A finales de octubre, al regresar con el Cabo, al mediodía, de una de aquellas visitas a la cárcel, nos contó su mujer, desecha en lágrimas, que habían ido a verla dos muchachas de servicio de la familia del Coronel y le habían contado que dos días antes, al atardecer, un grupo de gentes armadas habían sacado de la casa a toda su familia compuesta por cinco señoras y dos jovencitas muy lindas, y se las habían llevado en un coche junto con las dos muchachas de servicio. Durante largo tiempo, las llevaron en el coche de un lado para otro, con el propósito de desorientarlas, hasta que llegaron a una «villa» solitaria, las hicieron bajar del coche y las encerraron en un cuarto, mientras que al resto de las señoras las llevaron a otra habitación contigua, desde donde comenzaron a oír voces altisonantes de hombres y más tarde quejidos y llantos de las mujeres. Después de estos momentos de angustia las condujeron al cuarto desde donde procedían aquellos lamentos y vieron horrorizadas en el suelo grandes manchas de sangre, y unos seres despreciables que se dispusieron a hacerles un interrogatorio empezando por recriminarles los sentimientos de adversión, al ver la sangre derramada, al tiempo que les decían con el mayor cinismo, que las habían pinchado a las señoras con alfileres en los pechos, y las habían sometido a otros tormentos. Terminado este macabro espectáculo las volvieron a llevar en un auto otra vez de acá para allá, con los ojos vendados, hasta que finalmente las dejaron en Madrid.
A las señoras ya no las habían vuelto a ver, aunque parece ser que también se las llevaron de aquella casa, a paradero desconocido. Más tarde me enteré por el novio de una de estas chicas, anarquista conocido, que este acto de vandalismo fue realizado por iniciativa y encargo de la Guardia Nacional y que, al enterarse de que su novia había sido llevada junto a las señoras, recorrió con otros de su ralea todas las «checas» que ellos conocían en los alrededores de Madrid, amenazando si no aparecía su novia.
Me fui inmediatamente a la policía, hablé con los tres hombres más responsables exigiendo de ellos que se pusieran inmediatamente en marcha las investigaciones, para saber qué había sido de las mujeres desaparecidas. Hicieron una gran demostración de celo. Volví tres días seguidos a la policía en busca de resultados. Me aseguraban, expresándome su más vivo disgusto, que no habían encontrado rastro alguno de las mujeres, pero me quedaba, tras las muchas conversaciones mantenidas, la impresión de que no se había dado ni un paso para averiguar algo sino que adoptaban una actitud hipócrita aparentando indignación, frente al molesto diplomático. En realidad la policía procuraba no entorpecer el entramado de las «checas» secretas y participaba por añadidura, en sus manejos, en muchos casos ante los que se inhibía la acción oficial, como luego tuve, con frecuencia, la ocasión de comprobar.
La impotencia del Gobierno frente a las bandas asesinas de las organizaciones políticas, era cosa que en gran parte se fingía expresamente. En el fondo, el Gobierno aprobaba los horrores de las «bandas» pero creía salvar su responsabilidad, haciendo como que no podía dominarlas. Tuve ocasión de hablar de este problema con diferentes Ministros. Siempre se lamentaban, encogiéndose de hombros, de que el movimiento popular hubiera venido acompañado de «algunos excesos», pero era a los rebeldes a quienes les atribuían la culpa, por haberles mermado los efectivos de tropas, de forma que el Gobierno se había visto obligado a utilizar la Policía, en campaña, en lugar de emplearla en mantener el orden público. Tales declaraciones obedecían sin duda a una consigna estudiada que no reflejaba la realidad ya que cada ministro coincidía en la misma justificación, sin reconocer un mínimo de culpabilidad, como evidenciaban los hechos.
Las siete mujeres habían desaparecido totalmente sin que yo pudiera descubrir su rastro, a pesar de las investigaciones practicadas por mi en los registros de asesinados de Madrid y pueblos vecinos.
Ante situación tan enojosa, solicité de la Dirección de la Policía el envío, por la tarde, a la Legación, de dos funcionarios, para que interrogaran a las dos muchachas del servicio a las que cité para que acudieran a la misma. Los dos policías sí vinieron, pero una de las muchachas se negó a prestar declaración por miedo a sufrir represalias. Su hermano, un miliciano bastante zafio, amenazó con disparar toda la carga de su pistola contra la Legación si intentábamos que declarara. Las dejamos marchar y, en su lugar, el Cabo y su mujer refirieron lo que las muchachas habían contado por la mañana. Uno de los policías, un joven rojo fanático de unos veinte años, falseó la declaración como si fuera una acusación contra el Gobierno y la mandó, en forma de denuncia al Comité Central de la Guardia Nacional. El Presidente y Vicepresidente de este último eran dos «buenas piezas» que por su conducta vergonzosa habían sido con anterioridad expulsados de la Guardia Civil y ahora, lógicamente, se hallaban en su deshonrada cúspide. Les sentaba especialmente mal ese interés por descubrir a los secuestradores de las señoras, seguramente porque ellos mismos eran cómplices y el coronel antiguo, era, eso sí, campechano con ellos, pero en cuanto al servicio, un superior severo. En lugar de los criminales, que quedaban sin castigo, se perseguía ahora al testigo dispuesto a ayudar.
