Yo acudí con esta terrible noticia a dos de mis colegas para obtener su asistencia con el fin de evitar la susodicha barbaridad, pero no vi en ellos entusiasmo alguno por participar en la aventura. En cambio, el Delegado del Comité de la Cruz Roja Internacional se puso enteramente a mi disposición. A las cuatro la tarde nos fuimos a la prisión y trabajamos durante muchas horas empleando todas nuestras dotes persuasorias, con alusiones a la inminente entrada de las tropas nacionales, así como apelando al soborno con víveres a una tras otra de las milicianas y, finalmente, también al jefe y a algunos hombres razonables y honrados de la guardia miliciana. A las diez de la noche pudimos retirarnos con la promesa de que no se realizaría el crimen y que se rechazarían las amenazas que vinieran de fuera.
Unas semanas más tarde, en los alrededores de esta cárcel provisional, cayeron granadas de los nacionales, y el gobierno decidió trasladar la prisión a la alejada zona de Chamartín, e instalarla en el edificio de un asilo para niños escrofulosos llamado San Rafael. Una mañana, a las siete, hacia finales de noviembre me llamaron por teléfono. El comunista encargado del traslado de las mujeres a la nueva prisión, que era uno de los más afamados «jueces» de la Checa de Fomento 9, que me conocía desde la visita que yo había hecho a esa «checa» y que quedó ya descrita, me llamó desde la cárcel de mujeres, para decirme que gran número de ellas se negaban a abandonarla y exigían mi presencia. Tenía yo, pues, que decirle si quería ir, ya que en caso contrario, habría que emplear la fuerza. Naturalmente, acudí enseguida. Cedo la descripción del episodio a un reportero español que pudo pasarse a la zona «blanca» y publicar sus observaciones en febrero de 1937, en los periódicos de allí:
«La tarea de los traslados de las cárceles empezó a progresar y, con ello aumentaron los asesinatos. Por imperativo de que la cárcel de mujeres, situada en la calle de Conde de Toreno, se encontraba en zona de guerra hubo necesidad de trasladarlas y, por ello, las milicias se presentaron en el lugar, para ejecutar la orden. El propósito que con ello perseguían, parecían los mismos que cuando vaciaron la cárcel Modelo. La fina percepción femenina lo presintió y las mujeres se negaron a abandonar el edificio. Las amenazaron con disparar pero no les hizo impresión. Había, pues, que buscar un medio para sacar a las presas. Se procedió a deliberar. Sólo existía una persona que en el transcurso de la Revolución había destacado como un apóstol, y en el que las mujeres presas tenían una confianza ciega, el Doctor Schlayer, Representante de Noruega en España. A él era a quien había que llamar. Después de haber obtenido garantías solemnes de que se respetaría la vida de todas las presas; les dio a éstas su palabra de honor de que podían, sin temor, abandonar la prisión, para ser conducidas al asilo de San Rafael en Chamartín, que se había acondicionado al efecto. Los dirigentes de tal chusma, que seguían las directrices de Moscú, tuvieron que pasar por la vergüenza de que fuera un extranjero representante de un país asimismo extranjero, el que efectuara el traslado de las presas. Pero la actividad efectiva de ese hombre no se detuvo ahí. Con camiones y con automóviles corrientes, que había pedido a sus colegas, transportó aquel día más de mil colchones, para que esas sufridas mujeres tuvieran donde dormir de noche. Aún tuvo que llevar, de los víveres almacenados en su Legación, unos cuantos sacos de patatas para que tuvieran algo de comer, ya que nadie se había preocupado de esos detalles. A su actuación, se debe, que no se repitiera el horrible espectáculo de los días precedentes».
Si los hombres en situaciones parecidas, se hubieran portado de forma tan humana y solidaria, más de un crimen hubiera podido evitarse. En adelante organizamos un servicio diario de automóviles, con la colaboración de cada una de las diferentes legaciones, cuyas solicitudes atendían según la necesidad que hubiera, con destino al transporte de las mujeres que, en cada caso, fueran saliendo de su nueva prisión; ya que como ésta quedaba en las afueras de Madrid, el retorno de las mismas a sus casas no estaba exento de peligro. Siempre había por aquellos alrededores figuras sospechosas, esperando la ocasión de dar libre curso a sus perversos sentimientos y a su pistolas. Los coches del Cuerpo Diplomático con sus banderines extranjeros les causaban irritación pero, a pesar de algunos obstáculos, conseguimos durante muchos meses, llevar a sus casas, sanas y salvas a las mujeres que salían en libertad.
Lo que acabo de referir y mis visitas a la cárcel, que continuaron siendo muy frecuentes, contribuyeron a dar popularidad a «Noruega» entre las mujeres.
Al visitar la enfermería de la nueva prisión femenina, tenía que pasar más de una vez por las salas de las ingresadas donde docenas de mujeres se dirigían a mí, pidiendo cualquier clase de ayuda. Más adelante, sobre todo durante las semanas en que visité la España Nacional, me ocurría con frecuencia ser abordado en plena calle por mujeres jóvenes y bonitas, casadas o solteras, que me saludaban, invocando nuestra amistad, nacida en la cárcel. Por desgracia, a menudo, me veía obligado a reconocer que me fallaba la memoria, debido a que cuando las conocí no estaban tan «bien arregladas» como en el momento en que afortunadamente las volvía a ver; ¡todo ello se convertía en risas de satisfacción!
