Volvamos a los primeros días de noviembre de 1936. Las tropas nacionales presionaban, y se acercaban a Madrid provocando el pánico que aumentaba al máximo y descargaba en estallidos de furor y odio contra los indefensos cautivos. En esos trágicos días de noviembre las mujeres de los detenidos acudían todas las mañanas a centenares para llevarles algo de comida o alguna prenda de abrigo, soportando las mayores humillaciones con los más groseros insultos cuando no eran tratadas a culatazos por lo que más de una, fue detenida a manifestar su repulsa y protesta ante semejante violencia.
El seis de noviembre me encontraba en la Cárcel Modelo de la Moncloa, cuando, por la tarde estallaron las primeras granadas cobrándose varios muertos así como una serie heridos.
La actitud de los milicianos era amenazadora y peligrosa y gracias, únicamente a mis buenas relaciones con los funcionarios de prisiones podía aún visitar la cárcel y pasar algún rato allí. Estaba muy preocupado por la suerte de los presos y entre los que eran objeto de mi atención especial, por motivos de amistad o conocidos de otros, les pude llamar al locutorio para infundirles ánimos.
En la noche del seis al siete de noviembre el gobierno se había «evaporado» sin hacer ruido, ni dejar rastro, ante semejante situación en la mañana del día siete recogí al Delegado del Comité de la Cruz Roja y nos fuimos juntos en coche, a la cárcel Modelo. ¡Cuál fue nuestra sorpresa cuando nos encontramos con que en la plaza que queda frente a la cárcel estaba cerrada en semicírculo por barricadas de adoquines extraídos de la misma calzada y milicianos de guardia con la bayoneta calada, en la entrada, prohibiendo su acceso! Dentro de la plaza que quedaba cerrada con las barricadas, había gran número de autobuses.
El centinela se oponía a que pasara nuestro coche, entonces exigí que llamaran al Cabo de guardia y al no comparecer, di orden al chófer de que pasara, sin que interviniera el centinela. En el patio de la cárcel, todo estaba tranquilo y no se veía a nadie más que a el centinela. Traté de ponerme en contacto con el Director, pero me dijeron que desde la mañana temprano estaba en el Ministerio.
Busqué entonces al Subdirector, y le pregunté lo que significaban todos esos autobuses. Me respondió que habían venido con objeto de trasladar a unos ciento veinte oficiales a Valencia para evitar que cayeran en manos de los nacionales. Por lo demás, no había novedad.
No es que desconfiara de aquel hombre, a quién conocía como persona de toda confianza, pero sí dudaba de la verosimilitud de sus informaciones, por lo que resolví acudir a la Dirección General de Seguridad para tratar de averiguar algo con mayor exactitud y renuncié por tanto a hablar con los presos. Fuera, en el patio, me encontré con el principal responsable político de esa cárcel, un viejo comunista, de oficio maquinista-ferroviario, con el que me llevaba muy bien, quien me había prometido repetidas veces proteger de todos los peligros a las personas que yo le había relacionado en una hoja y que estaban en la galería especialmente confiada a su custodia. Me confirmó, exactamente, lo mismo que me había dicho el Subdirector y atribuyó el número excesivo de autobuses para sólo ciento veinte presos a que también tenían que recoger militares en otras cárceles. No sabía, todavía, cuando tenía que efectuarse la ocupación de los autobuses.
Entonces, nos fuimos con el Delegado de la Cruz Roja, a la Cárcel de Mujeres, donde todo iba bien y de allí nos dirigimos a la Dirección General, donde en cambio, reinaba el caos. La noche anterior el Gobierno se había ido, en secreto, a Valencia y con él, el Director General, Manuel Muñoz, un nombre que habría que marcar a fuego. A mi pregunta acerca de quién era ahora, en Madrid el responsable del orden, se me contestó que al parecer Margarita Nelken (diputada socialista) ya que ésta se había instalado, desde por la mañana, en el despacho del Director General. Nadie, sin embargo, sabía nada concreto y oficial. Pedí que me dejaran hablar con ella, pero transcurrido cierto tiempo me hicieron ver que se había ido. Yo lo que pienso es que no quiso dar la cara. Le dejé una tarjeta, en alemán, en la que apelaba a sus sentimientos humanitarios. En otra ocasión en que, por casualidad, me la presentaron, en la Embajada de Francia, al dirigirle yo la palabra en mi idioma me dijo que se le había olvidado el alemán, a pesar de que sus padres procedían Alemania y que en su casa lo hablaban.
Nos pusimos en marcha con el fin de encontrarla, pues nos importaba en grado sumo obtener garantías de que las cárceles estaban custodiadas y controladas por la autoridad del Estado, porque a pesar de las afirmaciones tranquilizadoras que habíamos oído, algo había en el aire que nos hacía desconfiar. La buscamos en la Casa del Pueblo (la casa de los sindicatos socialistas), en el Ministerio de la Gobernación (Interior) y en otros organismos sin poder encontrarla en ninguna parte.