Yo, naturalmente, no sabía nada de toda esa intriga y no me enteré hasta después, de relacionar unos hechos con otros. Todavía era yo lo suficientemente ingenuo como para creer que los organismos estatales no compadreaban con los delincuentes «incontrolados». El futuro me proporcionó, generosamente, pruebas de lo contrario.
Unos días después, a principios de noviembre, me despertó, a las doce de la noche, el Cabo de Guardia; me dijo que abajo había un superior que le requería para que se fuera con él al cuartel. El hombre me enseñó un escrito en que el firmante, Vicepresidente de la Guardia Nacional, autorizaba al mismo (al superior) y a un «camarada» para recoger de la Legación de Noruega, al Cabo y llevárselo a «su Excelencia el Ministro de la Gobernación».
Antes de continuar, y para comprender el riesgo de inseguridad en que se vivía, tengo que decir que a la mañana siguiente me comunicaron que algunos de los refugiados alojados en el sótano se habían despertado al oír un automóvil que llegaba. Oyeron, asimismo, que se bajaban tres miembros de la Guardia Nacional y daban palmadas para llamar al sereno que tenía que abrirles, con arreglo a la costumbre española, ya que en esta tierra nadie tiene llave de la casa donde vive. La nuestra no estaba, naturalmente, en poder del sereno, que era rojo; la puerta estaba además bien asegurada con cadenas y un cierre metálico. Mientras esperaban, el que parecía capitanearlos le dijo a uno de ellos: «Te lo llevas en el coche, calle arriba, al solar y lo líquidas allí mismo».
El Cabo, a quien había despertado el centinela que estaba de guardia en el zaguán, y que era precisamente la persona que ellos querían llevarse, había acudido a la puerta y, cuando vio que se trataba de un superior de su Cuerpo, le dejó entrar a pesar de la severa prohibición que existía en contra. Por ese motivo mi comunicado al día siguiente dirigido al Ministerio de Estado (Asuntos Exteriores) señalaba la prohibición incumplida de la orden expresa en los siguientes términos: «El Encargado de Negocios manifiesta que el mencionado guardia, no puede abandonar la Legación sin que antes se trate el caso con el Ministerio de Estado y el Cuerpo Diplomático y que se ruega tengan a bien abandonar el territorio noruego en el que se hayan». Primero se resistieron afirmando que ellos eran la «autoridad suprema» en Madrid, y exigían que el guardia que buscaban, les llevara él mismo la respuesta. Pero obedecieron a un segundo requerimiento y se fueron.
A continuación comuniqué inmediatamente el incidente al secretario del Ministro de la Gobernación, conocido mío; ministerio de quien depende la Guardia Nacional, y le informé, asimismo, de la frase ordenando la muerte del Cabo, que habían oído mis refugiados; a todo lo cual, me prometió dar conocimiento y curso del hecho.
A la mañana siguiente, se me avisó de que había llegado un vehículo ocupado por Guardias Nacionales; el Vicepresidente del Comité nacional exigía, al parecer, pasar inspección a los miembros de nuestra guardia. Ordené al guardia que dejara sus armas delante de la puerta y pasara él sólo al zaguán. Era el mismo que en la noche había dado orden de «liquidar» al Cabo. Lo que quería discutir era el por qué yo no se lo había entregado aquella noche. Le declaré al respecto que yo no quería tratar ese asunto más que con el Ministro de Asuntos Exteriores (Ministerio de Estado) ya que con el organismo del que ellos dependían yo no tenía relación alguna, y le despaché.
Una hora más tarde, me anunciaron la aparición del Presidente del Comité Nacional con tres coches y unos veinte guardias fuertemente armados. También a él le obligué a dejar las armas delante de la puerta e inmediatamente le invité a subir, él solo, a mi despacho, situado en la planta cuarta. Declaró que venía con orden personal del Ministro de la Gobernación (Interior), Sr. Galarza, de que le entregara a los seis miembros de mi guardia. Me negué categóricamente a ello, apelando al convenio por escrito, concertado con el Gobierno, en el sentido de que no podría introducirse modificación alguna en el mismo, sin mi consentimiento. Yo estaba dispuesto a discutir el asunto con el Cuerpo Diplomático y con el Ministerio de Estado y a enterarme de las posturas adoptadas, en principio, al respecto por el Cuerpo Diplomático, pero no acataba órdenes del Ministerio de la Gobernación (Interior), con el que no me ligaba relación oficial alguna.