Uno de los oficiales de prisiones, queriendo expresarme sus sentimientos amistosos, me decía: «Ha hecho Ud. tanto por estas pobres mujeres, que los españoles le tenemos que estar muy agradecidos, le vamos hacer!», aquí se detuvo un momento «un mausoleo». Le contesté que me sentía muy emocionado por esa intención suya, que tanto me honraba, pero que no se diera demasiada prisa en comenzar la obra, pues yo en cambio podía esperar muy a gusto un poco más.
Más adelante, en la primavera de 1937 se prohibió a los diplomáticos que visitaran las cárceles. A pesar de ello, pude yo, gracias a mis buenas relaciones con el personal, obtener más de una vez acceso a ellas, hasta que finalmente, en junio de 1937 me quedó prohibida la visita, expresamente a mí, después de una gestión acerca del que era, a la sazón, Director General de Prisiones, persona muy atravesada.
Aprovecho la oportunidad para ensalzar aquí el mérito de un hombre que, en su comportamiento y protección a los presos, se distinguió y superó en mucho, en cuanto a relaciones humanas se refiere, a cualquiera de los demás funcionarios rojos. Me refiero a Melchor Rodríguez, natural de Triana, barrio de Sevilla, anarquista, de unos cuarenta y cinco años, y de cuño idealista. Chapista de profesión, especialista, como carrocero de automóviles, buscado y muy bien pagado por los talleres de Madrid, como obrero hábil, experimentado y de confianza. Había pasado, a pesar de todo, más de la mitad de los últimos quince años en la cárcel porque su orientación idealista le llevaba inmediatamente a hablar contra el Gobierno, en las asambleas anarquistas, tan pronto como lo soltaban. Con excepción de las escasas semanas en las que trabajaba y llevaba a su casa un salario importante, era su mujer, la que haciendo de lavandera, ganaba el sustento para la familia. Haciendo gala de sus ideales expresaba, en prosa y en verso, con un lenguaje rico en contenido en cuanto a las ideas, y hermoso en cuanto a la forma, su entusiasmo por la pura anarquía. La clase de imagen nada vulgar, y apolítica, que él se hacía y expresaba se desprende del siguiente himno: (que por lo bien que suena transcribo en español).
Anarquía es:
Belleza, Amor, Poesía,
Igualdad, Fraternidad,
Sentimiento, Libertad,
Cultura, Arte, Armonía.
La Razón, suprema Guía,
La Ciencia, excelsa Verdad,
Vida, Nobleza, Bondad,
Satisfacción, Alegría,
Todo eso es Anarquía,
y Anarquía, Humanidad.
Tuvo que ver con desilusión de qué modo se traducía en la practica la palabra «anarquía». ¡Tan distinto a cómo se veía en el papel! Pero él, por su parte, intentaba vivirlo. Cuando hablé con él por segunda vez y me describía, con palabras elocuentes, su concepto ideal de convivencia humana, le dije: «Ud. no es un anarquista, sino un cristiano primitivo, de los de las catacumbas y tropieza como ellos, con el escollo de que la humanidad es, en realidad, totalmente distinta de como Ud. la sueña».
A este hombre, lo nombraron el diez de noviembre, por primera vez, Delegado del Gobierno para las prisiones. Acababan de consumarse las matanzas masivas de presos por parte de comunistas y anarquistas de las que hemos tratado ya, en páginas anteriores. Melchor prohibió inmediatamente cualquier saca que mermara la población de las prisiones. Su programa, que me reveló en presencia del Delegado del Comité Central de la Cruz Roja, el día de su nombramiento, se lo ratifiqué yo del modo siguiente por escrito, en nombre del Comité internacional:
«Confirmamos nuestra conversación de esta mañana y nos congratulamos al recibir de Ud. las siguientes promesas, a saber: Que Ud. considera a sus presos como prisioneros de guerra y está firmemente decidido a impedir que los maten, de no ser en razón de una sentencia judicial; que Ud. procederá a clasificarlos en tres categorías, primera: aquellos que hayan de ser considerados como enemigos peligrosos, a los que Ud. piensa enviar a otras prisiones como Alcalá, Chinchilla, Valencia. Segunda: los dudosos, que habrán de ser juzgados por los Tribunales de aquí, y, tercera: los restantes, que deberán ser puestos inmediatamente en libertad. Nos ha asegurado Ud. que los transportes de presos se practicarán de ahora en adelante, con toda la vigilancia y custodia necesaria, para garantizar incondicionalmente sus vidas en ruta y que Ud. mismo, o su Secretario Técnico, acompañarán a las expediciones de transporte hasta su lugar de destino y estarán dispuestos a arriesgar su vida en defensa de los presos. Que las mujeres presas quedarán aquí, bajo suficiente custodia para garantizar incondicionalmente su vida, y que en breve plazo, quedarán libres cuantas no hayan tenido responsabilidad grave alguna en el movimiento de la sublevación. Que Ud., a partir de hoy, se hace plenamente responsable de la vida de todos los presos y que, asimismo, con fecha de hoy, dejarán de existir todo los comités de investigación, la policía irregular y las detenciones arbitrarias. Nos complacen sus afirmaciones y al mismo tiempo nos damos, con especial satisfacción, por enterados de que Ud., se servirá comunicarnos en el futuro las listas de los presos transportados afuera y los lugares de destino a donde se encaminará cada expedición.