El Gobierno se había marchado, sin notificárselo al Cuerpo Diplomático y sin pedirle que le acompañara. ¡Eso era un «precedente», sin precedentes! Sólo, después, se procedió a una notificación nada clara que ni siquiera aludía a la permanencia de los diplomáticos. Ante situación tan delicada se convocó una reunión de todo el Cuerpo Diplomático. También se convino en enviar una comisión a Miaja para tratar de la situación de las prisiones. Yo no me quedé esperando; intenté actuar. En la Embajada de Chile, se me acercó una dama extranjera con una proposición fantástica: el Colegio de Abogados de Madrid estaba dispuesto a poner a disposición del Cuerpo Diplomático su propia milicia, unos cien hombres para proteger las prisiones. Yo debería ir allí para tratar con aquella gente. Fui, y recibí, sí, ofrecimientos verbales, pero ninguna señal de la existencia de una disposición práctica. Todos estaban bajo la presión de la entrada de las tropas nacionales y a todos les hubiera gustado asegurar su salvación a base de los servicios prestados. Por otra parte, no se atrevían tampoco a mudar de «casaca» demasiado pronto, porque ¿quién sabe?… Con tales vacilaciones, nada inmediato y práctico podía emprenderse. Otra vez volví al Cuerpo Diplomático, donde se me requería para enterarme de la respuesta de Miaja, que, según nos informaron, se manifestó en estos términos: «Todo está en orden, el Gobierno tiene las riendas del poder en la mano, no hay nada que temer, mis manos están firmes, podéis confiar en ellas. Madrid resistirá, la ciudad está segura». Pero yo pensaba en el número inquietante de autobuses estacionados en la Moncloa y después de comer reanudé enseguida la búsqueda de la «responsable Nelken», incluso en su domicilio privado donde, sin embargo, en aquel día, aún no la habían visto. Más adelante, oímos que en ese mismo día había estado, a primera hora de la tarde, en la Cárcel de Mujeres de Conde de Toreno. Por desgracia no pudimos averiguar nada en ninguna parte.
Con motivo de tal búsqueda, cruzamos por el barrio situado a orillas del Manzanares, que queda frente a Carabanchel, tomado la víspera por los nacionales. Reinaba una calma singular en aquel «frente» a lo largo del río. Las carreteras y los puentes estaban cortados, aparentemente con sacos terreros ya destrozados. Montones de tierra formaba al borde del río, una línea defensiva primitiva y endeble. Lo mejor eran las barricadas de adoquines arrancados de la calle, que había en dos o tres sitios. Se veían, aquí y allá, impactos de granadas de pequeño calibre. Pero lo increíble de dicho «frente» era que estaba desguarnecido, apenas media docena de hombres, centinelas, detrás de sacos terreros, fueron los que vi durante todo el recorrido a lo largo del río, desde el Puente de la Princesa hasta el Puente de Toledo, donde, en la orilla de enfrente, estaban los nacionales. Ni un solo disparo enturbió nuestro camino que discurría inmediatamente detrás de la primera línea. Daba la impresión de que ya no existía, en absoluto, actitud alguna de defensa, y que solamente dependía de los que estaban al otro lado, saltar aquellos ridículos obstáculos y entrar, marchando, hacia adelante.
Algunos días antes, cuando los nacionales estaban aún a algunos kilómetros de distancia, había yo pasado en coche por uno de dichos puentes, subiendo hacia Carabanchel. Los centinelas no planteaban dificultades, aunque si miraban, por lo menos, nuestro salvoconducto antes de dejarnos pasar. En aquel entonces, la línea, a todo lo largo del Manzanares y, sobre toda las cabezas de puente, estaban ocupadas por un número bastante importante de milicianos. La defensa de la principal carretera de acceso consistía en un solo cañón melancólico, situado en la carretera, detrás del montón de basura. Ahora que la cosa se había puesto seria, parecía que los milicianos estaban de permiso. Asombraba que una línea tan débil pudiera detener al enemigo, ni siquiera moralmente.
Abandonamos, pues, la infructuosa búsqueda de la «mandamás» de la policía, M. Nelken, y acudimos al Ministerio de la Guerra donde se encontraba el mando militar, recién nombrado, al frente del general Miaja, que nos recibió enseguida y al que yo ya conocía por otras ocasiones que tuve que entrevistarme con él. Le pedimos protección y seguridad para los presos, que nos preocupaban mucho, y le contamos todo lo que habíamos observado por la mañana en la Cárcel Modelo. Miaja nos prometió todo: «a los presos no les tocarían ni un pelo». Le hablé especialmente de mi abogado La Cierva y de su liberación. Miaja me aseguró que haría todo lo humanamente posible por él. Eran las cinco y media de la tarde, y La Cierva ¡hacia ya dos horas que lo habían asesinado!, como me enteré después.