Este joven de unos veintiocho años de edad, con un pasado de muy dudosa reputación, como ya queda mencionado, sólo sabía repetir: «Si Ud. tendrá la razón, pero yo tengo órdenes del Ministro y las tengo que cumplir». Finalmente y como viera que con lo de «su ministro» no conseguía nada, se conformó con mi promesa de plantear inmediatamente la cuestión al Cuerpo Diplomático y, juntamente con éste, al Ministerio de Estado (Asuntos Exteriores), con el fin de llegar a una solución de principio, y se retiró.
Apenas había llegado abajo en el ascensor, cuando algunos jóvenes refugiados, corrían hacia arriba para comunicarme que los Guardias que esperaban en la calle empujaron la puerta, al tiempo que la estaban abriendo al Presidente para que saliera, y habían conseguido entrar e invadido el zaguán. Yo por precaución había mandado encerrar a nuestro Guardia en el sótano y ahora ordenaba a los refugiados, en turno de guardia, que se retiraran del zaguán a los pisos más altos.
Bajé al zaguán y lo encontré lleno de tipos mal encarados con uniforme de la Guardia Nacional, con grandes pistolas ametralladoras en las manos. En el último escalón me encontré, de cara, con el «Presidente». Le grité en tono imperativo y amenazador: «¿es usted el hombre con el que acabó de negociar? ¿No acordó usted conmigo, en esperar hasta que yo solucionara este asunto con el Ministerio de Asuntos Exteriores?». El insistió que tenía que cumplir las órdenes del Ministro. Yo me puse a vociferar lo más alto posible diciéndole que él se hallaba en territorio noruego y que tenía que salir inmediatamente de la casa con toda su banda y, si pretendía quedarse, tenía que empezar por matarme a mí ya que yo no estaba dispuesto a aguantar semejante transgresión. A esto replicaba que no me quería matar y que se quería ir, pero que, primero, quería relevar la guardia. Le grité que aquí no tenía absolutamente nada que hacer, sino salir inmediatamente a la calle ya que estaba dispuesto a arrancarle, de un momento a otro, a pesar de mi edad, la nariz de la cara. El bigote erizado, el pelo largo, agitado al aire y los tacos y palabras fuertes con que aderecé mi discurso, dieron como resultado que todo aquel montón de gente se volviera, gruñendo, hacia la puerta que yo mismo cerré detrás de ellos. A través de los cristales vi que aún se quedaban algún tiempo junto a sus coches, mirando hacia la puerta. No podía concebir todavía que tantas pistolas hubieran tenido que ceder ante un anciano indefenso.
Una hora después tenía yo al teléfono al Ministro Galarza. Exigía la entrega de mi guardia, que dependía de él: poder disponer de sus hombres libremente era para él una cuestión de prestigio, y no podía consentir que se le presentara resistencia alguna. Yo le repliqué que no se trataba de prestigio ni de resistencia, sino de la fidelidad a un convenio con el Gobierno que también le obligaba a él. El asunto, como ya se lo habría comunicado su subordinado, el Presidente de la Guardia Nacional, lo estaba tratando legal y reglamentariamente, el Cuerpo Diplomático con el Ministerio de Estado por lo que entretanto, tendría que esperar con paciencia, puesto que yo no mantenía con él relaciones oficiales. Aquel hombre, conocido por su violencia y sus malos sentimientos, se irritó sobremanera ante esta respuesta. Para no reconocer que se veía forzado a llevar a cabo toda esa acción bajo la presión ejercida por el Comité Nacional de la Guardia Nacional, a la que temía, sostenía que había recibido de las autoridades militares la orden de que los efectivos dedicados a la custodia de la totalidad de las representaciones diplomáticas se personara, antes de las seis de la tarde, en tales y tales cuarteles para salir inmediatamente hacia el frente. Mentía descaradamente, para intimidarme sin duda, ya que se daba cuenta de que, por sí solo, no podía. Yo mantenía impasible mí inatacable punto de vista.
A continuación, declaró, ya fuera de sí, que si yo no mandaba, antes de las seis, a esos hombres a los cuarteles correspondientes, él los sacaría violentamente de la Legación. Entonces yo le dije: «¿Me amenaza Ud. con violar la extraterritorialidad noruega y con derramar sangre, para incumplir un Convenio? Pues por las buenas no le voy a dejar entrar». Él no estaba amenazando, me replicó, pero sí que impondría por todo los medios su autoridad y retiraría sus hombres. Era a todas luces inadmisible, que esa gente estuviera dentro de la Legación; a partir de entonces iba a mandar fusilar a cualquier hombre que pisara una representación diplomática.
El ministro Galarza, hijo «descarriado» de una buena familia de militares, era tristemente célebre por su mal carácter y resentimientos. Su intervención personal había convertido el incidente en asunto oficial para el Cuerpo Diplomático, con características francamente preocupantes. Por lo tanto, convoqué al Cuerpo Diplomático con el fin de prepararnos para un segundo ataque armado de Galarza, ataque con el que, a todas luces, podíamos contar. Acudieron inmediatamente un buen número de colegas de diferentes países, destacando entre ellos, el Decano y el Secretario general del Cuerpo Diplomático.