Nos proponemos tratar con usted, en los próximos días, de las medidas de seguridad que haya de tomarse para garantizar la vida y la libertad de los hombres y mujeres que, según su promesa, y en número considerable, pronto van a quedar en libertad».
Melchor, al aceptar su cargo, había renunciado expresamente al sueldo, de mil quinientas ptas. mensuales, que le correspondía, a pesar de que tenía que vivir de la caridad de sus amigos porque carecía de ingresos fijos. Pero ya, a los cuatro días, renunció al cargo. A sus espaldas, habían sacado, de nuevo, los comunistas a una docena de hombres de una prisión y los habían fusilado; al exigir Melchor un inmediato castigo ejemplar para ellos, se encontró con la cobardía del Ministro, también anarquista, y tras una escena violenta le arrojó a los pies el nombramiento.
Dado que, a pesar de todo, en los últimos días de noviembre y en los primeros de diciembre se produjo una nueva ola de asesinatos de presos en masa, el mismo Ministro volvió a llamar a Melchor Rodríguez el cual aceptó, con la condición de que, ningún preso, saldría de la cárcel sin su firma. A partir del seis de diciembre, fecha de su segunda entrada en servicio, no se produjo ya ningún asesinato de presos, sacados de las cárceles. La terrible pesadilla de los pasos, oídos en la noche, por las galerías de las prisiones y la penetración en las celdas de unos cuantos hombres, a la luz de la linterna eléctrica, a pasar lista a las víctimas —esa pesadilla que durante meses había acosado a los presos angustiando su sueño— era ya para ellos, cosa pasada.
En enero de 1937 tuvo Melchor Rodríguez ocasión de mostrar toda su hombría. En Alcalá de Henares, pequeña ciudad a treinta kilómetros de Madrid, lanzaron bombas los aviones nacionales y causaron víctimas. El populacho, furioso, y los milicianos, se presentaron ante el establecimiento penitenciario allí existente —que, en tiempos de paz, era un reformatorio para jóvenes, y ahora albergaba a mil doscientos políticos procedentes de Madrid— pidiendo que los dejaran entrar para matar a los presos.
El Director de aquella cárcel, persona de toda confianza y muy humano en su proceder, se resistía y pidió ayuda al General Pozas, con mando en dicha plaza de Alcalá, (y Comandante en Jefe que fue luego de Aragón, y posteriormente destituido), ayuda que denegó, diciendo que no permitiría que se disparara un solo tiro contra el pueblo, hiciera este lo que hiciera. Entonces, en el momento de máximo peligro, apareció de repente y por pura casualidad, Melchor Rodríguez, que entonces estaba en viaje de inspección por la provincia de Madrid. Pistola en mano, se plantó delante del portalón de entrada a la cárcel y tuvo a la muchedumbre en jaque. Desde las cinco de la tarde hasta las tres de la madrugada, estuvo luchando, entre discursos persuasivos y amenazas, con las distintas «autoridades» de la pequeña ciudad que habían hecho causa común, con el populacho y les obligó a retirarse. Aún pudo volver, por la mañana temprano, a casa, con la conciencia de haber cumplido con su deber como un hombre. A ninguno de los presos bajo su custodia les había pasado nada. No es de extrañar que a Melchor Rodríguez acudieran innumerables mujeres que temían por sus maridos, hijos y hermanos, así como los diplomáticos que querían proteger y salvar a los perseguidos. Pero tampoco es de extrañar que tal espíritu de humanidad, a la larga, no pudiera avenirse con la reinante embriaguez de odio y destrucción y que Melchor Rodríguez, a los pocos meses, fuera de nuevo sacrificado por el mismo Ministro, a los malvados propósitos de los auténticos representantes de la política bolchevique.
En julio de 1936 el Cuerpo Diplomático estaba representado en España, casi en su totalidad, pero ninguno de los embajadores de los grandes estados europeos o americanos se encontraba en Madrid. Estaban veraneando en el extranjero o en San Sebastián. Su seguridad también hubiera peligrado, pero mucho menos que la de los señores de segundo o tercer rango que los tuvieron que representar; aunque éstos, a pesar de toda su habilidad y su mejor voluntad, carecían frente al Gobierno Rojo, de la capacidad de presión que hubieran podido ejercer los verdaderos titulares de las representaciones de sus Estados. Muchos acontecimientos hubieran ocurrido de distinta manera, en los primeros meses, si por lo menos Europa hubiera estado representada por primeras figuras.