Al terminar la entrevista nos acompañó un ayudante, al que yo conocía desde hacía tiempo, y nos recomendó que esperáramos un poco, porque iba a tener lugar a continuación una reunión con los representantes de los partidos del Frente Popular, donde se iba a nombra la nueva «Junta de Defensa» de Madrid, y él nos presentaría al nuevo Delegado de Orden Público, inmediatamente después de su nombramiento. En efecto, al poco, se abrió la puerta de la Sala y acto seguido, afluyó a la misma un muestrario de individuos representantes de los partidos en el Gobierno, que eran reflejo de los distintos estratos populares, de donde se habían reclutado: observamos el tipo algo aburguesado, engreído en su superioridad, poco marcial en su antimilitarismo, de los republicanos de izquierdas; luego percibimos los hombres de aspecto hermético, pero fiero de la juventud socialista-comunista y, finalmente los típicos representantes de los «chulos» madrileños, los anarquistas de la F.A.I., que entraban contorneándose y dándose importancia, majestuosos, todos ellos con sus chaquetones de cuero marrón y sus grandes pistolas al cinto. Eran los futuros señores soberanos de Madrid, por la Gracia del Pueblo. Fueron pasando y desaparecieron dentro del despacho del general.
Mientras con impaciencia esperábamos el final de la reunión, oímos hablar por el teléfono a otro ayudante, que reflejaba a juzgar por sus palabras el pánico y el atolondramiento reinante en Madrid. Incluso dentro del Cuartel General, daba la impresión que no existía una defensa organizada.
Después de una larga espera, apareció el ayudante acompañado de un hombre joven, alrededor de veinticinco o treinta años, un «camarada» robusto, con un rostro de expresión más bien brutal, y nos los presentó como el nuevo Delegado de Orden Público. Pertenecía a las Juventudes Comunistas, la más encarnizada e insensible de todas las organizaciones proletarias. Extremó su cortesía con los diplomáticos, con quiénes establecía contacto por primera vez en su vida, y nos citó para celebrar una entrevista, en su nuevo despacho, a las siete de la tarde.
Entretanto, habían dado ya las seis y a mí me angustiaba de nuevo un oscuro presentimiento, de lo que pudiera estar ocurriendo en la cárcel Modelo. Cuando, en plena oscuridad me trasladé allí y entré en el patio, donde se encontraban desperdigados, cierto número de milicianos, vino enseguida corriendo hacia mí el Director y me dijo: ¡Se lo han llevado con ellos!, ¡yo no estaba aquí, acabo de llegar del Ministerio! Se refería al abogado de mi Legación, Ricardo de la Cierva, por el que me había interesado tanto. Me refirió, a continuación, que ya en las noches precedentes se había enfrentado dos veces, durante horas, con milicianos que venían a llevárselo, discutiendo con ellos e intentando salvarlo hasta el extremo de amenazarse mutuamente con las pistolas. Esta vez, sin embargo, no hubo ya posibilidad alguna, porque tuvo que ausentarse todo el día en el Ministerio. Al pedirle insistentemente detalles, me contestó que se habían llevado varios centenares de presos para trasladarlos, según rezaba la Orden de la Dirección General, a Valencia, a la prisión de San Miguel de los Reyes. Se los entregaron a un comunista, llamado Ángel Rivera, que era quien traía la orden. Deduje por sus propias referencias que él mismo veía el asunto con pesimismo y, al hacerle yo algunas preguntas categóricas, me contestaba con evasivas.
El terror se hacía sentir en el ambiente y se reflejaba en la figura de aquellos mozalbetes desempeñando como milicianos el «servicio» de la defensa de la cárcel, ante la proximidad de las tropas nacionales que ya se habían introducido en el casi circundante parque del Oeste, oyéndose cercanos el tiroteo de que era objeto el edificio, así como el fuego de las ametralladoras constituyendo aquella posición la piedra angular para la defensa de Madrid.
Ya no podía quedarme allí más tiempo porque tenía que recoger al Delegado de la Cruz Roja para acudir a la entrevista con la nueva autoridad policial, tal como había quedado convenido entre nosotros. La tal autoridad, se llamaba Santiago Carrillo, con el que tuvimos una conversación muy larga en la que ciertamente recibimos toda clase de promesas de buena voluntad y de intenciones humanitarias con respecto a la protección de los presos y al cese de la actividad asesina, pero con el resultado final por todos percibido de una sensación de inseguridad y de falta de sinceridad. Le puse en conocimiento de lo que acababa de decirme el Director de la cárcel y le pedí explicaciones. El pretendía no saber nada de todo aquello, cosa que me pareció inverosímil. Pero a pesar de todas aquellas falsas promesas, durante aquella noche y al siguiente día, continuaron los transportes de presos que sacaban de las cárceles, sin que Miaja ni Carrillo se creyeran obligados a intervenir. Y, entonces sí que no pudieron alegar desconocimiento ya que ambos estaban informados por nosotros.
A propósito de esta conversación convendría destacar, además, la afirmación categórica que nos manifestó el Delegado de Orden Público, de que Madrid se defendería mientras quedaran en la ciudad dos piedras una encima de otra y un hombre que pudiera sostener un fusil y que únicamente se podría tomar cuando no quedara sino un montón de escombros.