros de largo cada uno. Hasta entonces no los habíamos descubierto, porque, quedaban frente al barranco, al otro lado de la carretera y no en el mismo barranco. Los que dispararon lo hicieron, por lo visto de espaldas al río y en dirección al barranco y las zanjas se habían cavado con anticipación precisamente a tal efecto. Se me confirmó después que las matanzas se habían efectuado exactamente, como al día siguiente en Torrejón, con la única diferencia de que los vecinos del pueblo no cubrieron inmediatamente con tierra los cuerpos, como en Torrejón, sino algunas horas más tarde, pero también sin hacer distinción entre muertos y heridos. Continué con el coche un poco más allá, volví otra vez y recorrí de nuevo, despacio, esas dos horribles tumbas masivas. De los tres centinelas, uno llevaba ahora, en la mano, un par de botas que, por lo visto, había desenterrado entretanto.
Ya sabía bastante. Regresamos, pero por el camino identifiqué en el pueblo de Barajas, en la ladera del cerro donde se halla el cementerio, otra fosa masiva más pequeña que se había preparado el mismo día que las de Paracuellos. Por lo visto se habían llenado éstas más deprisa de lo que los asesinos suponían por lo que, al final de la tarde, aún tuvieron que liquidar y enterrar el resto de las víctimas, a mitad de camino en Barajas. Al día siguiente, o sea el ocho de noviembre, tuvieron que buscar otro lugar cómodo de enterramiento y lo descubrieron en la cacera de Aldovea (Torrejón).
En los días que siguieron, empezaron los disparos contra la cárcel Modelo, tanto de artillería, como de ametralladoras y este ataque fue tan intenso que se produjeron bajas entre los presos y tuvo que ser evacuada la prisión. Las posiciones de las tropas nacionales se habían acercado mucho.
Repetidas veces al anochecer, después de efectuar nuestras visitas, teníamos que cruzar la calle oscura a la que daba la cárcel Modelo, en plena lluvia de disparos de las ametralladoras que hacían frente a los parapetos rojos, situados al final de dicha calle, para llegar hasta nuestro coche que nos esperaba protegido por las casas construidas en dirección transversal. Los defensores eran ahora los extranjeros de las Brigadas Internacionales. En los días quince y dieciséis de noviembre se efectuó con mucho nerviosismo, la evacuación de la cárcel Modelo en medio de los combates. Los presos se distribuyeron por las demás prisiones de Madrid, con lo que quedaron, pobladas en exceso, hasta límites que calificaríamos de inhumanos. En todo caso, estos traslados, a los que asistimos, fueron presenciados por personal de las Delegaciones Diplomáticas y, frecuentemente, por el Delegado de la Cruz Roja Internacional a quien acompañaban y pude testificar que se efectuaron sin pérdida de vidas.
Los colchones, las mantas y otros efectos de los presos, así como el fichero, no pudieron sacarse por estar ya todos los edificios invadidos por un fuego intenso. Mis camiones lo intentaron varias veces pero resultó imposible. Esta fue la causa de que los pobres presos tuvieran que acostarse durante semanas en el suelo y sin poder cubrirse con nada. Y, además, durante cuarenta días, ni siquiera les permitieron mudarse de ropa el por qué, sigue sin saberse, pero el resultado fue una epidemia de piojos en Porlier, que lo invadía todo y que se hizo legendaria en Madrid.
Un alemán que, después de pasar varios meses preso, salió de esa cárcel en Febrero de 1937 y se refugió, en «Noruega», donde le adjudicamos un dormitorio con una buena cama (una excepción en ese nuestro campamento de colchonetas), se acostó en el suelo, al lado de la cama, con el fin, según me enteré a la mañana siguiente, de no infestar con sus piojos una cama tan buena.
Aún quisiera hacer mención de otra cárcel, dentro del contexto que nos ocupa. Las tropas del general Franco habían alcanzado los alrededores de Madrid en los primeros días de noviembre. Esto naturalmente producía una intranquilidad pavorosa ante el aumento de la actividad criminal en la ciudad. El ambiente era tenso y los ánimos estaban excitados. El Gobierno, vergonzosamente, huyó de improviso en mitad de la noche. Se fue a Valencia en varios automóviles y abandonó a los seducidos proletarios madrileños al destino que en cualquier momento podría presentárseles como inmediato. Bien es verdad que los anarquistas de Tarancón, pequeña población situada en la carretera de Madrid a Valencia, se opusieron al paso de tales desertores sin conciencia, y exigieron su regreso a la lucha por Madrid. Aquellos señores prefirieron, sin embargo, luchar con la lengua y consiguieron, —tras dos horas de combate verbal con tan primitivos «ilustrados» del pueblo (combate tan dialéctico) en que llegaron los ministros a sufrir desperfectos en su atuendo y sus mandíbulas pues tuvieron que padecer desagradables contactos con los puños de sus aliados—, que se les dejara pasar, con el fin, según explicaron, de liberar a Madrid desde fuera.
En aquellos días y en esas circunstancias, yo iba directamente a las cárceles. Una mañana, en el Convento de la Plaza del Conde de Toreno, donde se hallaba instalada provisionalmente la cárcel de mujeres, se me acercó, temblorosa, una de las funcionarias de prisiones diciendo entrecortadamente «¡Dios nos lo envía, suba Ud. a mi despacho!». Al poco rato subí, sin llamar la atención. Entonces me contó en el colmo de la excitación «La noche pasada, hacia las doce se presentaron unos cuantos comunistas o anarquistas, con una lista de las diecisiete mujeres más importantes de la prisión, que tenían que llevarse para que prestaran declaración ante un tribunal». Esa era la fórmula clásica de emprender el «paseo» nocturno. La prisión tenía una guardia de milicianos en las estancias exteriores. Dentro, había, para la vigilancia, ocho milicianas armadas con pistolas. Al querer éstas llevarse a las diecisiete mujeres, se encontraron con que el largo corredor, a donde daban las celdas del convento, lo llenaban unas mil doscientas mujeres que a la sazón se hallaban presas. Éstas ya habían oído hablar de las intenciones de los milicianos recién llegados y se negaban a dejar paso a las milicianas. A las diecisiete mujeres en peligro las tenían en el centro del grupo que formaban, y era imposible llegar a ellas a través de aquella muralla humana. Hasta las tres de la madrugada intentaron aquellos tipos, con toda clase de amenazas, arrancar de allí a sus víctimas pero, en vista de la invencible resistencia de aquellas mujeres presas, tuvieron que alejarse sin conseguir lo que se proponían, pero dejando a las milicianas la orden de llevar a cabo en el momento oportuno el crimen que a ellos les había fallado. Las milicianas tendrían, pues, que matar con sus pistolas, en la noche siguiente, a esas diecisiete mujeres, en la propia cárcel y ya las habían aislado al efecto, muy temprano, encerrándolas en una celda en la que a ellas no se les podía impedir la entrada.